Sus cuentos son, como veréis, ágiles, pulcros y originales. Este que os traigo nos habla del conocido binomio hombre/bestia del que tanto se ha escrito, pero desde una óptica algo distinta y no exenta de un fino humor negro.
EL EXTRAÑO
Matías Candeira
I
La
improbable tragedia sucede un martes de octubre, ya de noche, a eso de las
diez. Mientras el hombre entretiene el tiempo en su baño de todos los días
—frotándose con generosidad el pecho, cortándose las uñas, cantando un poco—,un
pequeñísimo anélido mutado emerge en silencio del desagüe, emite su
chillido de alerta y le muerde en la planta del pie. El hombre convulsiona
algún tiempo sobre el agua, más o menos tres minutos. Se encoge en una torsión
imposible. Alza un brazo, agarra la cortina y, en un gesto bastante dramático,
tira de ella con fuerza hasta que cae y lo cubre. Cuando se levanta ya no es el
mismo. Ha aumentado generosamente de estatura, le ha crecido pelo por todo el
cuerpo y en lugar de sus manos finas y huesudas de toda la vida, ahora que se
las mira delante del espejo, tiene garras del tamaño de navajas barberas. Sin
contar esos tres cuernos alineados en la frente. Al girarse y observar la zona
donde antes estaba su desmejorado trasero, descubre una larga cola estriada,
que puede mover, con torpeza al principio (sin querer tira una caja de
cuchillas de afeitar); e incluso dar un rápido revés y arrancarle, por qué no,
la cabeza a alguien. Pero algo muy raro ha ocurrido en la transformación. Un
detalle parece no encajar. El hombre transformado en monstruo recuerda
perfectamente su nombre, y el de su mujer y su hija pequeña. Ahora mismo no
siente una furia asesina, ni ganas de beber rica sangre, ni mucho menos una
imperiosa necesidad de buscar un lugar húmedo y oscuro para esconderse, como
por ejemplo las alcantarillas de la ciudad. Esto le resulta desconcertante.
Cuando
sale hacia la cocina goteando agua, todavía confuso, el hombre transformado en
monstruo descubre a su mujer y su hija atrincheradas contra la nevera. Cada una
blande un cuchillo enorme.
—¿Qué
tenemos de cena? —dice; pero como ve que su mujer se tapa la boca para no
chillar, se apresura a corregir esa desafortunada pregunta—. Bueno, es igual:
estoy un poco desganado.
Sabe
que es una situación delicada. Un gruñido inadecuado o un movimiento de más con
la cola mortífera y su mujer empezará a gritar como una demente, tratará de
cortarle el cuello y quizás intentará escapar por la ventana con la niña cogida
del brazo. El azar debe de haberle arrojado a esa extraña prueba que, por
fuerza, como los grandes hombres, tiene que pasar. Tiene que ser algo de eso.
No hay otra explicación. Así que, ante la mirada atónita de su familia, el
hombre de aspecto inenarrable se sienta en la cabecera de la mesa, coge una servilleta
tratando de no despedazarla con las garras, se la coloca alrededor del cuello
de la manera más natural posible, rellena su vaso con vino y huele la sopa del
plato con evidente interés. «Qué buena pinta tiene todo», dice. Y un poco más
tarde, mientras su mujer y su hija se sientan a la mesa (trémulamente, todavía
con el cuchillo bien agarrado), empieza a hablar de infinidad de cosas: una
factura por pagar, la comida de los peces, el desconchón de pintura que corona
la cabecera de la cama del dormitorio, y que hay que repintar sin falta.
Algunas gotas de sopa empapan su morro peludo, descienden lentas por sus colmillos,
pero no le importa. Habla sin detenerse de esos temas banales, creyendo así que
conseguirá devolverle a la cena la naturalidad perdida. Su voz nueva, grave y
profunda, resuena como un gong en la cocina y se pierde por el patio. Es
una voz monstruosa y, a la vez, con su pátina humana inconfundible.
—La
sopa está muy rica, cariño. ¿Qué le has echado?
Al
terminar la cena, el hombre transformado en monstruo mira a su mujer y a su
hija una vez más. Las mira como en una súplica desde sus ojos amarillentos de
reptil. Es el momento decisivo. Lo sabe. A partir de aquí, todo reside en su
respuesta. Así que deja la cuchara sobre el plato vacío, encoge la cola asesina,
agacha la cabeza y se pone a esperar una señal.
