Blog de Regina Salcedo Irurzun

sábado, 4 de abril de 2020

LECTURAS PARA LA CUARENTENA: MEDARDO FRAILE

Hoy, dado que continuamos sin poder salir a dar un vuelta, os propongo este relato de Medardo Fraile, que nos narra el paseo cotidiano de su protagonista. Un recorrido donde se enlazan lo físico y lo mental, y durante el cual, don Rosendo sentirá que ha descubierto algo importante. O quizá no.


Descubridor de nada
Medardo Fraile


  Don Rosendo se levantó temprano, como siempre. Encendió la radio mientras se afeitaba y miró el calendario: 7 de marzo. Cumplía cuarenta años.
  Salió a desayunar y volvió a su cuarto. Sobre su mesa había un libro abierto y papeles.
  Era domingo. El cielo estaba gris; no hacía frío.
  Sin pensarlo, se puso el impermeable, se colgó el paraguas al brazo y salió.
  “Una vuelta”, se dijo.
  Tiró, como siempre, por la calle de enfrente.
  A la derecha había un campo de hockey; más allá, uno de tenis y, por detrás, como otras muchas veces, vio pasar un tren, pequeño, rápido, con un penacho de humo rozagante que se quedaba atrás olvidado.
  Torció a la derecha y cruzó el puente sobre las vías y al llegar a la calle principal, en la tienda de la esquina, compró tabaco.
  Siguió recto, a su derecha siempre, y, un poco más allá, compró dos periódicos.
  Miró el buzón de correos al pasar, por costumbre.
  Iba algo ajeno, como desentendido, porque a él, de “su vuelta”, lo que le gustaba era la carretera y el campo, y estaba aún dentro de la ciudad.
  Al llegar a lo alto de la calle, pasada la gasolinera, se veía el otro puente sobre la estación de ferrocarril –que él dejaría a la derecha–, campos de hierba sin cuidar y anuncios de cerveza, tabaco y abonos.
  Acortó el paso al ver los primeros árboles.
  Sentía un entumecimiento ligero en la cintura, como si esa parte estuviera todavía dormida. Por lo demás se encontraba bien.
  Los labios se le pusieron a silbotear bajo.
  Se dio cuenta de que silbaba una canción de cuando era estudiante.
  Mientras recordaba, a medias, la letra de la primera estrofa, llegó a otro puente: por debajo pasaban los coches; por encima, el tren. Torció a la derecha.
  Cantaba en voz baja.
  Pasó el puente del arroyo.
  Cantaba. Era una canción sentimental, sencilla, de su país, en la que todo giraba en torno de palabras como muchacha, flor, labios, promesa, corazón, fuego, luz
  Podía ser una canción de un país cualquiera.
  Pensó en la posibilidad de hacer un libro, una serie de libros, tal vez: “El amor en canciones sencillas.” Canciones europeas, asiáticas, americanas… Quizá ya estuviera hecho.
  Pensó en ella; no dejaba de “sentirla”. Pensó en ella con lejanía y tristeza. Paula estaría ahora, en una casa que por fuera se parecía a otras muchas, como cualquier mujer en su quehacer anónimo en este día gris, muerto. Paula, a cada instante, se alejaba como un tren pequeño y querido por un túnel. Un tren que parece jugar y mirarnos mientras se aleja y que no volverá. Sus ojos intensos, claros, eran los farolillos de cola, su presencia cada vez más lejana, la última prueba de que pasó.
  Nada importante, se dijo. Nos interesa menos lo que nos une que lo que nos separa. Cuando ya estamos unidos a alguien, incluso. Hay una lucha por ser uno mismo que lo corroe todo.
  Don Rosendo sintió una desesperación consciente, casi hermosa, localizada tal vez en el pecho, quizá en la garganta, cuando enfiló despacio la carretera que iba al cementerio y al río. Era como una oleada súbita que le volvía pesado el respirar, que le hacía obligarse a respirar, pesadamente.
