Blog de Regina Salcedo Irurzun

miércoles, 8 de abril de 2020

LECTURAS PARA LA CUARENTENA: JON BILBAO

Hoy toca un relato estupendo de Jon Bilbao que nos habla, a través del accidentado día de playa de una familia, de cómo las cosas pueden volverse extrañas en cuestión de segundos y de la necesidad de convertirlas en metáforas para darles sentido y aliviar un tanto el pánico, la sensación de absurdo que entonces nos invade.

UNA VICTORIA PARCIAL
Jon Bilbao


Todo el mundo sabe que la meditación y el agua
están siempre coaligadas.

HERMAN MELVILLE, Moby Dick





 El camino no era como yo lo recordaba. En algunos momentos me parecía mejor, sin tantos baches ni curvas, pero después cambiaba de idea y lo veía mucho peor, plagado de obstáculos y apenas transitable. Continuamente tenía que maniobrar para que el todoterreno no acabara en un socavón. A mi lado, Katharina se aferraba a la barra de sujeción del salpicadero. Por el rabillo del ojo la veía estirar el cuello y otear el terreno.
            ¿Lo recordabas así?, preguntó.
            Me dolió reconocer que no. Cuando le pregunté cómo lo recordaba ella, no dijo nada. Se volvió hacia la parte trasera, donde nuestro hijo iba asegurado a un asiento infantil. Le palpó la frente y los brazos para comprobar si tenía calor. Después manipuló los mandos del aire acondicionado. Las ventanillas permanecían cerradas como protección contra las chumberas que crecían en las cunetas.

 Muros de piedra y vallas fabricadas con ramas de olivo flanqueaban el camino. Al otro lado, un terreno baldío, cubierto de rocas y maleza polvorienta. De cuando en cuando asomaban casas cuyas vías de acceso me era imposible adivinar. Se trataba de construcciones recientes, muy alejadas del rústico estilo tradicional de la isla. Sobre las fachadas: materiales modernos, tratados para soportar la intemperie. Los tejados: provistos de antenas parabólicas y placas fotovoltaicas. Aparentaban colonias de avanzadilla en un planeta yermo.
  Katharina miraba las casas con suspicacia, del mismo modo como lo estudiaba todo desde que llegamos a la isla. Establecía comparaciones con el pasado. Se preguntaba si el lugar adonde íbamos estaría desierto o si nos encontraríamos con algún ocupante de aquellas viviendas. Eso nos obligaría a compartir un espacio de reducidas dimensiones que habíamos llegado a considerar propio.
  Durante los días previos al viaje habíamos hablado a menudo de la playa. Especulamos sobre los cambios que habría sufrido en los cinco años que habían pasado desde que la descubrimos. Los dos reconocíamos que, después de ese tiempo, la probabilidad de que el lugar –cuarenta metros de arena engastados al fondo de un entrante rocoso de la costa- continuara como lo recordábamos era escasa. Incluso el camino por donde circulábamos, sin pavimentar y tan estrecho que a dos vehículos les sería imposible cruzarse, aparecía en la pantalla del GPS. Había sido reconocido, catalogado y registrado informáticamente.
  Aun así, la perspectiva de convivir con personas para las que el lugar y la fecha carecían de significado especial, que sólo disfrutaban de un día más de verano, era motivo de inquietud. Con cada nueva conversación el asunto adquiría una gravedad mayor.
¿Qué haremos si hay alguien?, preguntaba Katharina intentando dar un tono casual a sus palabras, pero afectada por una preocupación que se manifestaba en el endurecimiento de su acento alemán. ¿Nos quedaremos?
  Yo no sabía lo que haríamos si encontrábamos la playa ocupada. Dependería del tono de nuestros estados de ánimo; de la magnitud del choque entre el recuerdo subjetivo y la realidad objetiva; de la interpretación de las señales percibidas.
  Soy una persona que concede importancia a  las señales.
  Por fin el camino empezó a descender hacia el mar, aunque éste no era visible todavía. Varios pinos rompieron la monotonía del paisaje. No vimos más casas.
  A la salida de una curva el mar surgió de pronto ante nosotros. Una tenue calina filtraba la luz y apagaba los colores. En el cielo, el aspa plateada de un planeador trazaba una curva silenciosa, aproximadamente sobre nuestra playa, como si pretendiera señalarnos el lugar.
Ya falta poco, dije sin necesidad.
            Katharina se volvió e hizo cosquillas al niño. Oí una risita.
            Ya falta poco, repitió ella excitada.
  Justo donde las recordaba se alzaban las ruinas de una casa. En su tiempo debió de ser una vivienda de pescadores. El encalado y el mortero se habían desprendido y dejado al descubierto los muros de mampostería.
  En lo que antes era el jardín, contiguo al camino y separado de éste por un muro bajo, crecía una chumbera de proporciones monstruosas. Hijos y nietos de la planta original fundidos hasta formar un único ser de apariencia alienígena, que se elevaba hasta más de dos metros de altura y se desbordaba sobre el camino. El guardián de la playa. Sus ramas en forma de raqueta golpearon el parabrisas del todoterreno y arañaron la pintura del costado.
  Por supuesto no éramos los únicos que no se  habían dejado amedrentar por la planta. Su ramas eran un registro del paso de antiguos visitantes. Muchas aparecían violadas con fechas y nombres tallados, lo que evidenciaba lo erróneo de nuestro sentimiento de posesión del lugar.
  El camino terminaba unos metros más allá, en  una pequeña explanada donde detuve el todoterreno. Después, un desnivel y la playa. Desconecté el motor y cayó un silencio plomizo. En el cielo, el planeador viró y se alejó en rumbo paralelo a la costa.
  Habíamos llegado. Y no había nadie. Ningún otro vehículo. Ni tiendas de campaña. Ni embarcaciones fondeadas. Sin embargo no hicimos nada por cubrir los últimos pasos.  Ni siquiera salimos del todoterreno. Nos quedamos con la vista fija en la playa. Hasta que nuestro hijo empezó a revolverse. Se estiraba hacia delante, luchando contra el arnés que lo ataba a la silla. Sus bracitos señalaban lo que nosotros también contemplábamos.
  En el centro de la playa descansaba el cuerpo sin vida de una ballena.