—Pensadlo:
¿qué le queda a un hombre sin estos pequeños momentos de felicidad de los que
disfrutamos cada noche, eh? ¿Qué? —acierta a decir, en un intento estúpido de justificarse
con alguna frase aprendida de antemano.
De
pronto, su hija se levanta y, al tiempo que se alisa las arrugas de su pijama
de cocodrilos, le dice finalmente:
—Papá,
¿por qué no me arropas?
II
Tumbado
en la cama del dormitorio, después de acostar a su hija (que le ha besado en
cada cuerno con más cariño que otras veces), el hombre capaz de aullar como una
criatura del Averno no puede dormir. Sin descanso, observa los surcos del techo.
¿Qué tipo de ser es en realidad? ¿Una mezcla de muchos? ¿Cuál será el rumbo que
tome su vida a partir de ahora? A su lado, su mujer está inmóvil como una
estatua de cera. Él no sabe si duerme (debe de ser que no), y en todo caso es
incapaz de preguntárselo. Pero nota su cuerpo tenso, quizás embargado por una
mezcla de miedo, provisionalidad, peligro. Percibe claramente las vaharadas de
calor que emanan de él, como ondas de electricidad. Es extraño. Hace mucho
tiempo (en realidad, piensa, muchísimo tiempo) que no hacen el amor. Se acuerda
de la noche en que su hija fue concebida: desde esa madrugada, ninguna otra vez
se ha atrevido a agarrarla del pelo, arañarle la espalda y correrse dentro de
ella como si el mundo fuera a acabarse. Terminaron rendidos, lo recuerda bien.
Ella con una verdadera sonrisa, de felicidad, seguro. Poco después, una especie
de rutina metálica y sin brillo se apoderó de su vida matrimonial, hasta que
ella acabó durmiendo todas las noches al otro lado de la cama, en el borde, muy
lejos de él. Le pasa a casi todas las parejas. Se lo dijo un compañero de
trabajo.
Como
todavía no tiene absoluto control sobre su cola, el hombre increíblemente
escamoso no se da cuenta de que entre vaivén y vaivén, pensamiento y
pensamiento, la punta empieza a enrollarse en el tobillo de su mujer, en un
latigazo breve y provocador. Pronto son uno, dos, hasta tres de esos coletazos involuntarios.
Y, al rato, ella se gira hacia él, desliza la mano por su pecho hirsuto, le
acaricia los cuernos amorosamente, suspira, se acerca un poco más. No puede
ser. Tiene los ojos brillantes y —esto no puede asegurarlo— con un punto de
lascivia. ¿Por qué no huye? ¿Qué es lo que ve en realidad? Él mismo está
confuso ante la situación. Un minuto después nota que está más próxima, sólo a
unos pocos centímetros. El calor que emana de ella es insoportable. Tras unos
instantes de vacilación, el hombre que podría comerse una oveja aún viva es
incapaz de aguantar más.
Se
vuelve hacia un lado y le da la espalda. Ella trata de acercar más su cuerpo
caliente.
—Cariño,
vamos… —la escucha decir, en un susurro.
Ahora
nota su mano, en concreto su dedo índice, y cómo le hace pequeños masajes en la
hilera de escamas de la espalda. Tiene que ser una broma pesada, cavila, no
puede estar ocurriendo. Es imposible. ¿Qué va a…? Y la mano de su mujer ha
comenzado a bajar. Al cabo de un rato, preso de un ataque de nervios, el
hombre
anormalmente peludo se tira al suelo, rueda bajo la cama y decide pasar la
noche allí, al abrigo de un muro de dilemas que ahora no puede resolver.
III
Aunque
pasadas unas semanas su vida da claras muestras de empezar a mejorar, el hombre
con forma de bestia antediluviana no acaba de creerse su nueva condición. La primera
decisión que toma apenas le hace pestañear: deja de ir a su trabajo (perito de
incendios, inundaciones y otros desastres que requieren ojo experto). Ni
siquiera llama para alegar razones. Convencido de que es presa de un engaño,
que ostenta un disfraz inverosímil, se toca con meticulosidad su nuevo cuerpo cuando
llega la hora de su baño nocturno. Espera un error, esa señal meridiana que le
muestre que, en el fondo, es débil, y que bajo todo ese pelo todavía puede
encontrarse una piel, unos huesos, las cosas habituales. Así que cada noche
prueba movimientos rápidos con la cola, o más lentos si desea observarla mejor.
