Blog de Regina Salcedo Irurzun

jueves, 30 de abril de 2020

LECTURAS PARA LA CUARENTENA: JULIETA VALERO

Julieta Valero fue otro de mis grandes descubrimientos. Es aguda, profunda, comprometida y usa el lenguaje como si lo hubiera inventado ella misma y viniera a enseñarnos la manera de usarlo, jugando con él igual que un niño juega con las olas, para mostrar realmente lo esencial. Sus poemas son prismas de múltiples caras donde el sol, la luna, los fluorescentes, la vida... brillan y se proyectan de forma diferente y extrañamente hermosa, concerniente.

Niño soñado

Baviera, noviembre de  2012

María, hay nieve por todas partes.

Los árboles se visten de caída, detienen
la breve desgracia.

                                                       Para que sepan
los copos, les leo; que nos convertimos
en nosotros mismos cuando algo
nos es concedido o nos es
arrebatado.

                    Sangre qué dura
la que se espera.



Seis de enero


Los pies de los niños.
Cierta ortopedia en lo breve.
No. Di más bien vulnerable.

Digo, con María, con Nadia, cinco años,
"me duelen las botitas, mamá".
Ahí la metonimia. Los niños, los antiguos griegos,
los romanos. No hables; infinitamente antes, mirar.




miércoles, 29 de abril de 2020

LECTURAS PARA LA CUARENTENA: BEN CLARK

Ayer me llegó por correo la antología Armisticio, de Ben Clark, que recoge poemas de varios años.
He elegido este texto porque habla de un sentimiento que nos asalta a todos  los escritores, de esa especie de maldición que va ligada a la literatura, o quizá debería decir, a la literatura actual. Yo sigo combatiendo este mal, buscando nuevas estrategias que tienen que ver  con centrarse en la producción y luego desentenderse del hijo que lanzas al mundo (más allá de despedirlo con una bendición y un beso). Nuestro problema, pienso, es que, como en todos los ámbitos, nos hemos infantilizado, nos hemos vuelto padres sobre protectores y dependientes al mismo tiempo. Aparte de que estamos enfermos de Ego e Identidad. No sabemos soltar la mano de nuestras criaturas para que se busquen la vida por su cuenta, queremos seguir viviendo a través de ellas, no concebimos retirarnos lejos del foco, identificamos silencio con desaparición. Somos como esos padres que les hacen la matrícula a sus retoños en 4º de carrera universitaria, no vayan a equivocarse o a olvidarse de que nos necesitan, los pobrecicos.
En fin, espero que os guste el poema.


CONTRA LA LITERATURA

Para Alberto de la Rocha

No hay nada más inútil que escribir.
Nada más dependiente que los libros.
Pero Alberto me llama y me pregunta
¿Qué te está pareciendo mi novela?
Y yo le digo bien, salvo este punto
y el momento en el que dice esto y aquello
y él escucha y anota y bien parece
que aquí estamos haciendo algo importante.

Quién pudiera vivir fuera de un libro,
juntar en un hatillo las palabras
y haciéndose a la mar decir: "Adiós,
me voy para morir entre las fauces
de una auténtica bestia, les regalo
la curva de mi espalda, mis bolígrafos,
el impreciso sueño de la gloria,
la implacable derrota de mi olvido".


martes, 28 de abril de 2020

LECTURAS PARA LA CUARENTENA: ULJANA WOLF

Hoy os traigo una de las autoras más rompedoras y alucinantes de la actualidad: Uljana  Wolf.
Este poema doble pertenece a su antología Fronteras del lenguaje.

                                     V.O.2


bárbara está de vuelta. hooked, caught and cooked.
nadie podía hablar más rápido que ella y
seguir corriendo, nunca lo suficientemente lejos. 
la ayudo a deshacerse del equipaje: piel de gallina
se me pone, cuando las enaguas de seda fluyen
entre mis dedos y el vestido de noche
el brillo de las lentejuelas... bárbara resopla. en
cada rincón del cuarto enciende un nuevo cigarrillo.
ante la ventana, insulso, el atardecer en 
la pequeña ciudad, palmadas del pequeño mar,
noche de los pequeños peces.


                                    V.O.S.2

bárbara está de vuelta. ida, pescada y cocida.
nadie engancha a alguien tan rápido como ella y
sale corriendo, no suficientemente lejos. la
ayudo a deshacer el equipaje. piel luciría, se me
ciñe como el agua la seda, flotan mis dedos al
tacto y con el vestido de noche, que las lentejuelas...
bárbara resopla. en cada uno, el rincón
de un nuevo cuarto siempre, cigarrillos, una
ventana, puesta de sol insulsa, ciudad pesquera,
pequeño mar que por la noche aplauden los
pequeños peces.

my sister hates fish, they don't talk much
and their scales make but for tacky dresses

lunes, 27 de abril de 2020

LECTURAS PARA LA CUARENTENA: BIRGITTA TROTZIG

Hoy,  Birgitta Trotzig, una poeta que me rompió los esquemas y que me deja siempre sin aliento. Verdadera maga orgánica de la tierra helada, el escombro y los claroscuros. No encontraréis nada que se le parezca.
Os dejo un par de poemas de Contexto. Material.


I

La cara es la membrana del lenguaje, comunica y se calla,
comunica ocultando lo que dice.


II

La cara: el muro: el ataúd sellado. Fiebre pesada y mansa.

Alma pequeña, inquieto mariposeo de luz a través del muro,
ataúd de plomo. Alas de luz, gritos. Alma pequeña, sombras de luz
se sofocan en los árboles, buscan algo en la luz, en la luz ebria de
la primavera.

Las estructuras iluminadas de la materia del cuerpo en torno a los ojos
bien tallados -¿qué veo, qué es lo que no veo? La rajadura del cuerpo
de cristal. Veo nubes oscuras que llamean.

jueves, 23 de abril de 2020

LECTURAS PARA LA CUARENTENA: MARY JO BANG

Llegados a este punto en el que ya ni podemos hablar de cuarentena (vamos por el día 42), he decidido que es hora de cambiar de tercio. Así que voy a empezar a subir poemas de autores que me gustan (porque, evidentemente, son los que, además, tengo a mano).
Comienzo sin complicarme la vida tomando el libro que reposa en mi mesilla,  El claroscuro del pingüino, de Mary Jo Bang. Un poemario que no me canso de releer.


SOBRE EL TEMA DE LA PRESTIDIGITACIÓN


Primero: Preguntar es un acto de armonía,
una impertinencia ronroneando

encima de la pared real. Dos tiene cara de lluvia.

Tercero: Venid, yo os digo, Y ellos vienen.

Cuarto: Lo hipotético se pone un sombrero.

Cinco reside en un bosque, se parece a un oso.

Sexto: es verdad, emitimos órdenes -alguien responde.

Séptimo: Lindo. Lindo.

De un modo terrenal: sé de algunas cosas.



LECTURA PARA UN SANT JORDI CONFINADO

Todo lo que pueda decir sobre las terribles consecuencias de pasar este Día del Libro enclaustrados será poco, así que me limitaré a hacer algo que casi nunca hago: recitar uno de mis poemas.
¡Feliz Sant Jordi a todos! ¡Comprad y regalad muchos libros en vuestras librerías de siempre!



miércoles, 22 de abril de 2020

LECTURAS PARA LA CUARENTENA (40): QUIM MONZÓ

En el día 40 de la cuarentena, tenemos a uno de los maestros del relato en este país. Un autor con un estilo inconfundible donde se mezclan una gran agudeza para evidenciar los absurdos de la vida cotidiana con un particular y fino sentido del humor.
Espero que lo disfrutéis.

