POR LAS NOCHES AULLAMOS
Care Santos
DE MODO QUE ME QUEDÉ A ESPERAR AQUÍ, en la
tercera con la setenta y cuatro. Fue después de dar algunas vueltas por las
calles colindantes. No me agradaba la idea de vivir a la intemperie. Es
absurdo, ya lo sé, pero el apego por ciertos lugares permanece intacto.
Especialmente por aquellos que nos traen buenos recuerdos. Para mí, la esquina
donde estuvo J.G. Melon’s, la mejor hamburguesería del mundo, según decían
algunos, es uno de esos lugares. Fue aquí donde Ian me pidió que me casara con
él, apenas unas horas antes del apagón. Habíamos pedido dos beiconburguers y dos raciones de patatas
fritas. Teníamos planes. Ian había visto una casita que alquilaban a buen
precio en Brooklyn, junto a otra que ocupaban catorce mexicanos (de la misma familia). No descartábamos tener hijos
( a Ian le gustaban mucho) e incluso habíamos hablado de ello en serio. Es
extraño, aún me entristece pensar en estas cosas, ya tan lejanas. Rápidamente
aparto los pensamientos negativos y me digo: Lo que no tiene remedio sólo es
una pérdida de tiempo.
No sería tan descabellado que Ian regresara.
Creo que otros lo han hecho. Él, después de todo, tiene más motivos que muchos.
Yo soy un buen motivo, o por lo menos lo fui, un rato antes del apagón. No se
me despintan de la memoria sus ojos húmedos. Nunca nadie me mirará como tú lo
haces, le dije, antes de que la frase cobrase
un sentido macabro. Hace meses que pienso seriamente en la posibilidad
de un reencuentro y me resigno a perder la esperanza. Aunque cada vez quedamos
menos. Y el reconocimiento no es posible cuando no ves al otro, cuando la
comunicación se reduce a algunos suspiros y jadeos. Estamos forzados a vivir en
un mundo de sombras invisibles, donde a los demás sólo puedes presentirlos, lo
mismo que ellos a ti. Es cierto que, desde que aprendimos a hacerlo, nos
escuchamos, pero nuestros sonidos conocen una gama muy limitada. Sólo los más
afortunados logran gemir. El resto, jadeamos, o emitimos algún que otro suspiro
o –eso es lo que hace la mayoría, por lo que sé- nos limitamos a respirar un
poco más fuerte de lo que habríamos hecho antes. Es por eso que nuestro
lenguaje resulta caótico, inquietante, una dramática vuelta al comienzo. En
realidad, nunca terminas de acostumbrarte.
No es que pretenda ser optimista a pesar de
todo, pero algo me dice que Ian es una de las presencias que siento a todas
horas alrededor, en este lugar que algún día fue tan especial. Ahora, los
matorrales cubren las máquinas y las paredes comienzan a desconcharse. En el suelo se han abierto
grietas donde explota la vegetación y el techo está devastado por las goteras.
Cualquier día, los pisos superiores se desplomarán sobre los de abajo y todo se
reducirá a escombros. En la calle, allí donde los vehículos se detuvieron, ya
no quedan más que hierros oxidados. El asfalto resulta casi invisible bajo la
tierra y la hierba. Incluso han comenzado a crecer los árboles que nacieron en
mitad de la tercera avenida.
He aquí una verdad insoportable: nuestro
único papel en la ciudad y en el mundo era evitar este avance.
Todavía escucho jadeos, pero ya no a todas
horas, como al principio. Tampoco oigo a los demás arrastrándose, sigilosos,
entre la maleza, como antes sobre los cristales rotos. A veces me parece que me
cruzo con alguien, que hay un ser muy cerca que puede presentirme, como yo a
él, pero entonces procuro permanecer quieta, a la espera, observando las calles
invadidas. A veces le oigo seguir su camino, y otras pienso que han sido sólo
imaginaciones mías. La incertidumbre me acompaña a todas horas.
Al principio los oía por todas partes pero
poco a poco comenzaron a desaparecer. Me inspiraban terror. Luego, tal vez me
acostumbré a ellos. La resignación es triste y silenciosa. No fue fácil asumir
que la ciudad había dejado de pertenecernos.
No tengo muy claro cómo pudo ocurrir. Fue
de pronto, en una noche lluviosa. La ciudad que nunca descansaba se detuvo en
un instante, como un enorme engranaje que se atasca. Como si alguien acabara de
apagar el interruptor del mundo.
Clic.
Los coches humearon aún unas horas más, con
los limpiaparabrisas en marcha, marcando un compás macabro; los semáforos
continuaron cambiando del rojo al verde, del verde al ámbar, del ámbar al rojo,
en una secuencia estúpida: Walk. Don’t
walk. Nadie atiende las órdenes. Los relojes marcaron un poco más el tiempo
en el lugar donde ya nadie los necesitaba. Hubo cláxones accionados por el peso
de algún cuerpo inerte. También sirenas aullando en las calles desiertas,
hornos que terminaron su cocción, electrodomésticos cumpliendo su programado
cometido, cadenas de montaje fabricando productos que antes de estar acabados
ya eran inútiles, aviones que continuaron planeando, ascensores subiendo y
bajando, convoyes del metro que siguieron su ruta interminable, cargados de
cadáveres desplomados.