La cola responde perfectamente a sus exigencias y hasta puede prender objetos a
su antojo (la esponja azul, el pequeño espejo de mano, un cepillo para frotarse
esas zonas difíciles de la espalda). Tendrá que variar su método si es preciso.
Por eso a veces clava las garras en la pared, con furia. Pero es en vano. Un
trozo de pared se desprende siempre y se deshace en el agua de la bañera. Las
garras, para su desgracia, son muy fuertes. Podrían abrir a una vaca en canal. Antes
de terminar su baño de cada noche, y aunque no recuerda muy bien el momento
anterior a la transformación, el hombre con ojos de saurio se queda mirando
fijamente el desagüe, los orificios brillantes bajo el agua, ese mundo vasto y oscuro
que debe de existir al otro lado. Se encoge de hombros pensando qué debió de
suceder esa noche. Después se pone su albornoz, porque está convencido de que
no es bueno desterrar las viejas costumbres. Pero con su nuevo tamaño ha dado
de sí la tela y varias costuras se han roto, por lo que matas agrestes de pelo
emergen de los agujeros, aquí y allá, dándole a su cuerpo esa inquietante
apariencia de un jardín sin la poda adecuada. Al salir hacia la cocina, ha de
frotarse los ojos amarillos ante esos detalles que parecen haber cambiado a
mejor: las sonrisas cada vez más frecuentes de su mujer, los platos llenos a
rebosar, el modo en que su hija le acaricia el morro y le decora los cuernos con
pequeñas tiras de colores. Incluso en eso la siente más próxima. Antes solía
dejar la tarea de acostarla a su madre, pero estos días, envalentonado, le
encanta oír su risa cuando la deposita en la cama, le hunde el morro en el
vientre y emula el sonido nocturno y secreto de una criatura del espacio.
—Ruge,
papá. Ruge para mí.
Sin
embargo, después de besarla en la frente (ay, papá, cuidado con los cuernos) se
pregunta cómo es posible, cómo puede ser que lo haya aceptado tan rápido; y
mucho más al volver a su habitación, donde invariablemente su mujer le espera
ataviada
con su mejor lencería. Unas cuantas noches consiguió resistirse a sus
insinuaciones eróticas. Seguía sin comprender mucho de todo eso. Aunque bajo la
cama de matrimonio corría un vientecillo helador, bastante insufrible, al menos
allí estaba a salvo, podía pensar. En ese lugar era posible tratar de hallar
una explicación al hecho de que su mujer pareciera sentir un nuevo afecto por
él, a todas luces incomprensible. ¿Acaso a ella le gusta el peligro? ¿Le seduce
la posibilidad de que a él, sin previo aviso, le atraviese un estertor de
fiera? ¿De ser desmembrada, a lo mejor? ¿Qué ve cuando le mira? ¿Qué
exactamente? Hace una semana, ella lo consiguió por fin. Los masajes, todos
esos susurros apremiantes y lascivos, han hecho su efecto. Ningún hombre puede
resistirse a un asedio de caricias como ésa. Desde entonces hacen el amor,
salvajemente, con saña y la luz encendida, igual que dos cocodrilos extraños.
El hombre de la cola mortífera se abalanza sobre ella, trata de no pensar, le
araña el vientre con las garras y la penetra violentamente. A su mujer parece
gustarle mucho. Agarrándose al cabecero de la cama, le pide que ruja con
fuerza, toda la posible. Y él lo hace. Ruge con sus gritos de bestia
prehistórica, con desesperación, tan fuerte que las paredes del dormitorio
tiemblan. Al poco, por una sugerencia suya, que teme las reacciones de los
vecinos (o aún peor: que su hija sufra pesadillas con el color de una
bacteria), han de insonorizar la habitación. Hasta que una noche, en el instante
en que se corre dentro de ella y un surco involuntario,
más
profundo de lo normal, horada su vientre, su mujer le susurra muy despacio: «Te
quiero». Es sólo un segundo.
—Te
quiero.