Mi hermano
Quim Monzó

Un mediodía de Navidad, en plena comida y sin que ninguna enfermedad o aviso
previo —ni tan siquiera pequeño y discreto— nos hubiese inducido a sospechar
problema alguno de salud, mi hermano se murió. No había sido nunca un muchacho
muy activo —se mareaba a menudo, y no le gustaba jugar fútbol, ni emborracharse con
los compañeros cuando íbamos al restaurante chino de detrás de la escuela, no tanto
porque la comida fuese barata como porque en el momento de pagar nos invitaban a
vasitos de licor sin preguntarnos la edad—, pero tampoco era enfermizo, ese tipo de
muchacho que enseguida se ve que no está bien del todo. Por eso papá y mamá se
quedaron en tal estado de shock que no acababan de entender qué pasaba en realidad.
En el fondo supongo que no querían entenderlo, porque se de verdad hubieran querido
les habría sido muy fácil darse cuenta: Toni estaba bien muerto, allí delante de ellos, y si
no atinaban a verlo era porque quizá no podían permitírselo. Papá trabajaba en una
tienda de taxidermia en la plaza Reial; era un buen padre y un buen marido, y no tenía
ningún vicio, a excepción de una enorme caja de madera que escondía en el armario,
con revistas de señoras desnudas y con la entrepierna difuminada, cerrada con un
candado que mi hermano y yo abríamos cuando nos dejaban solos en casa. Por las
tardes, mamá llevaba la contabilidad de una pequeña empresa de construcción. No
éramos la foto de familia feliz que sale en los anuncios de cocinas y frigoríficos, pero
tampoco nos ahogaba la depresión. Vivíamos al día y no ahorrábamos mucho porque
nuestros estudios y la hipoteca del piso devoraban los sueldos. Al cine no íbamos nunca.
Como gran desembolso semanal , cada sábado papá compraba el diario deportivo para
informarse de los partidos que se jugaban el fin de semana. Compraba el del sábado
porque así tenía dos días para leerlo de cabo a rabo; comprar el del domingo le parecía
un dispendio exagerado si sólo tenía un día para leerlo. El domingo veíamos siempre el
partido que daban por la tele, fuese el que fuese y aunque los equipos nos cayesen tan
lejos que nos costase incluso situarlos en el mapa. Cuando me llegó la adolescencia, los
sábados y los domingos mamá insistía en que saliese con amigos; no quería que fuese lo
que ella llamaba "un niño de piso". "Encerrado todo el día en casa no tendrás nunca
amigos, ni encontrarás una chica que se case contigo". Mi hermano, dos años más
pequeño que yo, se reía; le hacía gracia eso de las chicas y de casarse. Yo prefería
quedarme en casa, viendo con papá los partidos de fútbol de la tele.
Lo de Toni fue justo después que mamá hubiese llevado a la mesa la fuente con el
turrón y los barquillos. Nos habíamos comido la sopa, el cocido y el pollo relleno, y de
repente, como si fuese lo más normal del mundo, la cabeza de mi hermano se decantó
hacia delante, muy despacio, hasta clavar la cara en el plato de turrón. Papá y mamá se
quedaron helados. Con sólo tocarlos se hubiesen resquebrajado de hacerse añicos. Los
vi tan incapaces de reaccionar que, en una crítica milésima de segundo, decidí hacer, yo
también, como si no me diera cuenta. De hecho no le miraban: miraban la mesa, justo al
frente, forzando la vista para no verlo, tan indefensos que, para que no sufriesen, al
menos de momento, pasé la mano por la espalda de Toni y, para enderezarle el torso, le
estiré el cuello del jersey. Como toda esta actividad necesitaba una justificación que la
hiciese mínimamente verosímil, cogí la servilleta y le limpié los labios. Era un momento
de trámite, porque, en cuanto quisiésemos, podríamos volver atrás: cualquiera de los
tres —papá, mamá o yo— podía echarse a llorar y proclamar a los otros dos la verdad
evidente. Pero nadie se atrevía. Seguro que ninguno de los tres pensaba en aquel
momento que la intención fuese negar que había muerto. Los tres —yo con aquel tirón
del cuello y aquel pasarle la mano por el brazo por la espalda mientras le limpiaba los
labios; ellos haciendo como que no se daban cuenta— pretendíamos, a lo
sumo, retrasar el momento de las prisas y los llantos. Siempre me destrozaba el corazón
ver a mamá llorar, y a papá no lo había visto llorar nunca, ni tan siquiera cuando la
muerte súbita de mi hermana, en la cuna. Los recuerdo al lado del ataúd pequeño y
blanco, mamá deshecha en lágrimas y papá con los ojos enrojecidos. Ahora, mientras
limpiaba los labios muertos de Toni, aún me justificaba pensando una y otra vez que lo
que en definitiva hacíamos era, únicamente, retrasar un poco el instante de enfrentarnos
con la verdad. Fue en el momento en que papá se dirigió a él con
naturalidad aparente —"Me parece que has bebido demasiado, Toni"— cuando entendí
que no tenían prisa alguna por aceptar la evidencia y que aquel "me parece que has
bebido demasiado, Toni" me lo dirigía más a mí que a Toni, que ya no lo podía oír, ni lo
podría oír nunca más. Por eso accedí a su súplica silenciosa y, para ayudarlos a simular
aquella fantasía confortable, de repente me puse en pie, cogí a Toni por los sobacos y lo
levanté de la silla mientras decía: "Venga, vamos, te acompañaré a la cama. Has comido
demasiado".
Cambié la recriminación de la bebida por la de la comida porque consideré qué, incluso
inconscientemente, papá y mamá agradecerían que no lo tildase de borracho en aquella
última ocasión. La verdad, además, es que apenas había bebido media copa de champán
y, en cambio, se había comido la sopa, había repetido de cocido y, dos veces, de pollo
relleno, y si no había empezado a atacar simultáneamente los barquillos y el turrón era
porque de repente se había quedado seco. Con mi brazo derecho por detrás de su
espalda, hasta el sobaco por donde le sujetaba, y su izquierdo alrededor de mi cuello y
sujetándole la mano para que no se cayese, lo llevé a la habitación que compartíamos.
Lo senté en una silla, con la cabeza sobre el escritorio, dudando si debía pasar por el
trance de desnudarlo y ponerle la pijama. Pero era evidente que debía pasar por él si d
de lo que se trataba era de simular con un poco de coherencia que todo continuaba
como si tal cosa. Si le metía en la cama vestido, no podríamos aparentar que no había
pasado nada. Así pues, me apliqué con toda la inexperiencia de la primera vez. Sólo
quien ha vestido o desnudado a un muerto sabe lo difícil que es, porque todos y cada
uno de los miembros coinciden en tener lo que , con toda lógica, se denomina peso
muerto, y cuando crees que por fin has metido un brazo por una manga, todo el cuerpo
se decanta hacia el otro lado y tienes que calzarlo como sea —con tu pecho, con la
pierna, la espalda— y seguir adelante: la otra manga, la pernera derecha, la pernera
izquierda...
Salí de la habitación sudando. En el comedor me esperaban papá y mamá, con cara
ansiosa, suplicándome con los ojos que no les deshiciese aún el engaño. "Se ha
quedado dormido enseguida", dije. Respiraron aliviados. "Eso es que ha comido
demasiado", dijo mamá, excesivamente tensa para improvisar una opinión nueva. "Y ha
bebido demasiado. ¡Una botella de champán se han bebido entre los dos!". Era papá
quien exageraba. "Si ahora duerme, después se encontrará mejor", dijo mamá. "Pero se
despertará a la hora de ir a dormir y entonces por la noche no dormirá", se quejaba papá.
"¿Y qué?", decía mamá, "lo importante es que ahora duerma".
Encerrado en la habitación, me quedé sentado junto a mi hermano y, como él tenía el
rostro sereno, era como si aún pudiese despertar en cualquier momento y decir: "Bueno,
va, basta de broma. Os lo habéis creído, ¿verdad?" Estaba en la cama, con el pijama de
rayas azuladas, la mano sobre el embozo y los ojos abiertos. Tenía la piel fría. ¿Y
pálida? No mucho. a las ocho y pico consideraré que ya llevaba suficiente rato allí con
él. Total ¿para qué? Fue al comedor para anunciar que Toni no cenaría. Mamá levantó
el dedo como si yo fuese el culpable.: "Ya te decía yo que había comido demasiado".
"No es sólo lo que ha comido. ¡Una botella de champán se han bebido entre los dos!",
decía papá, obsesionado en prevenirnos de los peligros del alcohol, que se habían
llevado a la tumba a su hermano pequeño. Me senté y comí cuatro trozos de turrón; no
tenía más hambre. Después volví a la habitación, contemplé un instante a Toni, me puse
el pijama, me metí en la cama y empecé a leer. A las once y pico, papá y mamá vinieron
a darnos las buenas noches. Cogidos de la mano y recortados en el rectángulo de luz de
la puerta, no se decidían a entrar. Me di cuenta de que de repente se habían hecho
mayores y frágiles. Nos dieron un beso. Primero a Toni y luego a mí. Mamá lo arrebujó
con la manta y la sábana. A mí me hablaba bajo para o despertarlo: "Apaga la luz, que
con tanta luminaria no debe poder dormir bien".
Dormí como un tronco, más horas de las que había imaginado, y cuando me desperté
me desconcertó encontrar a Toni exactamente como lo había dejado. La misma postura,
la misma mano sobre el embozo. Pero ¿cómo tenía que haberlo encontrado, si no? ¿Qué
esperaba? ¿Que en media noche se hubiera dado la vuelta en medio de un sueño y todo
hubiese resultado un delirio de Navidad? Dejé para otro día la tarea de ducharlo y le
vestí enseguida, antes de vestirme yo. Los esfuerzos del día anterior para desnudarlo y
ponerle el pijama se repitieron ahora para quitarle el pijama y vestirle. Quedé tan
sudado que fui yo quien, acto seguido, se duchó con prisa. En el comedor, papá y mamá
nos recibieron con una sonrisa que mezclaba agradecimiento e impaciencia. Mamá
consideró que Toni tenía mejor aspecto.
Cada día que pasaba lo vestía y desvestía con más rapidez, y pronto conseguí que se
sentase en la silla, y se levantase, con una naturalidad aceptable, y que incluso esbozase
alguna sonrisa o levantase irónicamente la ceja derecha. Pasé las dos semanas de
vacaciones en casa, liado con los libros de taxidermia de papá. Llevarlo al instituto fue
más complicado. De entrada, la dificultad de subirlo al autobús sin que cayese a cada
momento, y sin parecer que llevaba a un borracho. Pero cada día que pasaba me
desenvolvía mejor. Los días peores eran aquellos en los que no encontraba asiento libre
y tenía que sujetarlo todo el rato, disimuladamente, con mi brazo derecho por detrás de
su espalda, aferrándolo por el sobaco, y con su brazo izquierdo alrededor de mi cuello
para, asiéndole la mano izquierda, evitar que se cayera al tomar las curvas. En el
instituto, primero lo llevaba a su clase y lo sentaba en su pupitre, explicaba que se había
mareado y que enseguida estaría bien, y yo me iba hacia mi clase. si me preguntaban,
les hablaba de los mareos que sufría desde pequeño y que ahora se le habían hecho
constantes. Por fortuna, Toni había sido siempre un muchacho callado, que nunca en la
vida había levantado el dedo en clase para contestar ninguna pregunta. La masificación
escolar hacía el resto. Con cerca de una cincuentena de alumnos por aula, si se es
discreto es fácil pasar desapercibido.
Un mediodía salí de matemáticas, corriendo para ir a buscarlo, y descubrí que no estaba.
Un compañero que aún recogía sus libros, en un pupitre en la otra punta del aula, me
dijo que se lo habían llevado a la enfermería. Lo encontré en una litera. El encargado de
la enfermería me dijo que tendríamos que averiguar el porqué de todos esos desmayos,
no fuera que tuviese anemia.

—Tendríais que hacerle una analítica.
Le dije que de acuerdo y ya no hemos vuelto a hablar del asunto. Poco a poco he ido
mejorando la técnica para ducharlo y afeitarlo. Ahora subo con él al autobús y al metro
con gran agilidad. A menudo se me repite un sueño: yo soy el muerto pero no lo sé, y
para no violentarme, mi hermano finge que el muerto es él mientras, disimulando la
verdad, me lleva de un lado a otro. Es él quien, con el brazo que me pasa por detrás de
la espalda, me aguanta y me hace cumplir con las rutinas de la vida diaria. Es un sueño
que me hace feliz y me ayuda a llevar adelante esta complicada vida junta que llevamos.
Hubo, eso sí, un momento crítico: cuando encontró novia, Teresa, una chica que de
forma especial valora en él que sepa escuchar, una actitud nada habitual en otros
hombres, dice. Me pareció que no conseguiría salir adelante. Sobre todo cuando
decidieron ir a vivir juntos y tuve que convencerla de los motivos inexcusables —
inventados sobre la marcha— por los que yo también tenía que ir a vivir con ellos.
Seis años más tarde murió mamá y, al cabo de pocos meses, papá, que sin ella se
deshizo como un helado al sol de agosto. Pensé que al haber muerto nuestros padres,
por fin había llegado el momento de dejar de fingir. Pero le doy vueltas y más vueltas, y
siempre acabo por no atreverme. En parte porque esta dedicación obsesiva a mi
hermano, este vivir por persona interpuesta, me ha ahorrado todos estos años tenerme
que relacionar demasiado con gente, tener que ser realmente yo, y en parte por Teresa,
que no sé si soportaría saber la verdad.

lunes, 20 de abril de 2020

LECTURAS PARA LA CUARENTENA: MATÍAS CANDEIRA

Hoy toca relato de un joven autor, o al menos lo era cuando lo escribió; Matías Candeira.
Sus cuentos son, como veréis, ágiles, pulcros y originales. Este que os traigo nos habla del conocido binomio hombre/bestia del que tanto se ha escrito, pero desde una óptica algo distinta y no exenta de un fino humor negro.


