Blog de Regina Salcedo Irurzun

martes, 17 de marzo de 2020

RELATOS PARA LA CUARENTENA: NATALIA GINZBURG

Este cuarto día tenemos un relato maravilloso de una de las mejores escritoras y personas que han existido: Natalia Ginzburg. Se titula Invierno en los Abruzos y es un ejemplo magistral de cómo a través de la narración de algo cotidiano, sencillo, se puede llegar a lo universal y lo trascendente, sin aspavientos, sin aleccionamientos morales y con una intimidad conmovedora, honesta y sobria.
Creo, además, que, en estos días de encierro que nos toca vivir, este cuento que habla de estufas y cocinas donde se reúnen las familias puede venirnos bien para recordarnos lo afortunados que somos.
Como dice la cita del inicio: Deus nobis haec otia fecit , es decir: Dios nos ha dado esta tranquilidad.
Aprovechémosla para leer y crecer con textos tan geniales y humanos como este.


*Natalia Ginzburg y su marido, Leone Ginzburg, fueron desterrados a Pizzoli de 1940 a 1943. A su vuelta a Roma, Leone fue encarcelado y torturado por los nazis hasta la muerte.



INVIERNO EN LOS ABRUZOS (1962)
por Natalia Ginzburg

Deus nobis haec otia fecit

En los Abruzos sólo hay dos estaciones: el invierno y el verano. La primavera es nevosa y ventosa como el invierno y el otoño es caliente y límpido como el verano. El verano comienza en junio y termina en noviembre. Terminan los largos días soleados en las colinas bajas y abrasadas, el polvo amarillo de la calle y la disentería de los niños, y comienza el invierno. La gente entonces deja de vivir en las calles, desaparecen de las escalinatas de la iglesia los muchachos descalzos. En el pueblo del que hablo, casi todos los hombres desaparecían tras las últimas cosechas: se iban a trabajar a Terni, a Sulmona, a Roma. Era un pueblo de albañiles, y algunas casas estaban construidas con gracia: tenían terrazas y columnitas como pequeñas villas, y sorprendía encontrar en ellas, al entrar, grandes cocinas oscuras con jamones colgando y amplios dormitorios míseros y vacíos. En las cocinas el fuego estaba encendido; había varios tipos de fuegos: grandes fuegos con leños de encina, fuegos de frasca y hojas, fuegos de ramas recogidas una a una del suelo. Era fácil distinguir a los pobres de los ricos mirando el fuego encendido; más fácil que mirando las casas y a la gente, su ropa y sus zapatos, que eran todos más o menos iguales.
            Cuando vine al pueblo del que hablo, al principio todas las caras me parecían iguales, todas las mujeres se parecían, ricas y pobres, jóvenes y viejas. Casi todas tenían la boca desdentada: allí las mujeres pierden los dientes a los treinta años por las fatigas y la mala alimentación, el esfuerzo de los partos y la lactancia, que se suceden sin tregua. Pero después, poco a poco, empecé a distinguir a Vincenzina de Secondina, a Annunziata de Addolorata, y empecé a entrar en todas las casas para calentarme con sus fuegos distintos.
            Cuando comenzaba a caer la primera nieve, una lenta tristeza se apoderaba de nosotros. Lo nuestro era un exilio: nuestra ciudad estaba lejos, y lejos estaban los libros, los amigos, las vicisitudes varias y cambiantes de una verdadera existencia. Encendíamos nuestra estufa verde, con el largo tubo que atravesaba el techo; nos reuníamos en la habitación donde estaba la estufa, y allí cocinábamos y comíamos; mi marido escribía sentado a la gran mesa ovalada, los niños sembraban el suelo de juguetes. En el techo de la habitación había un águila pintada: yo miraba el águila y pensaba que aquello era el exilio. El exilio era el águila, era la estufa verde que crepitaba, era la vasta y silenciosa campiña y la nieve inmóvil. A las cinco tocaban las campanas de la iglesia de Santa María, y las mujeres iban para la bendición, con sus chales negros y la cara roja. Todas las tardes mi marido y yo dábamos un paseo; todas las tardes caminábamos del brazo, hundiendo los pies en la nieve. Las casas que bordeaban el camino estaban habitadas por gente conocida y amiga; y todos salían a la puerta y nos decían: <<Que haya salud.