Es un cuento con muchas capas y muchas sutilezas maravillosas en el que hay que estar muy atento para descubrir lo que ni siquiera el protagonista sabe responderse, ¿por qué miente?
Os animo a que lo leáis con calma, a que vayáis más allá de la historia principal, evidente y ahondéis en esa otra que discurre de forma paralela pero soterrada (siguiendo la teoría de Piglia).
Os advierto que, como ocurre con los textos literarios exquisitos, va ganando y desvelando sus misterios y grandezas con cada relectura.
EL MENTIROSO
Tobias Wolff
Mi madre
leía todo menos libros. Los anuncios de los autobuses, toda la carta del
restaurante mientras comíamos, las vallas publicitarias; si no tenía tapas le
interesaba. Así que cuando encontró en mi cajón una carta que no iba dirigida a
ella, la leyó. “¿Qué más da si James no tiene nada que ocultar?” fue lo que
pensó. Cuando terminó de leerla, metió la carta en el cajón y fue de una
habitación a otra en la gran casa vacía, hablando sola. Volvió a sacar la carta
y a leerla para entenderla bien. Luego, sin ponerse el abrigo y sin echar la
llave a la puerta, bajó los escalones y se dirigió a la iglesia que había al
final de la calle. Por muy enfadada o confusa que estuviera, siempre iba a misa
de cuatro y ahora eran las cuatro.
Hacía un
hermoso día, frío, azul y calmado, pero mi madre andaba como si hubiera un
fuerte viento, inclinada hacia delante y dando pasos cortos y apresurados. A mi
hermano, a mis hermanas y a mí nos parecía graciosa esta forma de andar suya y
nos reíamos cuando cruzaba por delante de nosotros para atizar el fuego o regar
las plantas. No permitíamos que nos pillara riéndonos. Le hubiera desconcertado
pensar que pudiera resultar divertida. Su única concesión al humor era una risa
falsa y sorprendente. Los desconocidos se quedaban mirándola con frecuencia.
Mientras
esperaba al sacerdote que llegó tarde, mi madre se puso a rezar. Rezaba de un
modo familiar, ordenado y firme: primero por su difunto esposo, mi padre, luego
por sus propios padres, también fallecidos. Decía una rápida oración por los
padres de su esposo (sólo tocar la base; nunca los quiso) y finalmente por sus
hijos por orden de edad, acabando conmigo. Mi madre no consideraba que la
originalidad fuese una virtud y hasta que surgió mi nombre, sus oraciones eran
exactamente iguales a las de cualquier otro día.
Pero
cuando llegó a mí habló en voz alta.
—Creí que no lo haría nunca más. Murphy dijo que ya
estaba curado. ¿Qué voy a hacer ahora?
Había un
tono de reproche en su voz. Mi madre había puesto grandes esperanzas en la idea
de que yo estaba curado. Consideraba mi curación como una respuesta a sus
plegarias y en acción de gracias había mandado mucho dinero a la Misión India Tomasiana, dinero
que había estado ahorrando para hacer un viaje a Roma. Se sintió estafada y así
lo manifestó. Cuando entró el sacerdote, mi madre se sentó en el banco y siguió
la misa con gran concentración. Después de la comunión empezó a preocuparse de
nuevo y regresó directamente a casa sin pararse a hablar con Frances, la mujer
que siempre la abordaba después de misa para contarle todos los horrores que le
habían hecho los comunistas, los adoradores del diablo y los rosacruces.
Frances la vio marchar frunciendo el ceño.
Una vez
en casa, mi madre sacó otra vez la carta de mi cajón y se la llevó a la cocina.
La sostuvo sobre la estufa, sujetándola con las uñas y mirando hacia otro lado
para no sentirse atraída de nuevo por el contenido, y le prendió fuego. Cuando
empezó a quemarse los dedos la tiró en la pila y la miró mientras ennegrecía,
se estremecía y se cerraba sobre sí misma como un puño. Luego abrió el grifo
para que las cenizas se fueran por el desagüe y telefoneó al doctor Murphy.
La carta
era para mi amigo Ralphy. Antes vivía al otro lado de la calle pero luego se
había trasladado a Arizona. La mayor parte de la carta describía una excursión
a Alcatraz que habíamos hecho los de mi clase. Eso estaba bien. Lo que
horrorizó a mi madre era el último párrafo en el que decía que ella había
estado escupiendo sangre y que los médicos no estaban seguros de qué le pasaba,
pero esperábamos que no fuera nada grave.
Esto no
era verdad. Mi madre se enorgullecía de su estado físico, se consideraba tan
fuerte como una mula: “Estoy sana como
una mula”, decía cuando le preguntaban por su salud. Yo llevaba ya varios años
diciendo cosas desagradables que no eran verdad y esta costumbre mía irritaba
enormemente a mi madre, tanto como para decidirla a mandarme al doctor Murphy,
en cuya consulta me encontraba sentado mientras ella quemaba mi carta. El
doctor Murphy era nuestro médico de cabecera y no tenía estudios de
psicoanálisis, pero se interesaba por las “cosas de la mente”, como él decía.
Me había tratado de apendicitis y amigdalitis y mi madre pensaba que podría introducir la verdad en mi mente
con la misma facilidad con que extirpaba cosas de mi cuerpo, una esperanza ésta
que el doctor Murphy no compartía. Básicamente deseaba conseguir que yo
entendiera lo que hacía, y últimamente estaba llegando a la conclusión de que
yo comprendía lo que hacía todo lo bien que llegaría a comprenderlo nunca.
El
doctor Murphy escuchó a mi madre mientras ésta le contaba la historia de la
carta y lo que había hecho con ella. Sentía curiosidad por saber las palabras
que yo había utilizado y se irritó cuando ella dijo que la había quemado.
