Blog de Regina Salcedo Irurzun

lunes, 20 de abril de 2020

LECTURAS PARA LA CUARENTENA: MATÍAS CANDEIRA

Hoy toca relato de un joven autor, o al menos lo era cuando lo escribió; Matías Candeira.
Sus cuentos son, como veréis, ágiles, pulcros y originales. Este que os traigo nos habla del conocido binomio hombre/bestia del que tanto se ha escrito, pero desde una óptica algo distinta y no exenta de un fino humor negro.


EL EXTRAÑO
Matías Candeira

I

La improbable tragedia sucede un martes de octubre, ya de noche, a eso de las diez. Mientras el hombre entretiene el tiempo en su baño de todos los días —frotándose con generosidad el pecho, cortándose las uñas, cantando un poco—,un pequeñísimo anélido mutado emerge en silencio del desagüe, emite su chillido de alerta y le muerde en la planta del pie. El hombre convulsiona algún tiempo sobre el agua, más o menos tres minutos. Se encoge en una torsión imposible. Alza un brazo, agarra la cortina y, en un gesto bastante dramático, tira de ella con fuerza hasta que cae y lo cubre. Cuando se levanta ya no es el mismo. Ha aumentado generosamente de estatura, le ha crecido pelo por todo el cuerpo y en lugar de sus manos finas y huesudas de toda la vida, ahora que se las mira delante del espejo, tiene garras del tamaño de navajas barberas. Sin contar esos tres cuernos alineados en la frente. Al girarse y observar la zona donde antes estaba su desmejorado trasero, descubre una larga cola estriada, que puede mover, con torpeza al principio (sin querer tira una caja de cuchillas de afeitar); e incluso dar un rápido revés y arrancarle, por qué no, la cabeza a alguien. Pero algo muy raro ha ocurrido en la transformación. Un detalle parece no encajar. El hombre transformado en monstruo recuerda perfectamente su nombre, y el de su mujer y su hija pequeña. Ahora mismo no siente una furia asesina, ni ganas de beber rica sangre, ni mucho menos una imperiosa necesidad de buscar un lugar húmedo y oscuro para esconderse, como por ejemplo las alcantarillas de la ciudad. Esto le resulta desconcertante.
Cuando sale hacia la cocina goteando agua, todavía confuso, el hombre transformado en monstruo descubre a su mujer y su hija atrincheradas contra la nevera. Cada una blande un cuchillo enorme.
—¿Qué tenemos de cena? —dice; pero como ve que su mujer se tapa la boca para no chillar, se apresura a corregir esa desafortunada pregunta—. Bueno, es igual: estoy un poco desganado.
Sabe que es una situación delicada. Un gruñido inadecuado o un movimiento de más con la cola mortífera y su mujer empezará a gritar como una demente, tratará de cortarle el cuello y quizás intentará escapar por la ventana con la niña cogida del brazo. El azar debe de haberle arrojado a esa extraña prueba que, por fuerza, como los grandes hombres, tiene que pasar. Tiene que ser algo de eso. No hay otra explicación. Así que, ante la mirada atónita de su familia, el hombre de aspecto inenarrable se sienta en la cabecera de la mesa, coge una servilleta tratando de no despedazarla con las garras, se la coloca alrededor del cuello de la manera más natural posible, rellena su vaso con vino y huele la sopa del plato con evidente interés. «Qué buena pinta tiene todo», dice. Y un poco más tarde, mientras su mujer y su hija se sientan a la mesa (trémulamente, todavía con el cuchillo bien agarrado), empieza a hablar de infinidad de cosas: una factura por pagar, la comida de los peces, el desconchón de pintura que corona la cabecera de la cama del dormitorio, y que hay que repintar sin falta. Algunas gotas de sopa empapan su morro peludo, descienden lentas por sus colmillos, pero no le importa. Habla sin detenerse de esos temas banales, creyendo así que conseguirá devolverle a la cena la naturalidad perdida. Su voz nueva, grave y profunda, resuena como un gong en la cocina y se pierde por el patio. Es una voz monstruosa y, a la vez, con su pátina humana inconfundible.
—La sopa está muy rica, cariño. ¿Qué le has echado?
Al terminar la cena, el hombre transformado en monstruo mira a su mujer y a su hija una vez más. Las mira como en una súplica desde sus ojos amarillentos de reptil. Es el momento decisivo. Lo sabe. A partir de aquí, todo reside en su respuesta. Así que deja la cuchara sobre el plato vacío, encoge la cola asesina, agacha la cabeza y se pone a esperar una señal.
—Pensadlo: ¿qué le queda a un hombre sin estos pequeños momentos de felicidad de los que disfrutamos cada noche, eh? ¿Qué? —acierta a decir, en un intento estúpido de justificarse con alguna frase aprendida de antemano.
De pronto, su hija se levanta y, al tiempo que se alisa las arrugas de su pijama de cocodrilos, le dice finalmente:
—Papá, ¿por qué no me arropas?

