Blog de Regina Salcedo Irurzun

sábado, 28 de marzo de 2020

LECTURAS PARA LA CUARENTENA: BERNARD QUIRINY

Adoro este relato de Cuentos carnívoros, de  Bernard Quiriny, y por eso lo he reservado para este día especial (lo es en mi casa al menos). Me fascinan los relatos que nos cuentan las costumbres, la historia e idiosincrasia de pueblos desconocidos con  lenguas imposibles y misteriosas . El divertidísimo idioma de la tribu de los yapus, que desafía todas las reglas de la lingüística, es de mis favoritos. A gusto me iría a la selva amazónica a pasar unos días absurdos y dadaístas con ellos.

Espero que os guste tanto como a mí. ;)


QUIDPROQUOPOLIS
(De cómo hablan los yapus)
Bernard Quiriny

Fue en mi tercera estancia en el Amazonas cuando resolví el enigma de la lengua de los yapus. Pensaba que ya no iba a conseguirlo y me disponía a engrosar la lista de los que llevaban siglos estrellándose. Entre etnólogos y lingüistas los yapus han llegado a ser casi una leyenda, un poco como el teorema de Fermat entre los matemáticos antes de que un muchacho con más talento que los demás lograra reconstituirlo. Y aun así la comparación no es del todo justa: si nunca se dudó de que Fermat había demostrado su teorema por completo, de suerte que para alguien tan brillante como él era posible volver a hacerlo, muchos han puesto en duda que el yapu sea verdaderamente comprensible. Así, por ejemplo, en uno de los libros de la gran lingüista holandés Wilhelm Groos se lee que las especificidades de esa lengua la hacen incompatibles con las reglas comunes a todas las demás, de modo que, al menos desde este punto de vista, los yapus son una raza diferente del  resto de la humanidad. Groos, pesimista, añade que a causa de esto es improbable que tanto nosotros los occidentales como quien fuere pueda vencer el hermetismo. La etnóloga norteamericana Margaret Marker, que entre 1965 y 1974 pasó seis temporadas entre los yapus, llegó a una conclusión todavía más radical: según ella, nadie puede entender la lengua de ese pueblo, por la simple razón de que allí no hay nada que entender; y esto en la medida en que los yapus son literalmente alienados. “Basta analizarlos a fondo –escribe en el último capítulo de Hablar con los indios –para darse cuenta de que las frases que pronuncian los yapus siempre contienen uno o más elementos absurdos que las privan de sentido. Es preciso, pues, rendirse a la evidencia, sean cuales sean los problemas teóricos que entrañe la afirmación siguiente: la mayor parte del tiempo y en toda circunstancia los yapus dicen cualquier cosa. Individual y colectivamente la tribu está loca”.
  Sin duda, mi pretensión de ir hasta el fondo del enigma yapu era temeraria. ¿Quién era yo, joven universitario desconocido, para tener éxito donde habían fracasado mis maestros? Mi obstinación en ocuparme de los yapus suscitó el constante sarcasmo de los colegas, que creían que estaba perdiendo el tiempo. Era inútil, opinaban, tratar de comprender una lengua que mentes destacadas habían juzgado de una vez por todas incomprensible, opinión a la que ellos se adherían espontáneamente sin tomarse la molestia de reflexionar. En tales condiciones me había sido imposible obtener de la universidad el dinero necesario para un viaje de estudio al país de los yapus. Tuve que valerme de añagazas y mentiras respecto al objetivo; decir que iba en busca de nuevas pruebas de la tesis según la cual el yapu era indescifrable, o sea lo contrario de lo que quería demostrar. Aunque hubo dudas sobre la posibilidad de que aportara agua fresca a aquel molino, me concedieron un financiamiento.
La expedición fue un fracaso desde mi punto de vista y un éxito desde el de mis colegas: lejos de haber encontrado algo que permitiese entender su forma de hablar, después de seis meses en la selva trastabillando detrás de los yapus tenía yo mil razones nuevas para dar la razón a quienes los consideraban locos.
  Sin embargo, no bajé los brazos; planifiqué otro viaje. Para obtener nuevos créditos aduje que me proponía estudiar las costumbres de los mipibos, una tribu cuyas aldeas estaban en la misma zona. Una vez allí me trasladé en seguida adonde los yapus, que me recibieron con los brazos abiertos –es un pueblo muy hospitalario, si bien tiende a evitar los contactos con el exterior –y otra vez permitieron que tratase de penetrar el misterio de su lengua. Fue un nuevo fracaso, tanto más resonante porque volví a  Francia sin ningún resultado valioso sobre los mipibos. Lo resolví con una agitada explicación en la  universidad, que, lógicamente, decidió denegarme en adelante todo viaje de estudios más allá de las afueras de París. No importaba: achiqué el agua de mi bote y partí en las vacaciones. Al cabo de ocho semanas más en contacto con los yapus al fin llegué e entender lo que todo el mundo consideraba incomprensible.