—Lo que importa —dijo ella— es que suponía que estaba
curado y no lo está.
—Margaret, yo nunca dije que estuviera curado.
—Claro que sí. De no ser así, ¿por qué iba yo a mandar
más de mil dólares a la Misión Tomasiana ?
—Yo dije que era responsable. Eso significa que James
sabe lo que hace, no que vaya a dejar de hacerlo.
—Estoy segura de que me dijiste que se había curado.
—Nunca he dicho eso. Para decir que alguien está curado
tienes que saber en qué consiste la
salud. En este tipo de cosas eso es imposible. ¿Qué quieres decir cuando hablas
de curar a James?
—Ya lo sabes.
—Dímelo de todas formas.
—Hacerle volver a la realidad, ¿qué va a ser?
—¿Qué realidad?¿La mía o la tuya?
—Murphy, ¿de qué estás hablando? James no está loco, es
un mentiroso.
—Eso sí es cierto.
—¿Qué voy a hacer con él?
—No creo que puedas hacer mucho. Ten paciencia.
—Ya he tenido bastante paciencia.
—Yo en tu lugar, Margaret, no le daría demasiada
importancia al asunto. James no roba, ¿verdad?
—Por supuesto que no.
—Ni pega a nadie ni es respondón.
—No.
—Entonces tienes muchos motivos para estar agradecida.
—Creo que no puedo resistir más. Esa historia de la
leucemia el año pasado. Y ahora esto.
—Se le pasará cuando crezca, creo yo.
—Murphy, tiene dieciséis años. ¿Qué ocurre si simplemente
lo hace cada vez mejor?
Finalmente
mi madre comprendió que no iba a conseguir nada del doctor Murphy, que no
paraba de recordarle la suerte que tenía. Le dijo algo cortante, él le contestó
algo pedante y ella le colgó. El doctor Murphy se quedó mirando el auricular.
—¿Sí? —dijo, y lo puso en su sitio.
Se pasó
una mano por la cabeza, una costumbre que le había quedado de los tiempos en
que tenía pelo. Para demostrar que lo llevaba bien, bromeaba a menudo acerca de
su calvicie, pero yo tenía la impresión de que le molestaba profundamente.
Mirándome desde el otro lado de la mesa, debió de desear
no haberme aceptado como paciente. Tratar al hijo de un amigo era como invertir
el dinero de un amigo.
—No hace falta que te diga quién era.
Asentí.
El doctor Murphy apartó su silla y la hizo girar para
mirar por la ventana que tenía a su espalda y que ocupaba casi toda la pared.
Todavía había algunos veleros en la bahía,
pero todos venían hacia la costa. Una niebla gris y algodonosa había cubierto
el puente y avanzaba rápidamente. El agua parecía en calma desde aquí arriba
pero cuando me fijé más vi manchitas blancas por todas partes, así que debía de
estar bastante picada.
—Me sorprendes —dijo—. Mira que dejar algo así donde ella
pudiera encontrarlo. Si realmente no puedes evitar el hacer estas cosas, por lo
menos podías ser amable y hacerlas discretamente. No es fácil para tu madre,
habiendo muerto tu padre y estando lejos todos los demás.
—Lo sé. Yo no pretendía que la encontrara.
—Bueno —se dio golpecitos en los dientes con el lápiz. No
estaba convencido profesionalmente, pero personalmente puede que sí—. Creo que
ahora deberías irte a casa y tratar de arreglarlo.
—Supongo que sí.
—Dile a tu madre que me pasaré por allí esta noche o
mañana. Y otra cosa, James… no la subestimes.
Mientras
vivió mi padre solíamos ir a pasar tres o cuatro días al Parque Nacional de
Yosemite durante el verano. Mi madre conducía y mi padre nos señalaba los
lugares de interés, prados donde en otro tiempo se alzaron pueblos de efímera
prosperidad, árboles colgantes, ríos de los que se decía que en ciertas épocas
fluían contra corriente. O nos leía; tenía la idea, típica de los adultos, de
que a los niños les encanta Dickens y Sir Walter Scott. Nosotros cuatro íbamos
sentados en el asiento de atrás con las caras serias y atentas, mientras
nuestras manos y pies empujaban, pellizcaban, pisaban, golpeaban y pateaban.
Una
noche un oso entró en nuestro campamento justo después de cenar. Mi madre había
hecho un guiso de atún y debió de olerle como algo por lo que valía la pena
morir. Entró en el campamento mientras estábamos sentados alrededor del fuego y
se quedó de pie balanceándose hacia detrás y hacia delante. Mi hermano Michel
fue el primero en verle y me dio un codazo. Luego le vieron mis hermanas y
chillaron. Mi madre y mi padre estaban de espaldas a él pero mi madre debió de
intuir lo que pasaba porque inmediatamente dijo:
—No chilléis. Podríais asustarle y cualquiera sabe lo que
haría. Nos pondremos a cantar y se irá.
Cantamos
“Rema, rema, rema en tu barca”, pero el oso no se iba. Dio varias vueltas en
torno a nosotros, poniéndose de manos de vez en cuando para olfatear el aire. A
la luz de la hoguera yo veía su cara de perro y los músculos que rodaban baja
la piel suelta como piedras dentro de un saco. Cantamos más fuerte mientras él
se movía en círculo, acercándose cada vez más.
—Bueno —dijo mi madre—, ya está bien.
Se levantó bruscamente. El oso se detuvo y la observó.
—Largo de aquí —dijo mi madre.
El oso se sentó y miró a un lado y a otro.
—Largo de aquí —repitió ella y se agachó y cogió una
piedra.
—No, Margaret —dijo mi padre.