II

Tumbado en la cama del dormitorio, después de acostar a su hija (que le ha besado en cada cuerno con más cariño que otras veces), el hombre capaz de aullar como una criatura del Averno no puede dormir. Sin descanso, observa los surcos del techo. ¿Qué tipo de ser es en realidad? ¿Una mezcla de muchos? ¿Cuál será el rumbo que tome su vida a partir de ahora? A su lado, su mujer está inmóvil como una estatua de cera. Él no sabe si duerme (debe de ser que no), y en todo caso es incapaz de preguntárselo. Pero nota su cuerpo tenso, quizás embargado por una mezcla de miedo, provisionalidad, peligro. Percibe claramente las vaharadas de calor que emanan de él, como ondas de electricidad. Es extraño. Hace mucho tiempo (en realidad, piensa, muchísimo tiempo) que no hacen el amor. Se acuerda de la noche en que su hija fue concebida: desde esa madrugada, ninguna otra vez se ha atrevido a agarrarla del pelo, arañarle la espalda y correrse dentro de ella como si el mundo fuera a acabarse. Terminaron rendidos, lo recuerda bien. Ella con una verdadera sonrisa, de felicidad, seguro. Poco después, una especie de rutina metálica y sin brillo se apoderó de su vida matrimonial, hasta que ella acabó durmiendo todas las noches al otro lado de la cama, en el borde, muy lejos de él. Le pasa a casi todas las parejas. Se lo dijo un compañero de trabajo.
Como todavía no tiene absoluto control sobre su cola, el hombre increíblemente escamoso no se da cuenta de que entre vaivén y vaivén, pensamiento y pensamiento, la punta empieza a enrollarse en el tobillo de su mujer, en un latigazo breve y provocador. Pronto son uno, dos, hasta tres de esos coletazos involuntarios. Y, al rato, ella se gira hacia él, desliza la mano por su pecho hirsuto, le acaricia los cuernos amorosamente, suspira, se acerca un poco más. No puede ser. Tiene los ojos brillantes y —esto no puede asegurarlo— con un punto de lascivia. ¿Por qué no huye? ¿Qué es lo que ve en realidad? Él mismo está confuso ante la situación. Un minuto después nota que está más próxima, sólo a unos pocos centímetros. El calor que emana de ella es insoportable. Tras unos instantes de vacilación, el hombre que podría comerse una oveja aún viva es incapaz de aguantar más.
Se vuelve hacia un lado y le da la espalda. Ella trata de acercar más su cuerpo caliente.
—Cariño, vamos… —la escucha decir, en un susurro.
Ahora nota su mano, en concreto su dedo índice, y cómo le hace pequeños masajes en la hilera de escamas de la espalda. Tiene que ser una broma pesada, cavila, no puede estar ocurriendo. Es imposible. ¿Qué va a…? Y la mano de su mujer ha comenzado a bajar. Al cabo de un rato, preso de un ataque de nervios, el
hombre anormalmente peludo se tira al suelo, rueda bajo la cama y decide pasar la noche allí, al abrigo de un muro de dilemas que ahora no puede resolver.