IV
Cuatro
meses después de la transformación, su vida parece haber alcanzado una cota de
dicha inverosímil. No pasa una noche sin que haga el amor ferozmente con su
mujer (ahora tiene unas cicatrices largas en la zona del ombligo, iguales a los
costurones de una muñeca de trapo, pero dan la impresión de no preocuparle
mucho). Al dar las once, su hija siempre se duerme cogida a su mano peluda, muy
lentamente, embargada por una tranquilidad de hielo que él nunca había visto
antes. Su dominio de la cola ya es casi perfecto: puede pintar (gusta de los
paisajes impresionistas, con muchas vacas); practicar con ella y atrapar los
peces del acuario del salón (devolviéndolos rápidamente al agua verdosa); y
desde hace algunos días, para matar el tiempo, ha empezado a clavar varios
cisnes de porcelana en una pared que aún estaba sin decorar. En el trabajo hace
ya mucho que han dejado de llamar para preguntar qué ha ocurrido, a qué se debe
su ausencia. Por su parte, a él no le ha costado demasiado olvidar los informes
periciales, las casas inundadas, el firmamento de cosas a medio devorar que
dejan los elementos en estado salvaje.
Eso
es el pasado, se consuela. Es verdad que a veces, sin poder evitarlo, el hombre
que un día de estos podría comerse a su familia se entrega a una afición
secreta, una especie de reconciliación con lo que ya parece un rollo de
película antiguo.
Esas
horas que su mujer y su hija salen a jugar al parque y le dejan destripando un
pescado (uno de sus nuevos entretenimientos), se arrastra bajo la cama del
dormitorio y, de una caja de zapatos, saca una máscara de goma. Pese a que le
parece
horrenda, no ha encontrado otra mejor. La máscara tiene la nariz aguileña, los
labios ligeramente deformados por el calor y dos mofletes de color rojo muy
marcados. Aun así, se la pone sin miramientos. Después se cala un sombrero
hasta la frente, se pone unos guantes reforzados, se enrolla la cola a la
cintura y, enfundándose en un viejo gabán oscuro, sale a pasear. Pasea y pasea,
sin un rumbo predestinado. Si uno busca, la ciudad está llena de lugares
únicos, donde algunos paseantes se acomodan en una soledad blanda, enteramente
suya; el recodo donde, lejos de su casa, puede surgir de pronto una respuesta a
esa cuestión (sea la que sea) que les angustia. El viejo parque que hay cerca
de su calle está lleno de columpios metálicos con forma de huevos de algún
planeta remoto. El hombre que aparece en las pesadillas de algunas tribus suele
sentarse en un banco y echar de comer a las palomas. Otro hombre siempre está
ahí y le acompaña, balanceándose en el columpio, unos metros más allá. Algunas veces
se miran. El hombre del columpio, de labios gruesos, trata de emular el sonido
de las cadenas. Son gemidos cortos e intensos. Y su imitación es tan perfecta
que muchas veces es el sonido verdadero (el chirrido, ese ir y venir) el que
parece falso.
El
hombre que ruge como las peores fieras prosigue su paseo sin perder más tiempo,
quiere seguir mirando a los otros, no sabe por qué es así, pero le gusta estar
a su lado y observarlos con la curiosidad de un entomólogo taciturno. Por un
instante se da la vuelta, mira los columpios y tiene la sensación gelatinosa de
que
ellos
dos han emergido de esos huevos, que podrían pertenecer a la imaginación oscura
de otra persona. Su siguiente parada es un descampado, donde una mujer ciega,
sin saber que alguien mira, ha dejado el bastón clavado en un montículo de
hierba y corre libre por la inmensa explanada. Ver a esa mujer sin su bastón,
libre, extendiendo los brazos como un antiguo biplano, le emociona. Pero es la
niña del caballo de madera la que en el fondo le dice que no está completamente
solo y que un mundo también debe existir para que ellos anden todas las tardes,
para que vivan. Siempre la encuentra en un túnel lleno de coches abandonados
que hay al norte del barrio. Llega hasta allí y puede escuchar el rumor de unos
zapatos moviéndose sigilosamente entre los vehículos, hasta que la mano de la
niña deja el animal en mitad de la entrada. Después, encaramada en lo alto de
un coche, mira con fijeza a su caballo, la rotunda provocación del juguete. No
tiene aspecto de necesitar nada más. Es la reina de este sitio, así debe ser,
piensa el hombre transformado en monstruo.
