Blog de Regina Salcedo Irurzun

martes, 31 de marzo de 2020

LECTURAS PARA LA CUARENTENA: CARLOS HERRERO

Hoy os traigo un cuento de esos que, en un primer momento, te hacen reír, pero, enseguida, la sonrisa se te queda congelada y ves que una muda tristeza te ha doblado los hombros mientras dices: "puta vida...".


EL TRABAJO DEL HIJO
Carlos Herrero

Incapaz de percibir
microscópicas interacciones de átomos,
veo un pato.



Dafne había estado gorda toda su vida. Trabajaba de cajera en un supermercado. Nunca había engañado a su marido. Juan era muy superior a su mujer, había engañado a Dafne seis veces. Era bien consciente de esa superioridad. Aun así, todas las noches Juan veía el televisor junto a su esposa para que ella se sintiera acompañada y bien. Juan era mucho más inteligente que Dafne y si hubiera querido habría encontrado a otra mujer mejor. Pero eso habría dejado a Dafne desvalida. ¿A qué imbécil habría acabado juntándose? Y Juan quería protegerla. Juan quería hacerla feliz. A menudo pensaba en Dafne y a menudo sentía más compasión que amor. Juan había dejado que Dafne se le pegara treinta y cuatro años atrás, sufriría menos si ella muriera que al abandonarla.
Aurora, la hija mayor de la pareja, se había independizado aquel verano. Eduardo, el hijo retrasado, cumplió treinta y dos en noviembre.

Juan conducía, y explicó de nuevo a su mujer:
-Cariño. Cariño, escucha. Mira –hablaba con cuidado-. El precio de una cosa depende de su escasez.
-¡Que no, Juan! –gritó de nuevo Dafne enfadada-. ¡Que no! Y métetelo en la cabeza, ¿eh? Eduardo no va a trabajar en ningún burdel porque tenga la polla grande. No he criado a mi hijo para eso.
-Cariño…
-Llámame anticuada si quieres, Juan. No me importa.
            Dafne dio por terminada la conversación, miró hacia la carretera con el gesto serio.
-Cariño. Cariño escucha –Juan insistió,  hablaba con cuidado-, si hubiera pocos botones de hotel –explicó a su mujer-. O sea, si se necesitara una preparación especial para hacer de botones y poca gente la tuviera, a nosotros nos pagarían más. Pero todo el mundo puede hacer de botones.
-No quiero oír lo que estás diciendo –respondió Dafne sin mirarle.
            Juan también volvió su cabeza hacia la carretera. Pero estaba tan claro aquello… ¿cómo no lo veía Dafne? Pasó poco rato. Juan insistió:
-Cariño. Cariño, tranquila, escucha –Juan hablaba con cuidado-. Ni tú ni yo tenemos estudios.
-Yo tengo la egebé –dijo Dafne.
-Pero aunque tengas la egebé, para estar en la caja del supermercado no la necesitas. Ni yo para hacer de botones. Eso permite a los empresarios pagarnos el sueldo más bajo con las peores condiciones, ¿entiendes? Si nos echan, cincuenta personas tan capacitadas acudirán a por nuestro empleo. El poder está en la escasez, Dafne.
-No te doy una hostia porque llevamos muchos años casados Juan, pero júrame que no volverás a llevar a Eduardo a ese burdel.
-¡Si no es un burdel! Es como una discoteca, y nuestro hijo…
-¡Juan!
-Dafne, sé que parece algo antinatural, pero sólo lo parece, el chaval lo pasa bien.
-¡JUAN!
-¡Dafne, los chicos que trabajan allí no son más listos que él! Es un sitio en el que está integrado, y además gana mucho dinero.
            Dafne no miraba  a su marido. Juan volvió de nuevo la vista hacia la carretera, estaba desesperado. Permanecieron otro rato en silencio. Juan dijo:
-Cuando pienso en la cantidad de años que hemos desperdiciado llevándolo a esa escuela especial.
-Que no quiero oírte, Juan.
-Nosotros no tenemos una profesión. ¿Tú sabes cuántos millones somos en el mundo de nuestra generación?
            Dafne no dijo nada.
-Somos dos mil millones –dijo Juan-, o más. Además no competimos sólo contra ellos. Competimos contra todas las generaciones en edad de trabajar, Dafne. Hasta con analfabetos, quitando a minusválidos, ancianos y niños, competimos contra toda la humanidad.
-Muy bien Juan, competimos contra toda la humanidad. Llevamos toda la vida compitiendo contra toda la humanidad, ¿y qué?
-¿Que por qué no vamos a aprovechar nuestra ventaja? Eduardo es un hombre muy guapo, Dafne, te lo digo siempre. Se parece a tu padre. Además es fuerte y tiene la polla de un tamaño que escasea. Dafne, es enorme. Ahí está su valor.
-¡Pero es retrasado, Juan! ¡Se me cayó al suelo de bebé y ahora Eduardo es retrasado!
-Pero no tiene aspecto de retrasado –dijo Juan.
            Dafne no dijo nada, rompió a llorar. Hacía mucho que no recordaba el “accidente” de Eduardo.
-Dafne, le dan nueve mil euros al mes –explicó Juan-. Nueve mil, piénsalo. Y al chaval no le supone nada. Sale encantado, baila, lo jalean –dijo-. ¿No te gustaría comprarte la Thermomix?, si lo dices siempre.
            Miró a su mujer.
-Pero no llores –dijo-, Dafne. No llores.
-¿Pero por qué se me tuvo que caer de niño? –Dafne lloraba-. ¿Por qué se me tuvo que caer, Juan?
-Cariño, no… -Juan le pasó la mano por la cara para consolarla, varias veces –no llores- le dijo-, no, no llores. Aquello pasó, ocurrió, si lo hemos hablado muchas veces. Dafne, no llores. ¿Tú sabes lo desgraciada que es la gente normal? Y Eduardito es muy feliz.
-No le llames Eduardito que ya tiene treinta y dos años.
-Y tiene un pollón…
            Dafne rió, lloraba. Juan la tranquilizó de nuevo pasándole la mano por la cara. Dafne tardó más de un minuto en calmarse, luego dijo:
-Mira, Juan, aunque gane nueve mil euros al mes no está bien que trabaje en un burdel.
-¡Si no es un burdel! –explicó Juan de nuevo-. Es como una discoteca. El chaval se desnuda, baila. Ya está. Si no hace nada.
-¿No tiene que follar con nadie?
-No, cariño. Hombre, a lo mejor si él quiere. Personalmente yo no le quitaría esa experiencia, igual que desearía que nuestro perro follara, ya lo sabes. No creo que a la mujer que le pague le importe que sea retrasado.
-¿¡Que le pague!?
-Bueno, ya que va a follar con ella…
-Mira, es que no está bien, Juan. No está bien.
-Te digo que los chicos que trabajan con él no son mucho más listos.
            Los dos permanecieron callados el resto del viaje.

La discoteca se encontraba en los bajos de un nuevo complejo de oficinas, estaba rodeada de otros bares y discotecas. Había mucha gente ya borracha en grupos sentados en el suelo. A Dafne le parecían todos menores de veinte años. Se sentía muy mayor y fuera de lugar. Caminaba agarrada de su marido. Por suerte llegaron enseguida. No les dejaron pasar, no estaba permitida la entrada a ningún hombre. Dafne se encontraba algo nerviosa. Tuvo que salir el encargado.
            Conocía a Juan:
-Ésta es mi mujer.
-Señora –saludó el hombre.
            Dafne saludó con histeria. Dentro la música resonaba con fuerza. Ante el escenario había dispuestas distintas hileras de mesas con sillas. Un joven muy bien formado, no tendría más de veinte años, paseaba por la tarima meneando su morcillona polla a ritmo de reggaeton. Desde las mesas las mujeres gritaban, gesticulaban, reían. Había mucho nerviosismo.
            Dafne y Juan se dirigieron directamente a los camerinos:
-¡Hola mamá! –gritó Eduardo enseguida.
Recortaba un cartón.
-Hiiiiijooo.
            Dafne se abalanzó sobre él sin ver nada, le abrazó con fuerza. Su hijo estaba a salvo, gracias a Dios. Nunca más nadie, nunca, iba a separarle de él. Ya nadie se lo iba a arrebatar nunca. Dafne no pudo evitar que un par de lágrimas rodaran por sus mejillas, había estado tan preocupada… Permaneció mucho rato abrazada a su hijo. Luego, poco a poco, fue haciéndose consciente de lo que tenía alrededor. Soltó a Eduardito. En el camerino había otros nueve jóvenes en diminutos tangas amarillos.
-Mamá, ha dicho el cura que me van a dar vacaciones enseguida –dijo Eduardo.
-¿Sí, hijo?
-Ha hecho unos recortables, señora.
            Uno de los jóvenes mostró a Dafne unas cartulinas rotas, de distintos colores, pegadas a un fondo negro.
-Son muy bonitos –afirmó el joven sonriendo.
            Dafne asintió:
-Es que mi hijo es muy listo –afirmó.
            El joven sonrió más. No tendría ni veinte años, y ya llevaba un tanga tan diminuto. De repente un hombre con bigote entró en el camerino gritando:
-¡VAMOS, VAMOS, VAMOS!
             Y salieron corriendo todos para el número final.
-¡Ánimo Eduardito! –gritó Juan a su hijo antes de que desapareciera. Salieron todos.
-El chico que te ha hablado es uno de los socios –le explicó Juan a su mujer. Se habían quedado solos en el camerino-. Fue con quien contacté. Le hablé de nuestro hijo. Primero tuvo que hacerle una prueba, claro. Pero le gustó mucho. Yo ya sabía que les iba a gustar mucho. Además, como Eduardo tiene el problema, este chico se comprometió a cuidarlo durante los espectáculos. Parece un joven muy responsable –comentó Juan.
            Dafne asintió.
-A Eduardo le  he dicho que es cura, como en el colegio, para que no extrañe ni cuente historias.
-No sé si eso está bien, Juan.
-Está bien, cariño, está bien. Y Eduardo está feliz, ya lo verás.
            Salieron a verlo. La música había subido incluso el volumen, los once strippers se pavoneaban meneándose de un lado a otro de la tarima. Enseguida se habían quitado los tangas y, mejor o peor, realizaban obscenos movimientos y acrobacias. Quedaban entre diez y quince minutos de espectáculo. Todo estaba yendo de maravilla.
            Juan se acercó a la barra y pidió un whisky doble. Dafne no se movió, pegada a la tarima miraba  a su hijo; “trabajando”, pensó. Dios, la de problemas y preocupaciones que le había acarreado criarlo. Y siempre esa sensación de naufragio en las peripecias más cotidianas: cuando Eduardo llegaba con rozaduras en las rodillas, la más mínima fiebre la sumía en un profundo sentimiento de culpa. ¿Tenía razón Juan? ¿Era más feliz así?
            Dafne miró a su hijo menearse en el escenario. Eduardo era mayor que los demás y se notaba, era un hombre grande y guapo. “Qué extraña es la vida”, pensó Dafne. Aquel hombre grande había salido tan pequeñito de dentro de ella. Dafne lo recordó pequeñito, con los pies pequeñitos, las manos pequeñitas, y cómo había aprendido a caminar, sus primeras palabras. Dios, la de horas que había pasado a su lado pintando y haciendo los recortables, la plastelina. La de cenas y comidas y duchas  y meriendas, cortarle las uñas, lavarle la ropa. Y aquella noche también, cuando llegaran a casa, tendría que hacerle la cena y luego pintar con él un poquito antes de dormir. Dafne se sonrió con ternura. Quizá Juan sí tuviera razón, después de todo, lo que Dios quita con una mano lo da con la otra. Y su hijo sí parecía disfrutar, allí desnudo, bailando ante aquellas mujeres. Lo jaleaban, ¡a su hijo! ¡Especialmente a su hijo! Nunca en su vida había sentido Dafne orgullo semejante. Se quedó quieta, pegada a la tarima con lágrimas en los ojos. Amaba a su marido, amaba a su hija, amaba a su hijo, la vida era una extraña y maravillosa poesía. Dafne se sumergió en una plenitud de ternura y sentido y orgullo que le duró poco más que la música del espectáculo.
            Juan ya había terminado su copa. Esperaron a Eduardo en la salida. Dafne descubrió una llamada perdida de su hermana, el marido de Mónica se encontraba ingresado.
-Anoche le pusieron otras dos bolsas de sangre, Dafne –explicó enseguida Mónica-. Como no podía levantarse le dieron una cuña para cagar. Ya sabes lo torpe que es Fernando, la primera vez que cagó ya se manchó bastante pero la segunda, de madrugada, como no había vaciado la cuña de la primera, se lo ha echado todo encima. Al hacer la ronda la enfermera ha olido aquello, claro, ha entrado y ha visto mierda hasta por el suelo. Y Fernando le dice que ya casi está seco, que no se preocupe, que todo está bien. “Pero hombre, ¿qué ha hecho? ¿Cómo que todo va bien?”. “Es que no llevo calzoncillos”, les ha explicado Fernando, pero les ha dado igual. Lo han desnudado entre tres enfermeras y le han cambiado. ¡Y esta mañana me lo cuenta Fernando llorando!, ¿¡tú te crees!? ¿Porque le ven los cojones las enfermeras ponerse  a llorar, con cincuenta y seis años que tiene? ¡Si las enfermeras están para eso! Así que le he dicho que se callara, que ya estaba bien de ñoñerías, que se estaba volviendo un delicado. Dafne, tú no lo sabes pero es que sufre por todo, porque lo van a operar,  por si se muere al operarse, por la rehabilitación que va a hacer. Es que sufre hasta por si le oyen cagar otros enfermos, joder. Y le he dicho: “Fernando, la felicidad es un estado interno. Si te cagas sin control, disfrútalo. Anda que no hay gente estreñida por ahí que sufre”.