  Estaba seguro de que todo había terminado.
  Y ese todo, a fin de cuentas, no había sido más –ni menos– que un amor prejuicioso de provincia.
  ¿Prejuicios? Quizá no fuera la única palabra. Y a veces eran, en todo caso, inexplicables, ajenos a él.
  Visitas, paseos, cartas después de los paseos y las visitas, té, libros y la orilla del mar. Hubo que hablar, incluso, como cosa “avanzada”, de Jean-Paul Sartre, que él tenía sabido y casi arrinconado.
  Varias veces procuró don Rosendo llevar la atención de ella hacia Camus.
  La vida provinciana, minuciosa y monótona, el silencio, había precipitado de amable a appassionato la música de aquel amor.
  Amor provinciano. ¿Qué amor verdadero no lo es? Aunque sea en Nueva York, en Londres o en París.
  Pero éste “no podía ser”, se confesó revuelto, sin creérselo.
  Tenía buenos recuerdos.
  Pero don Rosendo iba pensando en las horas y en las palabras últimas.
  Pasó junto a la puerta de peatones del cementerio –“Prohibido el paso de vehículos” –, y miró, como siempre, y leyó, como siempre, el nombre de la primera lápida: Pascualina Pantanella. Quizá una italiana –había pensado alguna vez–, casada con un extranjero, que había coloreado la vecindad de olor a aceite y a spaghetti, con hijos sanos y sucios, y canciones, risas e “il cuore” a flor de labios. 
  Pasado el cementerio, a la vista del río, había una pradera fresca, sedante. Como siempre, se desvió un poco a la izquierda para meterse en ella. Unos arbustos la deslindaban, al fondo, de un campo de maíz y coles.
  Iba canturreando la canción despacio, mirando al suelo. Para don Rosendo era una canción tan humilde como revolucionaria.
  “Yo no vuelvo”, se dijo.
  Y sintió una alegría empañada.
  Sintió que era amo de su cuerpo y tuvo conciencia mordiente, agresiva casi, de cada una de sus partes.
  Era de verdad grande, humano, no volver a la carne más gustada y querida. Saber el camino, estar en cuerpo y alma mirando hacia él y reconocer, sin embargo, que existen razones para no seguirlo. Cada hombre a veces siente el peso de la confianza puesta en él por no sabe quién ni cuándo. Y a favor de algo, común, contra  él mismo, es fiel a esa confianza.
  Entre la hierba, vio el cuerpecillo luciente, vivo, de una piedra de río. Tenía un ombligo en el centro, era sonrosada y le miraba casi.
 Se agachó contento del hallazgo y la cogió; la tuvo un rato en la mano y la metió en el bolsillo del impermeable.
  Junto al río, cerca del puente, un hombre justificaba su ocio con un perro. Le tiraba lejos algo que el perro buscaba y volvía a traerle en la boca. Don Rosendo pensó que hay quien, además del perro que lleva dentro, lleva otro fuera.
  Y atravesó el puente, y a su derecha, bajó por unos escalones de piedra a coger la orilla izquierda del río.
  Había a su lado campos de golf y olía a hierba recién cortada. Lejos, vio una pareja de pescadores: un hombre y un niño; los había siempre en esta parte, pero don Rosendo nunca había visto que pescaran nada. Resulta raro observarlos de trecho en trecho, lanzando el sedal lejos con buena mano, siguiéndolo un rato al compás del agua, y volviendo a empezar, una y otra vez.
  En esta vida, ¿quién no está pescando?, se dijo.
  Tenía la sensación de tener anzuelos puestos, mal o bien cebados, en varias partes. Y de estar con la ilusión –pobre ilusión– en vilo.
  El hombre, al pasar él, enseñaba a tirar el sedal lejos al niño. Don Rosendo sonrió incrédulo, triste.
  Era domingo.
  Echó de menos, de pronto, las campanas. ¿Y ella? ¿Las echaría de menos?
  Dios. ¿Dónde estaba Dios?
