Siempre que leo el mítico Liverpool (1949), de Millares Sall, siento que caigo por una cascada de palabras repletas de belleza, fuerza y magia. Bueno, quizá "caer" no sea la palabra adecuada, porque es más bien una sensación de ligereza luminosa que me eleva, me expande y me llena de alegría, melancolía y admiración; como quien contempla la última carrera de un pura sangre por un fabuloso paisaje.
La poesía de Millares es libertad en estado puro, es cantar/dolerse con el corazón en los dedos, el pecho abierto hacia la luz y la herida, sin protección alguna, igual que un kamikaze que se lanza hacia el Sol para estallar en él. Por eso no es de extrañar que el autor arremeta contra la tiranía de las rutinas proletarias, la vida y la mente alienadas y asumidas borreguilmente, los relojes y horarios como oscuros y malolientes callejones. Por eso, tampoco sorprende que, tras cada verso incandescente, se perciba el ligero y persistente aroma de la nostalgia por otra realidad, otra manera de existir en el mundo más digna, bondadosa, imaginativa y libre.
EL NÚMERO 2 Y 1/2
Naturalmente, yo en mis ojos,
y en los últimos resquicios de la tierra, indagando
media hora,
y además sobre todas las frentes, sobre todas las
lenguas, sobre todos los muertos,
y en las últimas calles, donde los hombres no discuten
por un vaso de sangre,
donde los hombres abandonan tranquilamente una
baraja de duros corazones
sobre una mesa antigua de caoba, sobre una colcha de
agua fría,
ya con destino a los que mueren con un reloj de oro en
el bolsillo.
Naturalmente, yo puedo abrir en dos mis ojos,
y en dos mi mano izquierda para cederle la derecha a
una señora sin marido,
y separar mis venas contra el último grito de unos
cabellos,
a esa hora exacta después de las comidas,
a esa hora exacta en que brilla una boca en la oscuridad
de un lecho,
a esa hora exacta en que un reloj se para en la muñeca
de una mano,
a esa hora exacta en que los ómnibus se llenan de
famélicos horteras,
de oníricas dactilógrafas,
y de jóvenes y viejos abogados sin bufete;
a esa hora exacta de anémicos oficinistas recién afeitados,
de eructos y revistas extranjeras y novelas policíacas;
a esa hora exacta en que descansan los cinematógrafos una
dura jornada de alientos y suspiros y manos amorosas;
a esa hora exacta en que se bebe café para soñar con
blandos lechos de algodón
y luego comentar ruidosamente una aventura con la
doncella de la esquina;
a esa hora exacta en que miles de ciudadanos atraviesan
sus bocas
con un moldadiente para que no diga el vecino;
a esa hora en que de un zaguán sacan un féretro
vacío
y cuatro ciudadanos discuten seriamente en una esquina
sobre el valor de un número divisible por sí mismo;
a esa hora exacta en que los pies se vacían
inconscientemente en el hueco de un zapato,
a esa hora exacta en que un vientre se retuerce en el
último piso de una casa oscura,
a esa hora exacta en que la mano de un amigo sobre un
hombro se vuelca como un vaso de vinagre;
a esa hora exacta en que los barcos se alejan y una joven
se desnuda en mis riñones.
Naturalmente, yo en mis ojos,
sobre la caliente oreja de un reloj moribundo,
sobre mi propio cuerpo de piano enfermo que se pudre,
y a través de los hilos de un teléfono a doscientos pasos de
mi amada que se pudre,
naturalmente,
y yo en mis ojos, y en mi alma,
y a lo largo de una calle sin esquinas,
a esa hora exacta después de las dos
y media de la tarde, naturalmente.
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