Por fin salió Eduardo. ¡Qué guapo estaba!, pensó Dafne. ¡Cuánto quería ella a su hijo! Además le regaló a Dafne la cartulina con los recortables, se había duchado, le sonreía. Dafne le plantó un besazo en la mejilla. Su hijo era tan guapo… Camino del coche, Dafne también besó a su marido. Se sentía tan feliz, pero de repente se sintió inquieta.
-¿Y si se enteran los vecinos? –preguntó.


lunes, 30 de marzo de 2020

LECTURAS PARA LA CUARENTENA: PATRICIO PRON

¿Quién no se agarra, de vez en cuando, a la famosa y expiatoria frase de Sartre: "El infierno son los otros"? Patricio Pron lo hace, a través de una extraña y solitaria mujer, en este cuento magnífico.


EL MUNDO SIN LAS PERSONAS QUE LO AFEAN Y LO ARRUINAN
Patricio Pron


Una mujer de unos cuarenta y dos o cuarenta y tres años suele pasear por la Shillerwiese, un extenso parque de una ciudad alemana. Lleva siempre una pequeña cámara digital consigo y se dedica a fotografiar niñas cuando orinan detrás de los árboles. Pese  a que quienes le interesan son las niñas, también fotografía a veces a niños, aunque considera, por alguna razón, que esto carece de encanto alguno debido a que para los niños es más sencillo hacerlo. Siempre está cerca de los juegos para la infancia y del arenero, y su aspecto hace pensar más bien en la madre de alguno de los niños que juegan, antes que en una fisgona, aunque, quienes la ven a menudo y comprueban su modales estrafalarios, sin dudar en absoluto de su maternidad, sienten pena por los niños de la mujer sin conocerlos.
  La mujer suele fingir desinterés pero permanece alerta incluso cuando simula leer un artículo en un periódico o alisar los pliegues de su chaqueta. Su atención se dispara cuando algún niño abandona el arenero, en particular aquello que antes han cruzado un par de palabras con sus padres y éstos le han señalado un sitio más allá, ya que de seguro ésta no fue sino una indicación para que orinen en alguna parte. Cuando la mujer distingue unas señas de este tipo, se levanta rápidamente y avanza en dirección contraria a aquella a la que el niño o la niña se dirige. Tiene piernas más largas y sabe que, incluso dando un rodeo, llegará antes que el niño o la niña a un sitio conveniente desde el cual tomar las fotografías. Es este pequeño truco el que ha evitado durante mucho tiempo que fuera sorprendida, aunque la mujer desprecia esta preocupación porque lo que más le gusta es fotografiar los preparativos, en particular si su modelo es una niña, para los que el truco apenas la deja tiempo. La mujer prefiere el momento en que la niña se baja los pantalones o se mete las manos bajo la falda para tironear de su ropa interior y luego se agacha y suelta un chorro de orina clara. Ésos son los momentos que le gusta fotografiar y, si tiene la oportunidad, prefiere registrarlos a todos. En ocasiones sucede que los pliegues de las faldas o de los pantalones impiden a la mujer apreciar el chorro de orina, pero siempre se las arregla para quedar más o menos de frente a sus retratadas y poder fotografiar, al menos, el rostro de serena preocupación que exhiben las niñas al notar que el resto de los participantes del juego en que ellas estaban tomando parte se encuentran incumpliendo alguna norma que ellas han dispuesto y que les parece de suma importancia para salvaguardar su correcto desarrollo; cuando han acabado de orinar, se suben las bragas con rapidez y corren a recuperar el control de la situación, y la mujer regresa a su sitio.
  Si estas fotografías pudieran ser exhibidas, algunos verían en ellas un interesante muestrario de ciertas potencias femeninas surgiendo de la nada, cuando, en el desarrollo de esos juegos, la niña comprende que la frialdad y el tacto en el control de los otros son las únicas armas que posee. Sin embargo, las fotografías no son exhibidas. Más aún, su misma condición de existencia es que no sean vistas jamás por nadie, excepto su autora, y, así, ese momento permanece a salvo de los curiosos de lo femenino.
  Cuando la última niña se marcha del brazo de un progenitor exhausto o tal vez de una madre que ha bebido té con otra madre que lo extraía de un termo plateado y le ha contado, quizá, una infidelidad –esto sucede muy a menudo, y todas las veces la mujer se siente asqueada y piensa no volver más a los parques-, la fotógrafa regresa a un pequeño piso de la Seguridad Social que ocupa, conecta la cámara digital al ordenador, descarga y clasifica las fotografías. Utiliza un código de tres letras y dos números para ordenar las imágenes: “Jun” seguido de número para los niños y “Mäd” seguido de número para las niñas, aunque, habiendo alcanzado tiempo atrás la clasificación “Mäd-99”, y siéndole imposible continuar de esa forma, ha prolongado la serie utilizando la abreviatura: “Mäe”; si algún día alcanza la “Mäe-99”, pasará a utilizar “Mäf!, y así sucesivamente. Esto lo ha pensado mucho y está completamente segura de que es el método más adecuado.
  Siendo tan excéntrica, la mujer no es tonta, sin embargo, como lo muestra su ingenioso método de clasificación. Más aún, ha sido distinguida varias veces por su inteligencia en la escuela y gozó de cierta consideración durante el tiempo que trabajó en la filial de  un banco. Sin embargo, las cosas empezaron a torcerse para ella o, mejor dicho, a su alrededor, y el desfile de novios de sus compañeras, los niños que inevitablemente acababan llenando sus vidas tan pronto como el matrimonio dejaba de hacerlo, la sorna o las sospechas que alimentaba su soltería, y su carácter cada vez más amargo, la hicieron caer en una depresión, en la que rompió con los amigos que tenía –a los que consideraba, por alguna razón, inmorales- y comenzó a faltar sin justificación al banco.
  Un día le enviaron un médico que diagnosticó la depresión y le ayudó a tramitar una licencia de un año. La mujer empezó a frecuentar los parques, al principio sin segundas intenciones, más tarde atraída por la belleza y la simpatía de los niños, que tal vez ella deseara para sí, y luego, un poco sorprendida, por el placer que le provocaba ver a las niñas orinando. Un placer, de todas formas, que duraba tan poco que ella descubrió que debía prolongarlo, y así compró una cámara. Naturalmente, la mujer comprendió desde el principio que no podía entregar las fotografías a un tercero para su revelado, y por esa razón tomó parte de un taller de fotografía organizado por la Oficina de Empleo con la finalidad de facilitar la reinserción laboral a los desempleados, y en él aprendió a revelar en su casa, donde, sellando las ventanas con cinta aislante consiguió crear las condiciones necesarias para el procedimiento. Más tarde, la aparición de las cámaras digitales la liberó de esos inconvenientes, que encarecían el proceso y lo demoraban.
  La mujer no se reintegró al trabajo después de que transcurriera el año de licencia, y comenzó a vivir del seguro de desempleo primero y luego de la ayuda social. Sus gastos se redujeron a los necesarios para la subsistencia, y empezó a utilizar su ropa hasta que ésta, rompiéndose en una parte o en otra, resultaba inutilizable. En la actualidad, suele andar con unos leotardos rojos, una camiseta azul y un suéter rojo de cuello alto. En invierno lleva también una chaqueta militar, adquirida en una tienda del Ejército de Salvación. Ésa es, además, la ropa que utiliza para dormir; hace tiempo que renunció a lavarla o a higienizarse a sí misma. La obtención de las fotografías y su clasificación absorben todo su tiempo, y el que queda libre, que es más bien poco, está destinado a ir al supermercado, donde suele comprar un paquete de seis cervezas en botella de plástico y una botella de aguardiente, y detenerse en un puesto de comida donde compra  un pollo asado con patata fritas. Si el dueño del puesto, que es serbio, no la deja sentarse con los clientes –lo que pasa a menudo, debido a su olor principalmente-, ella se lleva el pollo y lo come en la calle o, si hay nieve y estar fuera es inconveniente, en su piso, mientras alterna las cervezas con trago de aguardiente. Sin embargo, la obtención de las fotografías y su clasificación son tareas que toman mucho tiempo, y, por ello mismo, los almuerzos son breves.
  La clasificación de las fotografías es casi tan importante como su visión y constituye una deliciosa postergación del momento en que ella, sentada frente al ordenador, empieza a pasar las fotografías y, cuando llega a una especialmente clara, a una en la que la niña fotografiada y el chorro de orina se ven con todo detalle, se lleva la mano a la entrepierna. La mujer presiona un poco la vulva fingiendo preguntarse qué hará a continuación, hasta que el deseo es tan fuerte que mete la mano bajo lo leotardos y se masturba. En ocasiones el placer no es tan fuerte porque la visión de las fotografías resulta rutinaria, pero ella se masturba de todas formas. Muchas veces llora, mientras se masturba o después; cuando ha acabado, apaga el ordenador y se echa en la cama sin quitarse la ropa. Siempre, invariablemente, sueña que ella es una niña y que el mundo es como era en su infancia, sin las personas que, más tarde, lo afean y lo arruinan.

domingo, 29 de marzo de 2020

LECTURAS PARA LA CUARENTENA: SERGI PÁMIES

Hoy traigo un cuento breve del agudo, preciso y ácido Sergi Pámies, que nos narra las consecuencias de lo que el protagonista califica como "un ataque de irresponsabilidad", "un abandono".
Y mejor no añado nada más.
Disfrutadlo.