III

Aunque pasadas unas semanas su vida da claras muestras de empezar a mejorar, el hombre con forma de bestia antediluviana no acaba de creerse su nueva condición. La primera decisión que toma apenas le hace pestañear: deja de ir a su trabajo (perito de incendios, inundaciones y otros desastres que requieren ojo experto). Ni siquiera llama para alegar razones. Convencido de que es presa de un engaño, que ostenta un disfraz inverosímil, se toca con meticulosidad su nuevo cuerpo cuando llega la hora de su baño nocturno. Espera un error, esa señal meridiana que le muestre que, en el fondo, es débil, y que bajo todo ese pelo todavía puede encontrarse una piel, unos huesos, las cosas habituales. Así que cada noche prueba movimientos rápidos con la cola, o más lentos si desea observarla mejor. La cola responde perfectamente a sus exigencias y hasta puede prender objetos a su antojo (la esponja azul, el pequeño espejo de mano, un cepillo para frotarse esas zonas difíciles de la espalda). Tendrá que variar su método si es preciso. Por eso a veces clava las garras en la pared, con furia. Pero es en vano. Un trozo de pared se desprende siempre y se deshace en el agua de la bañera. Las garras, para su desgracia, son muy fuertes. Podrían abrir a una vaca en canal. Antes de terminar su baño de cada noche, y aunque no recuerda muy bien el momento anterior a la transformación, el hombre con ojos de saurio se queda mirando fijamente el desagüe, los orificios brillantes bajo el agua, ese mundo vasto y oscuro que debe de existir al otro lado. Se encoge de hombros pensando qué debió de suceder esa noche. Después se pone su albornoz, porque está convencido de que no es bueno desterrar las viejas costumbres. Pero con su nuevo tamaño ha dado de sí la tela y varias costuras se han roto, por lo que matas agrestes de pelo emergen de los agujeros, aquí y allá, dándole a su cuerpo esa inquietante apariencia de un jardín sin la poda adecuada. Al salir hacia la cocina, ha de frotarse los ojos amarillos ante esos detalles que parecen haber cambiado a mejor: las sonrisas cada vez más frecuentes de su mujer, los platos llenos a rebosar, el modo en que su hija le acaricia el morro y le decora los cuernos con pequeñas tiras de colores. Incluso en eso la siente más próxima. Antes solía dejar la tarea de acostarla a su madre, pero estos días, envalentonado, le encanta oír su risa cuando la deposita en la cama, le hunde el morro en el vientre y emula el sonido nocturno y secreto de una criatura del espacio.
—Ruge, papá. Ruge para mí.
Sin embargo, después de besarla en la frente (ay, papá, cuidado con los cuernos) se pregunta cómo es posible, cómo puede ser que lo haya aceptado tan rápido; y mucho más al volver a su habitación, donde invariablemente su mujer le espera
ataviada con su mejor lencería. Unas cuantas noches consiguió resistirse a sus insinuaciones eróticas. Seguía sin comprender mucho de todo eso. Aunque bajo la cama de matrimonio corría un vientecillo helador, bastante insufrible, al menos allí estaba a salvo, podía pensar. En ese lugar era posible tratar de hallar una explicación al hecho de que su mujer pareciera sentir un nuevo afecto por él, a todas luces incomprensible. ¿Acaso a ella le gusta el peligro? ¿Le seduce la posibilidad de que a él, sin previo aviso, le atraviese un estertor de fiera? ¿De ser desmembrada, a lo mejor? ¿Qué ve cuando le mira? ¿Qué exactamente? Hace una semana, ella lo consiguió por fin. Los masajes, todos esos susurros apremiantes y lascivos, han hecho su efecto. Ningún hombre puede resistirse a un asedio de caricias como ésa. Desde entonces hacen el amor, salvajemente, con saña y la luz encendida, igual que dos cocodrilos extraños. El hombre de la cola mortífera se abalanza sobre ella, trata de no pensar, le araña el vientre con las garras y la penetra violentamente. A su mujer parece gustarle mucho. Agarrándose al cabecero de la cama, le pide que ruja con fuerza, toda la posible. Y él lo hace. Ruge con sus gritos de bestia prehistórica, con desesperación, tan fuerte que las paredes del dormitorio tiemblan. Al poco, por una sugerencia suya, que teme las reacciones de los vecinos (o aún peor: que su hija sufra pesadillas con el color de una bacteria), han de insonorizar la habitación. Hasta que una noche, en el instante en que se corre dentro de ella y un surco involuntario,
más profundo de lo normal, horada su vientre, su mujer le susurra muy despacio: «Te quiero». Es sólo un segundo.
—Te quiero.

