Blog de Regina Salcedo Irurzun

domingo, 19 de abril de 2020

LECTURAS PARA LA CUARENTENA: SIGISMUND KRZYZANOWSKI


Sigismund Krzyzanowski fue uno de esos descubrimientos que te vuelan la cabeza. Sus cuentos, escritos a principios del siglo XX, (él nació en 1887), me parecieron sorprendentemente audaces, modernos y originalísimos. Este relato pertenece al libro La nieve roja y es de lo mejor que podréis encontrar por ahí. Un fiera el Krzyzanowski, y una pena que no se le valore y conozca tanto como debiera. Pero, en fin, lo habitual  en estos tiempos donde triunfa lo mediocre. Si queréis ponerle remedio, está en vuestras manos: ¡leedlo! 

El codo sin morder
Sigismund Krzyzanowski


Toda esta historia habría quedado oculta bajo el puño y la manga almidonados de una chaqueta de no haber sido por la Revista Semanal.  La Revista Semanal elaboró una encuesta: “Su escritor preferido, su salario medio semanal, cuál es la meta de su vida”, y la envió a todos los suscriptores, como suplemento de la revista. Entre los muchos cuestionarios rellenados (la Revista tenía una gran tirada) se seleccionó uno, el formulario núm. 11111, que tras pasar de mano en mano por toda la redacción no encontró una carpeta adecuada. En el formulario núm. 11111, frente a la casilla “Salario medio”, figuraba: “0”, y frente a: “¿Cuál es la meta de su vida?”, estaba escrito con letras claras y redondeadas: “Morderme el codo”.
  El cuestionario fue enviado al secretario para ser aclarado; del secretario fue a parar bajo las gafas redondas de montura negra del redactor jefe. El redactor apretó un timbre, llegó un correo y luego salió. Un minuto después el formulario, plegado en cuarto, se encontraba en el bolsillo de un reportero, el cual había recibido instrucciones verbales suplementarias:
-Hable con él en tono de broma e intente averiguar el sentido. ¿Qué es eso: un símbolo o una ironía romántica? En fin, usted ya entiende…
  El reportero asintió y fue enviado al instante a la dirección que figuraba en el borde inferior del cuestionario.
  Un tranvía le condujo hasta la última parada de las afueras; luego una estrecha e interminable escalera de caracol le llevó bajo el mismísimo tejado. Por último, llamó a la puerta y esperó una respuesta. No hubo respuesta. Llamó otra vez, esperó otra vez, y el reportero empujó la puerta con la mano… La puerta cedió y sus ojos vieron lo siguiente: una habitación miserable, paredes infestadas de chinches, una mesa y una banqueta de madera; en la mesa, una manga desabotonada; en la banqueta, un hombre con el brazo al aire, y la boca alargada hacia la punta de su codo.
  El individuo, ensimismado, no había oído ni llamar a la puerta ni los pasos, y sólo el vozarrón del intruso le hizo levantar la cabeza. Entonces el reportero vio en la mano del núm. 11111, a dos o tres pulgadas de la punta del codo alargada en su dirección, algunos arañazos y señales de mordeduras. El entrevistador no soportaba ver sangre y, dándose la vuelta, preguntó:
-Parece que usted va en serio, quiero decir, sin ningún simbolismo.
-Ninguno.
-Supongo que la ironía romántica tampoco tiene nada que ver…
-Es un anacronismo –sentenció el comedor del codo, y de nuevo su boca volvió a los arañazos y las mordeduras.
-Pare, ah, pare –gritó el entrevistador, cerrando los ojos-, cuando me vaya puede usted continuar, pero, mientras tanto, ¿podría permitirle a su boca que me diera una breve información? –y el lápiz rasgó el cuaderno. Al acabar, el reportero iba en dirección a la puerta cuando se volvió-: Escúcheme, morderse el codo está bien, pero es imposible. Nadie lo ha conseguido, todo el mundo ha fracasado. ¿Ha pensado en eso el hombre raro que es usted?
  En respuesta, dos ojos turbados bajo unas cejas pobladas y un breve:
-El possibile está para los toutos.[1]
  El cuaderno, ya cerrado, se abrió de nuevo:
-Perdone, no soy ligüista. Sería deseable que…
  Pero el núm. 11111, por lo visto, languidecía por su codo y había puesto la boca sobre su brazo mordido, y el entrevistador, apartando la vista y todo su cuerpo, se escabulló por la escalera de caracol, llamó a un coche y enfiló de vuelta a la redacción. En el número siguiente de la Revista Semanal apareció un artículo titulado: “El possibile está para los toutos”.