Cinco años atrás me había parecido que Katharina nunca se cansaría de estar en el agua. En tres ocasiones nadó hasta la embocadura del canal para permanecer allí mirando hacia mar abierto. Yo la acompañé las dos primeras veces. En la tercera me quedé atrás, convencido de que pasara lo que pasara por su cabeza tendría una mayor categoría si ella se encontraba a solas.
  Estábamos hambrientos. Atardecía y no habíamos probado bocado desde el desayuno. Sólo llevábamos una cantimplora que por el camino rellenamos en un manantial de agua sulfurosa. Un lugareño que cargaba con dos garrafas nos la recomendó por sus cualidades beneficiosas para la piel y el cabello. Después de un par de tragos el sabor apenas se notaba. Le preguntamos por dónde se llegaba al mar. Él señaló vagamente en una dirección. A nuestro alrededor sólo había piedras y arbustos, ni una sombra bajo la que cobijarse.
  Usamos el manillar de la moto como colgador para la ropa. No llevábamos bañadores. No esperábamos descubrir un sitio así cuando salimos aquella mañana a dar un paseo de reconocimiento por la isla.
  Cuando por fin salió del agua, Katharina tomó asiento en una roca. Miraba el mar y se abrazaba el vientre. Le pregunté si tenía frío. Respondió que no, que todo estaba bien.
  Hablábamos en inglés, el único idioma en que podíamos comunicarnos con fluidez; aunque los progresos de Katharina con el español eran veloces. Hacía que me avergonzara de mi torpeza. Mi alemán se reducía a un puñado de sustantivos de temática dispersa, además de unas cuantas frases que ella me había hecho aprender de memoria y que le hacían reír a carcajadas cuando yo las repetía. lo que me llevaba a pensar que me mentía sobre su significado.
  El paisaje no difería mucho del de la costa californiana donde nos habíamos conocido. Las sensaciones de lejanía y déjà vu se superponían con un efecto agridulce. Se lo comenté a Katharina. Me dio la razón.
  Los intentos por calcular la distancia recorrida durante el último año terminaban siempre en abandono. Estados Unidos, Alemania y ahora España. Llevábamos tres semanas en el país. La isla era nuestra última escala. La excedencia de Katharina de la compañía farmacéutica donde trabajaba en Munich finalizaba diez días después.
  Le había preguntado si le gustaría vivir en España. Todavía no  me había respondido.
  Desnudos y al sol, saltaba a la vista cómo habían cambiado nuestros cuerpos durante el viaje. Más esbeltos que cuando lo iniciamos –cada uno en solitario, desde nuestros respectivos puntos de partida-, pero también maltrechos. Habíamos perdido peso. Se nos marcaban las costillas y los  huesos de las caderas. Las piernas de Katharina estaban moteadas por verdugones de origen incierto, del tipo de los que te sorprendes contemplando una mañana en la ducha sin saber cómo ni cuándo han hecho aparición. Yo tenía las rodillas y los codos despellejados desde hacía días. Parecíamos una pareja de náufragos, impresión acentuada por lo desértico del lugar. En todo el día no vimos señal de presencia humana; ni una embarcación pasó siquiera ante la playa.
  Katharina se levantó y se fue hacia la moto. Hurgó en los bolsillos de un pantalón y sacó un paquete de cigarrillos. Fumó mientras contemplaba de frente el atardecer. El sol le perfilaba el cuerpo con una línea anaranjada. Ella permanecía inmóvil, ignorante del eclipse del que era causante. El cabello, apelmazado por el agua salada, y el vello de entre las piernas se encendieron con cálida violencia. Aprecié las siluetas de su cráneo y de su sexo.
  Me acerqué a ella por la espalda y le pasé la lengua por las protuberancias de la columna vertebral. Los huesos de sus hombros estaban afilados como espolones. Murmuró algo que interpreté como una invitación. La empujé hacia una roca lo bastante grande como para servirnos de apoyo. Guardó silencio. Yo me había acostumbrado a su actitud distante. Había llegado a encontrar cierto placer en ella. En compañía de Katharina, lo que debería ser una experiencia conjunta finalizaba a menudo en un ejercicio de introspección.
  Un rato después, mientras nos vestíamos, me dijo que no quería volver a Alemania, que se quedaría conmigo.
            ¿Estás segura?
            Creo que sí.
            Es mejor que lo estés.
            Tras una pausa dijo que lo estaba.
            Nos quedamos allí hasta que se hizo de noche, apoyados en la moto, planeando lo que haríamos a continuación e interrumpiéndonos cada poco rato para besarnos y toquetearnos como una pareja de adolescentes.


