Blog de Regina Salcedo Irurzun

martes, 7 de abril de 2020

LECTURAS PARA LA CUARENTENA: PETER HO DAVIES

La casa más fea del mundo es también el título del libro que recoge este relato de Peter Ho Davies y que os recomiendo encarecidamente.
El cuento que os traigo hoy  habla de muchas cosas cuando parece que el narrador solo divaga y pasa de puntillas por lo importante, sin profundizar en nada. Así que atentos a los silencios, a los pequeños gestos y  a los sobrios escenarios. Pienso que, quizás, este aparente merodeo narrativo sea la  táctica más idónea para simbolizar y señalar (sin decirlo) cómo esquivamos los grandes problemas hoy en día (hasta que nos embisten y nos pasan por encima).


LA CASA MÁS FEA DEL MUNDO
Peter Ho Davies


DINERO CENICERO

Plastas son parientes. Gruñones son pacientes. Carcamalia es el pabellón de geriatría. Dinero cenicero es el dinero que te dan cuando firmas un impreso de incineración.
  Una casa a tope es cuando alguien ingresa a Accidentes y Urgencias con todos los huesos de los brazos y las piernas rotos. Una vez vi a una mujer con la casa a tope. Había estado riñendo con su marido mientras iban en coche y le había dicho que se parara. Él no le había hecho caso, y ella había abierto la portezuela y había saltado.
  A Accidentes y Urgencias se le llama AyU. Mi trabajo anterior fue en AyU, pero no me salía la cuenta, así que ahora trabajo en carcamalia. Los carcamales son los gruñones más gruñones de todos, pero el dinero cenicero que me saco con los carcamales me permite comer y beber toda la semana, con lo que puedo seguir pagando los plazos de mi préstamo estudiantil. Cuando entierras a un paciente no te dan nada, porque si existe alguna duda acerca de la causa de la muerte pueden volver a desenterrar el cadáver. Pero con o la incineración alguien tiene que asumir la responsabilidad. Por esto te pagan. Por suerte, la incineración es muy popular entre los carcamales, la prefieren en una relación de tres a uno.
  Un golo es un galés. En el comedor de los médicos todos me llaman el golo. El señor Swain, el encargado del depósito de cadáveres, me llama pollo, sobre todo durante la temporada de rugby, cuando Gales pierde por paliza. El invierno pasado, en que Gales estuvo de gira por Australia y perdió todos los partidos con marcadores de escándalo, cada vez que pedía una cerveza en el comedor todo el mundo gritaba: “A mí ponme una Fosters, chaval”. En una ocasión, el señor Swain me recibió en el depósito tocado con uno de esos típicos sombreros de explorador australiano, con unos corchitos colgando del borde. El invierno pasado iba casi cada día al depósito a llenar impresos de incineración.
  Lo cierto es que no soy galés. No hablo galés. Nunca he vivido en Gales. Pero mi padre es galés, y cuando el año pasado se quedó sin trabajo, se trasladó a vivir allí y se compró una casita en el campo con el dinero del “adiós de oro”. Y todo para cumplir la promesa que se hizo a sí mismo cuando mi madre murió. La casita está a menos de cinco kilómetros del lugar en el que nació, y a quince de la capilla en la que se casaron. Cuando le dije que aquello no era muy de mi agrado y que mi intención había sido que nos viéramos a menudo, me dijo: “No hay vuelta de hoja. Me lo he estado prometiendo durante doce años. No me digas que no te había avisado. Siempre he mantenido las promesas que te he hecho. Y ahora voy a cumplir la que me hice a mí mismo”.
  El adiós de oro es lo que te dan cuando has estado trabajando treinta y cinco años para la misma empresa y te despiden con un mes de aviso y antes de que te llegue la edad de jubilarte. “¡El adiós de oro!”, dijo. “Me siento como el rey Midas.” El adiós de oro de mi padre consistió en veinticinco mil libras, y se lo gastó todo en comprar la casa. Le dije que la podría haber conseguido por menos.
-¿Y qué me dices de los nacionalistas galeses? –le dije-.¿Y si se ponen otra vez a incendiar las residencias de vacaciones?
-A mí qué –dijo-. Yo no soy ningún turista. Es mi casa.
-¿Y si quieres venderla? Es una residencia de vacaciones. Es demasiado pequeña para una familia. Sólo podrás venderla a algún turista. Si empiezan otra vez a quemar casas no conseguirás ni veinticinco mil.
-No voy a venderla –dijo-. Es mi hogar. Es donde pienso vivir a partir de ahora.
  Es cierto que podía haber comprado la casa por menos, pero le gustaba la idea de gastárselo todo en ella. Le parecía que así todo cuadraba. Creo que podía haber conseguido que le rebajaran un par de miles de libras. Con un par de miles podría haber cancelado la mitad de mi deuda. Un par de miles equivale a unos seis meses de dinero cenicero con los carcamales, y a un año en cualquier otro pabellón.
  Cuando entro en el depósito para firmar el impreso de la señora Patel, el señor Swain está ahí, como siempre, sentado tras su escritorio, en esa luminosa habitación sin ventanas. Está leyendo en el periódico una noticia sobre Neil Kinnock, el líder del Partido Laborista, y galés.
-Doctor Williams –me llama al verme-. ¿Has leído esto?
-No tengo tiempo para leer el periódico, señor Swain.
-Dice que si Kinno gana las elecciones va a hacer con el país lo mismo que han hecho ustedes con las ovejas durante siglos.
  La señora Patel está tan pálida que apenas la reconozco. Ha sido una de nuestras mejores pacientes: tranquila, limpia, resignada. El personal habría lamentado perderla de no haber sido por los plastas de sus parientes, tan exigentes y desconfiados que todo el mundo se alegró de no volver a verlos nunca. Firmo el impreso y se lo entrego a Swain.
-Espero que no le moleste si le cuento un chiste, doctor –dice mientras me entrega el recibo.
-No –digo-. De hecho, me voy a Gales este fin de semana.
-Ah, ¿una escapada romántica?
-Un funeral.
  Y Swain, que cada día amortaja cadáveres y les habla y les lee el periódico, se sonroja. El pliegue de grasa que tiene en el cuello adquiere un vivo encarnado que contrasta con el cuello de su bata blanca.
-Lo siento mucho –dice.

