Espero que os guste tanto como a mí. ;)
QUIDPROQUOPOLIS
(De
cómo hablan los yapus)
Bernard Quiriny
Fue en mi tercera estancia en el
Amazonas cuando resolví el enigma de la lengua de los yapus. Pensaba que ya no
iba a conseguirlo y me disponía a engrosar la lista de los que llevaban siglos
estrellándose. Entre etnólogos y lingüistas los yapus han llegado a ser casi
una leyenda, un poco como el teorema de Fermat entre los matemáticos antes de
que un muchacho con más talento que los demás lograra reconstituirlo. Y aun así
la comparación no es del todo justa: si nunca se dudó de que Fermat había
demostrado su teorema por completo, de suerte que para alguien tan brillante
como él era posible volver a hacerlo, muchos han puesto en duda que el yapu sea
verdaderamente comprensible. Así, por ejemplo, en uno de los libros de la gran
lingüista holandés Wilhelm Groos se lee que las especificidades de esa lengua
la hacen incompatibles con las reglas comunes a todas las demás, de modo que,
al menos desde este punto de vista, los yapus son una raza diferente del resto de la humanidad. Groos, pesimista,
añade que a causa de esto es improbable que tanto nosotros los occidentales
como quien fuere pueda vencer el hermetismo. La etnóloga norteamericana
Margaret Marker, que entre 1965 y 1974 pasó seis temporadas entre los yapus, llegó
a una conclusión todavía más radical: según ella, nadie puede entender la lengua de ese pueblo, por la simple razón
de que allí no hay nada que entender; y esto en la medida en que los yapus son
literalmente alienados. “Basta analizarlos a fondo –escribe en el último
capítulo de Hablar con los indios
–para darse cuenta de que las frases que pronuncian los yapus siempre contienen
uno o más elementos absurdos que las privan de sentido. Es preciso, pues,
rendirse a la evidencia, sean cuales sean los problemas teóricos que entrañe la
afirmación siguiente: la mayor parte del tiempo y en toda circunstancia los
yapus dicen cualquier cosa. Individual y colectivamente la tribu está loca”.
Sin duda, mi
pretensión de ir hasta el fondo del enigma yapu era temeraria. ¿Quién era yo,
joven universitario desconocido, para tener éxito donde habían fracasado mis
maestros? Mi obstinación en ocuparme de los yapus suscitó el constante sarcasmo
de los colegas, que creían que estaba perdiendo el tiempo. Era inútil,
opinaban, tratar de comprender una lengua que mentes destacadas habían juzgado
de una vez por todas incomprensible, opinión a la que ellos se adherían
espontáneamente sin tomarse la molestia de reflexionar. En tales condiciones me
había sido imposible obtener de la universidad el dinero necesario para un
viaje de estudio al país de los yapus. Tuve que valerme de añagazas y mentiras
respecto al objetivo; decir que iba en busca de nuevas pruebas de la tesis
según la cual el yapu era indescifrable, o sea lo contrario de lo que quería
demostrar. Aunque hubo dudas sobre la posibilidad de que aportara agua fresca a
aquel molino, me concedieron un financiamiento.
La expedición fue un fracaso desde mi punto de vista y un
éxito desde el de mis colegas: lejos de haber encontrado algo que permitiese
entender su forma de hablar, después de seis meses en la selva trastabillando
detrás de los yapus tenía yo mil razones nuevas para dar la razón a quienes los
consideraban locos.
Sin embargo, no
bajé los brazos; planifiqué otro viaje. Para obtener nuevos créditos aduje que
me proponía estudiar las costumbres de los mipibos, una tribu cuyas aldeas estaban
en la misma zona. Una vez allí me trasladé en seguida adonde los yapus, que me
recibieron con los brazos abiertos –es un pueblo muy hospitalario, si bien
tiende a evitar los contactos con el exterior –y otra vez permitieron que
tratase de penetrar el misterio de su lengua. Fue un nuevo fracaso, tanto más
resonante porque volví a Francia sin
ningún resultado valioso sobre los mipibos. Lo resolví con una agitada
explicación en la universidad, que,
lógicamente, decidió denegarme en adelante todo viaje de estudios más allá de
las afueras de París. No importaba: achiqué el agua de mi bote y partí en las
vacaciones. Al cabo de ocho semanas más en contacto con los yapus al fin llegué
e entender lo que todo el mundo consideraba incomprensible.