A un observador poco meticuloso podría
haberle dado la impresión de que la ciudad continuaba viva. Pero sólo se
trataba de un espejismo. En cuestión de horas, apenas un par de días, todo
enmudeció. Se agotó el combustible de los depósitos, nadie dio cuerda a los
mecanismos antiguos, no hubo quien se ocupara de recargar las baterías. Cuando las centrales
eléctricas comenzaron a claudicar, como gigantes, una tras otra, el mundo dejó
de ser obra nuestra.
Poco a poco, fueron callando las sirenas,
los motores, los disparos, la música, las alarmas, los traqueteos… Al último
latido de vida mecánica siguió un silencio desolado.
Siempre estuve aquí, detrás de todo, parecía
decirnos aquella horrible quietud.
No fue divertido comprobar que las cosas no
se parecían a lo que nos habían dicho. Nosotros, pobres criaturas aferradas a
cuatro paredes, no disponíamos de la movilidad que siempre atribuimos a los
seres incorpóreos. Ni siquiera éramos ágiles en los desplazamientos, de modo
que más de cuatro escalones ya eran para nosotros un obstáculo insalvable.
Estábamos, pues, condenados a vagar por terrenos llanos, lo cual en una ciudad
como esta resultó un verdadero inconveniente. Y si nuestro peregrinaje por calles
que ya no se parecen a las de antes resultaba penoso, no quiero ni imaginar lo
que fue de todos aquellos que se quedaron apresados en pisos altos, o en el
subsuelo o en el mirador del Empire State. Si no supiera con certeza que la
ciudad enseguida se llenó de lobos, pensaría que eran los atrapados quienes
aullaban a la Luna
desde que se ponía el sol hasta bien entrado el amanecer.
Fueron ellos, los lobos, los que se
adueñaron de todo. Se podría decir que ahora son los verdaderos dueños de la
ciudad. Su llegada fue casi inmediata, pero sucedió a la de las ratas y los
insectos. En los primeros días, no era raro tropezar en mitad de la calzada con
un coche invadido de roedores excitados por la abundancia de comida. Y eso que
al principio las ratas debieron lamentar nuestra desaparición (les
proporcionábamos tanto alimento, tanta distracción…) pero pronto supieron verle
las ventajas. Aunque la mayor suerte correspondió a los insectos. Anulada la
feroz resistencia con la que siempre nos opusimos a su avance, lo devastaron
todo. Calculo que los siete millones de volúmenes de la Biblioteca Pública
debieron de quedar reducidos a polvo en sólo siete días. Y en sus escalinatas
anidaron los buitres.
Pero ¿qué son un montón de libros al lado de
los puentes de hierro, de las moles de
hormigón, de los rascacielos que se precipitaron al vacío? Poco a poco los
oímos caer, uno por uno. Primero cedieron los cristales. Luego, las carcasas de
hierro y hormigón. La ciudad entera comenzó a
corroerse. La gangrena del óxido lo invadió todo y pudo mucho más que la
piedra. Durante un tiempo regresó el ruido: el desplome de las estructuras que
un día levantaron los humanos,
orgullosos. Luego, nada. De día, viento y follaje. De noche, los lobos
aullándole a la Luna.
Y nosotros, los fantasmas, aterrados,
escuchando.
Escucho la voz de Ian que me dice al oído:
Nunca debimos hacerlo, nunca debimos ser tan arrogantes. Levantar esta ciudad
sobre un bloque de piedra, a quién se le ocurre.
Estamos en nuestra mesa de J. G. Melon’s. Él
lleva una chaqueta nueva, un regalo mío de cumpleaños. En la mesa languidecen
nuestras hamburguesas poco hechas, junto a las dos raciones de patatas. Tras el
mostrador, el camarero da cuerda a un viejo reloj mientras consulta el tiempo
exacto en su teléfono móvil. Al otro lado de los ventanales circulan taxis a
toda prisa, en dirección al centro de la ciudad. Sus ocupantes desconocen que se acaban de
convertirse en comida para ratas. Los semáforos iluminan la noche con su cielo
de luces verdes, naranjas y rojas. Falta muy poco para que comience el reinado
del silencio.
La lluvia ha comenzado a caer.
Ian pregunta:
¿En qué piensas, si puede saberse? Estás muy
callada.
Estoy demasiado conmocionada para contestar.
Oigo jadeos y suspiros junto a mi oído. No
entiendo lo que dicen, pero son tan nítidos como la conversación de la mesa de
al lado.
Me pregunto por qué él no los oye. Por qué
sólo yo.
Siento pánico a
sobrevivir, a quedarme sola. No quiero ser distinta.
Ian sonríe, feliz con nuestros planes de
futuro. No sabe que el futuro acaba de convertirse en un abismo.
Escucho, lejano, el primer aullido. Se
acercan.
La lluvia deja de caer.
Clic.
Quiero decírselo:
No te separes de mí, por favor. Quédate
conmigo.
Él se levanta para ir al baño. No oye los
aullidos.
Tampoco los jadeos.
Digo, imploro:
Si pasa algo y tenemos que separarnos, te
estaré esperando aquí hasta que regreses.
Él se aleja riendo, como si le acabara de
gastar una broma.
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