Liberé al niño de su asiento y con él en brazos salvé el desnivel que nos separaba de la arena. No debía de hacer mucho que la ballena había muerto porque apenas desprendía olor. Por ahora éste quedaba oculto bajo el propio animal, una emanación intensamente marina y orgánica, desagradable sólo en un primer momento.
  Yo repartía mi atención entre el niño y la ballena, tan interesado en ésta como en la reacción de aquél.
  La ballena, más concretamente un rorcual de pequeño tamaño, mediría unos diez metros de largo. Era de color gris parduzco, con el vientre blanco. Reposaba sobre éste; la mitad delantera del cuerpo sobre la arena y la trasera en el agua. Tenía los ojos cerrados, bellotas de mar adheridas en torno a las aletas y penachos de algas a lo largo del lomo. Había dignidad en su postura.
 El niño se agitó. Quería que lo soltara. En cuanto lo dejé en el suelo se dirigió con pasitos vacilantes hacia el gran cuerpo. Parecía dispuesto a tocarlo. Estiró la mano pero en el último instante rectificó y dio un paso atrás. Se volvió hacia mí señalando el promontorio de carne que se alzaba en el centro de la playa.
            Ballena, dije.
            Él miró al cetáceo y repitió:
            Ballena.
            ¡Eh!
            Katharina fumaba un cigarrillo recostada contra el todoterreno.
            ¿Qué vamos a hacer?, preguntó.
            Pensando en la ballena a un nivel abstracto, como señal, su significado resultaba dudoso. No deseaba buscar metáforas. Si lo hacía resultarían negativas. Y no era eso lo que necesitábamos aquel día.
            Nos quedamos, contesté.


Montamos el campamento lo más lejos posible del cuerpo. Toallas, juguetes para el niño, sándwiches envueltos en dos capas de papel de aluminio, una sombrilla… Esta visita se parecía poco a la de aquella primera vez. Los cambios eran sustanciales, y la ballena sólo era uno de ellos.
  Katharina intentaba que el niño dejara de prestar atención al cetáceo y jugara con la arena. Los observé mientras cavaban un foso. Las herramientas que usaban eran de colores vivos, con la doble finalidad de ser atrayentes para los niños y fáciles de localizar si se perdían en la arena. Estaban fabricadas de un plástico de alta densidad y resistencia. Cuando los compramos, el empleado de la juguetería nos detalló sus características con el entusiasmo y detalle de quien vende equipamiento para expediciones a la alta montaña. Escucharle me produjo ansiedad.
  Katharina lanzaba miradas más allá del foso. Contemplaba el mar, la playa, las rocas. Buscaba algo comparable al recuerdo que albergábamos de nuestra primera visita. Algo al margen del entorno físico. Una conjunción de elementos. Algo seminal e inasible.
  Un mechón le caía sobre los ojos e intentó apartarlo de un soplido. No quería tocarse la cara con las manos cubiertas de arena. Me acerqué a ella y se lo acomodé tras una oreja.
            ¿Mejor?
            Mejor.
            ¿Todo bien?
            Su rostro se ensombreció. No le gustaban las personas que buscan en los demás la confirmación de la correcta marcha de las cosas, como si fueran incapaces de darse cuenta por sí mismas. Lo cierto era que a mí tampoco me gustaban. Pero sentía la necesidad de cruzar unas palabras, por triviales que fueran.
            Podemos darnos un baño, dije.
            Ella miró la ballena e hizo un mohín.
            Ya veremos.
            Hablábamos en susurros, como si estuviéramos en un ascensor repleto o en un hospital.