Los yapus viven en lo más recóndito de la selva amazónica, donde migran de una aldea a otra en función de las estaciones. Como ya les había hecho dos visitas, empezaban a conocerme bien; al parecer se alegraron de volver  a verme y para celebrarlo celebraron una fiestecita. Luego, pasada la emoción del reencuentro, volvieron a sus ocupaciones habituales mientras yo me fundía con el paisaje para observarlos en la vida cotidiana. Al respecto cabe decir que durante su jornada los yapus no hacen gran cosa. La actividad esencial consiste en buscar alimento. Viven de la caza, la pesca y la recolección y practican una horticultura rudimentaria. La base de la alimentación es la mandioca; la usan para hacer tortillas, harina torrefacta y cerveza. También comen tapir, pecarí y toda clase de cérvidos, así como tortugas de tierra que, como sucede con sus primos los tupi-guaraníes, son la única carne que las mujeres pueden consumir mientras menstrúan. Una vez que han trabajado lo suficiente para asegurar la subsistencia del grupo hasta el día siguiente, los yapus paran y descansan. Desconocen la idea de acumulación; a un yapu nunca se le ocurriría arrancar más raíces de las que necesita y reservarlas para el día siguiente. Un día fui a recolectar con ellos. Recogimos larvas de coleóptero y frutos de guaraná hasta que el jefe del grupo, juzgando que ya había bastante, dio la sesión por terminada. Como yo había encontrado un árbol con bayas abundantes y me parecía una pena no limpiar del todo la rama que había atacado, decidí seguir hasta el fin. Estupefactos, los yapus se abalanzaron a impedírmelo. Pensé que me acusaban de haber desobedecido al jefe, pero las caras expresaban menos cólera o resentimiento  que una suerte de angustia amistosa, como si quisieran proteger mi salud: que yo recogiese más bayas de las necesarias –cosa que Marx hubiese denominado trabajo excedente –no les parecía simplemente estúpido: les parecía peligroso. Los yapus soportan el trabajo en la medida en que de él depende la supervivencia, pero en cuanto deja de ser una necesidad vital se les vuelve intolerable. No bien se ha reunido lo suficiente para cubrir las necesidades de la tribu, la recolección cambia de significado; lo que cinco minutos antes cumplían de un modo maquinal,  a veces incluso animadamente, de golpe se convierte en una auténtica tortura y nada del mundo se los llevaría a seguir.
  Pero, en fin, el objeto de estas notas no son la economía y los modos de subsistencia de la sociedad yapu: lo que nos interesa es la lengua. He aquí, pues, cómo se presentan las cosas. Ya señalé al comienzo que los antropólogos que han estudiado el yapu lo consideran incomprensible; en realidad, la palabra más pertinente no es incomprensible sino absurdo. Si bien una parte considerable del vocabulario todavía no ha sido descifrado, conocemos el significado de los términos más corrientes; por el contrario, nunca se ha logrado entender cómo produce un sentido determinado la combinación de estos términos. Parece que los yapus emplean cualquier palabra por cualquier otra; el significado de las proposiciones es, al parecer, más o menos independiente de los vocablos que se usan, lo que es a todas luces extraordinario. Es en este sentido en el que Margaret Marker concluyó que están locos: en efecto, se asemejan a esos alienados que, habiendo perdido la noción del lenguaje, si quieren pedir comida tanto pueden decir “Tengo hambre” como “Présteme usted su paraguas”, siempre con la convicción íntima de que uno los entenderá. Así pues, Groos escribe: “Siempre se puede saber qué dicen los yapus, pero raramente  qué quieren decir. Entre ellos, significantes y significados parecen estar divorciados al punto de que se los puede combinar en una miríada  de posibilidades; y lo que resta por descubrir es si estas posibilidades tienen límite. Da la impresión de que dentro de este caos existen balizas a las cuales  aferrarnos para emprender el estudio, con lo cual quiero decir que cierto número de términos parece desprovisto de ambigüedad y tiene significado único (lo que es un descanso para el espíritu). En cambio, las demás palabras son utilizadas de forma por completo incoherente, en contradicción con  las reglas elementales de la lingüística. Cuando un yapu pronuncia una frase de más de tres palabras es excepcional no encontrar que un absurdo la priva de sentido. De modo que ahí queda uno, balanceando los brazos y con expresión de idiota, mientras el otro lo mira compadeciéndose de él, pensando seguramente que el hombre blanco tiene una capacidad de intelección muy limitada”.