LA OTRA VIDA
Sergi Pámies

Me tuve que morir para saber si me querían. En vida, nunca fui demasiado popular, y eso me creó un problema de autoestima que combatí con mucha disciplina y poco éxito. En casa, si yo no iniciaba la conversación, ni mis hijos ni mi mujer sentían la necesidad de decirme ni mu, más allá de los comentarios estrictamente funcionales. En el trabajo, si me ponía enfermo, nadie me echaba de menos. Quizá por eso no me sorprendieron las reacciones que produjo mi muerte. La discreta consternación que invadió el domicilio familiar guardaba más relación con los cambios que acompañaban este tipo de situaciones –sumados a cierta inquietud económica– que con una pérdida irreparable. Una vez quedó claro que cobrarían la prima del seguro de vida, mis hijos se
mostraron igual de inexpresivos que de costumbre. Sólo cuando, en el tanatorio, la pequeña acarició el ataúd de pésima calidad en el que me habían metido, percibí una punta de aflicción relacionada, me pareció intuir, con algunos recuerdos de infancia. En el transcurso del funeral, la mayoría de los asistentes miraron el reloj durante el sermón –excesivamente largo para mi gusto– del sacerdote. Ni una sola lágrima: el silencio de circunstancias que acompañaba la condolencia era lo bastante explícito para no interrumpirlo con unas manifestaciones de dolor que, por otro lado, habrían resultado artificiales.
En los días posteriores al entierro, mi mujer reaccionó con serenidad. En una semana empaquetó, además del luto, toda mi ropa en cajas de cartón y se las regaló al vagabundo que suele pedir limosna junto a Kentucky Fried Chicken. Dos semanas más tarde, se cortó el pelo, se pintó las uñas de los pies, dejó de fumar y empezó a reír más fuerte y más a menudo. En vida, yo ya había sentido el rechazo de los demás, pero la indiferencia que me dispensaban era soportable. Y si, por un error de cálculo, me hacían notar de un modo demasiado vulgar que no contaban conmigo, yo me limitaba a correr un tupido velo y a refugiarme en la lacónica resignación de los refranes: no hay mal que cien años dure, tal día hará un año. A veces, cuando la evidencia del aislamiento me resultaba difícil de digerir, subía en coche hasta el mirador de la Rabassada, a fumar y a pensar mientras, en los vehículos aparcados a mi alrededor, las parejas fornicaban con la intensidad propia de la juventud y del adulterio. Su entusiasmo, expresado por los gemidos apaciguados por los cristales empañados, me contagiaba una fuerza algo perversa, es cierto, pero fuerza al fin y al cabo. Fue regresando de una de esas excursiones cuando me morí. No puedo decir que fuera un accidente. Conducía con la prudencia habitual, admirando la belleza de la ciudad extendida a los pies de la montaña, escuchando el boletín informativo por los altavoces de la autorradio. En los últimos metros de una curva, sentí la necesidad de abandonar, así, en el sentido más amplio del verbo <<abandonar>>. No se trata de un suicidio, pensé, más bien de un ataque de irresponsabilidad. Primero no respeté una señal de límite de velocidad. A continuación, un stop pintado sobre el asfalto (con la primera letra tan gastada que leí top). Finalmente, un semáforo rojo. Pocos metros antes de llegar a la ronda de circunvalación, vi a una pareja de ancianos que cruzaba la calle. Para esquivarlos, aceleré y, con una maniobra brusca, cambié de carril. No frené. El coche golpeó la estructura de protección, la rompió, voló tres o cuatro metros y, de morro, se despachurró en el carril derecho de la vía rápida. No provocó –milagro- ninguna colisión. Tardé diecisiete minutos en morir, durante los cuales me sorprendió que, pese a la violencia del impacto, la radio siguiera funcionando. <<Hasta aquí las noticias>>, oí que decía una voz femenina acompañada por un indicativo grandilocuente. La muerte no fue ni dulce ni amarga. Más compleja de lo que me creía, eso sí, quizá porque en vida no había pensado en absoluto en esta cuestión. Una suma de parálisis física y emocional me impidió experimentar dolor. Me pareció que, en un nivel de percepción distinto al que había utilizado hasta entonces, filtraba la realidad que me rodeaba como un fenómeno que guardaba más relación con los demás que conmigo. Antes de que me dieran definitivamente por muerto, permanecí durante un rato dentro de una ambulancia. Gracias a la habilidad de un enfermero con halitosis mantuve algunas –no demasiadas contantes vitales. Quitándole a la situación cualquier componente emocional, consideré que no merecía la pena esforzarse. La confluencia entre una sobrevida y una muerte inminente me iluminó la conciencia con la fuerza de una revelación. Las letras que indicaban el camino hacia la supervivencia eran espectaculares, con neones intermitentes, ofertas de pague dos y llévese tres y un despliegue muy atractivo de señales. El camino sin retorno, en cambio, se insinuaba a través de una bombilla de sesenta vatios. Prefería no hacer nada y, por si acaso, esperar acontecimientos. Impulsado por una inercia de muchos años, me vi a mí mismo tomando el camino menos iluminado, convencido de que todo terminaría enseguida, sin sospechar que me esperaba esta oportunidad de sentir cómo la vida de los míos no sólo continúa perfectamente sin mí sino que, además, mejora.

Miradlo cómo se ríe, el hijo mayor que antes no abría la boca ahora practica cibersexo con un suizo que se hace pasar por una au pair brasileña. Miradla cómo disfruta, la pequeña que siempre encontraba excusas para no ir al instituto y quedarse en la cama, y que ahora madruga para hacer piscinas y más piscinas sólo para estar cerca de un monitor depilado. Miradla a ella, gran amor, cómo busca su imagen reflejada en los escaparates, para comprobar lo guapa que está. Y como si ésa fuera la primera victoria después de tantos años, siento la necesidad de sonreír porque, finalmente, los he hecho felices.


sábado, 28 de marzo de 2020

LECTURAS PARA LA CUARENTENA: BERNARD QUIRINY

Adoro este relato de Cuentos carnívoros, de  Bernard Quiriny, y por eso lo he reservado para este día especial (lo es en mi casa al menos). Me fascinan los relatos que nos cuentan las costumbres, la historia e idiosincrasia de pueblos desconocidos con  lenguas imposibles y misteriosas . El divertidísimo idioma de la tribu de los yapus, que desafía todas las reglas de la lingüística, es de mis favoritos. A gusto me iría a la selva amazónica a pasar unos días absurdos y dadaístas con ellos.

Espero que os guste tanto como a mí. ;)


QUIDPROQUOPOLIS
(De cómo hablan los yapus)
Bernard Quiriny

Fue en mi tercera estancia en el Amazonas cuando resolví el enigma de la lengua de los yapus. Pensaba que ya no iba a conseguirlo y me disponía a engrosar la lista de los que llevaban siglos estrellándose. Entre etnólogos y lingüistas los yapus han llegado a ser casi una leyenda, un poco como el teorema de Fermat entre los matemáticos antes de que un muchacho con más talento que los demás lograra reconstituirlo. Y aun así la comparación no es del todo justa: si nunca se dudó de que Fermat había demostrado su teorema por completo, de suerte que para alguien tan brillante como él era posible volver a hacerlo, muchos han puesto en duda que el yapu sea verdaderamente comprensible. Así, por ejemplo, en uno de los libros de la gran lingüista holandés Wilhelm Groos se lee que las especificidades de esa lengua la hacen incompatibles con las reglas comunes a todas las demás, de modo que, al menos desde este punto de vista, los yapus son una raza diferente del  resto de la humanidad. Groos, pesimista, añade que a causa de esto es improbable que tanto nosotros los occidentales como quien fuere pueda vencer el hermetismo. La etnóloga norteamericana Margaret Marker, que entre 1965 y 1974 pasó seis temporadas entre los yapus, llegó a una conclusión todavía más radical: según ella, nadie puede entender la lengua de ese pueblo, por la simple razón de que allí no hay nada que entender; y esto en la medida en que los yapus son literalmente alienados. “Basta analizarlos a fondo –escribe en el último capítulo de Hablar con los indios –para darse cuenta de que las frases que pronuncian los yapus siempre contienen uno o más elementos absurdos que las privan de sentido. Es preciso, pues, rendirse a la evidencia, sean cuales sean los problemas teóricos que entrañe la afirmación siguiente: la mayor parte del tiempo y en toda circunstancia los yapus dicen cualquier cosa. Individual y colectivamente la tribu está loca”.
  Sin duda, mi pretensión de ir hasta el fondo del enigma yapu era temeraria. ¿Quién era yo, joven universitario desconocido, para tener éxito donde habían fracasado mis maestros? Mi obstinación en ocuparme de los yapus suscitó el constante sarcasmo de los colegas, que creían que estaba perdiendo el tiempo. Era inútil, opinaban, tratar de comprender una lengua que mentes destacadas habían juzgado de una vez por todas incomprensible, opinión a la que ellos se adherían espontáneamente sin tomarse la molestia de reflexionar. En tales condiciones me había sido imposible obtener de la universidad el dinero necesario para un viaje de estudio al país de los yapus. Tuve que valerme de añagazas y mentiras respecto al objetivo; decir que iba en busca de nuevas pruebas de la tesis según la cual el yapu era indescifrable, o sea lo contrario de lo que quería demostrar. Aunque hubo dudas sobre la posibilidad de que aportara agua fresca a aquel molino, me concedieron un financiamiento.
La expedición fue un fracaso desde mi punto de vista y un éxito desde el de mis colegas: lejos de haber encontrado algo que permitiese entender su forma de hablar, después de seis meses en la selva trastabillando detrás de los yapus tenía yo mil razones nuevas para dar la razón a quienes los consideraban locos.
  Sin embargo, no bajé los brazos; planifiqué otro viaje. Para obtener nuevos créditos aduje que me proponía estudiar las costumbres de los mipibos, una tribu cuyas aldeas estaban en la misma zona. Una vez allí me trasladé en seguida adonde los yapus, que me recibieron con los brazos abiertos –es un pueblo muy hospitalario, si bien tiende a evitar los contactos con el exterior –y otra vez permitieron que tratase de penetrar el misterio de su lengua. Fue un nuevo fracaso, tanto más resonante porque volví a  Francia sin ningún resultado valioso sobre los mipibos. Lo resolví con una agitada explicación en la  universidad, que, lógicamente, decidió denegarme en adelante todo viaje de estudios más allá de las afueras de París. No importaba: achiqué el agua de mi bote y partí en las vacaciones. Al cabo de ocho semanas más en contacto con los yapus al fin llegué e entender lo que todo el mundo consideraba incomprensible.