EL EXTRAÑO
Matías Candeira

I

La improbable tragedia sucede un martes de octubre, ya de noche, a eso de las diez. Mientras el hombre entretiene el tiempo en su baño de todos los días —frotándose con generosidad el pecho, cortándose las uñas, cantando un poco—,un pequeñísimo anélido mutado emerge en silencio del desagüe, emite su chillido de alerta y le muerde en la planta del pie. El hombre convulsiona algún tiempo sobre el agua, más o menos tres minutos. Se encoge en una torsión imposible. Alza un brazo, agarra la cortina y, en un gesto bastante dramático, tira de ella con fuerza hasta que cae y lo cubre. Cuando se levanta ya no es el mismo. Ha aumentado generosamente de estatura, le ha crecido pelo por todo el cuerpo y en lugar de sus manos finas y huesudas de toda la vida, ahora que se las mira delante del espejo, tiene garras del tamaño de navajas barberas. Sin contar esos tres cuernos alineados en la frente. Al girarse y observar la zona donde antes estaba su desmejorado trasero, descubre una larga cola estriada, que puede mover, con torpeza al principio (sin querer tira una caja de cuchillas de afeitar); e incluso dar un rápido revés y arrancarle, por qué no, la cabeza a alguien. Pero algo muy raro ha ocurrido en la transformación. Un detalle parece no encajar. El hombre transformado en monstruo recuerda perfectamente su nombre, y el de su mujer y su hija pequeña. Ahora mismo no siente una furia asesina, ni ganas de beber rica sangre, ni mucho menos una imperiosa necesidad de buscar un lugar húmedo y oscuro para esconderse, como por ejemplo las alcantarillas de la ciudad. Esto le resulta desconcertante.
Cuando sale hacia la cocina goteando agua, todavía confuso, el hombre transformado en monstruo descubre a su mujer y su hija atrincheradas contra la nevera. Cada una blande un cuchillo enorme.
—¿Qué tenemos de cena? —dice; pero como ve que su mujer se tapa la boca para no chillar, se apresura a corregir esa desafortunada pregunta—. Bueno, es igual: estoy un poco desganado.
Sabe que es una situación delicada. Un gruñido inadecuado o un movimiento de más con la cola mortífera y su mujer empezará a gritar como una demente, tratará de cortarle el cuello y quizás intentará escapar por la ventana con la niña cogida del brazo. El azar debe de haberle arrojado a esa extraña prueba que, por fuerza, como los grandes hombres, tiene que pasar. Tiene que ser algo de eso. No hay otra explicación. Así que, ante la mirada atónita de su familia, el hombre de aspecto inenarrable se sienta en la cabecera de la mesa, coge una servilleta tratando de no despedazarla con las garras, se la coloca alrededor del cuello de la manera más natural posible, rellena su vaso con vino y huele la sopa del plato con evidente interés. «Qué buena pinta tiene todo», dice. Y un poco más tarde, mientras su mujer y su hija se sientan a la mesa (trémulamente, todavía con el cuchillo bien agarrado), empieza a hablar de infinidad de cosas: una factura por pagar, la comida de los peces, el desconchón de pintura que corona la cabecera de la cama del dormitorio, y que hay que repintar sin falta. Algunas gotas de sopa empapan su morro peludo, descienden lentas por sus colmillos, pero no le importa. Habla sin detenerse de esos temas banales, creyendo así que conseguirá devolverle a la cena la naturalidad perdida. Su voz nueva, grave y profunda, resuena como un gong en la cocina y se pierde por el patio. Es una voz monstruosa y, a la vez, con su pátina humana inconfundible.
—La sopa está muy rica, cariño. ¿Qué le has echado?
Al terminar la cena, el hombre transformado en monstruo mira a su mujer y a su hija una vez más. Las mira como en una súplica desde sus ojos amarillentos de reptil. Es el momento decisivo. Lo sabe. A partir de aquí, todo reside en su respuesta. Así que deja la cuchara sobre el plato vacío, encoge la cola asesina, agacha la cabeza y se pone a esperar una señal.
—Pensadlo: ¿qué le queda a un hombre sin estos pequeños momentos de felicidad de los que disfrutamos cada noche, eh? ¿Qué? —acierta a decir, en un intento estúpido de justificarse con alguna frase aprendida de antemano.
De pronto, su hija se levanta y, al tiempo que se alisa las arrugas de su pijama de cocodrilos, le dice finalmente:
—Papá, ¿por qué no me arropas?

II

Tumbado en la cama del dormitorio, después de acostar a su hija (que le ha besado en cada cuerno con más cariño que otras veces), el hombre capaz de aullar como una criatura del Averno no puede dormir. Sin descanso, observa los surcos del techo. ¿Qué tipo de ser es en realidad? ¿Una mezcla de muchos? ¿Cuál será el rumbo que tome su vida a partir de ahora? A su lado, su mujer está inmóvil como una estatua de cera. Él no sabe si duerme (debe de ser que no), y en todo caso es incapaz de preguntárselo. Pero nota su cuerpo tenso, quizás embargado por una mezcla de miedo, provisionalidad, peligro. Percibe claramente las vaharadas de calor que emanan de él, como ondas de electricidad. Es extraño. Hace mucho tiempo (en realidad, piensa, muchísimo tiempo) que no hacen el amor. Se acuerda de la noche en que su hija fue concebida: desde esa madrugada, ninguna otra vez se ha atrevido a agarrarla del pelo, arañarle la espalda y correrse dentro de ella como si el mundo fuera a acabarse. Terminaron rendidos, lo recuerda bien. Ella con una verdadera sonrisa, de felicidad, seguro. Poco después, una especie de rutina metálica y sin brillo se apoderó de su vida matrimonial, hasta que ella acabó durmiendo todas las noches al otro lado de la cama, en el borde, muy lejos de él. Le pasa a casi todas las parejas. Se lo dijo un compañero de trabajo.
Como todavía no tiene absoluto control sobre su cola, el hombre increíblemente escamoso no se da cuenta de que entre vaivén y vaivén, pensamiento y pensamiento, la punta empieza a enrollarse en el tobillo de su mujer, en un latigazo breve y provocador. Pronto son uno, dos, hasta tres de esos coletazos involuntarios. Y, al rato, ella se gira hacia él, desliza la mano por su pecho hirsuto, le acaricia los cuernos amorosamente, suspira, se acerca un poco más. No puede ser. Tiene los ojos brillantes y —esto no puede asegurarlo— con un punto de lascivia. ¿Por qué no huye? ¿Qué es lo que ve en realidad? Él mismo está confuso ante la situación. Un minuto después nota que está más próxima, sólo a unos pocos centímetros. El calor que emana de ella es insoportable. Tras unos instantes de vacilación, el hombre que podría comerse una oveja aún viva es incapaz de aguantar más.
Se vuelve hacia un lado y le da la espalda. Ella trata de acercar más su cuerpo caliente.
—Cariño, vamos… —la escucha decir, en un susurro.
Ahora nota su mano, en concreto su dedo índice, y cómo le hace pequeños masajes en la hilera de escamas de la espalda. Tiene que ser una broma pesada, cavila, no puede estar ocurriendo. Es imposible. ¿Qué va a…? Y la mano de su mujer ha comenzado a bajar. Al cabo de un rato, preso de un ataque de nervios, el
hombre anormalmente peludo se tira al suelo, rueda bajo la cama y decide pasar la noche allí, al abrigo de un muro de dilemas que ahora no puede resolver.

III

Aunque pasadas unas semanas su vida da claras muestras de empezar a mejorar, el hombre con forma de bestia antediluviana no acaba de creerse su nueva condición. La primera decisión que toma apenas le hace pestañear: deja de ir a su trabajo (perito de incendios, inundaciones y otros desastres que requieren ojo experto). Ni siquiera llama para alegar razones. Convencido de que es presa de un engaño, que ostenta un disfraz inverosímil, se toca con meticulosidad su nuevo cuerpo cuando llega la hora de su baño nocturno. Espera un error, esa señal meridiana que le muestre que, en el fondo, es débil, y que bajo todo ese pelo todavía puede encontrarse una piel, unos huesos, las cosas habituales. Así que cada noche prueba movimientos rápidos con la cola, o más lentos si desea observarla mejor. La cola responde perfectamente a sus exigencias y hasta puede prender objetos a su antojo (la esponja azul, el pequeño espejo de mano, un cepillo para frotarse esas zonas difíciles de la espalda). Tendrá que variar su método si es preciso. Por eso a veces clava las garras en la pared, con furia. Pero es en vano. Un trozo de pared se desprende siempre y se deshace en el agua de la bañera. Las garras, para su desgracia, son muy fuertes. Podrían abrir a una vaca en canal. Antes de terminar su baño de cada noche, y aunque no recuerda muy bien el momento anterior a la transformación, el hombre con ojos de saurio se queda mirando fijamente el desagüe, los orificios brillantes bajo el agua, ese mundo vasto y oscuro que debe de existir al otro lado. Se encoge de hombros pensando qué debió de suceder esa noche. Después se pone su albornoz, porque está convencido de que no es bueno desterrar las viejas costumbres. Pero con su nuevo tamaño ha dado de sí la tela y varias costuras se han roto, por lo que matas agrestes de pelo emergen de los agujeros, aquí y allá, dándole a su cuerpo esa inquietante apariencia de un jardín sin la poda adecuada. Al salir hacia la cocina, ha de frotarse los ojos amarillos ante esos detalles que parecen haber cambiado a mejor: las sonrisas cada vez más frecuentes de su mujer, los platos llenos a rebosar, el modo en que su hija le acaricia el morro y le decora los cuernos con pequeñas tiras de colores. Incluso en eso la siente más próxima. Antes solía dejar la tarea de acostarla a su madre, pero estos días, envalentonado, le encanta oír su risa cuando la deposita en la cama, le hunde el morro en el vientre y emula el sonido nocturno y secreto de una criatura del espacio.
—Ruge, papá. Ruge para mí.
Sin embargo, después de besarla en la frente (ay, papá, cuidado con los cuernos) se pregunta cómo es posible, cómo puede ser que lo haya aceptado tan rápido; y mucho más al volver a su habitación, donde invariablemente su mujer le espera
ataviada con su mejor lencería. Unas cuantas noches consiguió resistirse a sus insinuaciones eróticas. Seguía sin comprender mucho de todo eso. Aunque bajo la cama de matrimonio corría un vientecillo helador, bastante insufrible, al menos allí estaba a salvo, podía pensar. En ese lugar era posible tratar de hallar una explicación al hecho de que su mujer pareciera sentir un nuevo afecto por él, a todas luces incomprensible. ¿Acaso a ella le gusta el peligro? ¿Le seduce la posibilidad de que a él, sin previo aviso, le atraviese un estertor de fiera? ¿De ser desmembrada, a lo mejor? ¿Qué ve cuando le mira? ¿Qué exactamente? Hace una semana, ella lo consiguió por fin. Los masajes, todos esos susurros apremiantes y lascivos, han hecho su efecto. Ningún hombre puede resistirse a un asedio de caricias como ésa. Desde entonces hacen el amor, salvajemente, con saña y la luz encendida, igual que dos cocodrilos extraños. El hombre de la cola mortífera se abalanza sobre ella, trata de no pensar, le araña el vientre con las garras y la penetra violentamente. A su mujer parece gustarle mucho. Agarrándose al cabecero de la cama, le pide que ruja con fuerza, toda la posible. Y él lo hace. Ruge con sus gritos de bestia prehistórica, con desesperación, tan fuerte que las paredes del dormitorio tiemblan. Al poco, por una sugerencia suya, que teme las reacciones de los vecinos (o aún peor: que su hija sufra pesadillas con el color de una bacteria), han de insonorizar la habitación. Hasta que una noche, en el instante en que se corre dentro de ella y un surco involuntario,
más profundo de lo normal, horada su vientre, su mujer le susurra muy despacio: «Te quiero». Es sólo un segundo.
—Te quiero.