Ella tiró la piedra con fuerza y le dio al oso en el vientre.
Incluso a la tenue luz del fuego vi el polvo que salía de su piel. Gruñó y se
irguió todo lo alto que era.
—¿Habéis visto?—gritó mi madre—. Está asqueroso.
¡Asqueroso!
Una de mis hermanas se rió. Mi madre cogió otra piedra.
—Por favor, Margaret —dijo mi padre.
Justo en ese momento el oso dio media vuelta y se alejó.
Mi madre arrojó la piedra en dirección a él. Durante el resto de la noche el
animal merodeó alrededor del campamento hasta que encontró el árbol en el que
habíamos colgado los alimentos. Se lo comió todo. Al día siguiente regresamos a
la ciudad. Podíamos haber comprado comida en el valle, pero mi padre quería
marcharse y no cedió en ningún
argumento. En el viaje de regreso trató de animarnos gastando bromas, pero
Michel y mis hermanas le ignoraron y miraron por las ventanillas con caras de
piedra.
La
relación entre mi madre y yo nunca fue fácil, pero no la subestimaba. Era ella
la que me subestimaba a mí. Cuando era pequeño ella sospechaba que era
demasiado delicado, porque no me gustaba que me lanzaran al aire y porque
cuando la veía a ella y a los demás preparándose para una riña general, yo
encontraba un sitio donde esconderme. Si conseguían arrastrarme a la trifulca
siempre salía herido, un rodillazo en el labio, un dedo torcido, la nariz
sangrando, y esto también me lo reprochaba mi madre, como si yo lo hiciera
adrede para no jugar.
Incluso
las cosas que yo hacía bien la ponían nerviosa. A todos nos encantaban los
juegos de palabras, excepto a mi madre, que nunca los entendía, y después de mi
padre yo era el mejor de la familia en eso. Mi especialidad eran los Rápidos:
“Pueden bajar al prisionero”, dijo Tom condescendiente”. Mi padre me animaba a hacerlos durante la cena, lo
cual debía de ser una tortura para los invitados. Mi madre no estaba segura de
lo que sucedía, pero no le gustaba.
Sospechaba
de mí también en otros sentidos. No podía irme al cine sin que ella me
examinara los bolsillos para asegurarse de que llevaba suficiente dinero para
la entrada. Cuando me iba al campamento de verano me abría la mochila delante
de todos los chicos que estaban esperando el autobús. Hubiera preferido
marcharme sin el saco de dormir y unas cuantas mudas de ropa, que había
olvidado meter, antes que quedar en ridículo. Su desconfianza era lo que me volvía
olvidadizo.
Además
pensaba que era insensible por lo que sucedió el día que murió mi padre y luego
en el funeral. No lloré en el funeral de mi padre y mostré signos de
aburrimiento durante la elegía, jugueteando con
el libro de himnos. Mi madre me hizo poner las manos en el regazo y yo
las dejé allí sin moverlas como si fueran cosas que estaba sosteniendo para
otra persona. El efecto era irónico y a ella le molestó. Tuvimos una especie de
reconciliación unos días más tarde cuando yo cerré los ojos en el colegio y me
negué a abrirlos. Después de que varios profesores primero y luego el director
fracasaran en su intento de convencerme de que les mirara, o de que mirase una
recompensa que afirmaban tener en la mano, me llevaron a la enfermera del colegio,
la cual trató de abrirme los párpados a la fuerza y me arañó seriamente uno de
ellos. El ojo se me hinchó y yo me puse rígido.
Al director le entró pánico y llamó a mi madre, la cual
vino a recogerme. Me negué a hablarle, a abrir los ojos o doblarme, por lo
que tuvieron que ponerme tumbado en el
asiento trasero y cuando llegamos a casa mi madre tuvo que subirme los
escalones de la entrada uno a uno. Luego me echó en el sofá y estuvo toda la
tarde tocando el piano para mí. Finalmente abrí los ojos. Nos abrazamos y
lloré. Mi madre no creyó en mis lágrimas, pero las aceptó porque sabía que yo
las había escenificado en honor suyo.
También
mis mentiras nos separaron y el hecho de que mis promesas de no volver a mentir
no parecían significar nada para mí. A menudo mis mentiras llegaban a ella de
manera muy embarazosa, por ejemplo, la gente le paraba en la calle para decirle
que lamentaba mucho que… En el barrio a nadie le gustaba poner a mi madre en
una situación violenta, y esto dejó de ocurrir una vez que todo el mundo se
enteró de lo que me pasaba. Pero no había forma de salvarla de los
desconocidos. El verano después de morir mi padre fui a pasar una temporada con
mi tío en Redding y cuando volví me encontré inesperadamente con que mi madre
había venido a esperarme a la estación de autobuses. Traté de alejarme del
caballero que había viajado a mi lado pero no pude quitármelo de encima. Cuando
vio que mi madre me abrazaba se acercó, le dio su tarjeta y le dijo que la
llamara si las cosas empeoraban. Ella le devolvió la tarjeta y le contestó que
no se metiera donde nadie le llamaba. Más tarde, camino de casa, me hizo
repetirle lo que le había dicho al hombre. Sacudió la cabeza.
—No es justo que le cuentes a la gente esas cosas —dijo—.
Les confundes.
A mí me parecía que era mi madre la que había confundido
al hombre, no yo, pero no se lo dije. Reconocí que no debería decir esas cosas
y le prometí que no volvería a hacerlo; promesa que rompí tres horas después en
conversación con una mujer en el parque.