Los yapus viven en lo más recóndito de la selva amazónica, donde migran de una aldea a otra en función de las estaciones. Como ya les había hecho dos visitas, empezaban a conocerme bien; al parecer se alegraron de volver  a verme y para celebrarlo celebraron una fiestecita. Luego, pasada la emoción del reencuentro, volvieron a sus ocupaciones habituales mientras yo me fundía con el paisaje para observarlos en la vida cotidiana. Al respecto cabe decir que durante su jornada los yapus no hacen gran cosa. La actividad esencial consiste en buscar alimento. Viven de la caza, la pesca y la recolección y practican una horticultura rudimentaria. La base de la alimentación es la mandioca; la usan para hacer tortillas, harina torrefacta y cerveza. También comen tapir, pecarí y toda clase de cérvidos, así como tortugas de tierra que, como sucede con sus primos los tupi-guaraníes, son la única carne que las mujeres pueden consumir mientras menstrúan. Una vez que han trabajado lo suficiente para asegurar la subsistencia del grupo hasta el día siguiente, los yapus paran y descansan. Desconocen la idea de acumulación; a un yapu nunca se le ocurriría arrancar más raíces de las que necesita y reservarlas para el día siguiente. Un día fui a recolectar con ellos. Recogimos larvas de coleóptero y frutos de guaraná hasta que el jefe del grupo, juzgando que ya había bastante, dio la sesión por terminada. Como yo había encontrado un árbol con bayas abundantes y me parecía una pena no limpiar del todo la rama que había atacado, decidí seguir hasta el fin. Estupefactos, los yapus se abalanzaron a impedírmelo. Pensé que me acusaban de haber desobedecido al jefe, pero las caras expresaban menos cólera o resentimiento  que una suerte de angustia amistosa, como si quisieran proteger mi salud: que yo recogiese más bayas de las necesarias –cosa que Marx hubiese denominado trabajo excedente –no les parecía simplemente estúpido: les parecía peligroso. Los yapus soportan el trabajo en la medida en que de él depende la supervivencia, pero en cuanto deja de ser una necesidad vital se les vuelve intolerable. No bien se ha reunido lo suficiente para cubrir las necesidades de la tribu, la recolección cambia de significado; lo que cinco minutos antes cumplían de un modo maquinal,  a veces incluso animadamente, de golpe se convierte en una auténtica tortura y nada del mundo se los llevaría a seguir.
  Pero, en fin, el objeto de estas notas no son la economía y los modos de subsistencia de la sociedad yapu: lo que nos interesa es la lengua. He aquí, pues, cómo se presentan las cosas. Ya señalé al comienzo que los antropólogos que han estudiado el yapu lo consideran incomprensible; en realidad, la palabra más pertinente no es incomprensible sino absurdo. Si bien una parte considerable del vocabulario todavía no ha sido descifrado, conocemos el significado de los términos más corrientes; por el contrario, nunca se ha logrado entender cómo produce un sentido determinado la combinación de estos términos. Parece que los yapus emplean cualquier palabra por cualquier otra; el significado de las proposiciones es, al parecer, más o menos independiente de los vocablos que se usan, lo que es a todas luces extraordinario. Es en este sentido en el que Margaret Marker concluyó que están locos: en efecto, se asemejan a esos alienados que, habiendo perdido la noción del lenguaje, si quieren pedir comida tanto pueden decir “Tengo hambre” como “Présteme usted su paraguas”, siempre con la convicción íntima de que uno los entenderá. Así pues, Groos escribe: “Siempre se puede saber qué dicen los yapus, pero raramente  qué quieren decir. Entre ellos, significantes y significados parecen estar divorciados al punto de que se los puede combinar en una miríada  de posibilidades; y lo que resta por descubrir es si estas posibilidades tienen límite. Da la impresión de que dentro de este caos existen balizas a las cuales  aferrarnos para emprender el estudio, con lo cual quiero decir que cierto número de términos parece desprovisto de ambigüedad y tiene significado único (lo que es un descanso para el espíritu). En cambio, las demás palabras son utilizadas de forma por completo incoherente, en contradicción con  las reglas elementales de la lingüística. Cuando un yapu pronuncia una frase de más de tres palabras es excepcional no encontrar que un absurdo la priva de sentido. De modo que ahí queda uno, balanceando los brazos y con expresión de idiota, mientras el otro lo mira compadeciéndose de él, pensando seguramente que el hombre blanco tiene una capacidad de intelección muy limitada”.
  El yapu es tanto más difícil cuanto que los usuarios la hablan sin ninguna entonación. Es muy extraño de observar, por lo demás: cualesquiera sean el tema, el contexto y el ambiente, jamás se apartan de una voz inexpresiva y monocorde; todo lo declaman en un tono de ecuanimidad apacible. De resultas de esto, la única forma de determinar el humor de un yapu consiste en escrutarle la cara; e incluso la cara es muy a menudo de una inexpresividad notable. Más extraño todavía, los yapus ignoran las fórmulas interrogativas y exclamativas. Cuando yo le pregunto a alguien si le va bien, modulo la voz de modo que no le quepa duda ninguna de que estoy haciéndole una pregunta. No sucede así entre los yapus: por oído es imposible saber si están preguntando, dando una orden, revelando un secreto o contando algo divertido. Todo es cuestión de sensibilidad. Una vez me tocó observar a dos mujeres que discutían sin mirarse, concentradas como estaban en pelar larvas. Una de ellas le dijo a la otra tres veces la misma frase, con las mismas palabras y el mismo tono; igual resultado se habría obtenido reproduciendo tres veces el mismo pasaje en un magnetófono. La destinataria del mensaje tuvo cada vez una reacción diferente; la primera rió, y yo pensé que la interlocutora había contado un chiste; la segunda, alzó las cejas en un gesto de perplejidad; la tercera se puso furiosa como si la otra le hubiera reprochado algo. Pese a mis esfuerzos, fui incapaz de entender debido a qué circunstancias el mensaje cobraba tan pronto este significado como aquél; llegué incluso a preguntarme si los yapus no poseían dotes divinatorias que les permitían leer el pensamiento de sus semejantes y descubrir la verdadera sustancia de unos mensajes que su débil lengua impide comunicar correctamente.
 Así las cosas, es frecuente que, pese a sus admirables facultades de empatía, los yapus yerren en la interpretación de lo que se dicen. De hecho, la mayor parte de los mensajes que se dirigen son entendidos al revés, por lo que casi siempre hacen otra cosa que la que se les pide y nunca responden a las preguntas a la primera. Y es allí justamente en donde reside el secreto, la clave del misterio.
  Hace unos años, un investigador belga llamado Pierre Gould arriesgó una seductora hipótesis para dar cuenta de las aberraciones del yapu: según él, la propensión de los yapus a usar una palabra por otra debía relacionarse con un tipo de discurso muy preciso, el de la poesía. “No veo otra explicación para el aparente absurdo de esa lengua”, escribió. Los yapus son una sociedad de poetas natos; han inventado el surrealismo antes de tiempo y cada vez que abren la boca hacen cadáveres exquisitos. Mientras que los occidentales procuramos que cuentos y poemas devuelvan el misterio a nuestro mundo desencantado, ellos nadan naturalmente en la invención literaria; probablemente sin percatarse de ello, por lo demás, dado que han vivido siempre así. Desde este punto de vista, considero que los yapus son para nosotros un modelo, y que en las escuelas deberían enseñarse extractos de sus conversaciones”.
  Los colegas de Gould consideraron que estaba bromeando, cuando él había escrito estas líneas muy en serio; incluso se había acercado notablemente a la verdad, bien que en mi opinión se equivocaba respecto al sentido profundo de la ineptitud yapu. En realidad, el yapu no es una lengua de poetas: es una lengua de comediantes o bufones. Por extravagante que parezca, en efecto, los yapus se complacen en cometer errores y hasta dan a las equivocaciones una suerte de valor sagrado. Según mis cómputos, tienen cuarenta y ocho palabras para decir quidproquo: abarcan todos los matices del malentendido, desde el error factual hasta la confusión de personas, la inversión de fechas y el equívoco respecto a las intenciones; comparativamente, el francés es muy pobre. Al comienzo pensé que usaban quidproquo como un tic o una puntuación, pero no: entre los yapus el enredo está provisto de una auténtica función social. A la afirmación de Pierre Gould  de que los yapus son poetas por naturaleza, respondo, pues, con que antes bien son cómicos inconscientes: su existencia es una especie de vodevil permanente donde el menor acontecimiento de la vida cotidiana puede ocasionar una serie inverosímil de confusiones. Escribámolo con todas las letras: el quidproquo, el malentendido , la guerra tribal y la antropofagia son los cuatro pilares de la sociedad yapu. Por mucho que los antropólogos digan que sobre la base del quidproquo es imposible edificar una sociedad –como es imposible que un grupo humano se perpetúe si están prohibidas las relaciones heterosexuales (después de una generación se extinguirían naturalmente) –yo no dejo de afirmarlo: la sociedad yapu se funda en el malentendido y dentro de lo posible los yapus se esfuerzan por provocarlo en todas las circunstancias. De allí la especificidad del yapu: siendo el quidproquo el valor esencial de la sociedad, la lengua tenía que adaptarse a las exigencias de una incomprensión máxima. Me limitaré a dar un solo ejemplo, particularmente impresionante: los nombres.


Como en todas partes, entre los yapus los padres dan el nombre a los hijos. Pero lejos de recurrir a perífrasis ventajosas o expresiones superlativas, como hacen sus vecinos los mipibos, emplean palabras más banales del léxico disponible, con una predilección muy peculiar por los pronombres. En provecho de la claridad, voy a razonar en francés; las adaptaciones que deberé hacer son mínimas y la comprensión saldrá muy reforzada.
  Antes que poner a los retoños nombres como Pierre, Paul o Marguerite, entonces, los yapus los llaman “Yo”, “Tú”, “Él”, “Ella”, “Ellos”, “Nosotros”, “Mi” o “Ti”. La extraña condición de esta onomástica no se mide al instante. Para hacerse una idea, lector, imagine lo que sería su vida si se llamara “Tú”: cada vez que alguien en la calle se dirigiese a otra persona por la segunda persona del singular, usted se giraría como un perro psicópata convencido de que lo llaman permanentemente. Si sumamos a esto el hecho de que, como decía más arriba, los yapus desconocen la entonación e interpretan por el contexto, vislumbrará los formidables problemas que puede generar esta antroponimia. Tomemos a modo de ejemplo una frase muy sencilla: “Se trata de ti”. Cuando la digo en francés tiene un solo significado, pero para un yapu tiene dos: puede designar a la persona a quien va dirigida o a un individuo llamado Ti. Para complicar las cosas, no habiendo tantos pronombres disponibles para que cada miembro de la tribu lleve uno propio, siempre habrá cinco o seis personas que cuando alguien llama a Ti contesten al mismo tiempo. Podría imaginarse que los yapus son bastante sofisticados para diferenciar los Ti mediante calificativos (“Ti el pequeño”, “Ti el fuerte”, “Ti el idiota”), pero no es así: al contrario, se deleitan en no saber nunca de quién se habla, y parecería que obtienen enorme placer de la confusión consiguiente.
  Cuando se abordan frases más complejas los problemas se multiplican hasta el vértigo. Consideremos esta simple frase: “¿Tú le has dado eso a él?”. Por mi modo de emitirla el interlocutor comprende de inmediato que es una pregunta. Esto los yapus no lo saben porque en su lengua no existen los signos de interrogación ni el tono correspondiente. Supongamos que el yapu la interpreta correctamente como pregunta: puede tratarse entonces –dado que los verbos no son desinenciales –de saber:
  1. si el individuo llamado Tú le dio algo al individuo llamado Él;
  2. si el individuo llamado Tú le dio algo a un individuo determinado, innominado pero del cual se supone que aparecido en la conversación anteriormente;
  3. si el destinatario de la pregunta le dio algo al individuo llamado Él;
  4. si el destinatario de la pregunta le dio algo al individuo innominado del cual yo hablaba hace un instante.