MI PADRE PESCA CON LAS MANOS

La mañana del funeral, miro por la ventana de la casita de mi padre y le veo metido hasta los tobillos en las aguas del riachuelo. Está agachado sobre las rocas y las rodea con los brazos. De lejos, da la impresión de que intente abrazarlas y levantarlas del lecho del arroyo, pero sé que lo que está haciendo es palpar los alrededores con los dedos, buscando una trucha. Me lo quedo mirando diez minutos mientras va de una roca a otra, caminando con paso inseguro por el agua. A continuación me echo el anorak encima del albornoz, meto los pies sin calcetines en los zapatos y salgo a buscarle.
  Él lo llama pescar al tacto. Es un viejo método de pesca furtiva. “Ni caña, ni sedal, ni anzuelo, ni red. Ninguna prueba que te incrimine”, suele decir.
  No quiero tener que cruzar todo el prado, pero tampoco quiero gritarle. Es demasiado temprano, y no quiero que mi voz resuene por los muros de piedra y tejados de pizarra del pueblo. Además, me acusaría de ahuyentar a los peces. Todo lo que hago ahuyenta a los peces. Si me quedo de pie en la orilla, mi sombra los espanta. Si corro por la orilla como un niño, mis pisadas los asustan. Algunos terroncillos rodaron por la orilla y los alertaron.
-Sólo con poner un pie en Gales, ya los asusto –le digo.
-Cogerás una pulmonía –dice cuando me acerco.
  No se vuelve. Tiene la cabeza ladeada, la mirada perdida a lo lejos, está concentrado en las puntas de los dedos en remojo. Miro sus pies, en el agua. Los tiene tan blancos que relucen. Me pregunto si debe de tener alguna sensibilidad en los dedos. Cierra las manos y las saca vacías y goteando.
-Mira quién habla. Será mejor que entres. Es hora de prepararse.
-Diez minutos más –dice-. Antes te llevabas un cubo lleno de pescados. Pero sé que queda al menos un cabrón. Lo vi un día que estaba con el muchacho.
  Vuelve a mirar el arroyo, eligiendo otra roca.
-Vamos –digo-. Se me están congelando las pelotas.
  Comienza a agacharse otra vez. Miro a mi alrededor, me dirijo hacia la topera más cercana, saco dos puñados de tierra suelta y los arrojo corriente arriba, donde él se encuentra.
-¿Qué puñetas estás haciendo?
-Fuera –digo-. Ahora.
  Doy una palmada y la tierra que me ha quedado en las manos sale volando.
-Eres peor que tu madre –dice, pero ya se acerca a la orilla y le doy la mano.
-Menuda pinta tienes.
  De pie en la orilla, con esos pantalones viejos arremangados por encima de las rodillas y la camisa por sobre los codos, parece un niño al que la ropa le  ha quedado pequeña.
-Sabes convencer –dice.
  Le doy los zapatos y los calcetines y le dejo que se apoye en mi hombro y se los ponga. Le rodeo la cintura con el brazo para que no pierda el equilibrio, pero se zafa.
-Puedo arreglármelas.
-Estupendo.
  No quiero empezar a discutir tan temprano. Ayer por la noche, al llegar, desde la calle oí silbar el hervidor. Cuando entré estaba al rojo, y toda la casa se había llenado de vapor. Recorrí todas las habitaciones pensando que mi padre había sufrido una apoplejía, y me lo encontré sentado fuera, en la tapia, mirando en dirección al riachuelo.
-No es más que un hervidor –dijo todo inocente.
-La última vez no fue más que un microondas –dije.
  Echo a andar hacia la casa, esquivando las cagarrutas de oveja que hay por todas partes.
-Nunca entenderé por qué dejas que las ovejas entren aquí. Podríamos reparar la tapia en una tarde.
-Así no crece la hierba.
-Lo que hace es crecer más, porque la fertilizan. Las ovejas no son tan tontas como parecen.
-Tu abuela recogía las bostas de caballo con un pañuelo y las traía dentro del bolso para abonar sus rosales.
  Me paro y le echo un brazo por los hombros.
-No te des ideas.

