Blog de Regina Salcedo Irurzun

miércoles, 22 de abril de 2020

LECTURAS PARA LA CUARENTENA (40): QUIM MONZÓ

En el día 40 de la cuarentena, tenemos a uno de los maestros del relato en este país. Un autor con un estilo inconfundible donde se mezclan una gran agudeza para evidenciar los absurdos de la vida cotidiana con un particular y fino sentido del humor.
Espero que lo disfrutéis.

Mi hermano
Quim Monzó

Un mediodía de Navidad, en plena comida y sin que ninguna enfermedad o aviso
previo —ni tan siquiera pequeño y discreto— nos hubiese inducido a sospechar
problema alguno de salud, mi hermano se murió. No había sido nunca un muchacho
muy activo —se mareaba a menudo, y no le gustaba jugar fútbol, ni emborracharse con
los compañeros cuando íbamos al restaurante chino de detrás de la escuela, no tanto
porque la comida fuese barata como porque en el momento de pagar nos invitaban a
vasitos de licor sin preguntarnos la edad—, pero tampoco era enfermizo, ese tipo de
muchacho que enseguida se ve que no está bien del todo. Por eso papá y mamá se
quedaron en tal estado de shock que no acababan de entender qué pasaba en realidad.
En el fondo supongo que no querían entenderlo, porque se de verdad hubieran querido
les habría sido muy fácil darse cuenta: Toni estaba bien muerto, allí delante de ellos, y si
no atinaban a verlo era porque quizá no podían permitírselo. Papá trabajaba en una
tienda de taxidermia en la plaza Reial; era un buen padre y un buen marido, y no tenía
ningún vicio, a excepción de una enorme caja de madera que escondía en el armario,
con revistas de señoras desnudas y con la entrepierna difuminada, cerrada con un
candado que mi hermano y yo abríamos cuando nos dejaban solos en casa. Por las
tardes, mamá llevaba la contabilidad de una pequeña empresa de construcción. No
éramos la foto de familia feliz que sale en los anuncios de cocinas y frigoríficos, pero
tampoco nos ahogaba la depresión. Vivíamos al día y no ahorrábamos mucho porque
nuestros estudios y la hipoteca del piso devoraban los sueldos. Al cine no íbamos nunca.
Como gran desembolso semanal , cada sábado papá compraba el diario deportivo para
informarse de los partidos que se jugaban el fin de semana. Compraba el del sábado
porque así tenía dos días para leerlo de cabo a rabo; comprar el del domingo le parecía
un dispendio exagerado si sólo tenía un día para leerlo. El domingo veíamos siempre el
partido que daban por la tele, fuese el que fuese y aunque los equipos nos cayesen tan
lejos que nos costase incluso situarlos en el mapa. Cuando me llegó la adolescencia, los
sábados y los domingos mamá insistía en que saliese con amigos; no quería que fuese lo
que ella llamaba "un niño de piso". "Encerrado todo el día en casa no tendrás nunca
amigos, ni encontrarás una chica que se case contigo". Mi hermano, dos años más
pequeño que yo, se reía; le hacía gracia eso de las chicas y de casarse. Yo prefería
quedarme en casa, viendo con papá los partidos de fútbol de la tele.
Lo de Toni fue justo después que mamá hubiese llevado a la mesa la fuente con el
turrón y los barquillos. Nos habíamos comido la sopa, el cocido y el pollo relleno, y de
repente, como si fuese lo más normal del mundo, la cabeza de mi hermano se decantó
hacia delante, muy despacio, hasta clavar la cara en el plato de turrón. Papá y mamá se
quedaron helados. Con sólo tocarlos se hubiesen resquebrajado de hacerse añicos. Los
vi tan incapaces de reaccionar que, en una crítica milésima de segundo, decidí hacer, yo
también, como si no me diera cuenta. De hecho no le miraban: miraban la mesa, justo al
frente, forzando la vista para no verlo, tan indefensos que, para que no sufriesen, al
menos de momento, pasé la mano por la espalda de Toni y, para enderezarle el torso, le
estiré el cuello del jersey. Como toda esta actividad necesitaba una justificación que la
hiciese mínimamente verosímil, cogí la servilleta y le limpié los labios. Era un momento
de trámite, porque, en cuanto quisiésemos, podríamos volver atrás: cualquiera de los
tres —papá, mamá o yo— podía echarse a llorar y proclamar a los otros dos la verdad
evidente. Pero nadie se atrevía. Seguro que ninguno de los tres pensaba en aquel
momento que la intención fuese negar que había muerto. Los tres —yo con aquel tirón
del cuello y aquel pasarle la mano por el brazo por la espalda mientras le limpiaba los
labios; ellos haciendo como que no se daban cuenta— pretendíamos, a lo
sumo, retrasar el momento de las prisas y los llantos. Siempre me destrozaba el corazón
ver a mamá llorar, y a papá no lo había visto llorar nunca, ni tan siquiera cuando la
muerte súbita de mi hermana, en la cuna. Los recuerdo al lado del ataúd pequeño y
blanco, mamá deshecha en lágrimas y papá con los ojos enrojecidos. Ahora, mientras
limpiaba los labios muertos de Toni, aún me justificaba pensando una y otra vez que lo
que en definitiva hacíamos era, únicamente, retrasar un poco el instante de enfrentarnos
con la verdad. Fue en el momento en que papá se dirigió a él con
naturalidad aparente —"Me parece que has bebido demasiado, Toni"— cuando entendí
que no tenían prisa alguna por aceptar la evidencia y que aquel "me parece que has
bebido demasiado, Toni" me lo dirigía más a mí que a Toni, que ya no lo podía oír, ni lo
podría oír nunca más. Por eso accedí a su súplica silenciosa y, para ayudarlos a simular
aquella fantasía confortable, de repente me puse en pie, cogí a Toni por los sobacos y lo
levanté de la silla mientras decía: "Venga, vamos, te acompañaré a la cama. Has comido
demasiado".
Cambié la recriminación de la bebida por la de la comida porque consideré qué, incluso
inconscientemente, papá y mamá agradecerían que no lo tildase de borracho en aquella
última ocasión. La verdad, además, es que apenas había bebido media copa de champán
y, en cambio, se había comido la sopa, había repetido de cocido y, dos veces, de pollo