IV

Cuatro meses después de la transformación, su vida parece haber alcanzado una cota de dicha inverosímil. No pasa una noche sin que haga el amor ferozmente con su mujer (ahora tiene unas cicatrices largas en la zona del ombligo, iguales a los costurones de una muñeca de trapo, pero dan la impresión de no preocuparle mucho). Al dar las once, su hija siempre se duerme cogida a su mano peluda, muy lentamente, embargada por una tranquilidad de hielo que él nunca había visto antes. Su dominio de la cola ya es casi perfecto: puede pintar (gusta de los paisajes impresionistas, con muchas vacas); practicar con ella y atrapar los peces del acuario del salón (devolviéndolos rápidamente al agua verdosa); y desde hace algunos días, para matar el tiempo, ha empezado a clavar varios cisnes de porcelana en una pared que aún estaba sin decorar. En el trabajo hace ya mucho que han dejado de llamar para preguntar qué ha ocurrido, a qué se debe su ausencia. Por su parte, a él no le ha costado demasiado olvidar los informes periciales, las casas inundadas, el firmamento de cosas a medio devorar que dejan los elementos en estado salvaje.
Eso es el pasado, se consuela. Es verdad que a veces, sin poder evitarlo, el hombre que un día de estos podría comerse a su familia se entrega a una afición secreta, una especie de reconciliación con lo que ya parece un rollo de película antiguo.
Esas horas que su mujer y su hija salen a jugar al parque y le dejan destripando un pescado (uno de sus nuevos entretenimientos), se arrastra bajo la cama del dormitorio y, de una caja de zapatos, saca una máscara de goma. Pese a que le
parece horrenda, no ha encontrado otra mejor. La máscara tiene la nariz aguileña, los labios ligeramente deformados por el calor y dos mofletes de color rojo muy marcados. Aun así, se la pone sin miramientos. Después se cala un sombrero hasta la frente, se pone unos guantes reforzados, se enrolla la cola a la cintura y, enfundándose en un viejo gabán oscuro, sale a pasear. Pasea y pasea, sin un rumbo predestinado. Si uno busca, la ciudad está llena de lugares únicos, donde algunos paseantes se acomodan en una soledad blanda, enteramente suya; el recodo donde, lejos de su casa, puede surgir de pronto una respuesta a esa cuestión (sea la que sea) que les angustia. El viejo parque que hay cerca de su calle está lleno de columpios metálicos con forma de huevos de algún planeta remoto. El hombre que aparece en las pesadillas de algunas tribus suele sentarse en un banco y echar de comer a las palomas. Otro hombre siempre está ahí y le acompaña, balanceándose en el columpio, unos metros más allá. Algunas veces se miran. El hombre del columpio, de labios gruesos, trata de emular el sonido de las cadenas. Son gemidos cortos e intensos. Y su imitación es tan perfecta que muchas veces es el sonido verdadero (el chirrido, ese ir y venir) el que parece falso.
El hombre que ruge como las peores fieras prosigue su paseo sin perder más tiempo, quiere seguir mirando a los otros, no sabe por qué es así, pero le gusta estar a su lado y observarlos con la curiosidad de un entomólogo taciturno. Por un instante se da la vuelta, mira los columpios y tiene la sensación gelatinosa de que
ellos dos han emergido de esos huevos, que podrían pertenecer a la imaginación oscura de otra persona. Su siguiente parada es un descampado, donde una mujer ciega, sin saber que alguien mira, ha dejado el bastón clavado en un montículo de hierba y corre libre por la inmensa explanada. Ver a esa mujer sin su bastón, libre, extendiendo los brazos como un antiguo biplano, le emociona. Pero es la niña del caballo de madera la que en el fondo le dice que no está completamente solo y que un mundo también debe existir para que ellos anden todas las tardes, para que vivan. Siempre la encuentra en un túnel lleno de coches abandonados que hay al norte del barrio. Llega hasta allí y puede escuchar el rumor de unos zapatos moviéndose sigilosamente entre los vehículos, hasta que la mano de la niña deja el animal en mitad de la entrada. Después, encaramada en lo alto de un coche, mira con fijeza a su caballo, la rotunda provocación del juguete. No tiene aspecto de necesitar nada más. Es la reina de este sitio, así debe ser, piensa el hombre transformado en monstruo.
—Estaré por aquí —dice entonces la niña, cuando él se aleja de la boca del túnel.
Y eso, por alguna razón, le hace sentir bien.

V

Al cabo del tiempo, cerca del verano, el hombre de las garras mortales (y cada vez más crecidas) casi ha conseguido olvidarlo todo. Vive innumerables momentos de felicidad, y sólo alguna que otra noche la situación le parece preocupante. Pese a
que no lo hace tan a menudo como al principio, en ocasiones persiste en mirar el desagüe y trata de acordarse de ese segundo, del pinchazo que lo cambió todo. Le resulta imposible: ve agua, sí, toda el agua de la bañera, cómo se enfría muy despacio en un baño siempre a oscuras. Se ve a sí mismo alzándose, salpicando el espejo, pero ya transformado. Estos días ha empezado a jugar mucho más con su hija. A esas largas persecuciones por el pasillo (la niña se ríe tanto y tan hondamente) se han sumado las pequeñas representaciones teatrales. En ellas, la niña es una princesa noruega atrapada en una torre de hielo, una sirena buscando a su rey, una famosa trampera de Dakota del Sur acompañada de su forajido misterioso. La escena preferida de la pequeña es la de Trixie Slam, una piloto espacial que ha quedado atrapada en un planeta perdido, de montañas color de jade y gigantescas plantas venenosas llenas de pústulas azules. Pero en ese argumento extraño, él no es el monstruo. Se siente muy inquieto cuando el juego empieza. Siempre es el valiente que aterriza con la baliza de rescate (¡papá!, ¡papá!, ¡tú eres el héroe!), busca por todo el planeta con su olfato hiperdesarrollado y despedaza a la malvada planta matriz con sus garras para, finalmente, estrechar a Trixie en sus brazos y escapar en el último segundo, cuando un intenso terremoto sacude el planeta entero y lo resquebraja de parte a parte. En muchas ocasiones, el hombre de colmillos afilados se siente bastante intranquilo, no triste, pero sí desubicado, acongojado y dichoso a un tiempo. Si antes su hija, en los dibujos del colegio, le colocaba siempre a un lado de la hoja de papel, con un maletín en la mano y bastante apartado de su madre y de ella, desde hace poco se ve representado en una figura grande de trazos oscuros (demasiado vívidos para provenir de la cabeza de una niña pequeña), cogiéndoles de la mano a las dos. Ese mismo detalle se ve multiplicado una noche en que vuelve a casa tras su paseo.
Afuera lleva lloviendo muchas horas. El hombre transformado en monstruo se ha atrevido a caminar toda la tarde bajo la lluvia, notando los hilos de agua helada que resbalaban por la máscara de goma y se le colaban por los agujeros de los ojos. Esa tarde ha decidido despedirse de los otros paseantes (quizá porque siente—y es extraño— que algo toca a su fin). Ellos estaban allí, en sus lugares semivacíos de otras veces, y le han saludado cuando le han visto como en una complicidad sin términos. Esto le ha reconfortado. El hombre del columpio le ha invitado a sentarse en el otro asiento y balancearse con él (un gesto simple y franco del dedo índice). La mujer ciega, presa de una alegría sin nombre, no ha dudado en gritar «¡Buen día!» en mitad de su carrera, como si de pronto saludara a un viejo amigo que aparece en la penumbra. En el camino de regreso, durante un momento le ha parecido que la niña del túnel, resguardada en la tremenda oscuridad junto a su juguete, le decía: «Puedes pasar», haciendo rodar el pequeño caballo hasta donde estaba él. Pese a que ha seguido su camino, embargado por la emoción, con todos y cada uno de ellos el hombre de aspecto inenarrable ha sentido de pronto que era necesario detenerse; que debía mirarles profundamente y musitar «adiós, adiós a todos», con una última sonrisa. Así lo ha hecho. Y al fin ha llegado a casa. Abre en silencio la puerta, procurando que ellas dos no le oigan. Se quita el sombrero mojado, la máscara, y se despoja del gabán.
—¡Ya he llegado! —grita.
Cuando entra en la cocina, ve sorprendido que su mujer y su hija están sentadas la una junto a la otra, y que a un lado de la mesa están todos los álbumes de fotos familiares. Diez álbumes, apilados en una montaña. Toda su vida junto a ellas, asistida por lloros, biberones templados, caídas de dientes, marcas de estatura en la pared, una casa en la playa, regalos y regalos de navidad, pendientes de aniversario, cuatro años de veranear en los pantanos del norte. En el álbum que tienen abierto, exactamente en la foto central de la página (sale él con la niña en brazos, un día de tormenta, en el zoo) su mujer y su hija, rotulador en mano, pintan sobre su otro cuerpo. Dibujan unos cuernos largos y curvos en la cabeza. Pasan sin prisa a ennegrecer su rostro con una mata de pelo agreste. Se demoran un tiempo, después, para conseguir dibujarle bien una cola retorcida y oscura, las escamas de rombos, todos sus detalles. Y al final, su hija coge el rotulador amarillo muy decidida y le colorea los ojos con la tonalidad de las pupilas de los reptiles. El hombre transformado en monstruo se sienta entonces en su silla, las mira con fijeza y suspira con un largo sonido, hondo, humano, inquietante. Sabe lo que significan ahora esas fotografías. Sabe que debería alegrarse, porque es como si ellas hubieran renunciado a todo lo que él era, ese señor aburrido que evaluaba catástrofes, y aceptaran al otro. En ese momento, trata de sonreírlas aparentando tranquilidad. No es tan fácil como parece.

VI

Vuelve a ocurrir un viernes de septiembre, entrada la tarde, cerca de las ocho y media. Como cada ocaso, el hombre con forma de bestia antediluviana está bañándose. Sin preocupación. Ajeno a todo. Pero justo cuando se enjabona el
cuerno central, un pequeño anélido mutado emerge en silencio del desagüe, emite su chillido de alerta y le muerde en la planta del pie. Tras convulsionar (más o menos durante cinco minutos), el hombre se levanta de un salto. Extrañamente, ni siquiera está preocupado. En lo más mínimo. Apenas tiene tiempo de esbozar
una tímida sonrisa cuando descubre su nueva figura ante el espejo; y desnudo, dejando tras de sí un reguero luminoso de agua, sale hacia la cocina. Allí, su mujer y su hija lo miran horrorizadas. A pesar de sus ojos (fijos en él, muy abiertos), el hombre se sienta en su silla con toda naturalidad, trata torpemente de colocarse la servilleta en el regazo y rellena el vaso con agua. Consiste sólo en que acepten la situación, piensa. Eso es.
—La verdad: con todo esto me ha entrado un poco de hambre —dice entonces, con un extraño aire de seguridad.
Por supuesto, cenan en silencio. Un silencio tenso, de cueva, que sólo rompe el sonido de las cucharas al hundirse en la sopa. Su hija lleva quince minutos jugando con el mismo fideo, y su mujer se mira la laca de las uñas como si éstas proyectaran (por lo menos) un holograma fascinante. No le han mirado ni una vez. Ni una sola. El hombre cree saber lo que ellas están pensando, esa precisa angustia de quien no esperaba algo como eso. «A estas horas de la noche, por Dios santo, no podías esperar», parecen decirle sus miradas esquivas. Y aun así no puede evitar notar cómo, por dentro de él, empieza a extenderse una calma basta, una atardecida, la normalidad. Nota, en efecto, que vuelve, el calor de sus manos de antes, la forma de mover los ojos y enfocar las formas de la cocina, su respiración a intervalos, todo lo que era suyo. Y no se siente exactamente consolado (puesto que sabe lo que vendrá a partir de este instante, cómo serán las cosas); pero al menos, sí cierta paz. Eso mismo le ocurre poco después, cuando su mujer va a acostar a la niña. A lo lejos, desde la última habitación, el hombre escucha con claridad las palabras de su hija, que solloza metida en la cama. Mira durante un momento al pasillo. Llegan hasta él de pronto, nítidas, atravesando la casa a oscuras.
—Ése no es mi padre.


LECTURAS PARA LA CUARENTENA: NATHANIEL HAWTHORNE

Como decía el viejo Bilbo Bolsón: "Cuidado con salir a comprar tabaco; pones un pie delante, luego otro, y nunca sabes adónde te conducirán tus pasos". Es lo que le ocurre a Wakefield, otro tipo raruno de la literatura que nos viene a contar lo fácil que es dar un traspiés y, sin apenas quererlo ni beberlo, pasarse veinte años dando un paseito por the wild side (o en su caso, tirado en la cuneta de la vida). 
Hoy en día, habríamos agradecido que Hawthorne se hubiese ahorrado la explicativa moraleja final, que no deja mucho margen a la interpretación. Pero bueno, aun así, es un relato que merece la pena leer.