—Estaré
por aquí —dice entonces la niña, cuando él se aleja de la boca del túnel.
Y
eso, por alguna razón, le hace sentir bien.
V
Al
cabo del tiempo, cerca del verano, el hombre de las garras mortales (y cada vez
más crecidas) casi ha conseguido olvidarlo todo. Vive innumerables momentos de
felicidad, y sólo alguna que otra noche la situación le parece preocupante.
Pese a
que
no lo hace tan a menudo como al principio, en ocasiones persiste en mirar el
desagüe y trata de acordarse de ese segundo, del pinchazo que lo cambió todo.
Le resulta imposible: ve agua, sí, toda el agua de la bañera, cómo se enfría
muy despacio en un baño siempre a oscuras. Se ve a sí mismo alzándose,
salpicando el espejo, pero ya transformado. Estos días ha empezado a jugar mucho
más con su hija. A esas largas persecuciones por el pasillo (la niña se ríe
tanto y tan hondamente) se han sumado las pequeñas representaciones teatrales.
En ellas, la niña es una princesa noruega atrapada en una torre de hielo, una
sirena buscando a su rey, una famosa trampera de Dakota del Sur acompañada de
su forajido misterioso. La escena preferida de la pequeña es la de Trixie Slam,
una piloto espacial que ha quedado atrapada en un planeta perdido, de montañas
color de jade y gigantescas plantas venenosas llenas de pústulas azules. Pero
en ese argumento extraño, él no es el monstruo. Se siente muy inquieto cuando
el juego empieza. Siempre es el valiente que aterriza con la baliza de rescate
(¡papá!, ¡papá!, ¡tú eres el héroe!), busca por todo el planeta con su olfato
hiperdesarrollado y despedaza a la malvada planta matriz con sus garras para, finalmente,
estrechar a Trixie en sus brazos y escapar en el último segundo, cuando un
intenso terremoto sacude el planeta entero y lo resquebraja de parte a parte.
En muchas ocasiones, el hombre de colmillos afilados se siente bastante
intranquilo, no triste, pero sí desubicado, acongojado y dichoso a un tiempo.
Si antes su hija, en los dibujos del colegio, le colocaba siempre a un lado de
la hoja de papel, con un maletín en la mano y bastante apartado de su madre y
de ella, desde hace poco se ve representado en una figura grande de trazos
oscuros (demasiado vívidos para provenir de la cabeza de una niña pequeña), cogiéndoles
de la mano a las dos. Ese mismo detalle se ve multiplicado una noche en que
vuelve a casa tras su paseo.
Afuera
lleva lloviendo muchas horas. El hombre transformado en monstruo se ha atrevido
a caminar toda la tarde bajo la lluvia, notando los hilos de agua helada que
resbalaban por la máscara de goma y se le colaban por los agujeros de los ojos.
Esa tarde ha decidido despedirse de los otros paseantes (quizá porque siente—y
es extraño— que algo toca a su fin). Ellos estaban allí, en sus lugares
semivacíos de otras veces, y le han saludado cuando le han visto como en una
complicidad sin términos. Esto le ha reconfortado. El hombre del columpio le ha
invitado a sentarse en el otro asiento y balancearse con él (un gesto simple y
franco del dedo índice). La mujer ciega, presa de una alegría sin nombre, no ha
dudado en gritar «¡Buen día!» en mitad de su carrera, como si de pronto
saludara a un viejo amigo que aparece en la penumbra. En el camino de regreso,
durante un momento le ha parecido que la niña del túnel, resguardada en la
tremenda oscuridad junto a su juguete, le decía: «Puedes pasar», haciendo rodar
el pequeño caballo hasta donde estaba él. Pese a que ha seguido su camino,
embargado por la emoción, con todos y cada uno de ellos el hombre de aspecto
inenarrable ha sentido de pronto que era necesario detenerse; que debía
mirarles profundamente y musitar «adiós, adiós a todos», con una última sonrisa.
Así lo ha hecho. Y al fin ha llegado a casa. Abre en silencio la puerta, procurando
que ellas dos no le oigan. Se quita el sombrero mojado, la máscara, y se
despoja del gabán.