relleno, y si no había empezado a atacar simultáneamente los barquillos y el turrón era
porque de repente se había quedado seco. Con mi brazo derecho por detrás de su
espalda, hasta el sobaco por donde le sujetaba, y su izquierdo alrededor de mi cuello y
sujetándole la mano para que no se cayese, lo llevé a la habitación que compartíamos.
Lo senté en una silla, con la cabeza sobre el escritorio, dudando si debía pasar por el
trance de desnudarlo y ponerle la pijama. Pero era evidente que debía pasar por él si d
de lo que se trataba era de simular con un poco de coherencia que todo continuaba
como si tal cosa. Si le metía en la cama vestido, no podríamos aparentar que no había
pasado nada. Así pues, me apliqué con toda la inexperiencia de la primera vez. Sólo
quien ha vestido o desnudado a un muerto sabe lo difícil que es, porque todos y cada
uno de los miembros coinciden en tener lo que , con toda lógica, se denomina peso
muerto, y cuando crees que por fin has metido un brazo por una manga, todo el cuerpo
se decanta hacia el otro lado y tienes que calzarlo como sea —con tu pecho, con la
pierna, la espalda— y seguir adelante: la otra manga, la pernera derecha, la pernera
izquierda...
Salí de la habitación sudando. En el comedor me esperaban papá y mamá, con cara
ansiosa, suplicándome con los ojos que no les deshiciese aún el engaño. "Se ha
quedado dormido enseguida", dije. Respiraron aliviados. "Eso es que ha comido
demasiado", dijo mamá, excesivamente tensa para improvisar una opinión nueva. "Y ha
bebido demasiado. ¡Una botella de champán se han bebido entre los dos!". Era papá
quien exageraba. "Si ahora duerme, después se encontrará mejor", dijo mamá. "Pero se
despertará a la hora de ir a dormir y entonces por la noche no dormirá", se quejaba papá.
"¿Y qué?", decía mamá, "lo importante es que ahora duerma".
Encerrado en la habitación, me quedé sentado junto a mi hermano y, como él tenía el
rostro sereno, era como si aún pudiese despertar en cualquier momento y decir: "Bueno,
va, basta de broma. Os lo habéis creído, ¿verdad?" Estaba en la cama, con el pijama de
rayas azuladas, la mano sobre el embozo y los ojos abiertos. Tenía la piel fría. ¿Y
pálida? No mucho. a las ocho y pico consideraré que ya llevaba suficiente rato allí con
él. Total ¿para qué? Fue al comedor para anunciar que Toni no cenaría. Mamá levantó
el dedo como si yo fuese el culpable.: "Ya te decía yo que había comido demasiado".
"No es sólo lo que ha comido. ¡Una botella de champán se han bebido entre los dos!",
decía papá, obsesionado en prevenirnos de los peligros del alcohol, que se habían
llevado a la tumba a su hermano pequeño. Me senté y comí cuatro trozos de turrón; no
tenía más hambre. Después volví a la habitación, contemplé un instante a Toni, me puse
el pijama, me metí en la cama y empecé a leer. A las once y pico, papá y mamá vinieron
a darnos las buenas noches. Cogidos de la mano y recortados en el rectángulo de luz de
la puerta, no se decidían a entrar. Me di cuenta de que de repente se habían hecho
mayores y frágiles. Nos dieron un beso. Primero a Toni y luego a mí. Mamá lo arrebujó
con la manta y la sábana. A mí me hablaba bajo para o despertarlo: "Apaga la luz, que
con tanta luminaria no debe poder dormir bien".
Dormí como un tronco, más horas de las que había imaginado, y cuando me desperté
me desconcertó encontrar a Toni exactamente como lo había dejado. La misma postura,
la misma mano sobre el embozo. Pero ¿cómo tenía que haberlo encontrado, si no? ¿Qué
esperaba? ¿Que en media noche se hubiera dado la vuelta en medio de un sueño y todo
hubiese resultado un delirio de Navidad? Dejé para otro día la tarea de ducharlo y le
vestí enseguida, antes de vestirme yo. Los esfuerzos del día anterior para desnudarlo y
ponerle el pijama se repitieron ahora para quitarle el pijama y vestirle. Quedé tan
sudado que fui yo quien, acto seguido, se duchó con prisa. En el comedor, papá y mamá
nos recibieron con una sonrisa que mezclaba agradecimiento e impaciencia. Mamá
consideró que Toni tenía mejor aspecto.
Cada día que pasaba lo vestía y desvestía con más rapidez, y pronto conseguí que se
sentase en la silla, y se levantase, con una naturalidad aceptable, y que incluso esbozase
alguna sonrisa o levantase irónicamente la ceja derecha. Pasé las dos semanas de
vacaciones en casa, liado con los libros de taxidermia de papá. Llevarlo al instituto fue
más complicado. De entrada, la dificultad de subirlo al autobús sin que cayese a cada
momento, y sin parecer que llevaba a un borracho. Pero cada día que pasaba me
desenvolvía mejor. Los días peores eran aquellos en los que no encontraba asiento libre
y tenía que sujetarlo todo el rato, disimuladamente, con mi brazo derecho por detrás de
su espalda, aferrándolo por el sobaco, y con su brazo izquierdo alrededor de mi cuello
para, asiéndole la mano izquierda, evitar que se cayera al tomar las curvas. En el
instituto, primero lo llevaba a su clase y lo sentaba en su pupitre, explicaba que se había
mareado y que enseguida estaría bien, y yo me iba hacia mi clase. si me preguntaban,
les hablaba de los mareos que sufría desde pequeño y que ahora se le habían hecho
constantes. Por fortuna, Toni había sido siempre un muchacho callado, que nunca en la
vida había levantado el dedo en clase para contestar ninguna pregunta. La masificación
escolar hacía el resto. Con cerca de una cincuentena de alumnos por aula, si se es
discreto es fácil pasar desapercibido.
Un mediodía salí de matemáticas, corriendo para ir a buscarlo, y descubrí que no estaba.
Un compañero que aún recogía sus libros, en un pupitre en la otra punta del aula, me
dijo que se lo habían llevado a la enfermería. Lo encontré en una litera. El encargado de
la enfermería me dijo que tendríamos que averiguar el porqué de todos esos desmayos,
no fuera que tuviese anemia.