LA CASA MÁS FEA DEL MUNDO

LA CASA MÁS FEA DEL MUNDO: 1OO METROS es un cartel que hay en la carretera antes de llegar al pueblo de mi padre. La historia de la casa más fea del mundo cuenta que tiempo atrás hubo una ley en Gales según la cual si eras capaz de construir una casa en un día y dormir en ella al llegar la noche, el acre de tierra que la rodeaba era tuyo. La casa tenía que ser de piedra, para hacerlo aún más difícil. Por eso la casa más fea del mundo es tan fea. Tiene poco más de dos metros y medio de alto, y los muros son de granito y pizarra, puestos de cualquier manera. Los muros eran originariamente de piedra seca, lo que significa que están colocados sin cemento. Las piedras están en equilibrio una encima de otra, y entre ellas hacen de cuña otras más pequeñas para evitar que se muevan.
  Hace seis años, el señor Watkins, el granjero que posee esta casa tan fea, decidió abrirla al público con la esperanza de sacar un poco de dinero al turismo. El nombre se lo había puesto su hija, Kate. La llamaba así de niña. El granjero tuvo que pagar para poner un tejado nuevo de chapa de cinc, y el ayuntamiento le obligó a añadir unas ondulantes líneas de cemento sobre las piedras más sueltas. Con lo que se consiguió que la casa fuera aún más fea.
  Dentro hay una placa, y una bombilla solitaria para poder leerla, puesto que la casa más fea del mundo sólo tiene una ventana pequeña. La placa cuenta la historia, adornándola un poco. Nadie ha vivido en esta casa más que la única noche exigida por la ley. La familia que la construyó tenía una residencia estupenda en el pueblo, y sólo querían el terreno para que pacieran sus ovejas. Cuando hacía mal tiempo, encerraban al ganado dentro de la casa. Entre guerras se utilizó como refugio para vagabundos, y la placa menciona el rumor de que George Orwell pasó una noche aquí mientras hacía trabajo de campo para su Sin blanca en París y Londres. Desde entonces, la casa ha servido de refugio a los escaladores de la zona, y desde 1955 a 1966 de parada de autobús para la línea White Star.
  El granjero Watkins esperaba que la casa más fea le proporcionara una renta para Kate cuando ésta volvió de Liverpool, embarazada, a los dieciséis años. Kate se había aprendido la placa de memoria, y se pasaba el verano sentada a la puerta con el niño para cobrar la entrada, pero los ingresos de la primera temporada no bastaron ni para pagar el tejado. El granjero hizo un último intento al añadir SEDE DE LA CASA MÁS FEA DEL MUNDO a los carteles que había a la entrada y salida del pueblo, pero el ayuntamiento no aceptó ni someterlo a votación.
  Durante el pleno, el señor Watkins se puso en pie y gritó: “¡Fascistas! ¡Comunistas! ¡Dictadores de pacotilla!”. Pero el presidente del pleno le replicó a grito pelado: “Este pleno no puede perder el tiempo con ideas frívolas, y hará expulsar a cualquiera que le haga perder el tiempo. Siéntate, Arwyn, maldito idiota”. Kate se matriculó en el instituto de formación profesional de Caenarfon y aprendió peluquería, y el señor Watkins abandonó la habitación de la parte de delante de su casa a los olores del amoníaco y el agua oxigenada.
  Los Watkins son los vecinos más próximos de mi padre. Su granja posee varios acres de terreno dedicados a la cría de ovejas. La casa más fea queda entre las dos propiedades, y comparten el arroyo en el que pesca mi padre. El pueblo se llama Carmel, y en la ladera de la colina que lo domina se hallan dos pueblos más: Bethel y Bethesda; nombres, todos ellos, del Antiguo Testamento.