No eran sólo
las mentiras lo que preocupaba a mi madre; era la morbosidad de las mismas. Ese
era el verdadero problema entre nosotros, como lo había sido ente ella y mi
padre. Mi madre trabajaba como voluntaria en el Hospital Infantil y el Comedor
de San Antonio y hacía colectas para la Sociedad de San Vicente de Paul. Ponía velas a
los santos. Mi hermano y mis hermanas salían a ella en ese aspecto. Mi padre
gozaba maldiciendo el lado oscuro de la vida. Nunca se sentía más vivo que
cuando estaba indignado por algo. Por esta razón el acto más importante del día
para él era la lectura del periódico vespertino.
El
nuestro era un periódico terrible, indiferente a la ciudad que lo compraba,
indiferente a los descubrimientos médicos —exceptuando nuevos tipos de gases
que hacían que se te cayeran las manos al estornudar— e indiferente a la
política y al arte.
Lo suyo era el escándalo, el horror y las coincidencias
espeluznantes. Cuando mi padre se sentaba en el cuarto de estar con el
periódico mi madre se quedaba en la cocina y mantenía a los niños entretenidos,
a todos menos a mí, porque yo era un niño tranquilo que se divertía solo. Me
divertía observando a mi padre.
Se sentaba con las rodillas separadas, inclinado hacia
delante, los ojos a pocos centímetros de la página impresa. Mientras leía iba
asintiendo con la cabeza. A veces decía palabrotas, tiraba el periódico al
suelo y paseaba arriba y abajo del cuarto, luego lo recogía y empezaba de
nuevo. Durante una temporada adquirió la costumbre de leérmelo en voz alta. Siempre
empezaba por los ecos de sociedad, a los
cuales llamaba la página de los parásitos. Esta columna comenzó a tener el
carácter de una historieta cómica o de un serial, pues los mismos personajes
vestidos de chiflón, sosteniendo torpemente sus vasos a beneficio de los huérfanos de la Península , sonriendo
detrás de unas gafas de sol en la terraza de un refugio de esquí en la Sierra. A los que más insultaba
era a los esquiadores, probablemente porque no podía entenderlos. La actividad
misma era inconcebible para él. Cuando mis hermanas fueron al lago Tahoe un fin
de semana invernal con unas amigas y volvieron entusiasmadas con la belleza del
lugar, mi padre las chafó enseguida.
—La nieve está sobrevalorada —dijo.
Luego
venían las noticias, o lo que en ese periódico pasaba por noticias: cadáveres
desenterrados en Escocia, antiguos nazis que ganaban unas elecciones, animales
poco comunes asesinados, mendigos que morían desnudos en casas heladoras
tumbados en colchones rellenos de miles, o millones, de dólares; sacerdotes que
se casaban, actrices que se divorciaban, millonarios del petróleo que
construían fantásticos mausoleos en honor de su caballo favorito, casos de
canibalismo. Mi padre leía todo esto con una sonrisa fija y cansada.
Mi madre
le animaba a defender alguna causa, a unirse a algún grupo, pero él no quería.
Se sentía incómodo con la gente que no era de la familia. Él y mi madre raras
veces salían y raras veces recibían invitados, excepto en las grandes fiestas
nacionales o privadas. Sus invitados eran siempre los mismos: el doctor Murphy
y su esposa, y varios otros amigos que conocían desde la infancia. La mayoría
de estas personas nunca se veían fuera de nuestra casa y no se lo pasaban muy bien juntas. Mi padre
cumplía con sus obligaciones como anfitrión metiéndose con cada uno por cosas
estúpidas que habían hecho o dicho en el pasado y obligándoles a reírse de sí
mismos.
Aunque
mi padre no bebía, se empeñaba en mezclar cócteles para los invitados. Nunca
servía bebidas sencillas como ron con Coca-Cola o whisky con hielo, sólo
bebidas inventadas por él. Les ponía nombres relacionados con la abogacía,
tales como “El abogado”, “El juez de la horca”, “El perseguidor de la
ambulancia” o “El portavoz”, y describía el brebaje con todo detalle. Contaba
largas y complicadas historias casi en un susurro, obligando a todos a inclinarse hacia él, y repitiendo las
frases importantes; también repetía las frases importantes de las historias que
contaba mi madre y además la corregía cuando se equivocaba. Cuando los
invitados terminaban sus propias anécdotas, él señalaba la moraleja.
El
doctor Murphy tenía varias teorías acerca de mi padre, que solía poner a prueba
conmigo en el curso de nuestras sesiones. Para entonces el doctor Murphy había
sustituido sus gafas por lentillas y había adelgazado gracias a unos ayunos que
hacía regularmente. A pesar de su calvicie parecía varios años más joven que
cuando venía a las fiestas de casa. Ciertamente no parecía coetáneo de mi
padre, aunque lo era.
Una de
las teorías del doctor Murphy era que, al aceptar un puesto de poca
responsabilidad en una empresa nada interesante, mi padre había mostrado una
conducta clásica de las personas que han sido muy dotadas de niños.
—Tenía miedo de descubrir sus limitaciones—me dijo el doctor
Murphy—. Mientras siguiera sellando papeles y redactando testamentos podía
continuar creyendo que no tenía limitaciones.
La
fascinación del doctor Murphy por mi padre me hacía sentirme incómodo, era como si le traicionase al
escucharle. Mientras vivía, mi padre nunca se habría sometido a un
psicoanálisis; me parecía una traición tumbarle en el diván ahora que había
muerto.
En
cambio disfrutaba oyendo al doctor Murphy contar recuerdos de mi padre cuando
era pequeño. Me contó algo que sucedió cuando los dos estaban en los Boy
Scouts. Su tropa había hecho una larga caminata y se había quedado rezagado. El
doctor Murphy y los otros decidieron tenderle una emboscada cuando le vieron
venir por el sendero. Se escondieron en el bosque a ambos lados y esperaron.