  En el artículo, en tono de broma, se hablaba del ingenuo estrafalario, cuya ingenuidad rayaba en… La Revista, tras escoger la figura del silencio, concluía con la máxima sentenciosa de un olvidado filósofo portugués, quien tuvo que hacer entrar en razón y refrenar a todos los soñadores y fanáticos sociales, infundados y peligrosos, que buscaban lo imposible y lo irrealizable en nuestro siglo realista y sobrio; seguía la sentencia enigmática que también figuraba en el título, completada con un breve sapienti sat[2] .
  El caso interesó a algunos lectores de la Revista Semanal. Dos o tres publicaciones más se hicieron eco de la curiosa noticia, y pronto se habría perdido en las memorias y los archivos de los periódicos, de no haber sido por la polémica que emprendió con la Revista Semanal la seria Revista Mensual. En el número siguiente de ese órgano apareció la nota: “Se castigó”. Una pluma afilada, tras citar la Revista Semanal, explicaba que la máxima portuguesa era en realidad un proverbio español que significaba: “Cualquier idiota puede hacerlo”. El mensual completaba la cita con un breve et insapienti sat[3], y a este breve sat le seguía un “(sic)”, entre paréntesis.
  Después de eso, la Revista Semanal no tuvo más remedio que explicar en un extenso artículo del siguiente número, oponiendo un sat a otro sat, que comprender la ironía no está al alcance de todos: es digno de compasión, por supuesto, no el ingenuo intento de alcanzar lo inalcanzable (porque todo lo genial es ingenuo), ni el fanático de su codo, sino el mercenario de la pluma, esa criatura con anteojeras de la Revista Mensual, quien al tratar sólo con letras entiende todo literalmente.
  Era evidente que la Revista Mensual no quería quedarse en deuda con la Semanal. Pero tampoco ésta podía conceder a su oponente la última palabra. En el ardor de la polémica, el fanático del codo se convertía bien en cretino, bien en genio, y propuesto alternativamente como candidato o a una cama vacante en la casa de los locos o al cuadragésimo sillón de la Academia.
  Como resultado, algunos cientos de miles de lectores de ambas revistas supieron del núm. 11111 y de su relación con su codo, pero la polémica no despertó un interés particular en amplios círculos, sobre todo porque durante ese tiempo hubo otro sucesos  que monopolizaron la atención. Tuvieron lugar dos terremotos y una partida de ajedrez: cada día dos cabezones se sentaron delante de setenta y cuatro casillas. Uno tenía cara de carnicero; el otro, de dependiente de una tienda de moda, y por alguna misteriosa razón sucedió que los dos tipos y las casillas ocuparon el centro de los intereses, necesidades y expectativas intelectuales. Durante ese tiempo, el núm. 11111, en su cubículo semejante a una caja de ajedrez, con el codo tendido hacia los dientes, inmóvil y anquilosado, como una figura de ajedrez, esperaba a que fueran a por él.
  La primera persona que le hizo al mordedor del codo una propuesta real fue el director de un circo de las afueras, que buscaba renovar y completar su programa. Era un hombre emprendedor, y el viejo número de la Revista, que había llegado por casualidad a sus ojos, decidió el destino inmediato del mordedor del codo. El pobre no aceptó enseguida el compromiso, pero cuando el hombre del circo le demostró que ésa era la única manera de vivir de su codo y que, una vez conseguido un medio de vida, podría elaborar su método y mejorar los procedimientos de la profesión, el abatido estrafalario pronunció algo semejante a “ajá”.
  El número de circo anunciado en los carteles: “El codo contra el hombre. ¿Morderá o no morderá? Tres asaltos de dos minutos. Árbitro: Belks”, iba al final, después de la mujer pitón, los gladiadores romanos y el salto desde lo alto de la cúpula. El número se desarrollaba así: la orquesta tocaba una marcha, y salía a la pista un hombre con el codo al aire; llevaba colorete en las mejillas, y las cicatrices alrededor del codo habían sido cuidadosamente maquilladas y blanqueadas. La orquesta cesaba y comenzaba el combate: los dientes mordían la piel, aproximándose al codo centímetro a centímetro, hasta estar más y más cerca.