LA SEGUNDA CASA MÁS FEA DEL MUNDO

Antes de subir la calle para ir a la capilla, lustro los zapatos negros de mi padre y le ayudo a ponérselos. Sus pies, enfundados dentro de los calcetines, están fríos y lisos como una piedra, y se los froto con fuerza antes de calzarlo. Es como si el arroyo los hubiese erosionado. Se bebe el té y mira por la ventana mientras se los froto. A continuación se mira al espejo mientras le cepillo la caspa de los hombros.
  Cuando salimos, veo salir a los asistentes al funeral de todas las casas del pueblo, rumbo a la capilla. A Kate y a su padre les ayudan a subir el sendero, y le digo a mi padre que espere. Hacemos tiempo delante de la casita, dando patadas en el suelo y soplándonos las manos.
  A la casita de mi padre la llamo la segunda casa más fea del mundo. Por dentro es luminosa y cómoda, pero por fuera tiene ese acabado de enlucido granuloso, un estilo decorativo tradicional en el norte de Gales. Y eso es lo que es, un enlucido con granos, y los granos son piedras. Cuando el enlucido de la pared está aún húmedo, se le lanzan puñados de pequeños guijarros –en realidad se trata de gravilla-. Supongo que eso da un mejor aislamiento. Por lo general, ese estilo reclama un encalado, con lo que quedaría bastante bonito. Por desgracia, los turistas que eran dueños de la casa antes de mi padre tuvieron la brillante idea de rehacer el enlucido granuloso con grava multicolor, como la que encuentras en el fondo de las peceras. Dejaron que el brezo y las malas hierbas inundaran el prado, y que los topos lo socavaran; dejaron que la tapia se derrumbara y que la verja se oxidara; pero a la casa sí se aplicaron.
  Cada vez que visito a mi padre me ofrezco para encalarle la casa. Y él siempre me dice: “Ya lo haré yo. ¿Qué prisa hay? Ahora soy un señor jubilado”. Desde que me enteré de que vivía a base de salchichas y judías hervidas siempre le traigo un par de bolsas de comestibles cuando voy a visitarle, y una vez coloqué cuatro latas de pintura sobre la mesa de la cocina. Cómo se puso. “Ya lo haré yo”, dijo. “No necesito tu maldita ayuda. De todos modos, ¿a ti qué más te da?”.
  Quiere decir que no apruebo que se viniera a vivir aquí. Tiene razón.
-¿Por qué vienes, entonces? –me pregunta siempre que aparezco.
-Porque quiero estar contigo. ¿Acaso eso es un crimen?
  Kate lo expresa mejor. “La media de edad en el norte de Gales es de cincuenta y tres años. Hay una tasa de paro del treinta y nueve por ciento. En los últimos diez años, la población ha caído más deprisa que en cualquier otra región de Gran Bretaña.” Kate extiende sobre la mesa de la cocina ejemplares  del Economist y del New Statesman siempre que quiere convertirla en sala de espera para sus clientes. Durante las últimas elecciones tenía una oferta de rapado de cabeza y teñido de rojo a mitad de precio. Cobra a las chicas por perforarles las orejas, pero a los chicos les ofrece una oreja gratis. Llama a Gales “la tierra de los muertos, un geriátrico del tamaño de un país”.
  Kate odia vivir aquí. Me dice lo mucho que envidia mi vida. “¿Por qué?”, digo. “Porque no estás aquí apalancado”, dice. “Tú no estás apalancada”, le digo. “Oh, no”, dice. “Desde luego que no. Una peluquera de veintidós años con un hijo de seis. Puedo ir donde quiera. Soy tan ligera y volátil que me extraña no ponerme a flotar por los aires.”
  Gareth, el hijo de Kate, tenía mucho que ver con el éxito de su negocio. Las ancianas señoras que acudían a su peluquería nunca abrían sus revistas. Se pasaban todo el rato mirando a Gareth. Solían dejar algo aparte para él después de haberle dado la propina a Kate.