IV

Cuatro meses después de la transformación, su vida parece haber alcanzado una cota de dicha inverosímil. No pasa una noche sin que haga el amor ferozmente con su mujer (ahora tiene unas cicatrices largas en la zona del ombligo, iguales a los costurones de una muñeca de trapo, pero dan la impresión de no preocuparle mucho). Al dar las once, su hija siempre se duerme cogida a su mano peluda, muy lentamente, embargada por una tranquilidad de hielo que él nunca había visto antes. Su dominio de la cola ya es casi perfecto: puede pintar (gusta de los paisajes impresionistas, con muchas vacas); practicar con ella y atrapar los peces del acuario del salón (devolviéndolos rápidamente al agua verdosa); y desde hace algunos días, para matar el tiempo, ha empezado a clavar varios cisnes de porcelana en una pared que aún estaba sin decorar. En el trabajo hace ya mucho que han dejado de llamar para preguntar qué ha ocurrido, a qué se debe su ausencia. Por su parte, a él no le ha costado demasiado olvidar los informes periciales, las casas inundadas, el firmamento de cosas a medio devorar que dejan los elementos en estado salvaje.
Eso es el pasado, se consuela. Es verdad que a veces, sin poder evitarlo, el hombre que un día de estos podría comerse a su familia se entrega a una afición secreta, una especie de reconciliación con lo que ya parece un rollo de película antiguo.
Esas horas que su mujer y su hija salen a jugar al parque y le dejan destripando un pescado (uno de sus nuevos entretenimientos), se arrastra bajo la cama del dormitorio y, de una caja de zapatos, saca una máscara de goma. Pese a que le
parece horrenda, no ha encontrado otra mejor. La máscara tiene la nariz aguileña, los labios ligeramente deformados por el calor y dos mofletes de color rojo muy marcados. Aun así, se la pone sin miramientos. Después se cala un sombrero hasta la frente, se pone unos guantes reforzados, se enrolla la cola a la cintura y, enfundándose en un viejo gabán oscuro, sale a pasear. Pasea y pasea, sin un rumbo predestinado. Si uno busca, la ciudad está llena de lugares únicos, donde algunos paseantes se acomodan en una soledad blanda, enteramente suya; el recodo donde, lejos de su casa, puede surgir de pronto una respuesta a esa cuestión (sea la que sea) que les angustia. El viejo parque que hay cerca de su calle está lleno de columpios metálicos con forma de huevos de algún planeta remoto. El hombre que aparece en las pesadillas de algunas tribus suele sentarse en un banco y echar de comer a las palomas. Otro hombre siempre está ahí y le acompaña, balanceándose en el columpio, unos metros más allá. Algunas veces se miran. El hombre del columpio, de labios gruesos, trata de emular el sonido de las cadenas. Son gemidos cortos e intensos. Y su imitación es tan perfecta que muchas veces es el sonido verdadero (el chirrido, ese ir y venir) el que parece falso.
El hombre que ruge como las peores fieras prosigue su paseo sin perder más tiempo, quiere seguir mirando a los otros, no sabe por qué es así, pero le gusta estar a su lado y observarlos con la curiosidad de un entomólogo taciturno. Por un instante se da la vuelta, mira los columpios y tiene la sensación gelatinosa de que
ellos dos han emergido de esos huevos, que podrían pertenecer a la imaginación oscura de otra persona. Su siguiente parada es un descampado, donde una mujer ciega, sin saber que alguien mira, ha dejado el bastón clavado en un montículo de hierba y corre libre por la inmensa explanada. Ver a esa mujer sin su bastón, libre, extendiendo los brazos como un antiguo biplano, le emociona. Pero es la niña del caballo de madera la que en el fondo le dice que no está completamente solo y que un mundo también debe existir para que ellos anden todas las tardes, para que vivan. Siempre la encuentra en un túnel lleno de coches abandonados que hay al norte del barrio. Llega hasta allí y puede escuchar el rumor de unos zapatos moviéndose sigilosamente entre los vehículos, hasta que la mano de la niña deja el animal en mitad de la entrada. Después, encaramada en lo alto de un coche, mira con fijeza a su caballo, la rotunda provocación del juguete. No tiene aspecto de necesitar nada más. Es la reina de este sitio, así debe ser, piensa el hombre transformado en monstruo.
—Estaré por aquí —dice entonces la niña, cuando él se aleja de la boca del túnel.
Y eso, por alguna razón, le hace sentir bien.