El niño estaba más interesado en la ballena que en jugar con la arena y Katharina terminó por reconocerlo. Lo tomó de la mano y pasearon alrededor del cuerpo, metiéndose en el agua para rodear la cola. Ella le señaló el orificio nasal en lo alto del lomo, la presencia de barbas en lugar de dientes… Le explicó que la ballena era un mamífero, como nosotros, y que aunque vivía en el mar tenía que salir a la superficie para respirar.
  Después le habló de la historia de Pinocho. Hacía poco que el niño había visto la película. Ella le recordó la escena en que el muñeco de madera y Gepetto son engullidos por un cetáceo llamado Monstro. Para escapar de la caverna viviente, los náufragos encienden una hoguera con restos de barcos tragados por la ballena. El humo descompone al cetáceo y su tos lanza a Pinocho y Gepetto fuera de él.
  Yo no estaba seguro de que esa historia fuera adecuada para el niño en aquel momento. La imagen que da de la ballena no es muy positiva. Hice memoria de otras referencias: el cachalote que deja huérfano al protagonista de Un capitán de quince años, la ballena que se traga a Jonás, la isla viviente donde arranca Simbad, Moby Dick… Todas negativas.
  Sin embargo el niño no pareció alterado. Al contrario. Dejó atrás la reticencia de antes y se atrevió a tocar el animal. Después se olisqueó los dedos e hizo una mueca. Katharina le lavó la mano con agua de mar. Mientras lo hacía, él le susurró algo al oído. Ella se lo quedó mirando y luego me miró a mí.
            Quiere saber por qué está aquí la ballena.
            Era una pregunta lógica.
            ¿Algún vertido contaminante había alterado su orientación y la había hecho quedar varada?, pensé. En ese caso habría muerto asfixiada por su propio peso. ¿O bien había fallecido cuando llegó allí, víctima de alguna enfermedad o acaso de la vejez? Personalmente dudaba de esto último. Era tal la dignidad del animal en su muerte, como si hubiera sido dispuesto en la playa para ser admirado y despedido, que resultaba difícil creer que hubiera llegado allí dando tumbos, empujado por el azar de las corrientes.
  Claro que, en cualquier caso, era complicado de explicar a un niño de tres años. Y así debió de pensar también Katharina, porque le dijo que la ballena sólo estaba dormida, que después de nadar durante mucho tiempo se había retirado a la playa a descansar. Y que lo mismo que ella era enorme y lo eran la cantidad de comida que engullía y el volumen del aire que respiraba, su sueño también era profundo y prolongado. Días. Semanas. Tan profundo que ni siquiera se daba cuenta de nuestra presencia.
  Entonces la calma del niño flaqueó. Retrocedió tirando de su madre. De pronto desconfiaba de la ballena. Y también de nosotros por haberlo sometido al peligro de su proximidad, a pesar de que Katharina le aseguró que no saldría de su sueño hasta dentro de mucho tiempo, hasta mucho después de que nos hubiéramos ido y estuviéramos muy lejos de allí.
  El niño retomó la excavación del foso, pero estaba inquieto. Removía la arena sin ton ni son. Era cuestión de tiempo que empezara a llorar por cualquier nimiedad y pidiera que nos fuéramos. Katharina cruzó una mirada conmigo. Los dos rechazábamos los eufemismos y las fantasías mojigatas. La ballena le había sorprendido con la guardia baja. No esperábamos esperarnos con una evidencia de la muerte. No allí. Y menos aún vernos obligados a dar explicaciones. No estábamos preparados.
  Definitivamente, las cosas no estaban yendo como esperábamos.