Los yapus viven en lo más recóndito de la selva
amazónica, donde migran de una aldea a otra en función de las estaciones. Como
ya les había hecho dos visitas, empezaban a conocerme bien; al parecer se
alegraron de volver a verme y para
celebrarlo celebraron una fiestecita. Luego, pasada la emoción del reencuentro,
volvieron a sus ocupaciones habituales mientras yo me fundía con el paisaje
para observarlos en la vida cotidiana. Al respecto cabe decir que durante su
jornada los yapus no hacen gran cosa. La actividad esencial consiste en buscar
alimento. Viven de la caza, la pesca y la recolección y practican una
horticultura rudimentaria. La base de la alimentación es la mandioca; la usan
para hacer tortillas, harina torrefacta y cerveza. También comen tapir, pecarí
y toda clase de cérvidos, así como tortugas de tierra que, como sucede con sus
primos los tupi-guaraníes, son la única carne que las mujeres pueden consumir
mientras menstrúan. Una vez que han trabajado lo suficiente para asegurar la
subsistencia del grupo hasta el día siguiente, los yapus paran y descansan.
Desconocen la idea de acumulación; a un yapu nunca se le ocurriría arrancar más
raíces de las que necesita y reservarlas para el día siguiente. Un día fui a
recolectar con ellos. Recogimos larvas de coleóptero y frutos de guaraná hasta
que el jefe del grupo, juzgando que ya había bastante, dio la sesión por
terminada. Como yo había encontrado un árbol con bayas abundantes y me parecía
una pena no limpiar del todo la rama que había atacado, decidí seguir hasta el
fin. Estupefactos, los yapus se abalanzaron a impedírmelo. Pensé que me
acusaban de haber desobedecido al jefe, pero las caras expresaban menos cólera
o resentimiento que una suerte de
angustia amistosa, como si quisieran proteger mi salud: que yo recogiese más
bayas de las necesarias –cosa que Marx hubiese denominado trabajo excedente –no
les parecía simplemente estúpido: les parecía peligroso. Los yapus soportan el
trabajo en la medida en que de él depende la supervivencia, pero en cuanto deja
de ser una necesidad vital se les vuelve intolerable. No bien se ha reunido lo
suficiente para cubrir las necesidades de la tribu, la recolección cambia de
significado; lo que cinco minutos antes cumplían de un modo maquinal, a veces incluso animadamente, de golpe se
convierte en una auténtica tortura y nada del mundo se los llevaría a seguir.
Pero, en fin, el
objeto de estas notas no son la economía y los modos de subsistencia de la
sociedad yapu: lo que nos interesa es la lengua. He aquí, pues, cómo se
presentan las cosas. Ya señalé al comienzo que los antropólogos que han
estudiado el yapu lo consideran incomprensible; en realidad, la palabra más
pertinente no es incomprensible sino absurdo. Si bien una parte considerable
del vocabulario todavía no ha sido descifrado, conocemos el significado de los
términos más corrientes; por el contrario, nunca se ha logrado entender cómo
produce un sentido determinado la combinación de estos términos. Parece que los
yapus emplean cualquier palabra por cualquier otra; el significado de las
proposiciones es, al parecer, más o menos independiente de los vocablos que se
usan, lo que es a todas luces extraordinario. Es en este sentido en el que
Margaret Marker concluyó que están locos: en efecto, se asemejan a esos
alienados que, habiendo perdido la noción del lenguaje, si quieren pedir comida
tanto pueden decir “Tengo hambre” como “Présteme usted su paraguas”, siempre
con la convicción íntima de que uno los entenderá. Así pues, Groos escribe:
“Siempre se puede saber qué dicen los yapus, pero raramente qué quieren
decir. Entre ellos, significantes y significados parecen estar divorciados al
punto de que se los puede combinar en una miríada de posibilidades; y lo que resta por
descubrir es si estas posibilidades tienen límite. Da la impresión de que
dentro de este caos existen balizas a las cuales aferrarnos para emprender el estudio, con lo
cual quiero decir que cierto número de términos parece desprovisto de
ambigüedad y tiene significado único (lo que es un descanso para el espíritu).