V

Al cabo del tiempo, cerca del verano, el hombre de las garras mortales (y cada vez más crecidas) casi ha conseguido olvidarlo todo. Vive innumerables momentos de felicidad, y sólo alguna que otra noche la situación le parece preocupante. Pese a
que no lo hace tan a menudo como al principio, en ocasiones persiste en mirar el desagüe y trata de acordarse de ese segundo, del pinchazo que lo cambió todo. Le resulta imposible: ve agua, sí, toda el agua de la bañera, cómo se enfría muy despacio en un baño siempre a oscuras. Se ve a sí mismo alzándose, salpicando el espejo, pero ya transformado. Estos días ha empezado a jugar mucho más con su hija. A esas largas persecuciones por el pasillo (la niña se ríe tanto y tan hondamente) se han sumado las pequeñas representaciones teatrales. En ellas, la niña es una princesa noruega atrapada en una torre de hielo, una sirena buscando a su rey, una famosa trampera de Dakota del Sur acompañada de su forajido misterioso. La escena preferida de la pequeña es la de Trixie Slam, una piloto espacial que ha quedado atrapada en un planeta perdido, de montañas color de jade y gigantescas plantas venenosas llenas de pústulas azules. Pero en ese argumento extraño, él no es el monstruo. Se siente muy inquieto cuando el juego empieza. Siempre es el valiente que aterriza con la baliza de rescate (¡papá!, ¡papá!, ¡tú eres el héroe!), busca por todo el planeta con su olfato hiperdesarrollado y despedaza a la malvada planta matriz con sus garras para, finalmente, estrechar a Trixie en sus brazos y escapar en el último segundo, cuando un intenso terremoto sacude el planeta entero y lo resquebraja de parte a parte. En muchas ocasiones, el hombre de colmillos afilados se siente bastante intranquilo, no triste, pero sí desubicado, acongojado y dichoso a un tiempo. Si antes su hija, en los dibujos del colegio, le colocaba siempre a un lado de la hoja de papel, con un maletín en la mano y bastante apartado de su madre y de ella, desde hace poco se ve representado en una figura grande de trazos oscuros (demasiado vívidos para provenir de la cabeza de una niña pequeña), cogiéndoles de la mano a las dos. Ese mismo detalle se ve multiplicado una noche en que vuelve a casa tras su paseo.
Afuera lleva lloviendo muchas horas. El hombre transformado en monstruo se ha atrevido a caminar toda la tarde bajo la lluvia, notando los hilos de agua helada que resbalaban por la máscara de goma y se le colaban por los agujeros de los ojos. Esa tarde ha decidido despedirse de los otros paseantes (quizá porque siente—y es extraño— que algo toca a su fin). Ellos estaban allí, en sus lugares semivacíos de otras veces, y le han saludado cuando le han visto como en una complicidad sin términos. Esto le ha reconfortado. El hombre del columpio le ha invitado a sentarse en el otro asiento y balancearse con él (un gesto simple y franco del dedo índice). La mujer ciega, presa de una alegría sin nombre, no ha dudado en gritar «¡Buen día!» en mitad de su carrera, como si de pronto saludara a un viejo amigo que aparece en la penumbra. En el camino de regreso, durante un momento le ha parecido que la niña del túnel, resguardada en la tremenda oscuridad junto a su juguete, le decía: «Puedes pasar», haciendo rodar el pequeño caballo hasta donde estaba él. Pese a que ha seguido su camino, embargado por la emoción, con todos y cada uno de ellos el hombre de aspecto inenarrable ha sentido de pronto que era necesario detenerse; que debía mirarles profundamente y musitar «adiós, adiós a todos», con una última sonrisa. Así lo ha hecho. Y al fin ha llegado a casa. Abre en silencio la puerta, procurando que ellas dos no le oigan. Se quita el sombrero mojado, la máscara, y se despoja del gabán.
—¡Ya he llegado! —grita.
Cuando entra en la cocina, ve sorprendido que su mujer y su hija están sentadas la una junto a la otra, y que a un lado de la mesa están todos los álbumes de fotos familiares. Diez álbumes, apilados en una montaña. Toda su vida junto a ellas, asistida por lloros, biberones templados, caídas de dientes, marcas de estatura en la pared, una casa en la playa, regalos y regalos de navidad, pendientes de aniversario, cuatro años de veranear en los pantanos del norte. En el álbum que tienen abierto, exactamente en la foto central de la página (sale él con la niña en brazos, un día de tormenta, en el zoo) su mujer y su hija, rotulador en mano, pintan sobre su otro cuerpo. Dibujan unos cuernos largos y curvos en la cabeza. Pasan sin prisa a ennegrecer su rostro con una mata de pelo agreste. Se demoran un tiempo, después, para conseguir dibujarle bien una cola retorcida y oscura, las escamas de rombos, todos sus detalles. Y al final, su hija coge el rotulador amarillo muy decidida y le colorea los ojos con la tonalidad de las pupilas de los reptiles. El hombre transformado en monstruo se sienta entonces en su silla, las mira con fijeza y suspira con un largo sonido, hondo, humano, inquietante. Sabe lo que significan ahora esas fotografías. Sabe que debería alegrarse, porque es como si ellas hubieran renunciado a todo lo que él era, ese señor aburrido que evaluaba catástrofes, y aceptaran al otro. En ese momento, trata de sonreírlas aparentando tranquilidad. No es tan fácil como parece.