Wakefield
Nathaniel Hawthorne

Recuerdo haber leído en alguna revista o periódico viejo la historia, relatada como verdadera, de un hombre -llamémoslo Wakefield- que abandonó a su mujer durante un largo tiempo. El hecho, expuesto así en abstracto, no es muy infrecuente, ni tampoco -sin una adecuada discriminación de las circunstancias- debe ser censurado por díscolo o absurdo. Sea como fuere, este, aunque lejos de ser el más grave, es tal vez el caso más extraño de delincuencia marital de que haya noticia. Y es, además, la más notable extravagancia de las que puedan encontrarse en la lista completa de las rarezas de los hombres. La pareja en cuestión vivía en Londres. El marido, bajo el pretexto de un viaje, dejó su casa, alquiló habitaciones en la calle siguiente y allí, sin que supieran de él la esposa o los amigos y sin que hubiera ni sombra de razón para semejante autodestierro, vivió durante más de veinte años. En el transcurso de este tiempo todos los días contempló la casa y con frecuencia atisbó a la desamparada esposa. Y después de tan largo paréntesis en su felicidad matrimonial cuando su muerte era dada ya por cierta, su herencia había sido repartida y su nombre borrado de todas las memorias; cuando hacía tantísimo tiempo que su mujer se había resignado a una viudez otoñal -una noche él entró tranquilamente por la puerta, como si hubiera estado afuera sólo durante el día, y fue un amante esposo hasta la muerte.

Este resumen es todo lo que recuerdo. Pero pienso que el incidente, aunque manifiesta una absoluta originalidad sin precedentes y es probable que jamás se repita, es de esos que despiertan las simpatías del género humano. Cada uno de nosotros sabe que, por su propia cuenta, no cometería semejante locura; y, sin embargo, intuye que cualquier otro podría hacerlo. En mis meditaciones, por lo menos, este caso aparece insistentemente, asombrándome siempre y siempre acompañado por la sensación de que la historia tiene que ser verídica y por una idea general sobre el carácter de su héroe. Cuando quiera que un tema afecta la mente de modo tan forzoso, vale la pena destinar algún tiempo para pensar en él. A este respecto, el lector que así lo quiera puede entregarse a sus propias meditaciones. Mas si prefiere divagar en mi compañía a lo largo de estos veinte años del capricho de Wakefield, le doy la bienvenida, confiando en que habrá un sentido latente y una moraleja, así no logremos descubrirlos, trazados pulcramente y condensados en la frase final. El pensamiento posee siempre su eficacia; y todo incidente llamativo, su enseñanza.

¿Qué clase de hombre era Wakefield? Somos libres de formarnos nuestra propia idea y darle su apellido. En ese entonces se encontraba en el meridiano de la vida. Sus sentimientos conyugales, nunca violentos, se habían ido serenando hasta tomar la forma de un cariño tranquilo y consuetudinario. De todos los maridos, es posible que fuera el más constante, pues una especie de pereza mantenía en reposo a su corazón dondequiera que lo hubiera asentado. Era intelectual, pero no en forma activa. Su mente se perdía en largas y ociosas especulaciones que carecían de propósito o del vigor necesario para alcanzarlo. Sus pensamientos rara vez poseían suficientes ímpetus como para plasmarse en palabras. La imaginación, en el sentido correcto del vocablo, no figuraba entre las dotes de Wakefield. Dueño de un corazón frío, pero no depravado o errabundo, y de una mente jamás afectada por la calentura de ideas turbulentas ni aturdida por la originalidad, ¿quién se hubiera imaginado que nuestro amigo habría de ganarse un lugar prominente entre los autores de proezas excéntricas? Si se hubiera preguntado a sus conocidos cuál era el hombre que con seguridad no haría hoy nada digno de recordarse mañana, habrían pensado en Wakefield. Únicamente su esposa del alma podría haber titubeado. Ella, sin haber analizado su carácter, era medio consciente de la existencia de un pasivo egoísmo, anquilosado en su mente inactiva; de una suerte de vanidad, su más incómodo atributo; de cierta tendencia a la astucia, la cual rara vez había producido efectos más positivos que el mantenimiento de secretos triviales que ni valía la pena confesar; y, finalmente, de lo que ella llamaba "algo raro" en el buen hombre. Esta última cualidad es indefinible y puede que no exista.

Ahora imaginémonos a Wakefield despidiéndose de su mujer. Cae el crepúsculo en un día de octubre. Componen su equipaje un sobretodo deslustrado, un sombrero cubierto con un hule, botas altas, un paraguas en una mano y un maletín en la otra. Le ha comunicado a la señora de Wakefield que debe partir en el coche nocturno para el campo. De buena gana ella le preguntaría por la duración y objetivo del viaje, por la fecha probable del regreso, pero, dándole gusto a su inofensivo amor por el misterio, se limita a interrogarlo con la mirada. Él le dice que de ningún modo lo espere en el coche de vuelta y que no se alarme si tarda tres o cuatro días, pero que en todo caso cuente con él para la cena el viernes por la noche. El propio Wakefield, tengámoslo presente, no sospecha lo que se viene. Le ofrece ambas manos. Ella tiende las suyas y recibe el beso de partida a la manera rutinaria de un matrimonio de diez años. Y parte el señor Wakefield, en plena edad madura, casi resuelto a confundir a su mujer mediante una semana completa de ausencia. Cierra la puerta. Pero ella advierte que la entreabre de nuevo y percibe la cara del marido sonriendo a través de la abertura antes de esfumarse en un instante. De momento no le presta atención a este detalle. Pero, tiempo después, cuando lleva más años de viuda que de esposa, aquella sonrisa vuelve una y otra vez, y flota en todos sus recuerdos del semblante de Wakefield. En sus copiosas cavilaciones incorpora la sonrisa original en una multitud de fantasías que la hacen extraña y horrible. Por ejemplo, si se lo imagina en un ataúd, aquel gesto de despedida aparece helado en sus facciones; o si lo sueña en el cielo, su alma bendita ostenta una sonrisa serena y astuta. Empero, gracias a ella, cuando todo el mundo se ha resignado a darlo ya por muerto, ella a veces duda que de veras sea viuda.

Pero quien nos incumbe es su marido. Tenemos que correr tras él por las calles, antes de que pierda la individualidad y se confunda en la gran masa de la vida londinense. En vano lo buscaríamos allí. Por tanto, sigámoslo pisando sus talones hasta que, después de dar algunas vueltas y rodeos superfluos, lo tengamos cómodamente instalado al pie de la chimenea en un pequeño alojamiento alquilado de antemano. Nuestro hombre se encuentra en la calle vecina y al final de su viaje. Difícilmente puede agradecerle a la buena suerte el haber llegado allí sin ser visto. Recuerda que en algún momento la muchedumbre lo detuvo precisamente bajo la luz de un farol encendido; que una vez sintió pasos que parecían seguir los suyos, claramente distinguibles entre el multitudinario pisoteo que lo rodeaba; y que luego escuchó una voz que gritaba a lo lejos y le pareció que pronunciaba su nombre. Sin duda alguna una docena de fisgones lo habían estado espiando y habían corrido a contárselo todo a su mujer. ¡Pobre Wakefield! ¡Qué poco sabes de tu propia insignificancia en este mundo inmenso! Ningún ojo mortal fuera del mío te ha seguido las huellas. Acuéstate tranquilo, hombre necio; y en la mañana, si eres sabio, vuelve a tu casa y dile la verdad a la buena señora de Wakefield. No te alejes, ni siquiera por una corta semana, del lugar que ocupas en su casto corazón. Si por un momento te creyera muerto o perdido, o definitivamente separado de ella, para tu desdicha notarías un cambio irreversible en tu fiel esposa. Es peligroso abrir grietas en los afectos humanos. No porque rompan mucho a lo largo y ancho, sino porque se cierran con mucha rapidez.

Casi arrepentido de su travesura, o como quiera que se pueda llamar, Wakefield se acuesta temprano. Y, despertando después de un primer sueño, extiende los brazos en el amplio desierto solitario del desacostumbrado lecho.

-No -piensa, mientras se arropa en las cobijas-, no dormiré otra noche solo.

Por la mañana madruga más que de costumbre y se dispone a considerar lo que en realidad quiere hacer. Su modo de pensar es tan deshilvanado y vagaroso, que ha dado este paso con un propósito en mente, claro está, pero sin ser capaz de definirlo con suficiente nitidez para su propia reflexión. La vaguedad del proyecto y el esfuerzo convulsivo con que se precipita a ejecutarlo son igualmente típicos de una persona débil de carácter. No obstante, Wakefield escudriña sus ideas tan minuciosamente como puede y descubre que está curioso por saber cómo marchan las cosas por su casa: cómo soportará su mujer ejemplar la viudez de una semana y, en resumen, cómo se afectará con su ausencia la reducida esfera de criaturas y de acontecimientos en la que él era objeto central. Una morbosa vanidad, por lo tanto, está muy cerca del fondo del asunto. Pero, ¿cómo realizar sus intenciones? No, desde luego, quedándose encerrado en este confortable alojamiento donde, aunque durmió y despertó en la calle siguiente, está efectivamente tan lejos de casa como si hubiera rodado toda la noche en la diligencia. Sin embargo, si reapareciera echaría a perder todo el proyecto. Con el pobre cerebro embrollado sin remedio por este dilema, al fin se atreve a salir, resuelto en parte a cruzar la bocacalle y echarle una mirada presurosa al domicilio desertado. La costumbre -pues es un hombre de costumbres- lo toma de la mano y lo conduce, sin que él se percate en lo más mínimo, hasta su propia puerta; y allí, en el momento decisivo, el roce de su pie contra el peldaño lo hace volver en sí. ¡Wakefield! ¿Adónde vas?

En ese preciso instante su destino viraba en redondo. Sin sospechar siquiera en la fatalidad a la que lo condena el primer paso atrás, parte de prisa, jadeando en una agitación que hasta la fecha nunca había sentido, y apenas sí se atreve a mirar atrás desde la esquina lejana. ¿Será que nadie lo ha visto? ¿No armarán un alboroto todos los de la casa -la recatada señora de Wakefield, la avispada sirvienta y el sucio pajecito- persiguiendo por las calles de Londres a su fugitivo amo y señor? ¡Escape milagroso! Cobra coraje para detenerse y mirar a la casa, pero lo desconcierta la sensación de un cambio en aquel edificio familiar, igual a las que nos afectan cuando, después de una separación de meses o años, volvemos a ver una colina o un lago o una obra de arte de los cuales éramos viejos amigos. ¡En los casos ordinarios esta impresión indescriptible se debe a la comparación y al contraste entre nuestros recuerdos imperfectos y la realidad. En Wakefield, la magia de una sola noche ha operado una transformación similar, puesto que en este breve lapso ha padecido un gran cambio moral, aunque él no lo sabe. Antes de marcharse del lugar alcanza a entrever la figura lejana de su esposa, que pasa por la ventana dirigiendo la cara hacia el extremo de la calle. El marrullero ingenuo parte despavorido, asustado de que sus ojos lo hayan distinguido entre un millar de átomos mortales como él. Contento se le pone el corazón, aunque el cerebro está algo confuso, cuando se ve junto a las brasas de la chimenea en su nuevo aposento.