  El yapu es tanto más difícil cuanto que los usuarios la hablan sin ninguna entonación. Es muy extraño de observar, por lo demás: cualesquiera sean el tema, el contexto y el ambiente, jamás se apartan de una voz inexpresiva y monocorde; todo lo declaman en un tono de ecuanimidad apacible. De resultas de esto, la única forma de determinar el humor de un yapu consiste en escrutarle la cara; e incluso la cara es muy a menudo de una inexpresividad notable. Más extraño todavía, los yapus ignoran las fórmulas interrogativas y exclamativas. Cuando yo le pregunto a alguien si le va bien, modulo la voz de modo que no le quepa duda ninguna de que estoy haciéndole una pregunta. No sucede así entre los yapus: por oído es imposible saber si están preguntando, dando una orden, revelando un secreto o contando algo divertido. Todo es cuestión de sensibilidad. Una vez me tocó observar a dos mujeres que discutían sin mirarse, concentradas como estaban en pelar larvas. Una de ellas le dijo a la otra tres veces la misma frase, con las mismas palabras y el mismo tono; igual resultado se habría obtenido reproduciendo tres veces el mismo pasaje en un magnetófono. La destinataria del mensaje tuvo cada vez una reacción diferente; la primera rió, y yo pensé que la interlocutora había contado un chiste; la segunda, alzó las cejas en un gesto de perplejidad; la tercera se puso furiosa como si la otra le hubiera reprochado algo. Pese a mis esfuerzos, fui incapaz de entender debido a qué circunstancias el mensaje cobraba tan pronto este significado como aquél; llegué incluso a preguntarme si los yapus no poseían dotes divinatorias que les permitían leer el pensamiento de sus semejantes y descubrir la verdadera sustancia de unos mensajes que su débil lengua impide comunicar correctamente.
 Así las cosas, es frecuente que, pese a sus admirables facultades de empatía, los yapus yerren en la interpretación de lo que se dicen. De hecho, la mayor parte de los mensajes que se dirigen son entendidos al revés, por lo que casi siempre hacen otra cosa que la que se les pide y nunca responden a las preguntas a la primera. Y es allí justamente en donde reside el secreto, la clave del misterio.
  Hace unos años, un investigador belga llamado Pierre Gould arriesgó una seductora hipótesis para dar cuenta de las aberraciones del yapu: según él, la propensión de los yapus a usar una palabra por otra debía relacionarse con un tipo de discurso muy preciso, el de la poesía. “No veo otra explicación para el aparente absurdo de esa lengua”, escribió. Los yapus son una sociedad de poetas natos; han inventado el surrealismo antes de tiempo y cada vez que abren la boca hacen cadáveres exquisitos. Mientras que los occidentales procuramos que cuentos y poemas devuelvan el misterio a nuestro mundo desencantado, ellos nadan naturalmente en la invención literaria; probablemente sin percatarse de ello, por lo demás, dado que han vivido siempre así. Desde este punto de vista, considero que los yapus son para nosotros un modelo, y que en las escuelas deberían enseñarse extractos de sus conversaciones”.
  Los colegas de Gould consideraron que estaba bromeando, cuando él había escrito estas líneas muy en serio; incluso se había acercado notablemente a la verdad, bien que en mi opinión se equivocaba respecto al sentido profundo de la ineptitud yapu. En realidad, el yapu no es una lengua de poetas: es una lengua de comediantes o bufones. Por extravagante que parezca, en efecto, los yapus se complacen en cometer errores y hasta dan a las equivocaciones una suerte de valor sagrado. Según mis cómputos, tienen cuarenta y ocho palabras para decir quidproquo: abarcan todos los matices del malentendido, desde el error factual hasta la confusión de personas, la inversión de fechas y el equívoco respecto a las intenciones; comparativamente, el francés es muy pobre. Al comienzo pensé que usaban quidproquo como un tic o una puntuación, pero no: entre los yapus el enredo está provisto de una auténtica función social. A la afirmación de Pierre Gould  de que los yapus son poetas por naturaleza, respondo, pues, con que antes bien son cómicos inconscientes: su existencia es una especie de vodevil permanente donde el menor acontecimiento de la vida cotidiana puede ocasionar una serie inverosímil de confusiones. Escribámolo con todas las letras: el quidproquo, el malentendido , la guerra tribal y la antropofagia son los cuatro pilares de la sociedad yapu. Por mucho que los antropólogos digan que sobre la base del quidproquo es imposible edificar una sociedad –como es imposible que un grupo humano se perpetúe si están prohibidas las relaciones heterosexuales (después de una generación se extinguirían naturalmente) –yo no dejo de afirmarlo: la sociedad yapu se funda en el malentendido y dentro de lo posible los yapus se esfuerzan por provocarlo en todas las circunstancias. De allí la especificidad del yapu: siendo el quidproquo el valor esencial de la sociedad, la lengua tenía que adaptarse a las exigencias de una incomprensión máxima. Me limitaré a dar un solo ejemplo, particularmente impresionante: los nombres.