-¡Es un farolero! ¡No lo morderá!
-Miren, miren, parece que lo ha mordido.
-No, está muy cerca del codo, pero…
  El cuello del campeón se estiraba, las venas se inflaban, los ojos, fijos en el codo, se inyectaban de sangre, la sangre de las mordeduras goteaba sobre la arena, y la gente se enfurecía poco a poco removiéndose en sus asientos, miraba con prismáticos, se levantaba, pateaba el suelo, se subía a las barreras, jaleaba, silbaba y gritaba:
-¡Muérdelo!
-¡Vamos, atrapa el codo!
-¡Aguanta, codo, aguanta, no te rindas!
-¡Trampa! ¡Ladrones!
  El combate acababa, y el árbitro declaraba vencedor al codo. Y ni el árbitro, ni el director, ni la gente que se dispersaba imaginaban que esa pista del circo se convertiría pronto para el hombre con el codo al aire en una gloria mundial, y que en lugar del círculo de arena de veinte metros de diámetro tendría a sus pies el plano de la eclíptica terrestre, que extiende sus rayos a miles de verstas de distancia.
  Eso comenzó así: el conferenciante de moda Justus Kint, que había conquistado la gloria a través de los oídos de las señoras mayores y ricas, fue llevado al circo (casualmente, por alguien un poco alegre) tras uno de los muchos almuerzos de homenaje. Kint era un filósofo profesional, y a la primera mirada captó el significado metafísico del mordedor del codo. A la mañana siguiente comenzó el ensayo “Principios de la inmordabilidad”.
  Kint, que años atrás había reemplazado la gastada consigna “Vuelta a Kant” por la nueva y seguida por muchos “Adelante hacia Kint”, escribió con elegante desenvoltura y adornos estilísticos (no en balde en una de sus conferencias declaró, cosechando atronadores aplausos, que  “los filósofos que hablan a la gente del mundo, ven el mundo, pero no ven que sus oyentes, que están en este mismo mundo, a cinco pasos del filósofo, sencillamente se aburren”). Tras describir brillantemente la lucha “del hombre contra el codo”, Kint pasó del hecho a su generalización, y mediante una hipóstasis, llamó al número de circo “Metafísica en acción”.
  El pensamiento del filósofo era así: cada concepto (en el lenguaje de los grandes metafísicos alemanes, Begriff) procede, desde el punto de vista lexicológico y lógico, de greifen, que significa “agarrar, atrapar, morder”. Pero todo Begriff, todo logismo, pensado hasta el final, se transforma en Grenzbegriff, es decir, en el llamado “concepto-límite”, que sobrepasa la razón y que es inaprensible para el conocimiento, igual que el codo es inaprensible para los dientes. “Es más –razonaba el ensayo sobre los principios de la inmordabilidad-, al objetivar externamente lo inmordible, llegamos a la idea de lo trascendental: eso también lo comprendió Kant, pero él no comprendió que lo trascendente es al mismo tiempo inmanente (de manus, “mano”, y, por consiguiente, también “codo”); lo inmanente-trascendente está siempre en un “aquí”, y está próximo al límite de lo aprensible, y casi forma parte del proceso perceptivo, como el codo casi está al alcance del esfuerzo prensible de las mandíbulas. Sin embargo, “te acercarás al codo, pero no lo morderás”, y “la cosa en sí” está en cada uno, pero es inalcanzable. Hay ahí un casi intransitable –concluía Kint-, un “casi” que se personifica en el hombre de la carpa que intenta morderse el codo. Por desgracia, cada nuevo combate termina fatalmente con la victoria del codo: el hombre es vencido, lo trascendente triunfa. Una y otra vez, bajo los rugidos y silbidos de la masa inculta, se repite burda pero brillantemente modelado por la carpa el secular drama gnoseológico.Vayan todos, corran a la trágica barraca y contemplen ese fenómeno rarísimo: por un puñado de monedas le darán aquello por lo que los escogidos de la humanidad pagaron con su vida.”
  Las minúsculas letras negras de Kint resultaron más efectivas que los enormes letreros rojos de los carteles del circo. Las masas se precipitaban a comprar a precio de calderilla esa rareza metafísica. El número del mordedor del codo tuvo que trasladarse desde la carpa de las afueras hasta el teatro central de la ciudad. Desde allí, el núm. 11111 pasó a actuar en los anfiteatros de las universidades. Los seguidores de Kint se pusieron acto seguido a comentar y a citar el pensamiento del maestro; el propio Kint transformó su ensayo en un libro, titulado El codismo. Hipótesis y conclusiones. En el primer año, el libro tuvo cuarenta y tres ediciones.