Pero cuando mi padre pasó junto a ellos ninguno se movió ni hizo ruido y él
siguió su camino sin enterarse de que estaban allí.
—Tenía una expresión tan dulce en la cara —dijo el doctor
Murphy—, escuchando a los pájaros y oliendo las flores, que parecía Fernando el
Toro.
También
me comentó que los cócteles de mi padre sabían a medicina.
Mientras
yo volvía a casa en bicicleta al salir de la consulta del doctor Murphy, mi
madre estaba angustiada. Se sentía terriblemente sola pero no llamó a nadie
porque también se sentía fracasada. Mis mentiras tenían ese efecto sobre ella.
Se las tomaba como una ofensa personal. En tales momentos no pensaba en mis
hermanas, una felizmente casada, la otra alumna brillante en Fordhan. Tampoco
pensaba en mi hermano Michael, que había dejado la universidad para trabajar en
Los Angeles con niños que se habían escapado de sus casas. Pensaba en mí.
Pensaba que ella había destrozado a su familia.
La
realidad era que organizaba bien a la familia. Mientras mi padre se estaba muriendo
en el piso de arriba, ella nos hizo trabajar con un propósito común. Redactó
listas de tareas y nos dio a cada uno una asignación justa. Nos fijó la hora de
acostarnos y nos obligó a cumplirla. Nos marcó un horario para hacer los
deberes. Responsabilizó a cada niño del que le seguía en edad y a mí me regaló
un perro. Nos decía con frecuencia que nos quería. Durante la cena esperaba que
cada uno contribuyera de alguna manera y después de cenar tocaba el piano y
trataba de enseñarnos a cantar en armonía, cosa que yo no era capaz de hacer.
Mi madre, que era admiradora de la familia Trapp, consideraba que esto era un defecto de carácter.
Nuestra
vida en común era más ordenada, más sana, mientras mi padre se moría que lo
había sido antes. Él nos había fijado unas normas que seguir, no muy distintas
de las que nos dio mi madre cuando él cayó enfermo, pero las imponía con
arbitrariedad. Aunque se suponía que recibíamos una asignación, siempre
teníamos que pedírsela y entonces nos daba demasiado dinero porque le gustaba
parecer magnánimo. A veces nos castigaba sin razón, porque estaba de mal humor.
Era capaz de decidir, justo cuando una de mis hermanas iba a ir a un baile, que
más le valía quedarse en casa y hacer algo para cultivarse. O de repente nos
cogía a todos un miércoles por la noche y nos llevaba a patinar sobre hielo.
Cambió
cuando se enteró de que tenía cáncer y se volvió más tranquilo a medida que la
enfermedad se extendía. Ya no estaba siempre tomándonos el pelo, y de vez en
cuando era posible tener una conversación con él que no tratara de la última
cosa que le había indignado. Dejó de leer el periódico y pasaba mucho tiempo
mirando por la ventana.
Él y yo
nos unimos más. Me enseñó a jugar al póquer y a veces me ayudaba a hacer los
deberes. Pero no fue su enfermedad lo que nos unió. La reserva entre nosotros
había empezado a romperse después del incidente con el oso, en el viaje de
vuelta. Michael y mis hermanas estaban furiosos con él por habernos obligado
a marcharnos antes de lo previsto y se negaban
a hablarle o mirarle. Él bromeaba: aunque había sido una experiencia
horripilante teníamos que resignarnos.* Y cosas así. A los otros sus bromas les
parecían de mal gusto, pero a mí no. Yo había visto lo aterrado que se quedó
cuando el oso entró en el campamento. Se había mantenido tan inmóvil que empezó
a temblar. Cuando mi madre se puso a tirar piedras pensé que él iba a salir
disparado. Yo le comprendía, porque también había sentido miedo. Los otros se
lo tomaron a juerga una vez que se acostumbraron a tener al oso merodeando,
pero para mi padre y para mí era cada vez peor. Me alegré de salir de allí y le
agradecí a mi padre que me hubiera sacado. Comprendí que sus bromas eran una
forma de dominarse. Así que le respondí con otra broma: “Hay otro oso fuera,
dijo Tom con intención”* Los otros me lanzaron miradas gélidas. Pensaron que le
estaba haciendo la pelota. Pero él sonrió.
Cuando
pensaba en otros chicos que tenían una estrecha relación con sus padres me los
imaginaba cazando juntos, jugando a la pelota, haciendo casas para los pájaros
en el sótano y teniendo largas conversaciones sobre chicas, guerras y carreras
universitarias. Puede que la razón de que nosotros tardásemos tanto en
llevarnos bien fuese que yo tenía esta idea. Siempre interfería en lo que de
verdad teníamos en común, que era un miedo compartido.
Hacia el
final mi padre se pasaba la mayor parte del tiempo durmiendo y yo le observaba.
A veces, desde abajo, me llegaba débilmente el sonido del piano de mi madre. En
ocasiones él se quedaba traspuesto en su sillón mientras yo le leía; entonces
su albornoz se abría y yo veía la larga cicatriz reciente que cruzaba su
estómago, roja como la sangre en contraste con su piel blanca. Se le marcaban
todas las costillas y sus piernas eran como alambres.