>> Alguno a veces preguntaba: <<¿Pero cuándo vuelven a su casa>> Mi marido contestaba: <<Cuando termine la guerra.>> <<¿Y cuándo terminará esta guerra? Tú que sabes tanto, y eres profesor, ¿cuándo terminará?>> A mi marido lo llamaban <<el profesor>>, pues no sabían pronunciar su nombre, y venían de lejos a consultarle sobre las cosas más variadas, sobre la mejor estación para quitarse los dientes, sobre los subsidios que daba el municipio y sobre las tasas y los impuestos.
            En invierno, cuando fallecía algún viejo a causa de una pulmonía, las campanas de Santa María tocaban a muerto, y Doménico Orecchia, el carpintero, fabricaba el ataúd. Una mujer enloqueció; se la llevaron al manicomio de Collemaggio, y el pueblo tuvo de qué hablar durante un tiempo. Era una mujer joven y limpia, la más limpia de todo el pueblo: dijeron que aquello le había pasado por tanta limpieza. A Gigetto di Calcedonio le nacieron dos gemelas, con dos gemelos varones que ya tenía en casa, y montó un escándalo en el municipio porque no querían darle el subsidio, pues tenía muchas tierras y un huerto grande como siete ciudades. A Rosa, la portera de la escuela, una vecina le escupió en el ojo, y se paseaba por todas partes con el ojo vendado para que le pagaran la indemnización. <<El ojo es delicado>>, explicaba. Y también de esto se habló por algún tiempo, hasta que no quedó nada más que decir.
            La nostalgia crecía en nosotros día a día. A veces era incluso agradable, como una compañía tierna y ligeramente embriagadora. Llegaban cartas de nuestra ciudad con noticias de bodas y muertes de las que quedábamos excluidos. A veces la nostalgia se tornaba aguda y amarga, se convertía en odio: odiábamos entonces a Domenico Orecchia, a Gigetto di Calcedonio, a Annunziatina, las campanas de Santa María. Pero era un odio que manteníamos oculto, pues lo considerábamos injusto, y nuestra casa estaba siempre llena de gente, unos venían a pedir favores, otros a ofrecérnoslos. A veces la modista venía a hacernos una pasta llamada sagnoccole. Se ataba un paño de cocina a la cintura, batía los huevos, y mandaba a Crocetta a recorrer el pueblo a ver quién podía prestarnos un perol bien grande. Su cara enrojecida estaba absorta y sus ojos brillaban con una voluntad imperiosa. Habría quemado la casa con tal de que sus sagnoccole  salieran bien. Sus ropas y su pelo se volvían blancos de harina, y sobre la mesa ovalada donde mi marido escribía iba depositando las sagnoccole.
            Crocetta era nuestra mujer de la limpieza. En realidad no era una mujer, porque tenía catorce años. La modista nos la había encontrado. La modista dividía el mundo en dos bandos: los que se peinan y los que no se peinan. De quienes no se peinan hay que guardarse, porque, naturalmente, tienen piojos.
Crocetta se peinaba, por eso vino a servir a nuestra casa, y le contaba a los niños largas historias de muertos y cementerios. Había una vez un niño al que se le murió la madre. Su padre se buscó otra mujer y la madrastra no quería al niño. Por eso lo mató mientras el padre estaba en los campos e hizo con él un cocido. El padre vuelve a casa y come, pero, cuando ha terminado de comer, los huesos que quedan en el plato se ponen a cantar:
Y mi madrastra maldita
me metió en la marmita
y de un solo bocado
mi papá me ha tragado.