VI

Vuelve a ocurrir un viernes de septiembre, entrada la tarde, cerca de las ocho y media. Como cada ocaso, el hombre con forma de bestia antediluviana está bañándose. Sin preocupación. Ajeno a todo. Pero justo cuando se enjabona el
cuerno central, un pequeño anélido mutado emerge en silencio del desagüe, emite su chillido de alerta y le muerde en la planta del pie. Tras convulsionar (más o menos durante cinco minutos), el hombre se levanta de un salto. Extrañamente, ni siquiera está preocupado. En lo más mínimo. Apenas tiene tiempo de esbozar
una tímida sonrisa cuando descubre su nueva figura ante el espejo; y desnudo, dejando tras de sí un reguero luminoso de agua, sale hacia la cocina. Allí, su mujer y su hija lo miran horrorizadas. A pesar de sus ojos (fijos en él, muy abiertos), el hombre se sienta en su silla con toda naturalidad, trata torpemente de colocarse la servilleta en el regazo y rellena el vaso con agua. Consiste sólo en que acepten la situación, piensa. Eso es.
—La verdad: con todo esto me ha entrado un poco de hambre —dice entonces, con un extraño aire de seguridad.
Por supuesto, cenan en silencio. Un silencio tenso, de cueva, que sólo rompe el sonido de las cucharas al hundirse en la sopa. Su hija lleva quince minutos jugando con el mismo fideo, y su mujer se mira la laca de las uñas como si éstas proyectaran (por lo menos) un holograma fascinante. No le han mirado ni una vez. Ni una sola. El hombre cree saber lo que ellas están pensando, esa precisa angustia de quien no esperaba algo como eso. «A estas horas de la noche, por Dios santo, no podías esperar», parecen decirle sus miradas esquivas. Y aun así no puede evitar notar cómo, por dentro de él, empieza a extenderse una calma basta, una atardecida, la normalidad. Nota, en efecto, que vuelve, el calor de sus manos de antes, la forma de mover los ojos y enfocar las formas de la cocina, su respiración a intervalos, todo lo que era suyo. Y no se siente exactamente consolado (puesto que sabe lo que vendrá a partir de este instante, cómo serán las cosas); pero al menos, sí cierta paz. Eso mismo le ocurre poco después, cuando su mujer va a acostar a la niña. A lo lejos, desde la última habitación, el hombre escucha con claridad las palabras de su hija, que solloza metida en la cama. Mira durante un momento al pasillo. Llegan hasta él de pronto, nítidas, atravesando la casa a oscuras.
—Ése no es mi padre.


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