—Tendríais que hacerle una analítica.
Le dije que de acuerdo y ya no hemos vuelto a hablar del asunto. Poco a poco he ido
mejorando la técnica para ducharlo y afeitarlo. Ahora subo con él al autobús y al metro
con gran agilidad. A menudo se me repite un sueño: yo soy el muerto pero no lo sé, y
para no violentarme, mi hermano finge que el muerto es él mientras, disimulando la
verdad, me lleva de un lado a otro. Es él quien, con el brazo que me pasa por detrás de
la espalda, me aguanta y me hace cumplir con las rutinas de la vida diaria. Es un sueño
que me hace feliz y me ayuda a llevar adelante esta complicada vida junta que llevamos.
Hubo, eso sí, un momento crítico: cuando encontró novia, Teresa, una chica que de
forma especial valora en él que sepa escuchar, una actitud nada habitual en otros
hombres, dice. Me pareció que no conseguiría salir adelante. Sobre todo cuando
decidieron ir a vivir juntos y tuve que convencerla de los motivos inexcusables —
inventados sobre la marcha— por los que yo también tenía que ir a vivir con ellos.
Seis años más tarde murió mamá y, al cabo de pocos meses, papá, que sin ella se
deshizo como un helado al sol de agosto. Pensé que al haber muerto nuestros padres,
por fin había llegado el momento de dejar de fingir. Pero le doy vueltas y más vueltas, y
siempre acabo por no atreverme. En parte porque esta dedicación obsesiva a mi
hermano, este vivir por persona interpuesta, me ha ahorrado todos estos años tenerme
que relacionar demasiado con gente, tener que ser realmente yo, y en parte por Teresa,
que no sé si soportaría saber la verdad.

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