  El número de codistas aumentaba cada día. Es verdad que había escépticos y anticodistas. Un viejo profesor intentó demostrar el carácter asocial del movimiento codista que, en su opinión, suponía un renacimiento del viejo stirnerismo[4] y llevaba lógicamente al solipsismo, es decir, a un callejón filosófico sin salida.
  Hubo también serios adversarios del movimiento; así, un columnista llamado Tnik, al intervenir en una conferencia dedicada a los problemas del codismo, preguntó: ¿Qué pasaría si el famoso mordedor del codo consiguiera algún día morderse su propio codo?
  Pero el orador fue interrumpido por silbidos y expulsado de la tribuna. El desdichado no intentó nunca más intervenir en público.
  Aparecieron, por supuesto, imitadores y envidiosos; así, cierto personaje ambicioso anunció a la prensa que él había logrado tal día y a tal hora morderse el codo. Rápidamente se organizó una comisión para verificar el hecho. El personaje ambicioso fue desenmascarado y al cabo de poco tiempo, tras convertirse en objeto de indignación y rechazo, se suicidó.
  Este suceso encumbró aún más la fama del núm. 11111: los estudiantes, y sobre todo, las estudianates, de las universidades en las que actuaba el mordedor del codo salían tras él en masa. Una encantadora muchacha, con lánguidos y tímidos ojos de gacela, que había obtenido una cita con el fenómeno le extendió en sacrificio su brazo medio desnudo:
-Si lo necesita, muerda el mío, pues es más fácil.
  Y los ojos de ella se clavaron en dos manchas turbias, escondidas bajo las cejas. Como respuesta, escuchó:
-No muerdas el codo ajeno.
  Y el lúgubre fanático de su codo, se dio la vuelta, dando a entender que la audiencia había terminado.
  La moda del núm 11111 crecía no día a día, sino casi a cada minuto.
  Cierto espíritu agudo, al interpretar la cifra 11111, dijo que la persona designada por ella era “cinco veces único”. En las tiendas de ropa de  hombre pusieron en venta chaquetas con un corte especial, llamadas “de codo”, con tapas fijas de botones que permitían en todo momento, sin quitarse la ropa, ponerse a morder el codo. Muchos dejaron de fumar y de beber y se convirtieron en codómanos. Para las mujeres, se pusieron de moda los vestidos cerrados de manga larga con cortes redondos en los codos; alrededor de los huesos del codo colocaban elegantes pegatinas rojas y falsas cicatrices que imitaban mordeduras y arañazos recientes. Un venerable hebraísta, que había consagrado cuarenta años a escribir sobre las dimensiones reales del templo de Salomón, se retractó en sus conclusiones anteriores y reconoció que los versículos de la Biblia que hablaban de los sesenta codos de profundidad debían entenderse como símbolo de lo sesenta veces inasible, oculto tras el velo. Un diputado del parlamento, en busca de popularidad, propuso un proyecto de ley para cambiar el sistema métrico por el antiguo sistema de medidas: el codo. Y aunque el proyecto de ley fue rechazado, su discusión se produjo bajo los tambores de guerra de la prensa y provocó tempestuosos incidentes parlamentarios y dos duelos.
  El codismo, al atraer a amplias masas, naturalmente se vulgarizó y perdió el riguroso contorno filosófico que había intentado conferirle Justus Kint. Los periódicos baratos interpretaron las enseñanzas del codo, y las popularizaron así: ábrete camino a codazos; confía sólo en tus codos, y nada más.