  Ahora supongamos que el yapu se equivoca e interpreta la frase como una afirmación: surgen cuatro posibilidades nuevas, lo que eleva a ocho el número de posibilidades de comprenderla. Si se piensa que en la menor conversación aparecen indefectiblemente frases de este tipo, es fácil deducir que sólo por milagro los yapus podrían entenderse a la perfección y las discusiones no caer en el absurdo al cabo de tres réplicas.
  Más de una vez me he entretenido soltando en presencia de ellos, sólo para embelesarlos, una frasecita como: “Pero cuando digo yo es yo y cuando digo él es él” o “Podemos ir juntos tú, yo, él y los demás”. Luego de quedarse boquiabiertos, se divertían repitiéndolas como el niño que acaba de aprender una palabrota. Estoy convencido de que aún hoy siguen debatiendo qué quise decir cuando, con mi acento aproximado, les arrojé estas frases plagadas de trampas. No hace falta añadir que entre los yapus es rigurosamente imposible el discurso filosófico y que, en general, todo discurso público está condenado al fracaso: hablando de manera figurada, un yapu que arengue a un grupo de diez personas con un discurso de cincuenta palabras tendrá que contar con que se lo interprete de cincuenta a la décima potencia maneras diferentes. Sin duda así se explica el carácter rudimentario de las estructuras políticas de la sociedad yapu, pero ésta es una cuestión de la que no me ocuparé aquí.
  Entender a los yapu me ha exigido mucho tiempo y esfuerzo; y es difícil afirmar que los entienda, habida cuenta de que ellos mismos no se entienden nunca. Digamos que logré penetrar en su secreto y entrever cómo se debaten diariamente en los atolladeros de su lengua. En todo caso, el contacto con ellos me ha servido para aprender mucho. Al volver de la segunda estancia entre ellos me costó un poco aclimatarme de nuevo a la racionalidad de nuestra organización social. En Francia, cuando uno reserva un billete de avión o encarga un libro, está seguro de embarcar el día acordado para el destino correcto o de recibir el ejemplar en su domicilio. Desde luego que esta regularidad tiene ventajas notables; no voy a rebatir que nuestro modo de vida es más sencillo y viable que el de los yapus. Por otro lado, he de confesar que nuestra existencia es menos divertida. El sistema social de los yapus no deja tiempo para el aburrimiento; para ser franco, creo que su vida es más rica y colorida que la nuestra. Nosotros deberíamos defender los raros espacios de libertad en donde  aún se encuentra algo del sentido del absurdo de ellos; por eso soy tan partidario de la expansión ilimitada de las administraciones públicas y la burocracia, inagotables fuentes de errores y comportamientos absurdos.
  También fue entre los yapus donde conocía a mi mujer Avaé (“Nosotros” en yapu). Me enamoré de ella en el último viaje y pude convencer a los padres de que me dejaran traerla conmigo a Europa. Hace dos años que vivimos juntos; ella habla francés pero cuando estamos solos preferimos comunicarnos en yapu, y nuestro matrimonio es un auténtico refugio de desorden y confusión. El año pasado ella me dio mellizos. Dos seres perfectamente semejantes, como hechos para que se los confunda. Como la ley prohíbe ponerles el mismo nombre, los hemos llamado Théophile y Théophastre. Cuando crezcan les enseñaremos a intercambiar nombres y ropas, de modo que cuando alguien los mencione nunca se sepa de cuál de los dos está hablando. Y si estos quidproquos les gustan, nos marcharemos todos juntos donde los yapus, para que se equivoquen constantemente y en todo hasta el fin de sus días.




viernes, 27 de marzo de 2020

LECTURAS PARA LA CUARENTENA: ALICE MUNRO

Mucha gente está descubriendo estos días las bondades del tele-trabajo: el placer de no tener que vestirse y arreglarse, la tranquilidad de no coger el coche o el transporte público y, sobre todo, la paz mental de estar currando por tu cuenta la mayor parte del tiempo, hablando con los compañeros únicamente cuando es preciso y por cuestiones estrictamente laborales. Adiós a todas las demás interacciones superfluas que tanto nos desgastan, aburren o irritan... ¡Qué maravilla poder prescindir del agobiante prójimo lo máximo posible! Al menos, una cosa buena nos ha traído esta crisis. ¿Sí? ¿Estamos seguros?

Os dejo un relato de Alice Munro sobre relaciones laborales, sobre relaciones humanas. Leedlo y luego hablamos. ;)