—¡Ya
he llegado! —grita.
Cuando
entra en la cocina, ve sorprendido que su mujer y su hija están sentadas la una
junto a la otra, y que a un lado de la mesa están todos los álbumes de fotos
familiares. Diez álbumes, apilados en una montaña. Toda su vida junto a ellas,
asistida por lloros, biberones templados, caídas de dientes, marcas de estatura
en la pared, una casa en la playa, regalos y regalos de navidad, pendientes de
aniversario, cuatro años de veranear en los pantanos del norte. En el álbum que
tienen abierto, exactamente en la foto central de la página (sale él con la
niña en brazos, un día de tormenta, en el zoo) su mujer y su hija, rotulador en
mano, pintan sobre su otro cuerpo. Dibujan unos cuernos largos y curvos en la
cabeza. Pasan sin prisa a ennegrecer su rostro con una mata de pelo agreste. Se
demoran un tiempo, después, para conseguir dibujarle bien una cola retorcida y
oscura, las escamas de rombos, todos sus detalles. Y al final, su hija coge el
rotulador amarillo muy decidida y le colorea los ojos con la tonalidad de las
pupilas de los reptiles. El hombre transformado en monstruo se sienta entonces
en su silla, las mira con fijeza y suspira con un largo sonido, hondo, humano,
inquietante. Sabe lo que significan ahora esas fotografías. Sabe que debería
alegrarse, porque es como si ellas hubieran renunciado a todo lo que él era,
ese señor aburrido que evaluaba catástrofes, y aceptaran al otro. En ese
momento, trata de sonreírlas aparentando tranquilidad. No es tan fácil como parece.
VI
Vuelve
a ocurrir un viernes de septiembre, entrada la tarde, cerca de las ocho y
media. Como cada ocaso, el hombre con forma de bestia antediluviana está
bañándose. Sin preocupación. Ajeno a todo. Pero justo cuando se enjabona el
cuerno
central, un pequeño anélido mutado emerge en silencio del desagüe, emite
su chillido de alerta y le muerde en la planta del pie. Tras convulsionar (más
o menos durante cinco minutos), el hombre se levanta de un salto. Extrañamente,
ni siquiera está preocupado. En lo más mínimo. Apenas tiene tiempo de esbozar
una
tímida sonrisa cuando descubre su nueva figura ante el espejo; y desnudo,
dejando tras de sí un reguero luminoso de agua, sale hacia la cocina. Allí, su
mujer y su hija lo miran horrorizadas. A pesar de sus ojos (fijos en él, muy
abiertos), el hombre se sienta en su silla con toda naturalidad, trata torpemente
de colocarse la servilleta en el regazo y rellena el vaso con agua. Consiste
sólo en que acepten la situación, piensa. Eso es.
—La
verdad: con todo esto me ha entrado un poco de hambre —dice entonces, con un
extraño aire de seguridad.
Por
supuesto, cenan en silencio. Un silencio tenso, de cueva, que sólo rompe el
sonido de las cucharas al hundirse en la sopa. Su hija lleva quince minutos
jugando con el mismo fideo, y su mujer se mira la laca de las uñas como si
éstas proyectaran (por lo menos) un holograma fascinante. No le han mirado ni una
vez. Ni una sola. El hombre cree saber lo que ellas están pensando, esa precisa
angustia de quien no esperaba algo como eso. «A estas horas de la noche, por
Dios santo, no podías esperar», parecen decirle sus miradas esquivas. Y aun así
no puede evitar notar cómo, por dentro de él, empieza a extenderse una calma
basta, una atardecida, la normalidad. Nota, en efecto, que vuelve, el calor de
sus manos de antes, la forma de mover los ojos y enfocar las formas de la
cocina, su respiración a intervalos, todo lo que era suyo. Y no se siente
exactamente consolado (puesto que sabe lo que vendrá a partir de este instante,
cómo serán las cosas); pero al menos, sí cierta paz. Eso mismo le ocurre poco
después, cuando su mujer va a acostar a la niña. A lo lejos, desde la última
habitación, el hombre escucha con claridad las palabras de su hija, que solloza
metida en la cama. Mira durante un momento al pasillo. Llegan hasta él de pronto,
nítidas, atravesando la casa a oscuras.
—Ése
no es mi padre.
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