Como en todas partes, entre los yapus los padres dan el nombre a los hijos. Pero lejos de recurrir a perífrasis ventajosas o expresiones superlativas, como hacen sus vecinos los mipibos, emplean palabras más banales del léxico disponible, con una predilección muy peculiar por los pronombres. En provecho de la claridad, voy a razonar en francés; las adaptaciones que deberé hacer son mínimas y la comprensión saldrá muy reforzada.
  Antes que poner a los retoños nombres como Pierre, Paul o Marguerite, entonces, los yapus los llaman “Yo”, “Tú”, “Él”, “Ella”, “Ellos”, “Nosotros”, “Mi” o “Ti”. La extraña condición de esta onomástica no se mide al instante. Para hacerse una idea, lector, imagine lo que sería su vida si se llamara “Tú”: cada vez que alguien en la calle se dirigiese a otra persona por la segunda persona del singular, usted se giraría como un perro psicópata convencido de que lo llaman permanentemente. Si sumamos a esto el hecho de que, como decía más arriba, los yapus desconocen la entonación e interpretan por el contexto, vislumbrará los formidables problemas que puede generar esta antroponimia. Tomemos a modo de ejemplo una frase muy sencilla: “Se trata de ti”. Cuando la digo en francés tiene un solo significado, pero para un yapu tiene dos: puede designar a la persona a quien va dirigida o a un individuo llamado Ti. Para complicar las cosas, no habiendo tantos pronombres disponibles para que cada miembro de la tribu lleve uno propio, siempre habrá cinco o seis personas que cuando alguien llama a Ti contesten al mismo tiempo. Podría imaginarse que los yapus son bastante sofisticados para diferenciar los Ti mediante calificativos (“Ti el pequeño”, “Ti el fuerte”, “Ti el idiota”), pero no es así: al contrario, se deleitan en no saber nunca de quién se habla, y parecería que obtienen enorme placer de la confusión consiguiente.
  Cuando se abordan frases más complejas los problemas se multiplican hasta el vértigo. Consideremos esta simple frase: “¿Tú le has dado eso a él?”. Por mi modo de emitirla el interlocutor comprende de inmediato que es una pregunta. Esto los yapus no lo saben porque en su lengua no existen los signos de interrogación ni el tono correspondiente. Supongamos que el yapu la interpreta correctamente como pregunta: puede tratarse entonces –dado que los verbos no son desinenciales –de saber:
  1. si el individuo llamado Tú le dio algo al individuo llamado Él;
  2. si el individuo llamado Tú le dio algo a un individuo determinado, innominado pero del cual se supone que aparecido en la conversación anteriormente;
  3. si el destinatario de la pregunta le dio algo al individuo llamado Él;
  4. si el destinatario de la pregunta le dio algo al individuo innominado del cual yo hablaba hace un instante.