Una vez
leí en la biografía de un gran hombre que “murió bien”. Supuse que el escritor
quería decir que soportó el dolor sin quejarse, que no dio falsas alarmas y que
no molestó demasiado a quienes iba a dejar detrás. Mi padre murió bien. Su irritabilidad
dio paso a otra cosa, algo parecido a la serenidad. En los últimos días se
volvió tierno. Era como si la ira de su vida hubiese sido una especie de miedo
a subir al escenario— con la intuición de un viejo actor que sabe cuándo hacer
payasadas y cuándo mostrarse digno. Todos estábamos conmovidos y admirábamos su
valor, que era lo que él pretendía. Murió en la planta baja, en un rayo oblicuo
de sol de la tarde, el día de Año Nuevo, mientras yo le leía. Estábamos solos
en casa y yo no sabía qué hacer. Su cuerpo no me asustaba pero inmediatamente,
intensamente, eché de menos a mi padre. Me parecía mal dejarle allí sentado y
traté de llevarle al piso de arriba, a su dormitorio, pero esto era demasiado
difícil para hacerlo yo solo. Así que llamé a mi amigo Ralphy, que vivía
enfrente. Cuando entró y vio para qué le llamaba, se echó a llorar pero le
obligué a ayudarme de todas formas. Un par de horas después llegó mi madre y
cuando le dije que mi padre había muerto, subió corriendo, llamándole. Bajó
unos minutos después.
—Gracias a Dios que al menos murió en su cama —dijo.
Al
parecer esto era importante para ella y no le dije la verdad. Pero esa noche
vinieron a visitarnos los padres de Ralphy. Dijeron que estaban horrorizados
por lo que yo había hecho y mi madre
también lo estuvo cuando oyó la historia, horrorizada y furiosa. ¿Por
qué?¿Porque no le había dicho la verdad?¿O porque se había enterado de la
verdad y ya no podía seguir creyendo que mi padre había muerto en su cama?
Realmente no lo sé.
—Mamá
—dije al entrar en el cuarto de estar—, siento lo de la carta. Lo siento de
veras.
Estaba poniendo leña en la chimenea y no me miró ni me
habló por un momento. Finalmente acabó, se levantó y se sacudió las manos.
Retrocedió unos pasos y miró el fuego que había preparado.
—Me ha quedado bien —dijo—. No está mal para haberlo
hecho una tuberculosa.
—Mamá, lo siento.
—¿Lo sientes?¿Qué es lo que sientes, haberlo escrito o
que lo haya descubierto?
—No pensaba echar la carta al correo. Era una especie de
broma.
—Ja, ja —cogió la escoba y barrió trocitos de corteza y
los echó dentro de la chimenea, luego corrió las cortinas y se sentó en el
sofá—.Siéntate —dijo. Cruzó las piernas—. ¿Te doy consejos continuamente?
—Sí.
—¿Sí?
Asentí.
—Bueno, da igual. Es mi obligación. Soy tu madre. Voy a
darte algunos consejos más, por tu bien. No hace falta que inventes todas esas
cosas, James. Ya sucederán—se puso a jugar con el dobladillo de su
falda—.¿Entiendes lo que te estoy diciendo?
—Creo que sí.
—Te estás estafando a ti mismo, eso es lo que trato de
decirte. Cuando llegues a mi edad no sabrás nada de la vida. Lo único que
sabrás es lo que te has inventado.
Pensé en ello. Parecía lógico.
—Creo que tal vez necesitas salir un poco de ti mismo.
Pensar más en otras personas—continuó ella.
Sonó el
timbre.
—Ve a abrir —dijo mi madre—. Luego hablaremos de esto.
Era el
doctor Murphy. Él y mi madre se disculparon y ella insistió en que se quedara a
cenar. Fui a la cocina a buscar hielo para sus bebidas y cuando volví estaban
hablando de mí. Me senté en el sofá y les escuché. El doctor Murphy le estaba
diciendo a mi madre que no se preocupara.
—James es un buen chico —dijo—. He estado pensando en mi
hijo mayor, Terry. No es enteramente un sinvergüenza, pero tampoco es
enteramente honrado. No puedo comunicarme con él. Por lo menos James no es
escurridizo.
—No —dijo mi madre—. Nunca ha sido escurridizo.
El doctor Murphy cruzó las manos entre sus rodillas y se
las miró.
—Pues eso es lo que es Terry. Escurridizo.
Antes de
sentarnos a cenar rezó en acción de gracias; el doctor Murphy inclinó la cabeza
y cerró los ojos y al final se santiguó, aunque había perdido su fe en la
universidad. Cuando me lo dijo, en una de nuestras sesiones, con esas mismas
palabras, yo vi la imagen de un solo impermeable colgado en un perchero delante
de un comedor. Bebió mucho vino y volvió insistentemente al tema de su relación
con Terry. Reconoció que el muchacho había llegado a desagradarle. Luego
mencionó por sus nombres a varios pacientes suyos, a algunos de los cuales
conocíamos mi madre y yo, y dijo que también le desagradaban. Utilizaba la
palabra “desagradar” con regodeo, como cuando alguien que está a régimen se
permite comerse una sola patata frita.
—No sé en qué me
he equivocado —dijo repentinamente, sin que viniera a cuento de nada en
particular—. Aunque también es posible que no me haya equivocado en nada. Ya no
sé qué pensar. Nadie lo sabe.
—Yo sí sé qué pensar —dijo mi madre.
—Lo mismo le pasa al solipsista. ¿Cómo puedes demostrarle
a un solipsista que no nos está creando a los demás?
Éste era
uno de los acertijos favoritos del doctor Murphy y casi cualquier pretexto le
valía para sacarlo a relucir. Era como un niño con un truco de naipes.
—Mándale a la cama sin cenar —contestó mi madre—. Que
cree eso.
De
pronto el doctor Murphy se volvió hacia mí.
—¿Por qué lo haces? —me preguntó.
Era una
pregunta pura, no tenía ningún propósito que no fuera la satisfacción de su
curiosidad. Mi madre me miró y su cara expresaba la misma curiosidad.
—No lo sé —dije, y ésa era la verdad.