En cambio, las demás palabras son utilizadas de forma por completo incoherente,
en contradicción con las reglas elementales
de la lingüística. Cuando un yapu pronuncia una frase de más de tres palabras
es excepcional no encontrar que un absurdo la priva de sentido. De modo que ahí
queda uno, balanceando los brazos y con expresión de idiota, mientras el otro
lo mira compadeciéndose de él, pensando seguramente que el hombre blanco tiene
una capacidad de intelección muy limitada”.
El yapu es tanto
más difícil cuanto que los usuarios la hablan sin ninguna entonación. Es muy
extraño de observar, por lo demás: cualesquiera sean el tema, el contexto y el
ambiente, jamás se apartan de una voz inexpresiva y monocorde; todo lo declaman
en un tono de ecuanimidad apacible. De resultas de esto, la única forma de
determinar el humor de un yapu consiste en escrutarle la cara; e incluso la
cara es muy a menudo de una inexpresividad notable. Más extraño todavía, los
yapus ignoran las fórmulas interrogativas y exclamativas. Cuando yo le pregunto
a alguien si le va bien, modulo la voz de modo que no le quepa duda ninguna de
que estoy haciéndole una pregunta. No sucede así entre los yapus: por oído es
imposible saber si están preguntando, dando una orden, revelando un secreto o
contando algo divertido. Todo es cuestión de sensibilidad. Una vez me tocó
observar a dos mujeres que discutían sin mirarse, concentradas como estaban en
pelar larvas. Una de ellas le dijo a la otra tres veces la misma frase, con las
mismas palabras y el mismo tono; igual resultado se habría obtenido
reproduciendo tres veces el mismo pasaje en un magnetófono. La destinataria del
mensaje tuvo cada vez una reacción diferente; la primera rió, y yo pensé que la
interlocutora había contado un chiste; la segunda, alzó las cejas en un gesto
de perplejidad; la tercera se puso furiosa como si la otra le hubiera
reprochado algo. Pese a mis esfuerzos, fui incapaz de entender debido a qué
circunstancias el mensaje cobraba tan pronto este significado como aquél;
llegué incluso a preguntarme si los yapus no poseían dotes divinatorias que les
permitían leer el pensamiento de sus semejantes y descubrir la verdadera
sustancia de unos mensajes que su débil lengua impide comunicar correctamente.
Así las cosas, es
frecuente que, pese a sus admirables facultades de empatía, los yapus yerren en
la interpretación de lo que se dicen. De hecho, la mayor parte de los mensajes
que se dirigen son entendidos al revés, por lo que casi siempre hacen otra cosa
que la que se les pide y nunca responden a las preguntas a la primera. Y es
allí justamente en donde reside el secreto, la clave del misterio.
Hace unos años,
un investigador belga llamado Pierre Gould arriesgó una seductora hipótesis
para dar cuenta de las aberraciones del yapu: según él, la propensión de los
yapus a usar una palabra por otra debía relacionarse con un tipo de discurso
muy preciso, el de la poesía. “No veo otra explicación para el aparente absurdo
de esa lengua”, escribió. Los yapus son una sociedad de poetas natos; han
inventado el surrealismo antes de tiempo y cada vez que abren la boca hacen
cadáveres exquisitos. Mientras que los occidentales procuramos que cuentos y
poemas devuelvan el misterio a nuestro mundo desencantado, ellos nadan
naturalmente en la invención literaria; probablemente sin percatarse de ello,
por lo demás, dado que han vivido siempre así. Desde este punto de vista, considero
que los yapus son para nosotros un modelo, y que en las escuelas deberían
enseñarse extractos de sus conversaciones”.
Los colegas de
Gould consideraron que estaba bromeando, cuando él había escrito estas líneas
muy en serio; incluso se había acercado notablemente a la verdad, bien que en
mi opinión se equivocaba respecto al sentido profundo de la ineptitud yapu. En
realidad, el yapu no es una lengua de poetas: es una lengua de comediantes o
bufones. Por extravagante que parezca, en efecto, los yapus se complacen en
cometer errores y hasta dan a las equivocaciones una suerte de valor sagrado.
