Blog de Regina Salcedo Irurzun

martes, 14 de abril de 2020

LECTURAS PARA LA CUARENTENA: GUILLERMO FADANELLI

Es difícil leer un cuento de Fadanelli y no acordarse de aquella mítica frase de Cortazar sobre que un relato debe ganarnos por KO. Sus cuentos, como estos dos que hoy os dejo, son breves e intensos como  un puñetazo en el estómago. Te dejan sin aliento, mareado y con una bilis amarga en el alma que no se va por mucho que te enjuagues con Oraldine o salgas a cantar al balcón "Resistiré". Creo que, en estos días extraños en los que por fin la realidad más cruda nos ha alcanzado, pueden ser una lectura interesante para recordarnos que el verdadero horror ya estaba antes ahí fuera, lo que pasa es que, hasta ahora, bastaba con no mirar más allá de nuestra casas, barrios o vallas en la frontera.


Compraré un rifle y cazaré un venado
Por: Guillermo Fadanelli


            Camino diez pasos hasta llegar a la puerta donde un número nueve, broncíneo, oxidado, está a punto de caer al suelo. Oprimo un timbre y espero. Siento que mi estómago se abre y derrama un líquido amargo sobre el resto de las vísceras. Voy a entregar dos gramos de cocaína a un hombre que nunca antes había visto en mi vida. Sólo sé que su nombre es Arturo y que debe entregarme cuatrocientos pesos; de ese dinero me corresponde un quince por ciento. Mientras aguardo a ser recibido observo cómo las golondrinas han construido un nido muy cerca del número nueve, una de las crías estira el cuello y abre la boca, una boca inmensa; me imagino hurgando con el dedo meñique hasta su garganta cuando la puerta se abre y aparece un hombre descalzo. Podría apostar a que su cabello es artificial porque su piel es morena y… Me invita a pasar hasta donde otro hombre aguarda sentado en una silla antigua, dorada, con asiento de terciopelo. Me sonríe, dice “Pero qué joven eres, muchacho”, y hace una seña invitándome a ocupar otra silla, ésta no tan antigua. No sé quién es Arturo, pero supongo que es el tipo descalzo; lo compruebo cuando me dice que antes de pagarme van a probar la mercancía. No desconfían, pero creen que de esa manera será mejor para todos. Yo no tengo objeciones. Nadie me dio instrucciones para afirmar o negar. Sólo debo cobrar cuatrocientos pesos de los cuales me corresponderá el quince por ciento.
  El que no es Arturo descuelga un cuadro de la pared y sobre el cristal forma dos líneas blancas. En otra pared sobresale la cabeza de un venado muerto; me acerco y acaricio su piel: sus ojos se parecen a los de Elisabeth Taylor. A un lado hay una placa que dice: “Cazado en Canadá por el doctor Arturo Jiménez”. Imagino al venado corriendo como una saeta por una colina cubierta de nieve. Escucho sus jadeos; se están besando; el que no es Arturo está sentado sobre las piernas del que sí es: son maricones. Les pregunto si me pueden pagar pero el que no es Arturo se arrodilla y le chupa allí al otro, enfrente de mí. Me volteo para no mirar y quedo otra vez frente a frente con el venado, pero ahora me resulta imposible imaginármelo corriendo en la nieve. Después de algunos minutos Arturo me toca la espalda; es casi de mi tamaño y tiene arrugas en la frente: “Cuatrocientos pesos por la coca y cincuenta para ti, por soportarnos”, dice. Si las cuentas no me fallan los cincuenta más el quince por ciento deberán ser un poco más de cien pesos. Si ahorro, algún día podré ir a Canadá a cazar un venado. Eso haré  cuando cumpla dieciocho años: me iré a Canadá, compraré un rifle y cazaré un venado.

Maizena de Fresa
Por: Guillermo Fadanelli



     
Ella estaba parada junto a un cartel de Cuidemos el Agua, es por el bien de todos. Tenía un vestido color betabel y zapatos de agujas largas y charol impecable, y su cabello negro, casi de plástico, cortado por unas tijeras bien afiladas. Era tan pálida como una puta del Cáucaso, o si se quiere, tan blanca como la avena o el semen de un toro. "Una mujer blanca para esta noche negra y estúpida", pensé. La calle bautizada con el nombre de un santo, la banqueta estrecha y del fondo de sus coladeras un olor a orines y a sangre de rata, y excremento y aromatizador Wizard. Ella mantenía la barbilla alzada, la nuca recargada en la pared, y la mirada extraviada en un cartel de letras enormes, tipografía helvética: "No hay obstáculos, lo que hay son malas decisiones". Me detuve, tenía los huevos ardiendo, tal vez porque desde hacía muchos meses no recogía a una desconocida para cubrirla con mis sábanas sucias, llenas de manchitas de mostaza y refresco de naranja, salpicadas con gotitas de sangre y escupitajos de pluma fuente. Me acerqué a ella, misterioso, como si guardara la navaja en la mano, aunque en lugar de la hoja filosa y refulgente saqué unas pastillas de frambuesa que también brillaron con un rojo intenso. Y se las ofrecí.