Cuando nos instalamos en España, mi hermano me aceptó como socio en su negocio de persianas. Se alegró de verme de regreso. Aún no entendía por qué yo había abandonado mi puesto en la compañía eléctrica para dedicarme a recorrer mundo y dilapidar mis ahorros. A pesar de sus dudas sobre mi idoneidad para el puesto, me acogió con los brazos abiertos. Para mi hermano la familia contaba más que cualquier otra cosa.
  Él estaba casado y tenía dos  hijos, dos chicos de los que cualquier padre se sentiría orgulloso. Cuando no eran más que unos niños, su madre sufrió un accidente. Un conductor que había perdido el control de su vehículo la arrolló mientras ella circulaba en bicicleta por el arcén. Desde entonces se desplazaba en una silla de ruedas. Mi hermano en persona reformó su casa para adaptarla a la nueva situación de su mujer. Trabajó por las noches, desoyendo las quejas de los vecinos. Aumentó la anchura de las puertas e instaló rampas. Llevó a cabo las reformas en un tiempo asombrosamente breve. Descargó la rabia echando abajo tabiques a golpe de maza. Su mujer y él nunca se han dejado seducir por el desánimo ni el rencor. Recompusieron su vida de forma modélica, sin privarse de nada de lo que pudieran haber hecho antes del accidente. Durante las vacaciones él ha empujado la silla de su mujer por las calles de Nueva York, Viena, Tokio… Han estado juntos en lo alto de la Torre Eiffel y la Gran Muralla.
  Un tío grande, mi hermano.


Dos años después de nuestro regreso nació el niño. Para entonces el entusiasmo producido por volver a casa y empezar a vivir con Katharina casi se había apagado. Además, vender e instalar persianas no era lo mío. Yo lo sabía y mi hermano también. Sin decirle nada, busqué otra ocupación pero no di con nada que me gustara. No podía guiarme por mi experiencia. Todos los momentos de  mi vida profesional de los que guardaba buen recuerdo estaban asociados a puntos finales, nunca al trabajo en sí mismo. Finales de jornada, inicio de vacaciones, el día que anuncié a la empresa eléctrica que me largaba… Todos se resumían en una imagen de mí mismo subiendo a mi coche, acelerando y alejándome sin mirar atrás. Lo mismo podía aplicarse al plano personal.
  Una tarde, dos semanas después de que naciera el niño, salí del trabajo como cualquier otro día. En lugar de ir a casa me dirigí al aeropuerto. Los padres de Katharina llegaban de Munich para conocer a su nieto y yo tenía que recogerlos. Ella nos esperaba en casa con el bebé.
  Iba con retraso. Aun así a mitad del camino di un volantazo y saqué el coche de la autopista. Varios vehículos hicieron sonar el claxon. Me detuve en una isleta que separaba los dos sentidos del tráfico.
  Me temblaban las manos. Tuvieron que pasar varios minutos hasta que me calmé un poco. Permanecí hundido en el asiento, presa de algo parecido a un trance. Vi el cielo teñirse de rosa. Los demás coches encendieron los faros. Sus luces me barrían una y otra vez. Circulaban muy próximos unos a otros, casi parachoques contra parachoques. Era agradable mantenerse al margen.
  Mi teléfono sonó, arrancándome del ensimismamiento. Era Katharina. Quería saber dónde me había metido. Sus padres ya estaban en el aeropuerto y se habían encontrado con que no había nadie esperándolos.
            ¿Dónde estás exactamente?, preguntó.
            En vez de responder dije:
            Kat, no me encuentro bien. ¿Podrías ir tú a recogerlos?
            ¿Por qué? ¿Qué te pasa?
            No lo sé. Simplemente no me encuentro bien. ¿Te importaría ir a ti?
            No… Supongo que no. ¿Vienes ahora a casa? ¿Te quedarás tú con el niño?
            Sí. No tardo nada.
            Colgué, puse el motor en marcha y me reincorporé al tráfico. Hubo nuevos toques de claxon.
  Encontré a Katharina ya arreglada. Paseaba por el salón con el niño en brazos. Me lo entregó en cuanto me vio entrar. Miró el reloj y resopló. Pero aun así se detuvo a observarme fijamente.
            ¿Te encuentras bien?, quiso saber.
            Asentí.
            Ella también asintió, varias veces, con un cabeceo distante, y después se despidió. Nunca me preguntó por qué no fui a buscar a sus padres. Lo sabía perfectamente.
  Yo no quería estar a solas en un aeropuerto.
  Ya lo había abandonado todo una vez. Había cruzado el Atlántico sin intención de volver. Katharina conocía bien los síntomas. Había pasado por ellos. Fue así como llegamos a conocernos.
  Pero se suponía que las cosas habían cambiado.