Según mis cómputos, tienen cuarenta y ocho palabras para decir quidproquo: abarcan todos los matices
del malentendido, desde el error factual hasta la confusión de personas, la
inversión de fechas y el equívoco respecto a las intenciones; comparativamente,
el francés es muy pobre. Al comienzo pensé que usaban quidproquo como un tic o una puntuación, pero no: entre los yapus
el enredo está provisto de una auténtica función social. A la afirmación de
Pierre Gould de que los yapus son poetas
por naturaleza, respondo, pues, con que antes bien son cómicos inconscientes:
su existencia es una especie de vodevil permanente donde el menor
acontecimiento de la vida cotidiana puede ocasionar una serie inverosímil de
confusiones. Escribámolo con todas las letras: el quidproquo, el malentendido ,
la guerra tribal y la antropofagia son los cuatro pilares de la sociedad yapu.
Por mucho que los antropólogos digan que sobre la base del quidproquo es
imposible edificar una sociedad –como es imposible que un grupo humano se
perpetúe si están prohibidas las relaciones heterosexuales (después de una
generación se extinguirían naturalmente) –yo no dejo de afirmarlo: la sociedad
yapu se funda en el malentendido y dentro de lo posible los yapus se esfuerzan
por provocarlo en todas las circunstancias. De allí la especificidad del yapu:
siendo el quidproquo el valor esencial de la sociedad, la lengua tenía que
adaptarse a las exigencias de una incomprensión máxima. Me limitaré a dar un
solo ejemplo, particularmente impresionante: los nombres.
Como en todas partes, entre los yapus los padres dan el
nombre a los hijos. Pero lejos de recurrir a perífrasis ventajosas o
expresiones superlativas, como hacen sus vecinos los mipibos, emplean palabras
más banales del léxico disponible, con una predilección muy peculiar por los pronombres. En provecho de la claridad,
voy a razonar en francés; las adaptaciones que deberé hacer son mínimas y la
comprensión saldrá muy reforzada.
Antes que poner a
los retoños nombres como Pierre, Paul o Marguerite, entonces, los yapus los
llaman “Yo”, “Tú”, “Él”, “Ella”, “Ellos”, “Nosotros”, “Mi” o “Ti”. La extraña
condición de esta onomástica no se mide al instante. Para hacerse una idea,
lector, imagine lo que sería su vida si se llamara “Tú”: cada vez que alguien
en la calle se dirigiese a otra persona por la segunda persona del singular,
usted se giraría como un perro psicópata convencido de que lo llaman
permanentemente. Si sumamos a esto el hecho de que, como decía más arriba, los
yapus desconocen la entonación e interpretan por el contexto, vislumbrará los
formidables problemas que puede generar esta antroponimia. Tomemos a modo de
ejemplo una frase muy sencilla: “Se trata de ti”. Cuando la digo en francés
tiene un solo significado, pero para un yapu tiene dos: puede designar a la
persona a quien va dirigida o a un individuo llamado Ti. Para complicar las
cosas, no habiendo tantos pronombres disponibles para que cada miembro de la
tribu lleve uno propio, siempre habrá cinco o seis personas que cuando alguien
llama a Ti contesten al mismo tiempo. Podría imaginarse que los yapus son
bastante sofisticados para diferenciar los Ti mediante calificativos (“Ti el
pequeño”, “Ti el fuerte”, “Ti el idiota”), pero no es así: al contrario, se
deleitan en no saber nunca de quién se habla, y parecería que obtienen enorme
placer de la confusión consiguiente.
Cuando se abordan
frases más complejas los problemas se multiplican hasta el vértigo.