Metí la llave en el ojo de la cerradura, a tientas, porque mis ojos estaban en otra parte, y mis labios untados a un pezón, tan duro como una avellana seca. "Espérate a que entremos, papito", dijo, y su papito obedeció, empujó la puerta de pino con olor a viejo y a barniz, encendió la luz de un foco de 50 watts y la invitó a entrar a un departamento sin alfombras, ni lavadora en el baño, ni closet de puertas averiadas, ni peceras con peces de ojos saltones, ni envolturas de chocolate Hersheys tiradas en el tapete del baño. Y ella entró, fea como en realidad era, descubierta por la vil y amarillenta fatalidad del foco, con su cabello mal cortado y sus zapatos de charol descascarados por el uso, y sus uñas pintadas de un naranja infeliz y su piel dorada como la piel de una tortilla, y su vagina limpia y rojiza como su vestido marcado con una quemadura de cigarro en el escote. "¿Cuánto me cobras por hacer de cenar?" "Nada", dijo y preparó dos huevos estrellados, supurando aceite, y calentó en un comal el pan Bimbo y exprimió la salsera como si estuviera estrujando la gran verga para sacarle el último chorrito de Catsup.

Nos lavamos los dientes con el mismo cepillo de cerdas jodidas e hicimos buches con Astringosol y nos enseñamos la lengua como los que van a agarrarse a madrazos y antes se muestran los puños llenos de anillos y de huesos cicatrizados y nudillos negros. Pero la verdad estábamos tan agotados, yo a causa del trabajo en la oficina, con la mano dolorida de tanto poner sellos en la parte inferior izquierda de cientos de facturas, y de ir en metro hasta Atzcapozalco a cobrar un adeudo, y volver a esperar que a un puto gerente se le hincharan las bolas para decirme: "Vete de una vez para que mañana vuelvas más temprano". Y ella estaba también a punto de dormirse, molesta por la violeta de genciana que tenía a un lado del culo. "me mordió un maldito perro", mentía, porque se la habían cogido ya tres veces, tres malas decisiones que había tomado para salvar el obstáculo, el gran obstáculo. "Yo soy tu buena decisión, mi putita", le dije, pero no pudo escucharme, estaba dormida, llenándome el cuello con su olor a Astringosol, clavándome una rodilla en los testículos hasta hace un par de horas ardientes, y ahora fríos como dos albóndigas recién sacadas del refrigerador.

Se quedó a vivir en mi casa mientras estuve curándole su mordida de perro, y ella haciéndome espaguettis, a veces con crema y a veces con tomate y nunca con mostaza como a mí me gustaban. Pero lo que sí hacía muy bien era chupármela mientras yo cerraba los ojos imaginándome a la puta caucásica de cabello azuloso y zapatos impecables que recogí en la esquina de una calle con el nombre de un santo. Y seguir poniendo sellos y firmando facturas se volvió un poco menos aburrido porque sabía que llegando a mi departamento abriría la puerta de pino y ella estaría ofreciéndome un plato de espaguettis con tomate y sus labios hinchados y rojos como una goma de mascar a punto de reventarse, y su culo ya cicatrizado, y mi casa un poco más ordenada, sin los Corn Flakes regados en el piso, ni mis calzones Rimbros colgando en la falleba de la ventana, ni la tasa del baño tatuada con las costras de orines, ni las cajitas de Maizena de fresa almacenadas en el horno de la estufa, ni mis revistas porno tiesas de semen regadas en el piso del baño. "Al final la puta se convirtió en tu sirvienta", me dijo un día antes de que nos casáramos por lo civil, porque no teníamos el dinero suficiente para Masturbar a Cristo, ni para el vestido, y el arroz preferíamos comérnoslo con plátanos fritos, y chícharos muy verdes, y ejotes blanditos.

Ahora vuelvo a pasar por esa calle donde recogí a mi esposa y madre de mis dos hijos, y suspiro cuando veo a una jovencita de piel amarilla y ojos grande que me llama para decirme :"Por qué no nos venimos juntos, papito". Y haciéndome pendejo, dejo mi portafolios Samsonite en el piso para buscar en los bolsillos mientras le veo esas piernas de dieciséis años y los pezones lamiendo el escote de su vestido, y sus orejas pequeñas de perro chihuahueño, y encuentro un billete de doscientos pesos que le muestro pasándoselo por entre las piernas y dándole una débil mordida en el hombro. "Es todo lo que tengo", le digo, pero ella, tierna, me dice: "Es todo lo que valgo", y nos vamos a un hotel llamado Fabiola donde nunca hay agua caliente, ni música estereofónica, ni alfombras, ni ropa ordenada, ni cajas de Maizena de fresa juntitas y formaditas en la alacena, ni gritos de niños estúpidos, ni putas con el culo cicatrizado exigiéndote a gritos el dinero para comprar pañales, pagar la luz, el agua, y la renta del departamento.

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