Eso en cuanto al comienzo de este largo capricho. Después de la concepción inicial y de haberse activado el lerdo carácter de este hombre para ponerlo en práctica, todo el asunto sigue un curso natural. Podemos suponerlo, como resultado de profundas reflexiones, comprando una nueva peluca de pelo rojizo y escogiendo diversas prendas del baúl de un ropavejero judío, de un estilo distinto al de su habitual traje marrón. Ya está hecho: Wakefield es otro hombre. Una vez establecido el nuevo sistema, un movimiento retrógrado hacia el antiguo sería casi tan difícil como el paso que lo colocó en esta situación sin paralelo. Además, ahora lo está volviendo testarudo cierto resentimiento del que adolece a veces su carácter, en este caso motivado por la reacción incorrecta que, a su parecer, se ha producido en el corazón de la señora de Wakefield. No piensa regresar hasta que ella no esté medio muerta de miedo. Bueno, ella ha pasado dos o tres veces ante sus ojos, con un andar cada vez más agobiado, las mejillas más pálidas y más marcada de ansiedad la frente. A la tercera semana de su desaparición, divisa un heraldo del mal que entra en la casa bajo el perfil de un boticario. Al día siguiente la aldaba aparece envuelta en trapos que amortigüen el ruido. Al caer la noche llega el carruaje de un médico y deposita su empelucado y solemne cargamento a la puerta de la casa de Wakefield, de la cual emerge después de una visita de un cuarto de hora, anuncio acaso de un funeral. ¡Mujer querida! ¿Irá a morir? A estas alturas Wakefield se ha excitado hasta provocarse algo así como una efervescencia de los sentimientos, pero se mantiene alejado del lecho de su esposa, justificándose ante su conciencia con el argumento de que no debe ser molestada en semejante coyuntura. Si algo más lo detiene, él no lo sabe. En el transcurso de unas cuantas semanas ella se va recuperando. Ha pasado la crisis. Su corazón se siente triste, acaso, pero está tranquilo. Y, así el hombre regrese tarde o temprano, ya no arderá por él jamás. Estas ideas fulguran cual relámpagos en las nieblas de la mente de Wakefield y le hacen entrever que una brecha casi infranqueable se abre entre su apartamento de alquiler y su antiguo hogar.

-¡Pero si sólo está en la calle de al lado! -se dice a veces.

¡Insensato! Está en otro mundo. Hasta ahora él ha aplazado el regreso de un día en particular a otro. En adelante, deja abierta la fecha precisa. Mañana no... probablemente la semana que viene... muy pronto. ¡Pobre hombre! Los muertos tienen casi tantas posibilidades de volver a visitar sus moradas terrestres como el autodesterrado Wakefield.

¡Ojalá yo tuviera que escribir un libro en lugar de un artículo de una docena de páginas! Entonces podría ilustrar cómo una influencia que escapa a nuestro control pone su poderosa mano en cada uno de nuestros actos y cómo urde con sus consecuencias un férreo tejido de necesidad. Wakefield está hechizado. Tenemos que dejarlo que ronde por su casa durante unos diez años sin cruzar el umbral ni una vez, y que le sea fiel a su mujer, con todo el afecto de que es capaz su corazón, mientras él poco a poco se va apagando en el de ella. Hace mucho, debemos subrayarlo, que perdió la noción de singularidad de su conducta.

Ahora contemplemos una escena. Entre el gentío de una calle de Londres distinguimos a un hombre entrado en años, con pocos rasgos característicos que atraigan la atención de un transeúnte descuidado, pero cuya figura ostenta, para quienes posean la destreza de leerla, la escritura de un destino poco común. Su frente estrecha y abatida está cubierta de profundas arrugas. Sus pequeños ojos apagados a veces vagan con recelo en derredor, pero más a menudo parecen mirar adentro. Agacha la cabeza y se mueve con un indescriptible sesgo en el andar, como si no quisiera mostrarse de frente entero al mundo. Obsérvelo el tiempo suficiente para comprobar lo que hemos descrito y estará de acuerdo con que las circunstancias, que con frecuencia producen hombres notables a partir de la obra ordinaria de la naturaleza, han producido aquí uno de estos. A continuación, dejando que prosiga furtivo por la acera, dirija su mirada en dirección opuesta, por donde una mujer de cierto porte, ya en el declive de la vida, se dirige a la iglesia con un libro de oraciones en la mano. Exhibe el plácido semblante de la viudez establecida. Sus pesares o se han apagado o se han vuelto tan indispensables para su corazón que sería un mal trato cambiarlos por la dicha. Precisamente cuando el hombre enjuto y la mujer robusta van a cruzarse, se presenta un embotellamiento momentáneo que pone a las dos figuras en contacto directo. Sus manos se tocan. El empuje de la muchedumbre presiona el pecho de ella contra el hombro del otro. Se encuentran cara a cara. Se miran a los ojos. Tras diez años de separación, es así como Wakefield tropieza con su esposa.

Vuelve a fluir el río humano y se los lleva a cada uno por su lado. La grave viuda recupera el paso y sigue hacia la iglesia, pero en el atrio se detiene y lanza una mirada atónita a la calle. Sin embargo, pasa al interior mientras va abriendo el libro de oraciones. ¡Y el hombre! Con el rostro tan descompuesto que el Londres atareado y egoísta se detiene a verlo pasar, huye a sus habitaciones, cierra la puerta con cerrojo y se tira en la cama. Los sentimientos que por años estuvieron latentes se desbordan y le confieren un vigor efímero a su mente endeble. La miserable anomalía de su vida se le revela de golpe. Y grita exaltado:

-¡Wakefield, Wakefield, estás loco!

Quizás lo estaba. De tal modo debía de haberse amoldado a la singularidad de su situación que, examinándolo con referencia a sus semejantes y a las tareas de la vida, no se podría afirmar que estuviera en su sano juicio. Se las había ingeniado (o, más bien, las cosas habían venido a parar en esto) para separarse del mundo, hacerse humo, renunciar a su sitio y privilegios entre los vivos, sin que fuera admitido entre los muertos. La vida de un ermitaño no tiene paralelo con la suya. Seguía inmerso en el tráfago de la ciudad como en los viejos tiempos, pero las multitudes pasaban de largo sin advertirlo. Se encontraba -digámoslo en sentido figurado- a todas horas junto a su mujer y al pie del fuego, y sin embargo nunca podía sentir la tibieza del uno ni el amor de la otra. El insólito destino de Wakefield fue el de conservar la cuota original de afectos humanos y verse todavía involucrado en los intereses de los hombres, mientras que había perdido su respectiva influencia sobre unos y otros. Sería un ejercicio muy curioso determinar los efectos de tales circunstancias sobre su corazón y su intelecto, tanto por separado como al unísono. No obstante, cambiado como estaba, rara vez era consciente de ello y más bien se consideraba el mismo de siempre. En verdad, a veces lo asaltaban vislumbres de la realidad, pero sólo por momentos. Y aun así, insistía en decir "pronto regresaré", sin darse cuenta de que había pasado veinte años diciéndose lo mismo.

Imagino también que, mirando hacia el pasado, estos veinte años le parecerían apenas más largos que la semana por la que en un principio había proyectado su ausencia. Wakefield consideraría la aventura como poco más que un interludio en el tema principal de su existencia. Cuando, pasado otro ratito, juzgara que ya era hora de volver a entrar a su salón, su mujer aplaudiría de dicha al ver al veterano señor Wakefield. ¡Qué triste equivocación! Si el tiempo esperara hasta el final de nuestras locuras favoritas, todos seríamos jóvenes hasta el día del juicio.

Cierta vez, pasados veinte años desde su desaparición, Wakefield se encuentra dando el paseo habitual hasta la residencia que sigue llamando suya. Es una borrascosa noche de otoño. Caen chubascos que golpetean en el pavimento y que escampan antes de que uno tenga tiempo de abrir el paraguas. Deteniéndose cerca de la casa, Wakefield distingue a través de las ventanas de la sala del segundo piso el resplandor rojizo y oscilante y los destellos caprichosos de un confortable fuego. En el techo aparece la sombra grotesca de la buena señora de Wakefield. La gorra, la nariz, la barbilla y la gruesa cintura dibujan una caricatura admirable que, además, baila al ritmo ascendiente y decreciente de las llamas, de un modo casi en exceso alegre para la sombra de una viuda entrada en años. En ese instante cae otro chaparrón que, dirigido por el viento inculto, pega de lleno contra el pecho y la cara de Wakefield. El frío otoñal le cala hasta la médula. ¿Va a quedarse parado en ese sitio, mojado y tiritando, cuando en su propio hogar arde un buen fuego que puede calentarlo, cuando su propia esposa correría a buscarle la chaqueta gris y los calzones que con seguridad conserva con esmero en el armario de la alcoba? ¡No! Wakefield no es tan tonto. Sube los escalones, con trabajo. Los veinte años pasados desde que los bajó le han entumecido las piernas, pero él no se da cuenta. ¡Detente, Wakefield! ¿Vas a ir al único hogar que te queda? Pisa tu tumba, entonces. La puerta se abre. Mientras entra, alcanzamos a echarle una mirada de despedida a su semblante y reconocemos la sonrisa de astucia que fuera precursora de la pequeña broma que desde entonces ha estado jugando a costa de su esposa. ¡Cuán despiadadamente se ha burlado de la pobre mujer! En fin, deseémosle a Wakefield buenas noches.

El suceso feliz -suponiendo que lo fuera- sólo puede haber ocurrido en un momento impremeditado. No seguiremos a nuestro amigo a través del umbral. Nos ha dejado ya bastante sustento para la reflexión, una porción del cual puede prestar su sabiduría para una moraleja y tomar la forma de una imagen. En la aparente confusión de nuestro mundo misterioso los individuos se ajustan con tanta perfección a un sistema, y los sistemas unos a otros, y a un todo, de tal modo que con sólo dar un paso a un lado cualquier hombre se expone al pavoroso riesgo de perder para siempre su lugar. Como Wakefield, se puede convertir, por así decirlo, en el Paria del Universo.


domingo, 19 de abril de 2020

LECTURAS PARA LA CUARENTENA: SIGISMUND KRZYZANOWSKI


Sigismund Krzyzanowski fue uno de esos descubrimientos que te vuelan la cabeza. Sus cuentos, escritos a principios del siglo XX, (él nació en 1887), me parecieron sorprendentemente audaces, modernos y originalísimos. Este relato pertenece al libro La nieve roja y es de lo mejor que podréis encontrar por ahí. Un fiera el Krzyzanowski, y una pena que no se le valore y conozca tanto como debiera. Pero, en fin, lo habitual  en estos tiempos donde triunfa lo mediocre. Si queréis ponerle remedio, está en vuestras manos: ¡leedlo! 