LA TEMPORADA DEL PAVO
Alice Munro

A Joe Radford

Cuando tenía catorce años conseguí un trabajo en el Corral del Pavo durante la temporada de Navidad. Era demasiado joven para conseguir un trabajo en una tienda, o como camarera a tiempo parcial; también era demasiado nerviosa.
  Yo limpiaba pavos. Las demás personas que trabajaban en el Corral del Pavo eran Lily, Marjorie y Gladys, y también limpiaban pavos. Irene y Henry los desplumaban; Herb Abbott, el capataz, supervisaba toda la operación y se ponía donde se le necesitaba. Morgan Elliot era el propietario y jefe. Él y su hijo Morgy se ocupaban de la matanza.
  A Morgy lo conocía de la escuela. Lo encontraba tonto y despreciable, y me molestaba tener que considerarlo bajo una nueva luz, y posiblemente superior, como hijo del jefe. Pero su padre lo trataba tan rudamente, gritándole y renegando, que no parecía ser más que el peor de los trabajadores. La otra persona emparentada con el jefe era Gladys. Su hermana, y en su caso sí parecía estar en cierta posición privilegiada. Trabajaba despacio, se iba a casa si no se sentía bien, y no cordial ni con Lily ni con Marjorie, aunque sí lo era un poco conmigo. Había vuelto para vivir con Morgan y su familia después de haber trabajado durante muchos años en Toronto, en un banco. Aquella no era la clase de trabajo a la que estaba acostumbrada. Lily y Marjorie, hablando de ella cuando no estaba presente, decían que había tenido una crisis nerviosa. Decían que Morgan la hacía trabajar en el Corral del Pavo para hacerle pagar por su manutención. También decían, sin preocuparse por la contradicción, que había cogido el trabajo porque iba detrás de un hombre, y que el hombre era Herb Abbott.
  Durante las primeras noches, todo lo que veía al salir de allí, cuando cerraba los ojos, eran pavos. Los veía colgando patas arriba, destripados y tiesos, pálidos y fríos, con las cabezas y los cuellos fláccidos, los ojos y las cavidades nasales cuajadas de sangre oscura; los restos de las plumas, también oscuros y sangrientos, parecían formar una corona. No los veía con aversión sino con una sensación de trabajo interminable por hacer.
  Herb Abbott me enseñaba lo que tenía que hacer. Pones el pavo sobre la mesa y le cortas la cabeza con el hacha. Después coges la piel suelta de alrededor del cuello y tiras de ella hacia atrás para descubrir el buche, alojado en la hendidura entre el esófago y la tráquea.
            -Busca la cachuela –decía Herb animándome. Me hacía cerrar los dedos alrededor del buche. Luego me enseñó cómo bajar la mano por detrás para cortarlo, y también el esófago y la tráquea. Utilizaba tijeras para cortar las vértebras-. Aprieta, aprieta –decía tranquilizándome-. Ahora pon dentro la mano.
  Lo hice. Hacía un frío de muerte allí dentro, en los oscuros interiores del pavo.
            -Cuidado con las astillas de los huesos.
  Trabajando con cuidado en la oscuridad, tenía que tirar los tejidos conectivos y extraerlos.
            -¡Arriba! –Herb le dio la vuelta al ave y le dobló cada pata-. Rodillas arriba, mamá Brown. Ahora.
            Cogió un pesado cuchillo y lo puso directamente sobre los nudillos de las rodillas y cortó la canilla.
            -Echa un vistazo a los gusanos.
  Cuerdas de color blanco perlado salían de la canilla, y se arrastraban por su cuenta.
            -Son solo los tendones contrayéndose. ¡Ahora viene lo bueno!
  Cortó el ave por su parte inferior, que dejaba salir un olor putrefacto.
            -¿Tienes formación?
  No supe qué decir.
            -¿Qué es ese olor?
            -Ácido sulfhídrico.
            -Formación –dijo Herb suspirando-. Muy bien. Pasa los dedos alrededor y suelta las tripas. Despacio, despacio. Mantén los dedos juntos y las palmas hacia adentro. Tienes que notar las costillas con el dorso de la mano. Tienes que notar las tripas en tu palma. ¿Lo notas? Sigue. ¿Notas un bulto blando? Es el corazón. ¿Sí? Bien. Pon tus dedos alrededor de la molleja. Despacio. Empieza a tirar por aquí. Eso es. Eso es. Empieza a sacarla.
  No era nada fácil. Ni siquiera estaba segura de que lo que tenía fuese la molleja. Mi mano estaba llena de pulpa fría.
            -Estira –dijo, y saqué una masa brillante y de aspecto parecido al hígado-. Ya lo  tienes. Ahí están los bofes. ¿Sabes lo que son? Pulmones. Ahí está el corazón, ahí la molleja, ahí la hiel. No tienes que romper nunca la hiel dentro, o amargará todo el pavo.
  Discretamente, quitó lo que yo me había dejado, incluyendo los testículos, que eran como un par de uvas blancas.
            -Bonito par de pendientes –dijo Herb.
  Herb Abbott era un hombre alto, fuerte y rollizo. Tenía un pelo negro y fino, repeinado hacia atrás desde el nacimiento del pelo, y los ojos ligeramente oblicuos, lo que le hacía parecer un chino pálido o un retrato del diablo, solo que tenía un rostro amable y bondadoso. Cualquier cosa que hiciera por el Corral del Pavo –destripar, como ahora, o cargar el camión, o colgar los cadáveres-, lo hacía con movimientos eficientes y precisos, rápida y enérgicamente.
            -Fíjate en Herb, siempre camina como si estuviera sobre un barco –decía Marjorie, y era cierto.
  Herb trabajaba en los barcos del lago, durante la temporada, como cocinero. Luego trabajaba para Morgan hasta después de Navidades. En el tiempo restante ayudaba en el salón de billar, haciendo hamburguesas, recogiendo, evitando peleas antes de que comenzasen. Allí era donde vivía; tenía una habitación sobre el salón de billar de la calle principal.
  En todas las actividades del Corral del Pavo parecía  ser Herb quien tuviera continuamente la eficacia y el honor del negocio en la cabeza; era él quien lo mantenía todo bajo control. Viéndolo en el corral hablando con Morgan, que era un hombre bajo y grueso, de cara roja, un pendenciero impredecible, uno estaba seguro de que Herb era el jefe y Morgan el ayudante contratado. Pero no era así.
  Si no hubiera tenido a Herb para enseñarme, no creo que hubiese aprendido a destripar pavos. Yo era torpe con las manos y me había sentido avergonzada por ello tan a menudo que la menor muestra de impaciencia por parte de la persona que me enseñase habría podido provocarme una parálisis nerviosa. No podía soportar que me mirase nadie, si no era Herb. En particular, no podía soportar que me mirasen Lily y Marjorie, dos hermanas de mediana edad, que limpiando pavos eran muy rápidas, concienzudas y competentes. Cantaban mientras trabajaban y hablaban de modo insultante e íntimo a los cadáveres de los pavos.
            -¡No me pinches, maricón!
            -¡Eres un pavo de mierda!
  Nunca había oído a mujeres que hablasen así.
  Gladys no era rápida trabajando, aunque debía de ser meticulosa, si no, Herb habría hablado con ella. No cantaba nunca y , sin duda, tampoco era mal hablada. Yo la consideraba bastante mayor, aunque no era tan mayor como Lily y Marjorie; debía de tener más de treinta años. Parecía ofendida por todo lo que ocurría y daba la impresión de guardarse cantidad de opiniones desagradables para sí. Yo no intenté hablar nunca con ella, pero ella me habló un día en le frío y pequeño lavabo del cobertizo donde se limpiaban los pavos. Se estaba poniendo maquillaje compacto en la cara. El color del maquillaje era tan distinto del color de su piel que parecía que estuviese dando palmadas con pintura naranja sobre una pared encalada y desigual.
  Me preguntó si yo tenía el pelo rizado natural.
  Le dije que sí.
            -¿No tienes que hacerte la permanente?
            -No.
            -Tienes suerte. Yo tengo que arreglarme el mío cada noche. La química de mi sistema no me permite hacerme la permanente.
  Las mujeres tienen distintas maneras de hablar de su aspecto. Algunas dejan claro que lo que hacen para estar arregladas lo hacen por el sexo, por los hombres. Otras, como Gladys, se toman el trabajo como una especie de trabajo doméstico, de cuyas dificultades se jactan. Gladys era elegante. Me la podía imaginar en el banco, con un vestido azul marino con el tipo de cuello separable que se puede lavar por la noche. Era gruñona y correcta.
  Otra vez me  habló de sus períodos, que eran abundantes y dolorosos. Quería saber cómo eran los míos. Había una expresión inquieta, remilgada  y agitada en su rostro. Me salvó Irene, que estaba utilizando el lavabo y gritó:
            -Haz como yo, y te librarás de tus problemas por un tiempo.
  Irene solo era unos años mayor que yo, pero estaba casada desde hacía poco tiempo –ya tarde-, y estaba visiblemente embarazada.
  Gladys la ignoró, pasándose agua fría por las manos. Las manos de todas nosotras estaban rojas y tenían un aspecto inflamado por el trabajo.
            -No puedo utilizar ese jabón. Si lo uso me sale un sarpullido –dijo Gladys-. Si traigo aquí mi propio jabón, no puedo permitirme que otras personas lo utilicen, porque me cuesta mucho dinero; es un jabón antialérgico especial.
  Creo que la idea que Lily y Marjorie fomentaban, de que Gladys iba detrás de Herb Abbott, nacía de su creencia de que los solteros debían ser importunados y avergonzados siempre que fuera posible, y del interés que sentían por Herb, que daba la impresión de que alguien debería ir tras él. Sentían curiosidad por él. Lo que se preguntaban era: “¿Cómo puede un hombre necesitar tan poco?”. Sin esposa, sin familia, sin casa. Los detalles de su vida cotidiana, las preferencias menudas, eran de interés. ¿Dónde se había criado? (Por aquí, por allí y por todas partes.) ¿Cuánto tiempo  había ido a la escuela? (El suficiente.) ¿Dónde estaba su novia? (No se sabía.) ¿Bebía café o té, si le daban a elegir? (Café)
  Cuando decían que Gladys iba tras él, debían querer hablar realmente de sexo, lo que él quería y lo que tenía. Debían de sentir una curiosidad voluptuosa por él, como yo. Él provocaba estos sentimientos por ser discreto y no gastar las bromas que gastaban algunos hombres, y por no ser al mismo tiempo ni remilgado ni fino. Algunos hombres, al mostrarme los testículos del pavo, habrían actuado como si su misma existencia fuese de algún modo una broma pesada para mí, algo por lo que se podría ridiculizar a una chica; otra clase de hombre se habría sentido turbado y habría pensado que tenia que protegerme de la vergüenza. Un hombre que no parecía sentir de una manera ni de otra era una rareza tanto para las mujeres mayores, probablemente, como para mí. Pero lo que era tan bien acogido por mí podía haber sido inquietante para ellas. Querían sacudirlo. Incluso querían que Gladys lo sacudiera, si podía.
  Entonces no se tenía idea –al menos en Logan, Ontario, a finales de los años cuarenta- de que la homosexualidad iba más allá de unos confines muy estrechos. Las mujeres, ciertamente, creían en su rareza y en límites definidos. Había homosexuales en la ciudad, y sabíamos quiénes eran: un empapelador elegante, de voz fina y cabello ondulado, que se autodenominaba decorador de interiores; el hijo único de la viuda del pastor, gordo y mimado, que llegaba tan lejos como para participar en concursos de cocina y que había hecho un mantel a ganchillo; un organista de la  iglesia hipocondríaco y profesor de música, que mantenía el coro y a sus alumnos a raya con estridentes rabietas. Una vez se ponía la etiqueta, había bastante tolerancia hacia esas personas, y sus dotes para la decoración, para el ganchillo y para la música eran apreciadas, en especial, por las mujeres.
            -Pobre chico –decían-. No hace ningún daño.
  Realmente parecían creer, las mujeres lo creían, que el factor determinante era la inclinación por la cocina o por la música, y que era esta actividad la que hacía del hombre lo que era, no otro desvío que pudiera, o que deseara tomar. El deseo de tocar el violín podía ser considerado como una mayor desviación de la virilidad que el deseo de evitar a las mujeres. En realidad, se tenía la idea de que cualquier hombre viril desearía huir de las mujeres, pero la mayoría de ellos eran pescados con la guardia baja y para siempre.
   No quiero entrar en la cuestión de si Herb era o no homosexual, porque la definición no me sirve. Creo que probablemente lo era, pero quizá no lo fuese. (Aun considerando lo que luego sucedió, lo creo así.) Él no es un rompecabezas que se pueda resolver tan arbitrariamente.


El otro desplumador que trabajaba con Irene era Henry Streets, un vecino nuestro. No había nada notable en él, excepto que tenía ochenta y seis años y todavía era, como él decía, un demonio para el trabajo. Llevaba whisky en el termo y se lo iba bebiendo durante el día. Fue Henry quien me dijo, en nuestra cocina:
            -Tendrías que conseguir trabajo en el Corral del Pavo. Necesitan otra persona para limpiar pavos.
  Mi padre dijo enseguida:
            -Ella no, Henry. Es muy torpe.
  Y Henry dijo que sólo estaba bromeando, que era un trabajo sucio. Pero yo ya estaba decidida a probarlo; tenía una gran necesidad de tener éxito en un trabajo como aquel. Estaba casi en el estado de una persona mayor que se siente avergonzada de no haber aprendido nunca a leer, de tanto que me afectaba mi incapacidad para el trabajo manual. El trabajo, para todas las personas que yo conocía, significaba hacer cosas para las que yo no servía, y el trabajo era de lo que las personas se enorgullecían y por lo que se medían las unas a las otras. (Ni que decir tiene que las cosas para las que yo servía, como los trabajos escolares, eran sospechosas o eran simplemente despreciadas.) De modo que fue una sorpresa, y luego un triunfo para mí, que no me despidieran,  y que fuera capaz de limpiar pavos a una velocidad que no era deshonrosa. No sé si realmente comprendía lo mucho que esto se debía a Herb Abbott, pero a veces me decía: “Buena chica”, o me daba una palmada en la cintura y decía: “Estás aprendiendo a limpiar muy bien los pavos; llegarás lejos”, y cuando notaba su contacto rápido y amable a través del grueso suéter y del sangriento delantal que llevaba, sentía que mi rostro ardía y que deseaba apoyarme contra él cuando estaba detrás de mí. Quería apoyar mi cabeza contra su ancho y  carnoso hombro. Cuando me iba a dormir por la noche, tumbada sobre un costado, frotaba mi mejilla contra la almohada y pensaba que era el hombro de Herb.
  Estaba interesada en cómo hablaba a Gladys, en cómo la  miraba o la observaba. Este interés no era celoso. Creo que quería que algo sucediera entre ellos. Yo me estremecía de curiosa expectación, al igual que Lily y Marjorie. Todas queríamos ver la señal de la sexualidad en él, escucharla en su voz, no porque pensásemos que le haría parecerse más a otros hombres, sino porque sabíamos que en él sería completamente distinta. Era más amable y más paciente que la mayoría de las mujeres y tan severo  y distante, en algunos aspectos, como cualquier hombre. Queríamos ver cómo se le podía impresionar.
  Si Gladys también lo quería, no dio señales de ello. Es imposible para mí decir de  las mujeres como ella si son tan apagadas y cadavéricas como parecen, sin necesitar más que oportunidades para la irritación y el desdén , o si las ahogan tenebrosos fuegos y pasiones inútiles.
  Marjorie y Lily hablaban de matrimonio. No tenían muchas cosas buenas que decir sobre él, a pesar de que a su parecer era un estado del que a nadie debería  serle permitido quedar fuera. Marjorie decía que poco después de casarse había ido a la leñera con la intención de ingerir verde de París. [1]
            -Lo habría hecho –dijo-. Pero llegó el hombre del camión de comestibles y tuve que salir a comprar víveres. Eso fue cuando vivíamos de la granja.
  Su marido era cruel con ella entonces, pero después tuvo un accidente: volcó el tractor y quedó tan gravemente herido que sería un inválido toda su vida. Se trasladaron a la ciudad, y ahora Marjorie era el jefe.
            -La otra noche empezó a ponerse de malhumor y a decir que no quería la cena. Bueno, solo tuve que cogerle por la muñeca y levantarla. Tuvo miedo de que le retorciese el brazo. Vio que lo haría. De modo que dije: “¿Que tú qué?”. Y dijo: “Me la comeré”.
  Hablaban de su padre. Era un hombre de la vieja escuela. Tenía un lazo corredizo en la leñera (no en la del insecticida; esta debía de ser una anterior, en otra granja), y cuando le ponían nervioso acostumbra a colocarlos en fila y amenazarlos con colgarles. Lily, que era la menor, temblaba hasta caerse. Este mismo padre arregló el matrimonio de Marjorie con uno de sus compinches cuando solo tenía dieciséis años. Aquel era el marido que la había llevado al verde de París. Su padre lo hizo porque quería estar seguro de que no se quedaba embarazada.
            -Fogosa –dijo Lily.
  Yo me horroricé y pregunté:
            -¿Por qué no te escapaste?
            -Su palabra era la ley –dijo Marjorie.
  Decían que ese era el problema con lo críos hoy en día: eran los niños quienes mandaban. La palabra de un padre debería ser ley. Ellas criaban a sus propios hijos de manera estricta, y ninguno había salido malo todavía. Cuando el hijo de Marjorie mojaba la cama ella lo amenazaba con cortarle el pito con el cuchillo de carnicero. Eso lo curó.
  Decían que el noventa por ciento de las chicas jóvenes de hoy en día bebía, eran mal habladas y les daba por ir acostándose por ahí. No tenían hijas, pero si tuvieran y las pillaran en algo así, las pegarían hasta dejarlas en carne viva. Irene, decían, iba siempre