IAN RUSH CAMINA SOBRE LAS AGUAS

Gareth tenía seis años y era hincha del Liverpool cuando mi padre se fue a vivir junto a la casa más fea del mundo. Iba a todas partes con la camiseta roja del equipo, y cada vez que Kate quería lavarla, le daba la lata para que le comprara la segunda indumentaria. Al final, su abuelo se la compró. “Estas camisetas cuestan ochenta libras”, me contó Kate. “Y cada año crece y le queda pequeña. Le estamos malcriando.”
  Kate detestaba que Gareth fuera hincha del Liverpool. Hacía que se acordara del padre del chaval. “Era un gilipollas”, me contó una vez. “Pero estaba lejos de este estercolero. No me habría importado si simplemente me hubiera dejado. Me las habría apañado. Pero cuando me dejó con Gareth, ¿a qué otro sitio podía ir?”
  Gareth y mi padre solían jugar al fútbol en el jardín de la casita. Trajinaban dos piedras de lo alto de la pared seca que delimita las dos propiedades y con ellas marcaban la portería. Yo me los quedaba mirando, a veces con Kate. Gareth era demasiado pequeño para chutar muy lejos. Para que sus disparos llegaran a la portería tenía que acercarse bastante, pero entonces mi padre arremetía contra él como un oso viejo, le daba un empujón y le quitaba la pelota. Extendía un brazo para mantenerle a distancia, y así hasta que Gareth se cansaba de correr alrededor de él. Los dos reían y jadeaban. Cuando el chaval comenzaba a darle patadas a las espinillas mi padre lanzaba la pelota a la otra punta del prado. Lo encontraba divertido. No le gustaba que le dijera que hacía trampas.
-Si no hiciera trampas –decía mi padre-, no podría jugar con él.
-Gareth te adora –decía Kate.
-¿También hacías trampas cuando jugabas conmigo?
-La verdad es que no me acuerdo.
-Como médico tuyo, te aconsejo que no hagas muchos esfuerzos.
  A medida que Gareth se le iba acercando, le oías hablar consigo mismo, sin resuello. Al principio sólo farfullaba, pero a medida que se iba acercando le oías comentar el partido que jugaban. “Pasa a Rush. Rush dribla a uno. Dribla a dos. Sigue Rush. Se da la vuelta. Chuta. ¡Y marca!”.
  Ian Rush es la estrella del Liverpool, delantero y galés. Kate me contó que una vez expulsaron a Gareth de la catequesis por grabar en su pupitre “Liverpool AFC”, “Nunca caminarás solo” y “Ian Rush camina sobre las aguas”.
  Creo que yo fui una gran decepción para Gareth. Cuando me veía apoyado en la verja, en compañía de su madre, venía corriendo hacia mí e intentaba arrastrarme.
-¿Por qué  no juegas? –preguntaba.
-No puedo, Gareth. Tengo un tobillo lesionado.
-Pero si eres médico.
-Los médicos también se lesionan.
-Pero puedes curarte.
-Estoy de vacaciones. Cuando estoy de vacaciones no puedo ni curarme a mí mismo.
  Otro día me dijo:
-¿Por qué no vives aquí? Tu padre vive aquí. Si vivieras aquí, tu tobillo mejoraría y podrías jugar al fútbol con nosotros.
  Otra vez dijo:
-Si tuvieras un hijo, querría jugar contigo.
-Gareth, ni siquiera estoy casado.
-¿Y qué? ¿Tienes novia?
-Gareth, ¿no tienes a nadie de tu edad con quien jugar?
-No.
  La primera vez que vi a Gareth, marcó un gol y se lanzó de rodillas, deslizándose igual que lo había visto hacer a los futbolistas en la tele. Por desgracia, el prado de mi padre no era Anfield, y chocó con una piedra medio enterrada. Comenzó a gimotear. Su madre salió a toda prisa de su casa, y mi padre fue corriendo hacia el muchacho.
-Está bien –repetía mi padre.
-¿Qué ha pasado? –dijo Kate.
  Me llamaron para que le echara un vistazo, pero me limité a sonreír y hacer un ademán con la mano. Mi padre se me acercó.
-¿Qué te pasa? –dijo-. Ven a echarle un vistazo al chaval. Se ha hecho daño jugando conmigo y su madre está preocupada. ¿Qué clase de médico eres?
-Está bien –dije-. Se ve desde aquí. Puede girarlas. Si las rodillas tienen movimiento es que no se ha hecho nada. Todo lo que quiere es que le consuelen, y eso lo haces tú mucho mejor.
-No seas crío. Al menos tranquiliza a la madre.
  Kate se nos quedó observando un momento. Tenía esa mirada dura tan característica, la que dice: “Me da igual, pero decidíos”. Es la que pone cuando está detrás de los clientes y éstos se miran al espejo y le dicen cómo quieren el pelo. En todo caso, hizo que me acercara.
-Quieto, Gareth. No puedo ayudarte si no me dejas ver lo que tienes. –Se quedó inmóvil un momento y me miró mientras le levantaba la pierna y le palpaba la rodilla-. ¿Te duele? ¿Aquí? –Le miré pensativo un momento. Le flexioné la pierna-. Bueno, Gareth, debo decir, tras considerarlo detenidamente, que lo que tenemos aquí –hice una pausa para impresionar- es una rodilla herida.
  Él no lo pilló, pero Kate sí. Soltó una carcajada. No podía parar. Luego me dijo que no le había parecido divertido. Se había reído de alivio. Gareth la miró asombrado, pero se olvidó de la rodilla. Ella intentó decir que lo lamentaba, pero cuando vio la cara de Gareth se echó a reír otra vez.
-Es mejor que por hoy descanses del fútbol –le dije, y entonces fue cuando mi padre le prometió que le enseñaría a pescar y se fueron hacia el arroyo, dejándome solo con Kate.