  Pronto, el nuevo movimiento, que seguía caprichosamente su curso, adquirió tales dimensiones que el gobierno, que contaba entre sus súbditos al núm. 11111, decidió naturalmente usarle para alcanzar los objetivos de su política monetaria.. Enseguida se presentó una ocasión para ello. Sucedió que algunos órganos deportivos, prácticamente desde el surgimiento del interés por el codo, comenzaron a imprir periódicamente boletines informativos sobre las fluctuación de los centímetros y milímetros que separaban los dientes del mordedor de su codo. La prensa afín al gobierno, primero comenzó a imprimir tales boletines en la penúltima página, entre los resultados de las carreras, los de los partidos de fútbol y la crónica bursátil. Al cabo de poco tiempo, en esa misma prensa oficiosa apareció un artículo de un famoso académico, defensor de tesis neomarckianas[5], quien, partiendo de la postura de que los órganos de un organismo vivo evolucionan en función de la actividad que despliegan, llegó a la conclusión de que teóricamente era posible morder el codo. Ello era debido a un alargamiento progresivo de los estriados músculos del cuello, escribía la autoridad, al ejercicio sistemático de torsión del antebrazo, etc… Pero la implacable lógica de Justus Kint se lanzó contra el académico y paró el golpe propinado a la inmordabilidad. Surgió una polémica que reproducía en gran parte la polémica de Spencer[6] con el difunto Kant. El momento era favorable: un trust bancario (todos sabían que entre sus accionistas se encontraban miembros del gobierno y los mayores capitales del país) anunció con hojas volanderas la creación de una grandiosa lotería dominical, llamada MTC (muerde tu codo). El trust prometía prometía pagar a cada poseedor del billete a razón de 11111 unidades por uno (por ¡UNO!), inmediatamente después de que el mordedor mordiera su codo. La lotería fue inaugurada al son de jazz, y con farolillos de todos los colores. Giraron las “ruedas de la fortuna”. Los dientes blancos de las señoras vendendoras daban la bienvenida a los compradores con una abierta sonrisa, y sus codos al desnudo, iluminados por reflejos rojos, sumergiéndose dentro de poliedros de cristal lleno de billete, trabajaron desde mediodía hasta medianoche.
  Al principio, la venta de la serie de billetes iba floja. La idea de la inmordabilidad estaba muy arraigada en las mentes. Un viejo seguidor de Lamarck se dirigió a Kint, pero éste refunfuñó ostensiblemente:
-Ni siquiera nuestro Señor –declaró en uno de sus mítines- puede hacer que dos y dos no sean cuatro, o que el hombre pueda morderse el codo y el pensamiento sobrepase el límite del concepto límite.
  El número de los llamados “mordedores”, que se esforzaban por mantener la inciativa, era insignificante en comparación con el de los no mordedores, y disminuía de día en día. El valor de los billetes de lotería era cada vez menos, hasta casi llegar a cero. Las voces de Kint y sus fieles, que exigían que se conocieran los nombres de los verdaderos instigadores de esa empresa financiera, la dimisión del gabinete y un cambio en la cotización, sonbaban cada vez con mayor fuerza. Pero una noche se llevó a cabo un registro en el apartamento de Kint. En su mesa de trabajo se encontró un enorme fajo de billetes de lotería. La orden de arresto del líder de los no mordedores fue anulada en el acto, el hecho fue dado a conocer, y en la tarde de ese mismo día la cotización en bolsa de los billete comenzó a subir.
  Dicen que las avalanchas se originan a veces así: un cuervo, posado en la cima de una montaña, roza la nieve con sus alas, cae un copo de nieve, que se une a otros copos formando una boloa de nieve que resbala por la pendiente, crece y arrastra todo a su paso, piedras y placas de nieve, y culmina en una avalancha que avanza inundándolo todo y desplomándose. Y bien: el cuervo batió un ala, y luego giró su encorvada espalda, cerró los ojos y se quedó dormido. Pero la avalancha hacía un enorme estruendo y el ruido despertó al cuervo. Abrió los ojos, se estiró y batió la otra ala. Los mordedores tomaron el relevo de los no mordedores, y un río de acontecimientos fluyó desde la desembocadura a la cuna. Ahora era posible ver a los codistas entre los traperos. Pero el núm. 11111, cuya existencia recordaban todos a causa del número creciente de billetes de lotería, y que se había convertido en la garantía viva de las inversiones, era sometido ahora a la observación y control generales. Miles de personas desfilaban ante la caja de cristal en cuyo interior el núm. 11111 trabajaba día y noche sobre su codo. Eso reforzaba la esperanza y aumentaba la suscripción. Los boletines oficiales, que pasaron de la tercera a la primera página, anunciaban a veces con letras de gran tamaño el avance de un milímetro, y enseguida nuevas decenas de miles de boletos encontraban comprador.