  Ahora supongamos que el yapu se equivoca e interpreta la frase como una afirmación: surgen cuatro posibilidades nuevas, lo que eleva a ocho el número de posibilidades de comprenderla. Si se piensa que en la menor conversación aparecen indefectiblemente frases de este tipo, es fácil deducir que sólo por milagro los yapus podrían entenderse a la perfección y las discusiones no caer en el absurdo al cabo de tres réplicas.
  Más de una vez me he entretenido soltando en presencia de ellos, sólo para embelesarlos, una frasecita como: “Pero cuando digo yo es yo y cuando digo él es él” o “Podemos ir juntos tú, yo, él y los demás”. Luego de quedarse boquiabiertos, se divertían repitiéndolas como el niño que acaba de aprender una palabrota. Estoy convencido de que aún hoy siguen debatiendo qué quise decir cuando, con mi acento aproximado, les arrojé estas frases plagadas de trampas. No hace falta añadir que entre los yapus es rigurosamente imposible el discurso filosófico y que, en general, todo discurso público está condenado al fracaso: hablando de manera figurada, un yapu que arengue a un grupo de diez personas con un discurso de cincuenta palabras tendrá que contar con que se lo interprete de cincuenta a la décima potencia maneras diferentes. Sin duda así se explica el carácter rudimentario de las estructuras políticas de la sociedad yapu, pero ésta es una cuestión de la que no me ocuparé aquí.
  Entender a los yapu me ha exigido mucho tiempo y esfuerzo; y es difícil afirmar que los entienda, habida cuenta de que ellos mismos no se entienden nunca. Digamos que logré penetrar en su secreto y entrever cómo se debaten diariamente en los atolladeros de su lengua. En todo caso, el contacto con ellos me ha servido para aprender mucho. Al volver de la segunda estancia entre ellos me costó un poco aclimatarme de nuevo a la racionalidad de nuestra organización social. En Francia, cuando uno reserva un billete de avión o encarga un libro, está seguro de embarcar el día acordado para el destino correcto o de recibir el ejemplar en su domicilio. Desde luego que esta regularidad tiene ventajas notables; no voy a rebatir que nuestro modo de vida es más sencillo y viable que el de los yapus. Por otro lado, he de confesar que nuestra existencia es menos divertida. El sistema social de los yapus no deja tiempo para el aburrimiento; para ser franco, creo que su vida es más rica y colorida que la nuestra. Nosotros deberíamos defender los raros espacios de libertad en donde  aún se encuentra algo del sentido del absurdo de ellos; por eso soy tan partidario de la expansión ilimitada de las administraciones públicas y la burocracia, inagotables fuentes de errores y comportamientos absurdos.
  También fue entre los yapus donde conocía a mi mujer Avaé (“Nosotros” en yapu). Me enamoré de ella en el último viaje y pude convencer a los padres de que me dejaran traerla conmigo a Europa. Hace dos años que vivimos juntos; ella habla francés pero cuando estamos solos preferimos comunicarnos en yapu, y nuestro matrimonio es un auténtico refugio de desorden y confusión. El año pasado ella me dio mellizos. Dos seres perfectamente semejantes, como hechos para que se los confunda. Como la ley prohíbe ponerles el mismo nombre, los hemos llamado Théophile y Théophastre. Cuando crezcan les enseñaremos a intercambiar nombres y ropas, de modo que cuando alguien los mencione nunca se sepa de cuál de los dos está hablando. Y si estos quidproquos les gustan, nos marcharemos todos juntos donde los yapus, para que se equivoquen constantemente y en todo hasta el fin de sus días.




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