El codo sin morder
Sigismund Krzyzanowski


Toda esta historia habría quedado oculta bajo el puño y la manga almidonados de una chaqueta de no haber sido por la Revista Semanal.  La Revista Semanal elaboró una encuesta: “Su escritor preferido, su salario medio semanal, cuál es la meta de su vida”, y la envió a todos los suscriptores, como suplemento de la revista. Entre los muchos cuestionarios rellenados (la Revista tenía una gran tirada) se seleccionó uno, el formulario núm. 11111, que tras pasar de mano en mano por toda la redacción no encontró una carpeta adecuada. En el formulario núm. 11111, frente a la casilla “Salario medio”, figuraba: “0”, y frente a: “¿Cuál es la meta de su vida?”, estaba escrito con letras claras y redondeadas: “Morderme el codo”.
  El cuestionario fue enviado al secretario para ser aclarado; del secretario fue a parar bajo las gafas redondas de montura negra del redactor jefe. El redactor apretó un timbre, llegó un correo y luego salió. Un minuto después el formulario, plegado en cuarto, se encontraba en el bolsillo de un reportero, el cual había recibido instrucciones verbales suplementarias:
-Hable con él en tono de broma e intente averiguar el sentido. ¿Qué es eso: un símbolo o una ironía romántica? En fin, usted ya entiende…
  El reportero asintió y fue enviado al instante a la dirección que figuraba en el borde inferior del cuestionario.
  Un tranvía le condujo hasta la última parada de las afueras; luego una estrecha e interminable escalera de caracol le llevó bajo el mismísimo tejado. Por último, llamó a la puerta y esperó una respuesta. No hubo respuesta. Llamó otra vez, esperó otra vez, y el reportero empujó la puerta con la mano… La puerta cedió y sus ojos vieron lo siguiente: una habitación miserable, paredes infestadas de chinches, una mesa y una banqueta de madera; en la mesa, una manga desabotonada; en la banqueta, un hombre con el brazo al aire, y la boca alargada hacia la punta de su codo.
  El individuo, ensimismado, no había oído ni llamar a la puerta ni los pasos, y sólo el vozarrón del intruso le hizo levantar la cabeza. Entonces el reportero vio en la mano del núm. 11111, a dos o tres pulgadas de la punta del codo alargada en su dirección, algunos arañazos y señales de mordeduras. El entrevistador no soportaba ver sangre y, dándose la vuelta, preguntó:
-Parece que usted va en serio, quiero decir, sin ningún simbolismo.
-Ninguno.
-Supongo que la ironía romántica tampoco tiene nada que ver…
-Es un anacronismo –sentenció el comedor del codo, y de nuevo su boca volvió a los arañazos y las mordeduras.
-Pare, ah, pare –gritó el entrevistador, cerrando los ojos-, cuando me vaya puede usted continuar, pero, mientras tanto, ¿podría permitirle a su boca que me diera una breve información? –y el lápiz rasgó el cuaderno. Al acabar, el reportero iba en dirección a la puerta cuando se volvió-: Escúcheme, morderse el codo está bien, pero es imposible. Nadie lo ha conseguido, todo el mundo ha fracasado. ¿Ha pensado en eso el hombre raro que es usted?
  En respuesta, dos ojos turbados bajo unas cejas pobladas y un breve:
-El possibile está para los toutos.[1]
  El cuaderno, ya cerrado, se abrió de nuevo:
-Perdone, no soy ligüista. Sería deseable que…
  Pero el núm. 11111, por lo visto, languidecía por su codo y había puesto la boca sobre su brazo mordido, y el entrevistador, apartando la vista y todo su cuerpo, se escabulló por la escalera de caracol, llamó a un coche y enfiló de vuelta a la redacción. En el número siguiente de la Revista Semanal apareció un artículo titulado: “El possibile está para los toutos”.
  En el artículo, en tono de broma, se hablaba del ingenuo estrafalario, cuya ingenuidad rayaba en… La Revista, tras escoger la figura del silencio, concluía con la máxima sentenciosa de un olvidado filósofo portugués, quien tuvo que hacer entrar en razón y refrenar a todos los soñadores y fanáticos sociales, infundados y peligrosos, que buscaban lo imposible y lo irrealizable en nuestro siglo realista y sobrio; seguía la sentencia enigmática que también figuraba en el título, completada con un breve sapienti sat[2] .
  El caso interesó a algunos lectores de la Revista Semanal. Dos o tres publicaciones más se hicieron eco de la curiosa noticia, y pronto se habría perdido en las memorias y los archivos de los periódicos, de no haber sido por la polémica que emprendió con la Revista Semanal la seria Revista Mensual. En el número siguiente de ese órgano apareció la nota: “Se castigó”. Una pluma afilada, tras citar la Revista Semanal, explicaba que la máxima portuguesa era en realidad un proverbio español que significaba: “Cualquier idiota puede hacerlo”. El mensual completaba la cita con un breve et insapienti sat[3], y a este breve sat le seguía un “(sic)”, entre paréntesis.
  Después de eso, la Revista Semanal no tuvo más remedio que explicar en un extenso artículo del siguiente número, oponiendo un sat a otro sat, que comprender la ironía no está al alcance de todos: es digno de compasión, por supuesto, no el ingenuo intento de alcanzar lo inalcanzable (porque todo lo genial es ingenuo), ni el fanático de su codo, sino el mercenario de la pluma, esa criatura con anteojeras de la Revista Mensual, quien al tratar sólo con letras entiende todo literalmente.
  Era evidente que la Revista Mensual no quería quedarse en deuda con la Semanal. Pero tampoco ésta podía conceder a su oponente la última palabra. En el ardor de la polémica, el fanático del codo se convertía bien en cretino, bien en genio, y propuesto alternativamente como candidato o a una cama vacante en la casa de los locos o al cuadragésimo sillón de la Academia.
  Como resultado, algunos cientos de miles de lectores de ambas revistas supieron del núm. 11111 y de su relación con su codo, pero la polémica no despertó un interés particular en amplios círculos, sobre todo porque durante ese tiempo hubo otro sucesos  que monopolizaron la atención. Tuvieron lugar dos terremotos y una partida de ajedrez: cada día dos cabezones se sentaron delante de setenta y cuatro casillas. Uno tenía cara de carnicero; el otro, de dependiente de una tienda de moda, y por alguna misteriosa razón sucedió que los dos tipos y las casillas ocuparon el centro de los intereses, necesidades y expectativas intelectuales. Durante ese tiempo, el núm. 11111, en su cubículo semejante a una caja de ajedrez, con el codo tendido hacia los dientes, inmóvil y anquilosado, como una figura de ajedrez, esperaba a que fueran a por él.
  La primera persona que le hizo al mordedor del codo una propuesta real fue el director de un circo de las afueras, que buscaba renovar y completar su programa. Era un hombre emprendedor, y el viejo número de la Revista, que había llegado por casualidad a sus ojos, decidió el destino inmediato del mordedor del codo. El pobre no aceptó enseguida el compromiso, pero cuando el hombre del circo le demostró que ésa era la única manera de vivir de su codo y que, una vez conseguido un medio de vida, podría elaborar su método y mejorar los procedimientos de la profesión, el abatido estrafalario pronunció algo semejante a “ajá”.
  El número de circo anunciado en los carteles: “El codo contra el hombre. ¿Morderá o no morderá? Tres asaltos de dos minutos. Árbitro: Belks”, iba al final, después de la mujer pitón, los gladiadores romanos y el salto desde lo alto de la cúpula. El número se desarrollaba así: la orquesta tocaba una marcha, y salía a la pista un hombre con el codo al aire; llevaba colorete en las mejillas, y las cicatrices alrededor del codo habían sido cuidadosamente maquilladas y blanqueadas. La orquesta cesaba y comenzaba el combate: los dientes mordían la piel, aproximándose al codo centímetro a centímetro, hasta estar más y más cerca.
-¡Es un farolero! ¡No lo morderá!
-Miren, miren, parece que lo ha mordido.
-No, está muy cerca del codo, pero…
  El cuello del campeón se estiraba, las venas se inflaban, los ojos, fijos en el codo, se inyectaban de sangre, la sangre de las mordeduras goteaba sobre la arena, y la gente se enfurecía poco a poco removiéndose en sus asientos, miraba con prismáticos, se levantaba, pateaba el suelo, se subía a las barreras, jaleaba, silbaba y gritaba:
-¡Muérdelo!
-¡Vamos, atrapa el codo!
-¡Aguanta, codo, aguanta, no te rindas!
-¡Trampa! ¡Ladrones!
  El combate acababa, y el árbitro declaraba vencedor al codo. Y ni el árbitro, ni el director, ni la gente que se dispersaba imaginaban que esa pista del circo se convertiría pronto para el hombre con el codo al aire en una gloria mundial, y que en lugar del círculo de arena de veinte metros de diámetro tendría a sus pies el plano de la eclíptica terrestre, que extiende sus rayos a miles de verstas de distancia.
  Eso comenzó así: el conferenciante de moda Justus Kint, que había conquistado la gloria a través de los oídos de las señoras mayores y ricas, fue llevado al circo (casualmente, por alguien un poco alegre) tras uno de los muchos almuerzos de homenaje. Kint era un filósofo profesional, y a la primera mirada captó el significado metafísico del mordedor del codo. A la mañana siguiente comenzó el ensayo “Principios de la inmordabilidad”.
  Kint, que años atrás había reemplazado la gastada consigna “Vuelta a Kant” por la nueva y seguida por muchos “Adelante hacia Kint”, escribió con elegante desenvoltura y adornos estilísticos (no en balde en una de sus conferencias declaró, cosechando atronadores aplausos, que  “los filósofos que hablan a la gente del mundo, ven el mundo, pero no ven que sus oyentes, que están en este mismo mundo, a cinco pasos del filósofo, sencillamente se aburren”). Tras describir brillantemente la lucha “del hombre contra el codo”, Kint pasó del hecho a su generalización, y mediante una hipóstasis, llamó al número de circo “Metafísica en acción”.
  El pensamiento del filósofo era así: cada concepto (en el lenguaje de los grandes metafísicos alemanes, Begriff) procede, desde el punto de vista lexicológico y lógico, de greifen, que significa “agarrar, atrapar, morder”. Pero todo Begriff, todo logismo, pensado hasta el final, se transforma en Grenzbegriff, es decir, en el llamado “concepto-límite”, que sobrepasa la razón y que es inaprensible para el conocimiento, igual que el codo es inaprensible para los dientes. “Es más –razonaba el ensayo sobre los principios de la inmordabilidad-, al objetivar externamente lo inmordible, llegamos a la idea de lo trascendental: eso también lo comprendió Kant, pero él no comprendió que lo trascendente es al mismo tiempo inmanente (de manus, “mano”, y, por consiguiente, también “codo”); lo inmanente-trascendente está siempre en un “aquí”, y está próximo al límite de lo aprensible, y casi forma parte del proceso perceptivo, como el codo casi está al alcance del esfuerzo prensible de las mandíbulas. Sin embargo, “te acercarás al codo, pero no lo morderás”, y “la cosa en sí” está en cada uno, pero es inalcanzable. Hay ahí un casi intransitable –concluía Kint-, un “casi” que se personifica en el hombre de la carpa que intenta morderse el codo. Por desgracia, cada nuevo combate termina fatalmente con la victoria del codo: el hombre es vencido, lo trascendente triunfa. Una y otra vez, bajo los rugidos y silbidos de la masa inculta, se repite burda pero brillantemente modelado por la carpa el secular drama gnoseológico.Vayan todos, corran a la trágica barraca y contemplen ese fenómeno rarísimo: por un puñado de monedas le darán aquello por lo que los escogidos de la humanidad pagaron con su vida.”
  Las minúsculas letras negras de Kint resultaron más efectivas que los enormes letreros rojos de los carteles del circo. Las masas se precipitaban a comprar a precio de calderilla esa rareza metafísica. El número del mordedor del codo tuvo que trasladarse desde la carpa de las afueras hasta el teatro central de la ciudad. Desde allí, el núm. 11111 pasó a actuar en los anfiteatros de las universidades. Los seguidores de Kint se pusieron acto seguido a comentar y a citar el pensamiento del maestro; el propio Kint transformó su ensayo en un libro, titulado El codismo. Hipótesis y conclusiones. En el primer año, el libro tuvo cuarenta y tres ediciones.
  El número de codistas aumentaba cada día. Es verdad que había escépticos y anticodistas. Un viejo profesor intentó demostrar el carácter asocial del movimiento codista que, en su opinión, suponía un renacimiento del viejo stirnerismo[4] y llevaba lógicamente al solipsismo, es decir, a un callejón filosófico sin salida.