a los partidos de hockey con los pantalones de esquí rajados sin nada debajo, para tenerlo después más fácil en los ventisqueros. Terrible.
  Yo quería señalar algunas contradicciones. Las mismas Marjorie y Lily bebían y hablaban mal, y ¿y  dónde estaba lo maravilloso en la intransigente voluntad de un padre que te aseguraba toda una vida de infelicidad? (Lo que yo no veía era que Marjorie y Lily no eran infelices del todo; no podían serlo, por su sentido del rango, su orgullo y su estilo.) Yo me enrabiaba entonces por la falta de lógica en lo que hablaban la mayoría de los adultos, por la forma en que se atenían a sus declaraciones sin importarles la evidencia que les pudiera ser presentada. ¿Cómo podían ser tan dotadas, tan delicadas y hábiles la manos de aquellas mujeres –porque yo sabía que serían tan buenas para docenas de otros trabajos como lo eran limpiando pavos; servirían para hacer cobertores, para zurcir, para pintar, para empapelar, para amasar pasta y sembrar –y su forma de pensar tan chapucera, desatinada  y exasperante?
  Lily dijo que ella nunca dejaba que su marido se le acercase si había estado bebiendo. Marjorie dijo que desde una vez que casi se murió de una hemorragia nunca había dejado que su marido se le acercara, punto. Lily dijo rápidamente que solo intentaba algo cuando había estado bebiendo. Pude ver que era una cuestión de orgullo no dejar que el esposo se acercara, pero apenas podía creer que “acercarse” significara “tener relaciones sexuales”. La idea de que Marjorie y Lily fuesen solicitadas para dichos propósitos parecía grotesca. Tenían los dientes mal, los estómagos les colgaban, y los rostros estaban pálidos y manchados. Decidí entender “acercarse” en sentido literal.


Las dos semanas antes de Navidad eran un tiempo frenético en el Corral del Pavo. Comencé a ir una hora antes de la escuela y también después de la escuela y durante los fines de semana. Por la mañana, cuando iba a trabajar, las farolas estaban todavía encendidas y brillaban las estrellas matutinas. Allí estaba el Corral del Pavo, en el límite de un campo blanco, con una hilera de grandes pinos detrás, y siempre, sin importar el frío ni el silencio que hubiera, estos árboles elevaban sus ramas, suspiraban y se extendían. Parece poco probable que de camino al Corral del Pavo, para limpiar pavos durante una hora, hubiese yo experimentado tal sensación de promesa y la mismo tiempo de perfecto e impenetrable misterio en el universo, pero así era. Herb tenía algo que ver con aquello, y también el corto período de frío: las serie de inclementes y claras mañanas. La verdad es que entonces no era difícil tener esas sensaciones. Yo las tenía, pero sin saber cómo podían estar relacionadas con algo en la vida real.
  Una mañana había en el Corral del Pavo otra persona para limpiar pavos. Era un muchacho de dieciocho o diecinueve años, un extraño llamado Brian. Parecía ser un pariente, o quizá solo un amigo de Herb Abbott. Vivía con Herb. Había trabajado en un barco del lago el verano anterior. Dijo que acabó harto y lo dejó.
  Lo que dijo fue:
            -¡Joder con los barcos! Acabé harto.
  El lenguaje en el Corral del Pavo era grosero y directo, pero aquella era una palabra que no había oído nunca allí. Y Brian parecía utilizarla descuidadamente, más bien alardeando, en una mezcla de insulto  y provocación. Quizá era su estilo en general lo que lo  hacía parecer así. Tenía un aspecto asombrosamente atractivo: cabello castaño claro, ojos de un azul clarísimo, piel lozana, cuerpo bien formado…, la clase de atractivo sobre la que nadie discrepa ni por un momento. Pero un engreimiento único e inexorable se había apoderado de él de tal manera que no podía evitar convertir todas sus ventajas en una parodia. Tenía una boca bonita y ligeramente abierta la mayor parte del tiempo, los ojos medio cerrados, su expresión era una mirada lasciva y prometedora, y sus movimientos indolentes, exagerados, provocadores. Quizá si le hubiesen puesto en un escenario con un micrófono y una guitarra y le hubiesen dejado gruñir y dar alaridos, y retorcerse y excitar, habría parecido una verdadera celebridad. Al faltarle el escenario, no era convincente. Al cabo de un rato parecía simplemente alguien con un grave problema de hipo; su insistente sexualidad era así de monótona y vacía.
  Si se hubiera moderado un poco, Marjorie y Lily probablemente lo habrían pasado bien con él. Podrían haber seguido el juego de decirle que cerrara su sucia boca y que se metiera las manos donde le cupiesen. Tal como era, decían que estaban hartas de él, y lo decían de veras. Una vez Marjorie cogió el cuchillo con el que limpiaba los pavos.
            -Mantén las distancias –le dijo-. Quiero decir conmigo, con mi hermana y con esa cría.
  No le dijo que mantuviera las distancias con Gladys porque Gladys no estaba allí en  aquel momento y Marjorie de todos modos no habría sentido ganas de protegerla. Pero era a Gladys a quien Brian le gustaba molestar especialmente. Ella tiraba el cuchillo, se iba al lavabo, se quedaba allí diez minutos y luego salía con una cara pétrea. Ya no decía que encontraba mal y se iba a casa, como antes. Marjorie decía que Morgan estaba molesto con Gladys por vivir a su costa y que ya no podía seguir haciéndolo impunemente.
  Gladys me dijo:
            -No puedo soportar eso. No puedo soportar que la gente mencione esa clase de cosas, ni esa clase de… gestos. Me da náuseas.
  Yo la creía. Estaba terriblemente pálida. Pero ¿por qué en esos casos no se quejaba a Morgan? Quizá las relaciones entre ellos eran demasiado incómodas, quizá no podía decidirse a repetirlas ni a describirlas. ¿Por qué no se quejó nunca ninguna de nosotras, si no a Morgan, al menos a Herb? Nunca lo pensé. Brian parecía algo que había que soportar, como el frío helado del cobertizo de limpiar pavos y el olor de la sangre y de los desperdicios. Cuando Marjorie y Lily amenazaban con quejarse, era de la holgazanería de Brian.
  No era un buen limpiador de pavos. Decía que sus manos eran demasiado grandes. Así que Herb le sacó de limpiar y le dijo que tenía que barrer y limpiar, hacer paquetes con los menudillos y ayudar a cargar el camión. Eso significaba que no tenía que estar en ningún sitio ni hacer ningún trabajo en un momento determinado, así que la mayor parte del tiempo no hacía nada. Empezaba a barrer, lo dejaba y limpiaba las mesas, lo dejaba y se fumaba un cigarrillo, repantigado contra la mesa y molestándonos hasta que Herb lo llamaba para que le ayudase a cargar el camión. Herb estaba entonces muy ocupado y pasaba mucho tiempo haciendo reparto, de modo que es posible que no supiera el alcance de la holgazanería de Brian.
            -No sé por qué Herb no te despide –decía Marjorie-. Supongo que la respuesta será que no quiere que estés haraganeando por ahí y viviendo a su costa, sin un lugar a donde ir.
            -Sé adónde ir –respondió Brian.
            -Mantén tu sucia boca cerrada –dijo Marjorie-. Compadezco a Herb. Cargando contigo.



El último día de escuela antes de Navidades salimos pronto por la tarde. Yo fui a casa a cambiarme de ropa y llegué a trabajar sobre las tres. Nadie estaba trabajando. Todo el mundo estaba en el cobertizo de limpiar, donde Morgan Elliott estaba blandiendo un hacha sobre la mesa de limpiar y  gritando. No pude entender por qué gritaba, y creí que alguien debía de haber cometido una terrible equivocación en el trabajo; quizá había sido yo. Entonces vi a Brian al otro lado de la mesa, con una expresión muy enfurruñada y mezquina y muy echado hacia atrás. La mirada lasciva no había desaparecido del todo de su rostro, pero estaba aminorada y mezclada con una mirada de mal genio impotente y algo de miedo. Ya está, pensé: “A Brian lo están despidiendo por ser tan chapucero y gandul”. Incluso cuando entendí que Morgan lo llamaba  “pervertido”, “obsceno” y  “maníaco” seguí pensando que aquello era lo que sucedía. Marjorie y Lily, e incluso la descarada de Irene, estaban alrededor con la mirada baja y bastante hipócrita, como la de los niños cuando alguien está recibiendo una terrible regañina en la escuela. Solo el viejo Henry parecía capaz de mantener una cauta sonrisa en la cara. A Gladys no se la veía.  Herb estaba más cerca de Morgan que nadie. No intervenía, pero vigilaba el hacha. Morgy estaba lloriqueando, aunque no parecía estar en un peligro inmediato.
  Morgan estaba gritando a Brian que se fuera.
            -Y fuera de esta ciudad; lo digo en serio. ¡Y no esperes a mañana si quieres conservar tu culo de una pieza! ¡Fuera! –gritó, y el hacha se inclinó dramáticamente hacia la puerta.
  Brian empezó a dirigirse hacia esa dirección pero, tanto si tuvo intención de hacerlo como si no, movió las nalgas contoneándose y de forma provocativa. Eso hizo que Morgan soltase un bramido y corriese tras él. Irene gritó y se agarró el estómago. Morgan estaba demasiado grueso para correr cualquier distancia y probablemente tampoco  habría podido lanzar muy lejos el hacha. Herb miraba desde el umbral. Al cabo de poco Morgan volvió y arrojó el hacha sobre la mesa.
            -¡Vuelvan todos al trabajo! ¡Ya basta de estar aquí mirando! ¡No se os paga para mirar! ¿Qué te pasa? –preguntó, mirando con dureza a Irene.
            -Nada –respondió Irene mansamente.
            -Si se te está adelantando, vete de aquí.
            -No, estoy bien.
            -¡Está bien, entonces!
  Nos pusimos a trabajar. Herb se quitó el delantal manchado de sangre, se puso la chaqueta y salió, probablemente para encargarse de que Brian estuviese listo para salir en el autobús de la hora de la cena. No dijo una palabra. Morgan y su hijo salieron al corral, e Irene y Henry volvieron al cobertizo anexo, donde desplumaban a los pavos, trabajando con plumas hasta las rodillas. Se suponía que Brian era el encargado de barrer.
            -¿Dónde está Gladys? –pregunté en voz baja.
            -Recuperándose –dijo Marjorie. Ella también hablaba en un tono más bajo del habitual, y “recuperándose” no era  la clase de palabra que ella y Lily utilizaban normalmente. Era una palabra a utilizar hablando de  Gladys, con intención burlona.
  No querían hablar de lo que había sucedido, porque tenían miedo de que entrasen Morgan y las pillara hablando de ello y las despidiera. Bunas trabajadoras como eran, tenían miedo a eso. Además, no habían visto nada. Debió de molestarles no haberlo visto. Todo lo que averigüé fue que Brian o bien le había hecho  o enseñado algo a Gladys cuando ella salía del lavabo y ella había comenzado a gritar y a ponerse histérica.
  Ahora probablemente tendría que guardar cama por otro colapso nervioso, dijeron. Y él estaría ya saliendo de la ciudad. Y en buena  hora, dijeron, nos hemos librado de los dos.