Cinco años después de nuestra primera visita y tres después de que naciera el niño, decidimos volver a la playa.
  Por aquella época mi hermano había empezado a sufrir ataques de ciática. El tratamiento consistía en reposo y las inyecciones de vitamina B que su mujer le administraba. Durante sus períodos de baja yo me ocupaba del negocio. Uno de los ataques lo mantuvo en cama durante tres meses, que coincidieron con una época de especial carga de trabajo. La tensión me hizo tratar de forma cada vez más deficiente a los empleados, precisamente cuando más los necesitaba. Se produjeron varios episodios desagradables.
  Cuando mi hermano se reincorporó, lo primero que hizo fue invitarme a que me tomara unas vacaciones. Sin posibilidad de réplica. Katharina aplaudió la idea. Pidió unos días de descanso en la empresa de productos lácteos donde trabajaba como ayudante de laboratorio.
  En cuanto surgió la idea de la isla los demás destinos quedaron descartados. La posibilidad de volver a nuestra playa nos animó. La visita tendría algo de ceremonial, equiparable a una renovación de votos. Nos aferramos a la idea con un fervor casi desesperado y sin duda ridículo.
  Cuando descubrimos que el día de nuestra llegada a la isla coincidiría con el aniversario de la primera visita a la playa, lo interpretamos como una señal propicia.


No hubo más episodios como el de la autopista. Sin embargo Katharina me vigilaba. Rastreaba señales de desfallecimiento.
            No.
            Es mejor que sea preciso.
            Lo que buscaba eran señales de rendición.
            ¿Y ella?
            Ella era feliz cuando estaba con el niño. De eso estoy seguro. Cuando estaba conmigo, quiero pensar que lo era también, siempre a su estilo característico, circunspecto y muy europeo. Disfrutábamos de la vida hogareña. Ninguno estaba conforme con su trabajo pero intentábamos conciliar lo bueno y lo malo. Teníamos una vida social satisfactoria. Dos o tres veces al año Katharina volaba a Munich para visitar a su familia. Todo parecía normal.
  Pero aun así ella me vigilaba. Y a buen seguro era consciente de que yo me daba cuenta, lo que fomentaba una tensión permanente. Sus sospechas y mis disimulos invocaban una amenaza.
  Nunca nos aventurábamos a hablar de nuestro viaje a Estados Unidos ni de las circunstancias  que lo propiciaron. En su huida de Alemania, Katharina había dejado atrás a un novio al que había prometido un pronto regreso. Habían hablado de matrimonio.
  Una tarde, poco antes de que volviéramos a la isla, Katharina salió del trabajo y recogió al niño en la guardería. Después fue a visitar a una compañera del laboratorio que estaba convaleciente en casa. Había sufrido una caída montando a caballo. Tenía un hijo de corta edad con el que el niño podría entretenerse mientras ellas charlaban.
  Yo estaba al tanto de la visita, así que no me sorprendí cuando al llegar a casa no encontré a nadie. Comí algo y me acomodé en un salón con un libro. No pasó mucho tiempo antes de que me quedara dormido.
  Me desperté sobresaltado. Eran más de las once. La casa seguía vacía. Me pregunté dónde estaría Katharina. No sabía ni la dirección ni el número de teléfono de su amiga, y Katharina siempre dejaba su móvil en la guantera del coche. Me repetí que se habría entretenido por cualquier razón y que no debía preocuparme.
  Durante media hora miré la televisión. Cuando ya no pude contenerme más fui a nuestro dormitorio y abrí el armario. La ropa de Katharina seguía allí. En un cajón de la mesilla de noche encontré la cartilla de la cuenta bancaria que conservaba a su nombre. En la habitación del niño, sus juguetes favoritos aguardaban en su sitio.
  Llegaron al filo de la medianoche. En cuanto cruzó la puerta Katharina se deshizo en disculpas. No se había dado cuenta de lo tarde que era. Su amiga tenía una doncella que se había encargado de los niños mientras ellas dos cenaban. El ambiente era tan agradable y ella estaba tan cómoda que perdió la noción del tiempo. Cuando se dio cuenta de la hora, era tan tarde que pensó que me habría acostado y no quiso molestarme llamándome por teléfono.
  Le dije que no se preocupara. Acostamos al niño y nos fuimos a la cama. Katharina me pidió disculpas una vez más y yo volví a restarle importancia. La besé y la estreché en un abrazo que quizá resultó demasiado largo. Tardé en dormirme. En su lado de la cama Katharina permanecía de espaldas a mí, más rígida que inmóvil.