El
doctor Murphy asintió, no porque hubiera previsto la respuesta sino porque la
aceptaba.
—¿Te resulta divertido?
—No, no es divertido. No puedo explicarlo.
—¿Por qué es todo tan triste? —preguntó mi madre—. ¿Por
qué todas esas enfermedades?
—Tal vez —dijo el doctor Murphy —porque las cosas tristes
son más interesantes.
—Para mí no —dijo mi madre.
—Para mí tampoco —dije yo—. Simplemente me sale así.
Después
de cenar el doctor Murphy le pidió a mi madre que tocara el piano. Quería
cantar especialmente “Ven a casa, Abbie, la luz de la escalera está encendida”.
—Esa antigualla —dijo mi madre.
Se
levantó, dobló cuidadosamente la servilleta y la seguimos al cuarto de estar.
El doctor Murphy se quedó de pie detrás de ella mientras mi madre se preparaba.
Luego cantaron “Ven a casa, Abbie, la luz de la escalera está encendida” y yo
observé que él la miraba atentamente, como si estuviera tratando de recordar
algo. Ella tenía los ojos cerrados. Después cantaron “O Magnum Mysterium”. La
cantaron por partes y yo lamenté no tener voz, porque sonaba preciosa.
—Vamos, James —dijo el doctor Murphy mientras mi madre
tocaba los últimos acordes—. ¿Es que estas viejas canciones no son lo bastante
buenas para ti?
—No sabe cantar, sencillamente —dijo mi madre.
Cuando
el doctor Murphy se fue, mi madre encendió la chimenea y luego hizo más café.
Se dejó caer en el sillón medio tumbada, estirando las piernas y moviendo los
pies hacia delante y hacia atrás.
—Ha sido divertido —dijo.
—¿Papá y tú hacíais cosas así alguna vez?
—Unas cuantas veces cuando empezamos a salir. Creo que
nunca le gustaron. Él era como tú.
Me
pregunté si mis padres habían tenido una buena relación. Él la admiraba y le
gustaba mirarla; todas las noches a la hora de cenar nos hacía correr los
candelabros ligeramente a la izquierda o a la derecha del centro para poder
verla al otro extremo de la mesa. Y todas las noches cuando ella ponía la mesa
volvía a colocarlos en el centro. No parecía echarle mucho de menos. Pero la
verdad es que no lo sabría aunque así fuera, además, tampoco yo le echaba tanto
de menos, no como antes. La mayor parte del tiempo pensaba en otras cosas.
—¿James?
Esperé.
—He estado pensando que quizá te gustaría ir a pasar un
par de semanas con Michael.
—¿Y el colegio?
—Yo hablaré con el Padre McSorley. No le importará. Puede
que este problema se resuelva solo si empiezas a pensar en otras personas.
—Ya lo hago.
—Quiero decir que ayudes a otros, como hace Michael. No
tienes que ir si no te apetece.
—Me parece bien. De veras. Me apetece ver a Michael.
—No estoy tratando de librarme de ti.
—Ya lo sé.
Mi madre se desperezó, luego dobló las piernas debajo de
sí. Bebió un sorbo de café ruidosamente.
—¿Qué significa esa palabra que usó Murphy?¿Sabes cuál
digo?
—¿Paranoico? Es cuando alguien cree que todo el mundo le
persigue. Como esa mujer que siempre te agarra después de misa, Frances.
—No me refiero a paranoico. Todo el mundo sabe lo que eso
significa. Era sol-algo.
—Ah. Solipsista. Un solipsista es alguien que piensa que
él crea todo lo que le rodea.
Mi madre asintió y sopló su café, luego dejó la taza sin
haber bebido.
—Preferiría ser paranoica. ¿Crees que Frances lo es
realmente?
—Por supuesto. No hay duda.
—Quiero decir, ¿crees que está verdaderamente enferma?
—Eso es lo que quiere decir paranoico, estar enfermo. ¿Tú
que creías, mamá?
—¿Por qué estás tan enfadado?
—No estoy enfadado —bajé la voz—. No estoy enfadado. Pero
tú no te creerás esas historias que te cuenta, ¿verdad?
—Bueno, no, no exactamente. Yo creo que no sabe lo que
dice, sólo quiere que alguien la escuche. Probablemente vive completamente sola
en un cuartucho. Así que es una paranoica. Fíjate que cosas. Y yo sin tener ni
idea. James, debemos rezar por ella. ¿Te acordarás de hacerlo?
Asentí. Pensé en
mi madre cantando “O Magnum Mysterium”, dando las gracias por los
alimentos, rezando con fácil confianza, y se me ocurrió que su imaginación era
superior a la mía. Ella podía imaginar las cosas uniéndose, no haciéndose
pedazos. Me miró y yo me encogí; sabía exactamente lo que iba a decir.
—Hijo, ¿sabes cuánto te quiero? —dijo.
Al día
siguiente por la tarde cogí el autobús de Los Angeles. Me apetecía el viaje, la
monotonía de la carretera y de los campos vacíos a ambos lados. Mi madre cruzó
conmigo el largo vestíbulo abierto. La estación estaba abarrotada de gente y
resultaba agobiante.
—¿Estás seguro de que es éste el autobús que tienes que
coger? —me preguntó en el andén.
—Sí.
—Parece tan viejo…
—Mamá…
—De acuerdo.
Me atrajo hacia sí y me besó, luego me retuvo un segundo
más para demostrarme que su abrazo era sincero, no como el de todo el mundo,
sin darse cuenta de que todo el mundo hace lo mismo. Subí al autobús y ambos
movimos la manos en señal de despedida hasta que resultó embarazoso. Entonces
mi madre se puso a buscar algo en su bolso. Cuando terminó yo me levanté y me
puse a colocar el equipaje en la rejilla. Me senté y nos sonreíamos, agitamos
la mano cuando el conductor puso el motor en marcha, nos encogimos de hombros
cuando se levantó repentinamente para contar los pasajeros, nos despedimos de
nuevo cuando volvió a sentarse. Cuando el autobús partió mi madre y yo nos
estábamos mirando con auténtico alivio.