Entonces el padre mata a su mujer con la guadaña y la cuelga de un clavo delante de la puerta. A veces me sorprendo murmurando los versos de esta canción y, entonces, todo el pueblo surge ante mí, junto con el sabor particular de aquellas estaciones, junto al soplo helado del viento y el tañido de las campanas.
            Todas las mañanas salía con mis hijos y la gente se asombraba y no aprobaba que los expusiera al frío y a la nieve. <<¿Qué pecado han cometido estas criaturas?-decían-. No es tiempo para pasear, señora. Vuelva a casa.>> Caminábamos durante largo rato por la campiña blanca y desierta, y las pocas personas con las que me cruzaba miraban a los niños con pena. <<¿Qué pecado han cometido?>>, me decían. Allí, si nace un niño en invierno, no lo sacan del dormitorio hasta que no llega el verano. A mediodía, mi marido me iba a buscar con el correo, y volvíamos todos juntos a casa.
            Yo les hablaba a los niños de nuestra ciudad. Eran muy pequeños cuando la dejamos, y no tenían de ella recuerdo alguno. Yo les decía que allá las casas tenían muchos pisos, que había muchas casas y muchas calles y muchas tiendas bonitas. <<Pero aquí también tenemos a Girò>>, decían los niños.
            La tienda de Girò estaba justo delante de nuestra casa. Girò se quedaba en la puerta como un viejo búho, los ojos redondos e indiferentes clavados en la calle. Vendía un poco de todo: productos de alimentación y velas, postales, zapatos y naranjas. Cuando llegaba la mercancía y Girò descargaba las cajas, los muchachos corrían a comerse las naranjas podridas que él tiraba. En Navidad llegaban también el turrón, los licores, los caramelos. Pero él no descontaba ni un céntimo del precio. <<Qué malo eres, Girò>>, le decían las mujeres. Él respondía: <<A los buenos se los comen los perros.>> Por Navidad regresaban los hombres de Terni, de Sulmona, de Roma, se quedaban unos días y volvían a marcharse, después de haber degollado a los cerdos. Durante algunos días no se comía más que chicharrones y salchichas y no hacíamos más que beber: después, los chillidos de los nuevos cerditos llenaban el camino.
            En febrero, el aire se volvía húmedo y blando. Por el cielo vagaban nubes grises y cargadas. Hubo un año en que durante el deshielo se rompieron los canalones. Entonces empezó a llover en casa y las habitaciones eran verdaderos pantanos. Pero ocurrió lo mismo en todo el pueblo: ni una sola casa quedó seca. Las mujeres vaciaban los cubos por las ventanas y sacaban el agua por la puerta a golpe de escoba. Había quien se iba a la cama con el paraguas abierto. Domenico Orecchia decía que era el castigo por algún pecado. Esto duró más de una semana; después desapareció finalmente de los tejados todo rastro de nieve, y Aristide arregló los canalones.
            El final del invierno despertaba en nosotros una especie de inquietud. Quizá alguien vendría a visitarnos: quizá por fin ocurriría algo. Nuestro exilio tenía que acabar alguna vez. Los caminos que nos separaban del mundo parecían más cortos; el correo llegaba con más frecuencia. Todos nuestros sabañones se curaban lentamente.
            Existe una cierta uniformidad monótona en los destinos de los hombres. Nuestras existencias se desarrollan según leyes antiguas e inmutables, según una cadencia propia, uniforme y antigua. Los sueños no se hacen nunca realidad, y en cuanto los vemos rotos, comprendemos de repente que las mayores alegrías de nuestra vida están fuera de la realidad. En cuanto vemos rotos nuestros sueños, nos consume la nostalgia por el tiempo en que bullían dentro de nosotros. Nuestra suerte transcurre en ese alternarse de esperanzas y nostalgias.
            Mi marido murió en Roma en la cárcel de Regina Coeli, pocos meses después de que dejáramos el pueblo. Ante el horror de la muerte solitaria, antes las angustiosas alternativas que precedieron a su muerte, yo me pregunto si esto nos ocurrió a nosotros, a nosotros que comprábamos las naranjas en la tienda de Girò y nos paseábamos por la nieve. Entonces yo tenía fe en un porvenir fácil y alegre, lleno de deseos satisfechos, de experiencias y de empresas comunes. Pero aquella fue la mejor época de mi vida, y sólo ahora que ha pasado para siempre, sólo ahora, lo sé.

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