Tengo una fotografía del personal del Corral del Pavo hecha en Nochebuena. Fue tomada con una cámara con flash que era el despilfarro de Navidad de alguien. Creo que de Irene. Pero Herb Abbott debió de ser quien hizo la foto. Era el único en quien se podía confiar que supiera o que aprendiera inmediatamente a manejar cualquier cosa nueva, y las máquinas de fotografiar con flash eran completamente nuevas en aquella época. La fotografía fue tomada sobre las diez en Nochebuena, después de que Herb y Morgy hubiesen vuelto de hacer el último reparto, de que hubiésemos barrido y fregado el suelo de cemento. Nos habíamos quitado nuestros ensangrentados delantales y gruesos suéters y habíamos pasado a la pequeña sala llamada comedor, donde había una mesa y un calentador. Todavía llevábamos puesta nuestra ropa de trabajo: batas y faldas. Los hombres llevaban gorras y las mujeres pañuelos, anudados al estilo del tiempo de la guerra. A mí se me ve robusta, alegre y con aire de compañerismo en la fotografía, transformada en alguien que ni siquiera recuerdo haber sido o haber fingido que era. Aparento ser mucho mayor de catorce años. Irene es la única que se ha quitado el pañuelo, soltándose su larga melena pelirroja. Se asoma con una mirada suave, sucia y provocativa, que casaría con su reputación, pero no se parece a ninguna mirada suya que yo recuerde. Sí, debía de ser su cámara; está posando para ella, con aquella mirada, más deliberada que la de nadie. Marjorie y Lily sonríen, como era de esperar, pero sus sonrisas son avinagradas y excesivas. Con el cabello oculto, y con unas siluetas como las que tienen envueltas, parecen un par de trabajadores fuertes y joviales pero malhumorados. Los pañuelos se ven fuera de lugar; unas gorras estarían mejor. Henry está de buen humor, encantado de formar parte del equipo de trabajadores, sonriendo y aparentando veinte años menos de los que tiene. Luego Morgy, con su aspecto de pocos amigos, sin confiar en la bondad de la ocasión, y Morgan, muy sonrojado y en su papel de jefe, y muy satisfecho. Acaba de darnos nuestro pavo de regalo. A cada uno de esos pavos le falta una pata o un ala, o tiene una malformación de alguna clase, de modo que ninguno de ellos es vendible al precio íntegro. Pero Morgan se ha esforzado mucho en decirnos que a menudo la mejor carne es la de los cojos, y nos ha enseñado que él mismo se lleva uno a casa.
  Todos tenemos jarras en las manos, o tazas de porcelana grandes  y gruesas, que contienen no el té habitual, sino whisky de centeno. Morgan y Henry han estado bebiendo desde la hora de la cena. Marjorie y Lily dicen que solo quieren un poco y que solo se lo tomarán porque es Nochebuena y tienen los pies entumecidos. Irene dice que ella también los tiene, pero que eso no significa que solo quiera un poco. Herb ha servido bastante no solo para ella, sino también para Lily y para Marjorie, y no le ponen ninguna objeción. Ha  medido el mío y el de Morgy al mismo tiempo, muy poca cantidad, y ha puesto Coca-Cola. Esta es la primera bebida alcohólica que he tomado nunca, y de resultas de esto durante años creeré que whisky y Coca-Cola es una clase corriente de bebida y siempre la pediré, hasta que me doy cuenta de que muy pocas personas más la beben y de que me sienta mal. Pero aquella Nochebuena no me sentó mal; Herb no me había puesto suficiente. A no ser por un gusto extraño, y por mi propia sensación de importancia, era como beber Coca-Cola.
  No necesito que Herb esté en la fotografía para recordar su físico. Es decir, siempre y cuando conserve el mismo aspecto de la época en que estuve en el Corral del Pavo y de las pocas veces que me lo encontré en la calle. El mismo de todas las ocasiones que lo vi en vida, excepto una.
  La vez que parecía algo distinto a sí mismo fue cuando Morgan estaba maldiciendo a Brian y , después, cuando Brian huyó calle abajo. ¿Cuál era este aspecto distinto? He intentado recordarlo, porque lo examiné detenidamente en aquel entonces. No era muy distinto. Su rostro se veía más emotivo y más serio entonces, y si se tuviera que describir la expresión que había en él, tendría que decir que era una expresión de vergüenza. Pero ¿de qué tendría él que avergonzarse? ¿De Brian, por cómo se había comportado? Sin duda era demasiado tarde; ¿cuándo se había comportado Brian de otro modo? ¿Avergonzado de Morgan, por comportarse con tanta ferocidad y de un modo tan teatral? ¿O de sí mismo, porque era famoso por cortar de raíz peleas y manifestaciones de esa clase y no había podido hacerlo aquí? ¿Estaría avergonzado por no haber defendido a Brian? ¿Esperaba haber hecho eso, defender a Brian?
  Todo eso era lo que yo me preguntaba en aquel momento. Más tarde, cuando supe más, al menos sobre sexo, decidí que Brian era el amante de Herb, que Gladys estaba realmente intentando llamar la atención de Herb, y que era por eso por lo que Brian la  había humillado, con o sin la connivencia y el consentimiento de Herb. ¿No es cierto que las personas como Herb, dignas, reservadas y honorables, escogen a menudo a alguien como Brian, y malgastan su inútil amor en alguna persona inmoral y tonta que ni siquiera es mala, ni un monstruo, sino solo un pesado estorbo? Decidí que Herb, con toda su delicadeza y cuidado, ese estaba vengando de todos nosotros, no solo de Gladys, sino de todos nosotros, con Brian, y que lo que estaba sintiendo cuando estudié su rostro debió de ser un desprecio salvaje y regocijado. Pero también turbación, turbación por Brian y por sí mismo y por Gladys, y hasta cierto punto por todos nosotros. Vergüenza por todos nosotros, eso es lo que yo pensé entonces.
  Algo más tarde, cambié de opinión acerca de esta explicación. Llegué a una etapa en la que cambié mi opinión sobre todas las cosas que no podía saber realmente. Ahora me basta con pensar en el rostro de Herb con aquella mirada especial y afligida; pensar en Brian haciendo payasadas a la sombra de la dignidad de Herb; pensar en mi propia concentración desorientada en Herb, en mi necesidad de pillarlo, si alguna vez tenía ocasión, y luego instalarme y quedarme junto a él. Cuán atractiva, cuán deliciosa era la perspectiva de intimidad con la misma persona que nunca la otorgará. Aún puedo sentir la atracción de un hombre así, que promete y rechaza. Aún quisiera saber cosas. No importan los hechos. Tampoco importan las teorías.
  Al terminar mi bebida quise decirle algo a Herb. Estaba a su lado y esperé un momento en el que no estuviera escuchando ni hablando con nadie más y en el que la creciente y ruidosa conversación de los demás tapase lo que yo tenía que decir.
            -Siento que tu amigo tuviera que marcharse.
            -Gracias.
  Herb me respondió amable y divertido, y de este modo cortó cualquier otro derecho a examinar o a hablar de su vida. Él sabía lo que yo me proponía. Debía de haberlo sabido antes, con muchas mujeres. Sabía cómo manejarlo.
  Lily se puso un poco más de whisky en la jarra y contó cómo ella y su mejor amiga (ahora muerta, de una enfermedad de hígado) se vistieron una vez de  hombre y fueron a la zona de los hombres en la cervecería, al lado en el que ponía “Solo hombres”, porque querían ver cómo era. Se sentaron en un rincón a beber cerveza, con los ojos y los oídos abiertos, y nadie las miró dos veces ni pensó nada de ellas, pero pronto surgió un problema.
            -¿A dónde íbamos a ir? Si íbamos al otro lado y alguien veía entrar en el de señoras, gritarían como condenados. Y si íbamos al de hombres, seguro que alguien se daría cuenta de que no lo hacíamos de la forma adecuada. ¡Mientras tanto la maldita cerveza nos iba bajando!
            -¡Qué es lo que no se hace cuando uno es joven! –dijo Marjorie.
  Varias personas nos dieron consejo a mí y a Morgy. Nos dijeron que nos divirtiéramos mientras pudiéramos. Nos dijeron que no nos metiéramos en problemas, que ellos habían sido todos jóvenes una vez. Herb dijo que éramos un buen equipo y que habíamos trabajado bien, pero que él no quería ponerse a malas con ninguno de los maridos de las mujeres haciendo que se quedasen allí demasiado rato. Marjorie y Lily expresaron indiferencia hacia sus mandos, pero Irene hizo saber que ella quería al suyo y que no era verdad que lo habían traído a rastras desde Detroit para casarse con ella, dijera lo que dijese la gente. Henry dijo que era una vida buena si no se flaqueaba. Morgan dijo que nos deseaba a todos una muy sincera feliz Navidad.
  Cuando salimos del Corral del Pavo estaba nevando. Lily dijo que era como una postal de Navidad, y así era, con la nieve arremolinándose alrededor de las farolas de la ciudad y alrededor de las luces de colores que la gente había puesto en la parte exterior de sus puertas. Morgan llevaba a Henry y a Irene a casa en su camioneta, como deferencia hacia la edad, el embarazo y la Navidad. Morgy tomó un atajo a través del campo y Herb se marchó solo, con la cabeza baja y las manos en los bolsillos, caminando con un ligero vaivén, como si estuviese en la cubierta de un barco del lago. Marjorie y Lily se cogieron del brazo conmigo como si fuésemos antiguas compañeras.
            -Cantemos –dijo Lily-. ¿Qué vamos a cantar?
            -¿“Nosotros los Tres Reyes”? –dijo Marjorie-. ¿“Nosotras las tres limpiadoras de pavos”?
            -“Sueño con una Blanca Navidad”
            -¿Por qué soñar? ¡Ya la tienes!
  De modo que cantamos.



[1] Polvo verde brillante muy venenoso, utilizado como insecticida y pigmento. (N. de la T.)