  Hubo también serios adversarios del movimiento; así, un columnista llamado Tnik, al intervenir en una conferencia dedicada a los problemas del codismo, preguntó: ¿Qué pasaría si el famoso mordedor del codo consiguiera algún día morderse su propio codo?
  Pero el orador fue interrumpido por silbidos y expulsado de la tribuna. El desdichado no intentó nunca más intervenir en público.
  Aparecieron, por supuesto, imitadores y envidiosos; así, cierto personaje ambicioso anunció a la prensa que él había logrado tal día y a tal hora morderse el codo. Rápidamente se organizó una comisión para verificar el hecho. El personaje ambicioso fue desenmascarado y al cabo de poco tiempo, tras convertirse en objeto de indignación y rechazo, se suicidó.
  Este suceso encumbró aún más la fama del núm. 11111: los estudiantes, y sobre todo, las estudianates, de las universidades en las que actuaba el mordedor del codo salían tras él en masa. Una encantadora muchacha, con lánguidos y tímidos ojos de gacela, que había obtenido una cita con el fenómeno le extendió en sacrificio su brazo medio desnudo:
-Si lo necesita, muerda el mío, pues es más fácil.
  Y los ojos de ella se clavaron en dos manchas turbias, escondidas bajo las cejas. Como respuesta, escuchó:
-No muerdas el codo ajeno.
  Y el lúgubre fanático de su codo, se dio la vuelta, dando a entender que la audiencia había terminado.
  La moda del núm 11111 crecía no día a día, sino casi a cada minuto.
  Cierto espíritu agudo, al interpretar la cifra 11111, dijo que la persona designada por ella era “cinco veces único”. En las tiendas de ropa de  hombre pusieron en venta chaquetas con un corte especial, llamadas “de codo”, con tapas fijas de botones que permitían en todo momento, sin quitarse la ropa, ponerse a morder el codo. Muchos dejaron de fumar y de beber y se convirtieron en codómanos. Para las mujeres, se pusieron de moda los vestidos cerrados de manga larga con cortes redondos en los codos; alrededor de los huesos del codo colocaban elegantes pegatinas rojas y falsas cicatrices que imitaban mordeduras y arañazos recientes. Un venerable hebraísta, que había consagrado cuarenta años a escribir sobre las dimensiones reales del templo de Salomón, se retractó en sus conclusiones anteriores y reconoció que los versículos de la Biblia que hablaban de los sesenta codos de profundidad debían entenderse como símbolo de lo sesenta veces inasible, oculto tras el velo. Un diputado del parlamento, en busca de popularidad, propuso un proyecto de ley para cambiar el sistema métrico por el antiguo sistema de medidas: el codo. Y aunque el proyecto de ley fue rechazado, su discusión se produjo bajo los tambores de guerra de la prensa y provocó tempestuosos incidentes parlamentarios y dos duelos.
  El codismo, al atraer a amplias masas, naturalmente se vulgarizó y perdió el riguroso contorno filosófico que había intentado conferirle Justus Kint. Los periódicos baratos interpretaron las enseñanzas del codo, y las popularizaron así: ábrete camino a codazos; confía sólo en tus codos, y nada más.
  Pronto, el nuevo movimiento, que seguía caprichosamente su curso, adquirió tales dimensiones que el gobierno, que contaba entre sus súbditos al núm. 11111, decidió naturalmente usarle para alcanzar los objetivos de su política monetaria.. Enseguida se presentó una ocasión para ello. Sucedió que algunos órganos deportivos, prácticamente desde el surgimiento del interés por el codo, comenzaron a imprir periódicamente boletines informativos sobre las fluctuación de los centímetros y milímetros que separaban los dientes del mordedor de su codo. La prensa afín al gobierno, primero comenzó a imprimir tales boletines en la penúltima página, entre los resultados de las carreras, los de los partidos de fútbol y la crónica bursátil. Al cabo de poco tiempo, en esa misma prensa oficiosa apareció un artículo de un famoso académico, defensor de tesis neomarckianas[5], quien, partiendo de la postura de que los órganos de un organismo vivo evolucionan en función de la actividad que despliegan, llegó a la conclusión de que teóricamente era posible morder el codo. Ello era debido a un alargamiento progresivo de los estriados músculos del cuello, escribía la autoridad, al ejercicio sistemático de torsión del antebrazo, etc… Pero la implacable lógica de Justus Kint se lanzó contra el académico y paró el golpe propinado a la inmordabilidad. Surgió una polémica que reproducía en gran parte la polémica de Spencer[6] con el difunto Kant. El momento era favorable: un trust bancario (todos sabían que entre sus accionistas se encontraban miembros del gobierno y los mayores capitales del país) anunció con hojas volanderas la creación de una grandiosa lotería dominical, llamada MTC (muerde tu codo). El trust prometía prometía pagar a cada poseedor del billete a razón de 11111 unidades por uno (por ¡UNO!), inmediatamente después de que el mordedor mordiera su codo. La lotería fue inaugurada al son de jazz, y con farolillos de todos los colores. Giraron las “ruedas de la fortuna”. Los dientes blancos de las señoras vendendoras daban la bienvenida a los compradores con una abierta sonrisa, y sus codos al desnudo, iluminados por reflejos rojos, sumergiéndose dentro de poliedros de cristal lleno de billete, trabajaron desde mediodía hasta medianoche.
  Al principio, la venta de la serie de billetes iba floja. La idea de la inmordabilidad estaba muy arraigada en las mentes. Un viejo seguidor de Lamarck se dirigió a Kint, pero éste refunfuñó ostensiblemente:
-Ni siquiera nuestro Señor –declaró en uno de sus mítines- puede hacer que dos y dos no sean cuatro, o que el hombre pueda morderse el codo y el pensamiento sobrepase el límite del concepto límite.
  El número de los llamados “mordedores”, que se esforzaban por mantener la inciativa, era insignificante en comparación con el de los no mordedores, y disminuía de día en día. El valor de los billetes de lotería era cada vez menos, hasta casi llegar a cero. Las voces de Kint y sus fieles, que exigían que se conocieran los nombres de los verdaderos instigadores de esa empresa financiera, la dimisión del gabinete y un cambio en la cotización, sonbaban cada vez con mayor fuerza. Pero una noche se llevó a cabo un registro en el apartamento de Kint. En su mesa de trabajo se encontró un enorme fajo de billetes de lotería. La orden de arresto del líder de los no mordedores fue anulada en el acto, el hecho fue dado a conocer, y en la tarde de ese mismo día la cotización en bolsa de los billete comenzó a subir.
  Dicen que las avalanchas se originan a veces así: un cuervo, posado en la cima de una montaña, roza la nieve con sus alas, cae un copo de nieve, que se une a otros copos formando una boloa de nieve que resbala por la pendiente, crece y arrastra todo a su paso, piedras y placas de nieve, y culmina en una avalancha que avanza inundándolo todo y desplomándose. Y bien: el cuervo batió un ala, y luego giró su encorvada espalda, cerró los ojos y se quedó dormido. Pero la avalancha hacía un enorme estruendo y el ruido despertó al cuervo. Abrió los ojos, se estiró y batió la otra ala. Los mordedores tomaron el relevo de los no mordedores, y un río de acontecimientos fluyó desde la desembocadura a la cuna. Ahora era posible ver a los codistas entre los traperos. Pero el núm. 11111, cuya existencia recordaban todos a causa del número creciente de billetes de lotería, y que se había convertido en la garantía viva de las inversiones, era sometido ahora a la observación y control generales. Miles de personas desfilaban ante la caja de cristal en cuyo interior el núm. 11111 trabajaba día y noche sobre su codo. Eso reforzaba la esperanza y aumentaba la suscripción. Los boletines oficiales, que pasaron de la tercera a la primera página, anunciaban a veces con letras de gran tamaño el avance de un milímetro, y enseguida nuevas decenas de miles de boletos encontraban comprador.
  La determinación del mordedor del codo, que contagiaba a todos y cada uno su fe en alcanzar lo inalcanzable, aumentaba tanto los cuadros de los mordedores que hubo un momento en que incluso osciló el equilibrio financiero de la bolsa. Sucedió que un día el número de milímetros entre la boca y el cod se redujo tanto (lo que, por supuesto, produjo una nueva demanda de billetes) que en una reunión secreta del gobierno se inquietaron: ¿y si sucedía lo que no podía suceder y el codo era mordido? El ministro de Finanzas explicó: satisfacer tan sólo a una de cada diez poseedores de billetes, a un cambio de 11111 a 1, dejaría completamente vacías las arcas del Estado. El presidente del trust resumió: “Si eso sucediera, el codo mordido sería para nosotros como si nos devoraran la garganta: la revolución sería inevitable”. Pero eso no sucederá hasta que las leyes de la naturaleza cedan su lugar a los milagros. Mantengamos la calma”.
  Efectivamente, a partir del día siguiente los milímetros comenzaron a crecer. Daba la impresión de que el mordedor del codo perdía terreno frente al codo triunfante. Entonces ocurrió algo inesperado: la boca del mordedor, como una sanguijuela hinchada de sangre, de repente se apartó de la piel ensangrentada y el hombre de la caja de cristal permaneció una semana entera con los ojos fijos en el suelo, sin emprender de nuevo la lucha.
  Los torniquetes metálicos que canalizaban la cola junto a la caja giraban cada vez más rápido, miles de ojos inquietos escudriñaban el antes fenomenal fenómeno, y el murmullo sordo y la preocupación aumentaban día a día. La venta de billetes del trust cesó. El gobierno, previendo complicaciones, multiplicó el número de policías, y el trust acrecentó la tasa de interés en la suscripción.
  Vigilantes especiales asignados al núm. 11111 intentaban atrerle hacia su propio codo (así se aguijonea con picas metálicas a las bestias que se resisten a su domador), pero él, con gruñidos sordos, rechazaba obstinadamente el plato que, al parecer, se hacía indigesto. Y cuanto más inmóvil se quedaba el hombre de la jaula de cristal, mayor movimiento había en torno a él. No se sabe adónde habría llegado todo aquello si no hubiera sucedido esto: una madrugada, cuando los guardianes y los vigilantes, que ya habían desistido de atraer al hombre hacia el codo, habían apartado la vista del núm. 11111, éste, de improviso, salió de su inactividad y se lanzó contra su enemigo. Era evidente que tras la mirada nebulosa de todos esos días había tomado forma cierto pensamiento que conducía a una nueva táctica de combate. Ahora, el mordedor del codo, atancando al codo desde el reverso de la articulación, intentaba morderlo directamente  a través de la carne interior del pliegue del brazo. Despedazando con los dientes los tejidos, avanzó con la cara llena de sangre hasta casi llegar con la dentadura a la articulación interna del codo. Pero sobre los huesos que forman el codo confluyen, como es sabido, tres arterias: arteria brachialis, radialis et ulnaris. Al morder este nudo arterial, comenzó a salir sangre a borbotones hasta dejar el  cuerpo sin fuerza y sin vida. Los dientes, que casi habían alcanzado su objetivo, se desencajaron, el brazo se estiró, la mano tocó el suelo, y lo mismo acabóa haciendo todo el cuerpo.
  Cuando los vigilantes, tras oír un ruido, se volvieron hacia las paredes de cristal de la jaula, hallaron muerto al núm. 11111, envuelto en un charco de sangre.
  Puesto que la tierra y las rotativas continuaron girando sobre sus ejes, esta historia del hombre que quiso morderse el codo no acaba aquí. Acaba la historia, no la fábula. Ambas podrían haber permanecido juntas. La historia podría continuar, y no sería la primera vez, a través del cadáver, y la fábula de una vieja superstición que teme los malos presagios: no le echéis la culpa y no la juzguéis.

1927





[1] Así en el original. Según Vadim Perel´muter, querría decir: “Es posible esto para todos”. (N. del T.)
[2] “El sabio está satisfecho”. En latín en el original. (N. del T.)
[3] “El idiota está satisfecho”. En latín en el original. (N. del T.)
[4] Alusión a Max Stirner. (N. del T.)
[5] Alusión a Jean-Baptiste Lamarck (1744-1829), naturalista francés que formuló una de las primeras teorías de la evolución biológica. (N. del T.)
[6] Alusión a Herbert Spencer (1820-1903), filósofo positivista, psicólogo y sociólogo británico fundador del darwinismo social. (N. del T.)