  La determinación del mordedor del codo, que contagiaba a todos y cada uno su fe en alcanzar lo inalcanzable, aumentaba tanto los cuadros de los mordedores que hubo un momento en que incluso osciló el equilibrio financiero de la bolsa. Sucedió que un día el número de milímetros entre la boca y el cod se redujo tanto (lo que, por supuesto, produjo una nueva demanda de billetes) que en una reunión secreta del gobierno se inquietaron: ¿y si sucedía lo que no podía suceder y el codo era mordido? El ministro de Finanzas explicó: satisfacer tan sólo a una de cada diez poseedores de billetes, a un cambio de 11111 a 1, dejaría completamente vacías las arcas del Estado. El presidente del trust resumió: “Si eso sucediera, el codo mordido sería para nosotros como si nos devoraran la garganta: la revolución sería inevitable”. Pero eso no sucederá hasta que las leyes de la naturaleza cedan su lugar a los milagros. Mantengamos la calma”.
  Efectivamente, a partir del día siguiente los milímetros comenzaron a crecer. Daba la impresión de que el mordedor del codo perdía terreno frente al codo triunfante. Entonces ocurrió algo inesperado: la boca del mordedor, como una sanguijuela hinchada de sangre, de repente se apartó de la piel ensangrentada y el hombre de la caja de cristal permaneció una semana entera con los ojos fijos en el suelo, sin emprender de nuevo la lucha.
  Los torniquetes metálicos que canalizaban la cola junto a la caja giraban cada vez más rápido, miles de ojos inquietos escudriñaban el antes fenomenal fenómeno, y el murmullo sordo y la preocupación aumentaban día a día. La venta de billetes del trust cesó. El gobierno, previendo complicaciones, multiplicó el número de policías, y el trust acrecentó la tasa de interés en la suscripción.
  Vigilantes especiales asignados al núm. 11111 intentaban atrerle hacia su propio codo (así se aguijonea con picas metálicas a las bestias que se resisten a su domador), pero él, con gruñidos sordos, rechazaba obstinadamente el plato que, al parecer, se hacía indigesto. Y cuanto más inmóvil se quedaba el hombre de la jaula de cristal, mayor movimiento había en torno a él. No se sabe adónde habría llegado todo aquello si no hubiera sucedido esto: una madrugada, cuando los guardianes y los vigilantes, que ya habían desistido de atraer al hombre hacia el codo, habían apartado la vista del núm. 11111, éste, de improviso, salió de su inactividad y se lanzó contra su enemigo. Era evidente que tras la mirada nebulosa de todos esos días había tomado forma cierto pensamiento que conducía a una nueva táctica de combate. Ahora, el mordedor del codo, atancando al codo desde el reverso de la articulación, intentaba morderlo directamente  a través de la carne interior del pliegue del brazo. Despedazando con los dientes los tejidos, avanzó con la cara llena de sangre hasta casi llegar con la dentadura a la articulación interna del codo. Pero sobre los huesos que forman el codo confluyen, como es sabido, tres arterias: arteria brachialis, radialis et ulnaris. Al morder este nudo arterial, comenzó a salir sangre a borbotones hasta dejar el  cuerpo sin fuerza y sin vida. Los dientes, que casi habían alcanzado su objetivo, se desencajaron, el brazo se estiró, la mano tocó el suelo, y lo mismo acabóa haciendo todo el cuerpo.
  Cuando los vigilantes, tras oír un ruido, se volvieron hacia las paredes de cristal de la jaula, hallaron muerto al núm. 11111, envuelto en un charco de sangre.
  Puesto que la tierra y las rotativas continuaron girando sobre sus ejes, esta historia del hombre que quiso morderse el codo no acaba aquí. Acaba la historia, no la fábula. Ambas podrían haber permanecido juntas. La historia podría continuar, y no sería la primera vez, a través del cadáver, y la fábula de una vieja superstición que teme los malos presagios: no le echéis la culpa y no la juzguéis.

1927





[1] Así en el original. Según Vadim Perel´muter, querría decir: “Es posible esto para todos”. (N. del T.)
[2] “El sabio está satisfecho”. En latín en el original. (N. del T.)
[3] “El idiota está satisfecho”. En latín en el original. (N. del T.)
[4] Alusión a Max Stirner. (N. del T.)
[5] Alusión a Jean-Baptiste Lamarck (1744-1829), naturalista francés que formuló una de las primeras teorías de la evolución biológica. (N. del T.)
[6] Alusión a Herbert Spencer (1820-1903), filósofo positivista, psicólogo y sociólogo británico fundador del darwinismo social. (N. del T.)

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