Consideremos esta simple frase: “¿Tú le has dado eso a él?”. Por mi modo de
emitirla el interlocutor comprende de inmediato que es una pregunta. Esto los
yapus no lo saben porque en su lengua no existen los signos de interrogación ni
el tono correspondiente. Supongamos que el yapu la interpreta correctamente
como pregunta: puede tratarse entonces –dado que los verbos no son
desinenciales –de saber:
- si
el individuo llamado Tú le dio algo al individuo llamado Él;
- si
el individuo llamado Tú le dio algo a un individuo determinado, innominado
pero del cual se supone que aparecido en la conversación anteriormente;
- si
el destinatario de la pregunta le dio algo al individuo llamado Él;
- si
el destinatario de la pregunta le dio algo al individuo innominado del
cual yo hablaba hace un instante.
Ahora supongamos
que el yapu se equivoca e interpreta la frase como una afirmación: surgen
cuatro posibilidades nuevas, lo que eleva a ocho el número de posibilidades de
comprenderla. Si se piensa que en la menor conversación aparecen
indefectiblemente frases de este tipo, es fácil deducir que sólo por milagro
los yapus podrían entenderse a la perfección y las discusiones no caer en el
absurdo al cabo de tres réplicas.
Más de una vez me
he entretenido soltando en presencia de ellos, sólo para embelesarlos, una
frasecita como: “Pero cuando digo yo es yo y cuando digo él es él” o “Podemos
ir juntos tú, yo, él y los demás”. Luego de quedarse boquiabiertos, se
divertían repitiéndolas como el niño que acaba de aprender una palabrota. Estoy
convencido de que aún hoy siguen debatiendo qué quise decir cuando, con mi
acento aproximado, les arrojé estas frases plagadas de trampas. No hace falta
añadir que entre los yapus es rigurosamente imposible el discurso filosófico y
que, en general, todo discurso público está condenado al fracaso: hablando de
manera figurada, un yapu que arengue a un grupo de diez personas con un
discurso de cincuenta palabras tendrá que contar con que se lo interprete de
cincuenta a la décima potencia maneras diferentes. Sin duda así se explica el
carácter rudimentario de las estructuras políticas de la sociedad yapu, pero
ésta es una cuestión de la que no me ocuparé aquí.
Entender a los
yapu me ha exigido mucho tiempo y esfuerzo; y es difícil afirmar que los
entienda, habida cuenta de que ellos mismos no se entienden nunca. Digamos que
logré penetrar en su secreto y entrever cómo se debaten diariamente en los
atolladeros de su lengua. En todo caso, el contacto con ellos me ha servido
para aprender mucho. Al volver de la segunda estancia entre ellos me costó un
poco aclimatarme de nuevo a la racionalidad de nuestra organización social. En
Francia, cuando uno reserva un billete de avión o encarga un libro, está seguro
de embarcar el día acordado para el destino correcto o de recibir el ejemplar
en su domicilio. Desde luego que esta regularidad tiene ventajas notables; no
voy a rebatir que nuestro modo de vida es más sencillo y viable que el de los
yapus. Por otro lado, he de confesar que nuestra existencia es menos divertida.
El sistema social de los yapus no deja tiempo para el aburrimiento; para ser
franco, creo que su vida es más rica y colorida que la nuestra. Nosotros
deberíamos defender los raros espacios de libertad en donde aún se encuentra algo del sentido del absurdo
de ellos; por eso soy tan partidario de la expansión ilimitada de las
administraciones públicas y la burocracia, inagotables fuentes de errores y
comportamientos absurdos.
También fue entre
los yapus donde conocía a mi mujer Avaé (“Nosotros” en yapu). Me enamoré de
ella en el último viaje y pude convencer a los padres de que me dejaran traerla
conmigo a Europa. Hace dos años que vivimos juntos; ella habla francés pero
cuando estamos solos preferimos comunicarnos en yapu, y nuestro matrimonio es
un auténtico refugio de desorden y confusión. El año pasado ella me dio
mellizos. Dos seres perfectamente semejantes, como hechos para que se los
confunda. Como la ley prohíbe ponerles el mismo nombre, los hemos llamado
Théophile y Théophastre. Cuando crezcan les enseñaremos a intercambiar nombres
y ropas, de modo que cuando alguien los mencione nunca se sepa de cuál de los
dos está hablando. Y si estos quidproquos les gustan, nos marcharemos todos
juntos donde los yapus, para que se equivoquen constantemente y en todo hasta
el fin de sus días.
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