Me había
equivocado de autobús. Éste iba a Los Angeles pero no por la ruta más corta.
Nos paramos en San Mateo, Palo Alto, San José y Castroville. Cuando salimos de
Castroville empezó a llover con fuerza; mi ventanilla no cerraba del todo y un
fino reguero de agua resbalaba por la pared y caía sobre mi asiento. Para no
mojarme tenía que mantenerme apartado de la pared e inclinado hacia delante.
Llovía cada vez más. El motor del autobús sonaba como si estuviera
deshaciéndose.
En
Salinas el hombre que dormía a mi lado se levantó de un salto, pero antes de
que tuviera tiempo de cambiarme de asiento, una mujer enorme que llevaba un
vestido estampado y una bolsa de la compra ocupó su sitio. Tomó posesión de su
asiento y se derramó hasta ocupar la mitad del mío, obligándome a retroceder
hacia la pared.
—Menuda tormenta —dijo en voz alta, luego se volvió y me
miró—. ¿Tienes hambre?
Sin esperar respuesta, metió la mano en su bolsa, sacó un
pedazo de pollo y me lo dio.
—¡Vaya por Dios! —gritó—. ¡Miren cómo devora ese muslo de
pollo!
Algunas personas se volvieron y sonrieron. Les devolví la
sonrisa sin dejar de comer. Cuando terminé ese trozo, ella me dio otro, y luego
otro más. Después empezó a repartir pedazos de pollo a la gente que iba cerca de nosotros.
En las
afueras de San Luis Obispo el ruido del motor se hizo más fuerte de repente y
luego paró por completo. El conductor se echó a un lado de la carretera y se
apeó; volvió a subir, chorreando. Unos minutos más tarde nos anunció que el
autobús se había averiado y que enviaban otro a recogernos. Alguien preguntó
cuánto tardaría y el conductor dijo que no tenía ni idea.
—¡Tómenselo con calma! —gritó la mujer que iba a mi
lado—. El que tenga prisa por llegar a Los Angeles debería ir al psiquiatra.
El
viento soplaba con fuerza alrededor del autobús, empujando cortinas de lluvia
contra las ventanillas de ambos lados. El autobús se balanceaba suavemente.
Fuera la luz era parda y densa. La mujer que iba a mi lado interrogó a todos
los que nos rodeaban respecto a sus itinerarios y dijo si conocía o no el lugar
a donde iban o de donde venían.
—¿Y tú? —me dio una palmada en la rodilla—. ¿Tus padres
tienen una granja de pollos? ¡Espero que sí!
Se rió. Le dije que era de San Francisco.
—San Francisco, allí era donde estaba destinado mi
marido.
Me preguntó qué hacía allí y le dije que trabajaba con
refugiados tibetanos.
—¿Sí? ¿Y qué haces con una pandilla de tibetanos?
—Me parece a mí que hay muchos otros sitios donde podían
haber ido —dijo un hombre que iba sentado delante de nosotros—. Cruzar la
frontera de esa manera… Nosotros no vamos allí.
—¿Qué haces con una pandilla de tibetanos?—repitió la
mujer.
—Intento encontrarles trabajo, les busco alojamiento,
escucho sus problemas.
—¿Entiendes ese habla?
—Sí.
—¿Lo hablas?
—Bastante bien. Nací y me crié en el Tíbet. Mis padres
eran misioneros allí.
Todo el mundo esperó.
—Los asesinaron cuando entraron los comunistas.
La mujer gorda me dio unas palmaditas en el brazo.
—Estoy bien —dije.
—¿Por qué no dices algo en tibetano?
—¿Qué quiere que diga?
—Di “La vaca saltó por encima de la luna”.
Me observó sonriendo y cuando terminé miró a los otros y
movió la cabeza.
—Qué bonito. Es como música. Di algo más.
—¿Qué?
—Cualquier cosa.
Se inclinaron hacia mí. De pronto las ventanillas
quedaron cegadas por la lluvia. El conductor se había dormido y roncaba
suavemente mecido por el balanceo del autobús Fuera la luz cenagosa se volvió
amarillo pálido por un instante y se oyó un trueno a lo lejos. La mujer que iba
a mi lado se recostó en su asiento y cerró los ojos y entonces todos los demás
hicieron lo mismo mientras yo les cantaba en lo que sin duda era una lengua
antigua y sagrada.
Ah! Si este me llegó hace poco vía intermediarios! Tb es chulo. No hace mucho leí Vida de este chico. Por cierto, la de El club de los mentirosos es su discípula, you know. Tienes por ahí la charla de la biblioteca? Te vi, pero no entré pq me tenía q ir enseguida. Me dijeron que fue muy bien. -yo había apostado que hablarías sb la relación del relato o la mentira con la creación literaria, pero creo q perdí.
ResponderEliminarLa charla está grabada y no sé cuándo la subirán, me extraña que no lo hayan hecho aún... Yo no la tengo.
ResponderEliminarY por supuesto que hablé de la relación entre mentira y literatura! Es un punto fundamental en el relato, de hecho, para mí es uno de los temas principales -aunque ligado y matizado por otros, de ahí su grandeza-. ;)
Gracias! Me acabo de ganar una cena. Si eso te invito!
ResponderEliminarNo hace falta, gracias, que la disfrutes! (cuando pase la cuarentena, supongo) ;)
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