¿Era una somatización de nuestro disgusto o la ballena había empezado a oler peor?
  Apenas hablábamos y cuando lo hacíamos era en un tono de falso entusiasmo que nos irritaba mutuamente. Masticamos los sándwiches que habíamos llevado para la comida. Después de un par de bocados, el niño dejó caer el suyo a la arena. Ni Katharina ni yo nos molestamos en regañarlo, a sabiendas de que era lo que esperaba para empezar un berrinche.
  Mirábamos a nuestro alrededor y veíamos el lugar estéril, sin posibilidades. La conjunción de elementos no se había dado. Lo interpreté como un fracaso personal.
  Como si Katharina hubiera seguido la misma línea de pensamiento, dijo:
            Nos quedan todas las vacaciones por delante. No dejemos que esto nos las estropee.
            Asentí sin mirarla.
            Estoy segura de que en la isla hay sitios mejores que éste.
            Volví a asentir.
            Cada vez hacía más calor. Estábamos sofocados pero no nos apetecía meternos en el agua. El olor a podredumbre producía una impresión de contaminación generalizada. Recordé una de las citas que preceden la narración de Moby Dick, donde se menciona el insoportable hedor del aliento de la ballena, capaz de producir desórdenes mentales.
            Es mejor que nos vayamos, dije.
            Añadí que de camino al hotel pararíamos en una comisaría de policía o puesto de guardacostas para informar sobre la ballena. Alguien debía hacerse cargo de ella. No podían dejar que se pudriera en la playa.
  La expresión de Katharina se iluminó. La expectativa de contribuir a que la playa recuperara su buen aspecto le hizo cambiar de humor.
  Podríamos volver a intentarlo dentro de unos días, sugirió. Venir aquí otra vez.
  Asentí, aunque sin contagiarme de su animación, y empezamos a recoger.
  Fue entonces cuando oímos un ruido, una especie de batir, cuyo volumen iba en aumento. Poco después aparecía sobre la playa un helicóptero. Era un aparato del servicio de salvamento marítimo. Se detuvo encima del canal, apenas a una decena de metros de altura. El viento producido por las aspas levantaba olas concéntricas. Nos llevamos las manos a la cara para protegernos de la arena que removía. Katharina se puso delante del niño a modo de escudo. Oí un chasquido a mi espalda. La sombrilla había volado hasta quedar atrapada en un arbusto donde se revolvía como un ser vivo.
  La puerta lateral del helicóptero se abrió e hizo aparición un hombre ataviado con un mono naranja, casco y gafas de sol. En las manos sostenía una cámara de fotos.
  Trastabillé contra el viento para llegar junto a Katharina y el niño. Perdigonadas de agua salada y arena nos golpeaban. El niño estaba demasiado impresionado para asustarse. Atisbaba entre nuestras piernas sin perder detalle de lo que pasaba.
  El hombre de la cámara hizo fotos a la ballena. Recordé el planeador, el que había sobrevolado la playa poco antes de que llegáramos. Sus tripulantes debían haber avisado a la autoridad costera.
  Al igual que no había sombras en la playa tampoco había lugar donde guarecernos del viento. Nuestras manos alzadas para protegernos el rostro parecían algún tipo de saludo contrahecho, dirigido a la tripulación del aparato.
  El hombre del helicóptero bajó por fin la cámara. Después nos miró como si no hubiera notado nuestra presencia hasta ese momento. Debíamos ofrecer una estampa lastimosa, los tres abrazados, con la cabeza alzada al cielo y nuestros enseres esparcidos por la playa. Sin apartar la vista de nosotros, movió los labios mientras se comunicaba con el piloto por la radio del casco. Después volvió a levantar la cámara y nos hizo unas cuantas fotos. Cuando terminó, habló de nuevo por la radio, con lo que el helicóptero giró para apuntar tierra adentro. Inclinó el morro y pasando sobre nosotros desapareció de forma tan súbita como se había presentado.
  En el silencio que siguió, nos invadió un denso aturdimiento. Katharina se arrodilló junto al niño. Éste parecía en perfecto estado salvo por algo de arena que le había entrado en un ojo. Sin escatimar críticas hacia los del helicóptero recorrimos la playa recolectando nuestras cosas. Minutos después todo volvió a estar en sus bolsas, más o menos en el momento en que oímos un nuevo ruido que se aproximaba.
  Creímos que era el helicóptero de nuevo, pero pronto cambiamos de idea. El sonido era más agudo y provenía del mar.