LA PERSPECTIVA EN LA PINTURA RENACENTISTA

Estamos sentados en  la parte de atrás de la capilla. El ataúd está colocado paralelo al pasillo, y no perpendicular, por lo que desde aquí es difícil ver lo largo que es. Es más o menos del tamaño de los que suelo ver en el hospital. Este descubrimiento me hace pensar en la perspectiva de la pintura renacentista.
  El ataúd está cerrado, pero el ministro habla de lo mucho que Gareth amaba el fútbol y al Liverpool, y lo imagino tendido ahí dentro, con la camiseta roja de la que siempre estuvo tan orgulloso, con el número nueve de Ian Rush a la espalda.
  Kate y su padre están sentados en primera fila. Ella tiene la cabeza gacha, pero no veo que se le muevan los hombros, y estoy seguro de que no llora. Mi padre se inclina hacia mí y me susurra al oído: “Ojalá hubiésemos cogido un pez. Le prometí que atraparíamos uno”. Niego con la cabeza. Mi padre tenía que llevar al muchacho a pescar la semana pasada. Se le olvidó la hora a la que habían quedado, y cuando Gareth fue a buscarlo estaba de compras. El chico se puso a jugar en el camino de entrada de la casa mientras esperaba. Estaba colgado del pilar de piedra de la verja cuando se le cayó encima. Era de pizarra maciza. Todavía está en el suelo, a un lado del camino, y uno de estos días me ofreceré a ayudarle a quitarlo del medio. Hará falta la fuerza de los dos, aunque mi padre lo arrojó ahí él solo cuando encontró al muchacho. Tampoco es que importe mucho.
  Sólo cuatro personas portan el féretro. Llevan el ataúd sobre los hombros, pero cada uno, con la mano que tiene libre, lo sujeta, como si resultara tan ligero que pudiera echar a volar.
  En la capilla nadie nos ha dirigido la palabra, pero cuando nos ponemos en pie para marcharnos, dos hombres se sientan en nuestro banco, uno a cada lado de nosotros. Reconozco a uno de ellos: es el tendero del pueblo. Una vez me dijo que mi padre le había comprado una pastilla de jabón cada día durante una semana. Y naturalmente, bajo el fregadero de su casa encontré todas las pastillas, pero cuando le pregunté a mi padre si tenía, me dijo: “No, deben de haberse acabado”.
-Lo siento –dice el tendero-. La familia preferiría que no vinierais al cementerio.
  Mi padre baja la cabeza y se mira las manos.
-A mi padre le gustaría presentar sus respetos –digo.
  Veo algunas personas salir en fila.
-La familia preferiría que no se acercara.
-¿Kate ha dicho eso?
-La familia.
  El hombre que está junto a mi padre comienza a decirle algo en galés.
-¿Qué ha dicho? ¿Qué le has dicho a mi padre? ¿Qué te ha dicho?
  Nadie me responde.
-Llévate a tu padre a casa –dice el tendero.
-¿Qué ha dicho? No me iré a ninguna parte hasta que sepa lo que ha dicho.
-Ha dicho: “¿Está satisfecho?”.
-¿Y qué demonios significa eso? –digo-. Fue un accidente.
  El tendero espera a que la última persona haya salido, y ahora quedamos sólo nosotros cuatro en la capilla.
-Mucha gente dice que fue negligencia. Dicen que no habría pasado si la casa hubiera estado en buenas condiciones.
  Ayudo a levantarse a mi padre. El tendero coloca el pie sobre el banco de delante para bloquear el paso. Tiene la pierna recta, y si la deja ahí le daré una patada en la rodilla y se la partiré.
-Fuera de mi camino. Me lo llevo a casa.
  Nos deja pasar.
-Hazlo –me grita el tendero a la espalda-. Llévatelo a casa. Devuélvelo a Inglaterra.


KATE BRINCA SOBRE UNO Y OTRO PIE

Kate y yo solíamos hacer el amor en la casa más fea. Yo me quedaba inmóvil en la oscuridad, junto a la tapia, y cuando oía el ruido de la cadena que mantenía la puerta cerrada, me ponía en marcha. Ella llevaba mantas de su casa y yo una linterna del coche. Siempre hacía demasiado frío para desvestirse. Ella me bajaba los pantalones y yo le levantaba la falda. Cuando le tocaba los pechos se apartaba, y me hacía frotarme las manos para calentarlas. Brincaba sobre uno y otro pie mientras esperaba a que estuvieran lo bastante calientes para tocarla. Una vez le pregunté si su padre sabía dónde iba los fines de semana en que yo estaba de visita.
-Seguro que sí –dijo-. Pero sabe que más le conviene no preguntar.
  Entonces me pregunté si saldría cada fin de semana.
-Y el tuyo, ¿lo sabe? –me preguntó a su vez.
-Lo ignoro –dije-. No pienso en ello. Nunca lo menciona.
-¿Qué le dirías si lo hiciera?
-Mentiría. Ya le miento. Le digo que vengo a verle a él.
-Eso no es una mentira –dijo-. ¿Por qué ibas a venir, si no?
-No se me ocurre.
-Hablo en serio.
-Vengo a verte a ti.
-Eso es lo que le dices a tu padre cuando le mientes. ¿Por qué iba a creerte?
  Me eché de espaldas, levanté la vista hacia las toscas paredes que había sobre mí y pensé en la gente que las construyó. Me pregunté qué sintieron al dormir debajo de ellas la primera noche, rodeados de todo aquel peso en precario equilibrio. ¿Confiaban en sus malabarismos? A lo mejor lo echaron a suertes.
  Las conversaciones con Kate eran como hacer malabarismos.
  En otra ocasión me dijo:
-Si lo que te preocupa es que tu padre no sepa cuidarse solo, deberías llevártelo. No quiero impedirte hacer lo correcto.
-Tú no me impides hacer nada.
-Procuro pasarme por tu casa siempre que puedo.
-Y te lo agradezco.