  Paseó su mirada por la hierba, por el agua y oyó el pitorreo sin tregua de los pájaros.
  El cielo era de plomo.
  Subía, contra corriente, una pareja de cisnes; el macho, delante, sin mirar atrás; la hembra, siguiéndole a unos metros, a su mismo paso, cauta y vigilante, con atracción domada, silenciosa, irresistible. Así debía de ser, quizá. Así era.
  En el agua, el aire, la tierra –tal vez en el fuego–, los cuerpos se atraen, se buscan. ¿Habrá animales solteros?, se preguntó. Y esa palabra, soltero, para un animal, le pareció ridícula.
  Venía, en dirección contraria, una pareja. Se besaban como si estuvieran solos en el mundo. De lejos, parecían vulgares.
  Al cruzarse con ellos, los vio pelirrojos, feos, pero también jóvenes y limbados por una absorta inocencia, hermosos como una abstracción cualquiera, macizos como rocas.
  A lo largo del río, distanciados, había salvavidas colgados en postes.
  En los postes había puesto la gente frases y dibujos de todas clases y, en uno de ellos, leyó: “Bob es marica”.
  Letrero universal –pensó– que dentro de unos años tendrá, quizá, que reemplazarse por éste: “Bob es un hombre.”
  Luego, mirando el salvavidas, repitió varias veces el vocablo, salvavidas, sin enjuiciarlo, pero con extrañeza.
  Decidió, al fin, que era una palabra demasiado optimista. Por el borde del río asomaban, sanas y tímidas, manchitas amarillas y azules, flores tempranas, tensas, bajo el cielo gris.
  Don Rosendo llevaba una mano en el bolsillo del impermeable dándole vueltas, distraídamente, a la obra perfecta, esculpida por nadie, de la piedrecita suave, rosada.
  Llegó al embarcadero de las piraguas, donde había visto a veces hasta veintiséis cisnes y dobló a la derecha, mirando el desagüe de la presa en el que hallaron, hacía sólo tres meses, el cuerpo muerto de Miss Phillis Smith, que, a los cincuenta y siete años, no quiso vivir más.
  Don Rosendo tarareaba su canción, sin motivo alguno aparente, pero sin dejarla, como un desahogo, como un sueño, como algo que necesitaba oír, tener, más que su misma cabeza, el corazón o sus pasos.
  Cada palabra, modesta, de esa canción tenía para él ahora un palpable, cálido sentido.
  Tras la curva suave de una tapia apareció la puerta de su casa.
  La “vuelta” de don Rosendo –tres cuartos de hora, aproximadamente– había terminado.
  Atravesó el patio y entró en su cuarto.
  Dejó los periódicos, el paraguas, y se quitó el impermeable mirando al campo por la ventana.
  El día continuaba gris.
  En el cuarto había un silencio absoluto.
  Los papeles y el libro sobre la mesa parecían mirarle.
  Sentía don Rosendo una extraña inquietud, como si tuviera la evidencia de haber descubierto algo, que debería redescubrir ahora para saber qué era.
  Sólo se pueden descubrir cosas –pensó con esperanza– a cambio de perder; con el alma o los pies en otro sitio, con la sangre a otro ritmo. Sólo se descubre lo que no es nuestro o se nos va y vemos que se va: ése era nuestro tren, decimos.
  O creemos quizá que descubrimos algo y cambiamos sólo una cosa por otra.
  Don Rosendo tenía la emoción de cualquier navegante afortunado –él estaba lejos también de su país–; sentía necesidad humana de vocear lo nunca visto antes, el deseo imperioso de hacer un inventario de lo nuevo, para saber el alcance de su descubrimiento.
  ¿Qué es lo que había pasado? ¿Sólo el tiempo? ¿Sólo un año? No. ¡Algo más!
  Y alegre, pero emocionado y temblando, temeroso, se sentó a la mesa, apartó el libro y empezó a escribir con humildad: “Don Rosendo se levantó temprano, como siempre…”



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