  Dos lanchas neumáticas aparecieron en la boca del canal. Aminorando la velocidad se adentraron en el mismo hasta quedar varadas en la playa, una a cada costado de la ballena. En cada una de ellas iban tres  hombres vestidos con trajes de neopreno. Sin prestarnos la menor atención saltaron a tierra. Cada lancha remolcaba un grueso cabo que se prolongaba hasta más allá del canal. Mientras el resto de los hombres alzaba con esfuerzo la cola de la ballena, dos de ellos pasaron la aleta caudal por los lazos en que concluían ambos cabos. Actuaban con soltura y bien coordinados, como si supieran perfectamente lo que tenían entre manos. Apenas hubo intercambio de palabras entre ellos. Mientras llevaban a cabo la maniobra, el perfil panzudo de un remolcador se asomó a la entrada del canal. Los cabos concluían en él.
  Una vez asegurados los lazos a la cola, uno de los hombres habló por un radiotransmisor envuelto en una funda impermeable. Dimos por sentado que se comunicaba con el remolcador. Todos, nosotros y los hombres de las lanchas, nos apartamos de la ballena. Guardamos un atento silencio.
  El remolcador puso proa hacia mar abierto. Los cabos se tensaron poco a poco y tiraron de la cola de la ballena. Pareció que todo el cuerpo se estirara, como si la parte inferior estuviera adherida al suelo y se resistiera a ceder el arrastre del remolcador.
  Entonces la nave aumentó la potencia, creció el rugido de los motores diésel, y el rorcual se movió, desplazándose unos centímetros. Luego volvió a quedar anclado. El movimiento fue tan repentino que nos sobresaltó a todos. El niño se aferraba a mi pierna.
  La ballena se movió de nuevo, esta vez sin volver a detenerse. Al hacerlo produjo un sonido rasposo y arrastró gran cantidad de arena, dejando un profundo surco tras de sí. Finalmente el cuerpo quedó semihundido en el canal. Los hombres empujaron sus lanchas para devolverlas también al agua y saltaron a ellas. El que parecía el jefe del grupo, el que se había comunicado con el remolcador, se despidió de nosotros con un gesto del mentón. Al igual que había ocurrido con la tripulación del helicóptero, no había parecido reparar en nosotros durante el transcurso de su labor. Luego las lanchas se alejaron a baja velocidad, manteniéndose a la par que la ballena, una a cada lado. Una vez hubieron salido del canal, viraron cada una en una dirección diferente y desaparecieron de nuestra vista. Sólo quedó el perfil trasero del remolcador, cada vez más pequeño, y la ballena, que ya no era más que una mancha en el agua.
  Había desaparecido sin dejar rastro.
  Nos quedamos allí plantados, asimilando el despliegue del que acabábamos de ser testigos.
  Teníamos todo recogido pero de pronto habíamos olvidado nuestra intención de irnos. Nos sentíamos agotados. Era como si nosotros mismos hubiéramos sacado la ballena de la playa, sin más ayuda que la de nuestros brazos y piernas. Teníamos el cuerpo cubierto de arena y sudor. De pronto la perspectiva de un baño era tentadora. Las aguas del canal habían recuperado su transparencia habitual, aquélla que recordábamos, y el olor de la ballena había desaparecido.
  El niño debía de sentir lo mismo, porque corrió hacia el agua. Aunque no en dirección a la orilla.
  Me equivocaba en una cosa. La ballena sí había dejado una señal de su presencia.
  Al ser arrastrado, el enorme peso de su cuerpo había abierto en la arena una zanja de un par de palmos de profundidad. Las olas la habían inundado, con lo que el resultado era un canal a pequeña escala, dentro de aquel que enmarcaba la playa.
  El niño saltó riendo a su interior. El agua le llegaba apenas por las rodillas pero chapoteó y se tumbó para mojarse por completo, sin dejar de reír. El pequeño canal parecía hecho a su medida, con el agua renovada mansamente por los extremos de las olas.
  Katharina y yo nos sentamos en el borde, con los pies en el agua. Nuestro hijo nos salpicaba para que nos uniésemos a él. Respondíamos chapoteando con los pies y salpicándolo a su vez, lo que le hacía gritar de gozo. No parecía cansarse de jugar en el agua. Después del baño tendría hambre y querría que volviéramos  a sacar nuestras cosas y comiéramos algo. Su madre sonreía y aplaudía todos sus saltos y falsas zambullidas.
  Poco después Katharina declaró que le gustaría nadar un poco. Entró en el canal mayor y con enérgicas brazadas se alejó hacia su extremo.
  Yo me quedé con el niño. Recordé las fotos que nos había hecho el hombre del helicóptero: los tres abrazados, soportando juntos el vendaval producido por el aparato. Se me ocurrió llamar al servicio de salvamento marítimo y ponerme en contacto con aquel hombre. Quizá pudiera facilitarme una copia.
  Los tres detenidos en un presente perpetuo. Un presente para ser recordado y del cual aprender.
  A menudo lamento no haberlo hecho.

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