EL PERRO DEL ABUELO

Cuando llegamos a casa, le digo a mi padre que he decidido llevármelo a vivir conmigo a la mañana siguiente. Él dice que se queda.
-¿Es que no les has oído? Creen que eres el responsable. No voy a dejarte aquí.
-Soy el responsable. Tienen razón. ¿De quién es la culpa, si no?
-No tiene por qué ser culpa de nadie.
-Se lo había prometido. Vino porque se lo había prometido.
-Le prometiste que le cogerías un pez –grito-. No seas estúpido. No eres responsable de su muerte. Fue un accidente. Nadie es responsable.
-Éste es mi país –dice-. No puedo marcharme.
-Vives aquí, pero no es tu país. Has estado fuera cuarenta años.
-Chorradas. –Se pone en pie junto a la ventana y señala con el dedo-. Mi padre vivió en esa colina, y mi tío en aquella otra. ¿Nunca te he hablado de ellos?
-Sí –digo-. Muchas veces.
  Se cuenta la historia de que una vez el perro de mi abuelo tuvo una numerosa camada, y le dijo a su familia que no pensaba vender ninguna de las crías. Su hermano le desobedeció y le dijo que los perros habían muerto. Cuando mi abuelo se enteró de que los había vendido no volvió a hablarle en toda su vida. Mi padre cuenta que su tío fue el único en ir a recibirle a la estación cuando, mientras hacía el servicio militar en Alemania, vino a ver al abuelo antes de morir. Ni siquiera entonces el anciano quiso ver a su hermano. Cuando era niño siempre pensaba que era una historia que trataba de la avaricia o de contar la verdad, pero no. El personaje de la historia principal no es mi tío, sino mi abuelo.
-¿Y por qué no quería vender los cachorros? –digo ahora.
-No me acuerdo –dice mi padre-. Tanto da.
-¿Qué significa esta historia?
-No lo sé. Algo de llegar hasta las últimas consecuencias.
-Hablas como un maldito idiota. No eres mejor que esta gente. No me iré sin ti. Mañana te meterás en ese coche aunque tenga que arrastrarte.

EL DIQUE

A la caída de la tarde, mi padre baja hasta el riachuelo. Todavía viste el traje negro, y lleva una pala al hombro, pero no tengo fuerzas para discutir con él. Estoy sentado en nuestra tapia, mirando la casa de Kate. Mantengo los ojos en los visillos de la cocina mientras le oigo meterse en el agua chapoteando. Se enciendes las luces en casa de Kate; alguien que no es Kate ni su padre sale y abre paso entre las ovejas que se arreciman en torno a la casa en busca de calor. Quienquiera que sea se va sendero arriba y desaparece.
  Le oigo chapotear y maldecir a mi espalda. Si todavía hay algún pez ahí, es demasiado veloz para él. Recuerdo la época en que veníamos aquí de vacaciones, y él cogía una docena o más. Los ensartaba por las branquias con tallos de hierba y me dejaba entrarlos en casa, aunque yo nunca cogí ninguno. Todo lo que me dejaba hacer en la orilla era sentarme y tocar los pescados recién cogidos. Aprendí que al principio estaban resbaladizos, y que a medida que avanzaba la tarde se ponían pegajosos. En algún punto entre esos dos estados, morían. Decía que si jugaba con ellos y me acostumbraba a su tacto aprendería a cogerlos. Se equivocaba. No era el tacto de los peces a lo que yo tenía miedo, pero tampoco se esforzó mucho… con tal de que me quedara sentado y le dejara disfrutar reviviendo su infancia.
  Veo que la puerta de la casa de Kate se abre y se cierra, y ella aparece en la luz amarilla. Imagino que se dirige a la casa más fea, y yo cojo mi linterna y avanzo hacia ella, pero entonces me doy cuenta de que se dirige hacia mi padre y acelero el paso.
-¿Cómo estás? –le preguntó con delicadeza.
-Sólo quiero ver a tu padre –dice.
-¿Por qué?
-He oído que se metieron con él en la capilla y quiero decirle que lo siento.
-Dijeron que había sido culpa suya. Tú no lo crees, ¿verdad?
-Todo es culpa nuestra –dice-. Si te lo hubieras llevado a Inglaterra cuando era el momento… Si no te hubiera dado una razón para dejarle seguir aquí…
-Esto es de locos. –Habla como los parientes de los enfermos cuando se ponen plastas-. Fue un accidente. Un desgraciado accidente. No hay que culpar a nadie. Nadie es responsable. Ese pilar estaba suelto, eso es todo.
  Le pongo la mano en el hombro, pero ella se zafa y avanza hacia mi padre. La sigo, negando con la cabeza.
  Llega a la orilla, pone los brazos en jarras y mira a mi padre, que sigue dentro del agua. En el crepúsculo, el agua es negra, excepto alrededor de sus pantorrillas, donde es blanca y burbujea. Kate le observa durante unos momentos. Estoy dispuesto a taparle la boca con la mano y llevármela pataleando y mordiéndome de vuelta a casa de su padre si hace falta.
-¿De verdad que aquí hay peces? –dice.
-Eso espero –dice él-. Que yo recuerde, siempre ha habido.
-Enséñame cómo los coges –dice ella, y él le explica lo de la pesca al tacto.
-¿Quién te enseñó todo esto?
-Mi padre –dice. Vuelve la cabeza y mira hacia la noche-. Ahí se puede ver la carretera que lleva a nuestra antigua casa.
-Deberías entrar –dice Kate.
  Él sonríe al oír el tono en que le habla, y casi creo que va a hacerle caso.
-Primero déjame coger un pez.
  Él le guiña el ojo.
-¿No está muy oscuro?
-No si me ayudas. Ésta es mi última oportunidad. ¿Me ayudarás?
-¿Qué quieres que haga?
-El método más seguro es construir un dique.
  Kate me coge la linterna y la sujeta mientras él utiliza la pala para cavar un estrecho canal junto al arroyo. En ese punto el riachuelo tiene forma de herradura, y él cava la zanja desde el inicio del meandro hasta el final. En el pueblo que hay en la ladera de la colina que queda detrás de nosotros, las luces van iluminando las ventanas.
-Estáis locos –digo-. Los dos.
  Pero me quito los zapatos y los calcetines y bajo hasta el arroyo y empiezo a mover las piedras. No voy a permitir que las trajine él. El agua está tan fría que a los pocos minutos los pies me quedan insensibles. Se me hace difícil mantener el equilibrio, pero actúo deprisa, diciéndome que si se me cae una piedra en un dedo ni la sentiré. Apilo las rocas tras el cuello de la herradura y mi padre cava el último metro de zanja, con lo que el agua comienza a bajar por el canal. Levanta terrones de tepe y los arroja dentro del agua para sellar mi dique, y el agua deja de entrar en la herradura y comienza a salir de ella en la parte inferior. Kate está en el otro extremo golpeando el agua, haciendo retroceder al pez.
  El nivel comienza a descender lentamente. Poco a poco se ven las orillas. Las piedras y la grava dejan paso al barro.
-Enciende la linterna –dice mi padre.
  Se la quito a Kate y la hago oscilar adelante y atrás sobre el agua que queda, marrón a causa del barro del fondo. Estamos a la espera de algún movimiento.
-¡Allí! –grita Kate.
  Señala con el dedo, y a la luz veo que tiene el brazo manchado de tierra. Mi padre se mete en el lecho del arroyo, y el barro le salpica las perneras del pantalón. Se agacha sobre esa charca de exiguo caudal que queda en el centro de la corriente y mete las manos. Coge algo y suelta un grito, pero lo pierde, y sus manos azotan el agua, como si se las lavara. Por fin agarra algo y lo lanza hacia la orilla. A la luz de la linterna veo que es una anguila, negra y reluciente. Se retuerce en la hierba, cojo la pala y la parto en dos. Me vuelvo con la linterna y veo a mi padre de rodillas en el lecho del arroyo. Tiene las manos hundidas en el barro. Kate está de pie a su lado, contemplándolo; le ha puesto una mano en el hombro. Él está temblando.
-Sí, ya sé –dice ella-. Ya sé.
-¿Qué estáis haciendo? –digo. La linterna va de una cara a otra-. ¿Qué estáis haciendo? Fue un accidente. No es culpa de nadie. ¿Qué estáis haciendo?

ENCALADO

Cuando por la mañana le llevo al coche, vemos que los muros están cubiertos de pintadas en rojo. No hablo galés, pero incluso yo sé lo que Cymru am byth significa. Es un eslogan nacionalista: “Viva Gales”.
  Dejo a mi padre sentado en el coche mientras voy a recoger las latas de cal del cobertizo. Me pregunto quién lo habrá hecho. Puede que el tendero. O el padre de Kate. Me pregunto si estarían haciendo la pintada mientras nosotros pescábamos en el arroyo. Son las nueve de un domingo por la mañana, y la gente abre las cortinas de sus casas y coge el periódico. Tengo la impresión de que toda la ladera de la colina me observa mientras pinto encima de esas letras. Naturalmente, no sólo borro la pintada. He estado esperando este momento durante mucho tiempo.
  Tardo casi dos horas en encalar toda la casa, y cuando acabo reluce a la viva luz de la mañana.




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