Así está el mundo ahora, planeando en el aire y la incertidumbre, en espera de que le den permiso para aterrizar y poder devolvernos a los pasajeros a nuestras vidas cotidianas, sin saber cuántos vuelos, cuántas conexiones y oportunidades habremos perdido o ganado en ese impás.
PATRÓN
DE ESPERA
Juan Villoro, Los Culpables
Estoy tan a disgusto con la realidad que los aviones me
parecen cómodos. Me entrego con resignación a las películas que no quiero ver y
la comida que no quiero probar, como si practicara un disciplinado ejercicio
espiritual. Un samurái con audífonos y cuchillo de plástico. Suspendido, con el
teléfono celular apagado, disfruto el nirvana de no tener nada que decidir. La
aviación es eso para mí: una manera de posponer los números que pueden
alcanzarme.
La última llamada que recibí en tierra fue de Clara. Yo
estaba en el aeropuerto de Barcelona y ella me dijo con angustia: “¿Crees que
va a volver?” Se refería a Única, nuestra gata. “¿Ha temblado?”, pregunté. Los
gatos intuyen los temblores. Algo, una vibración del aire, les permite saber
que la tierra se va a abrir. El momento de huir a la intemperie.
Los gatos son sismólogos anticipados. Las gatas se quedan
en casa, en especial las de angora. Eso nos habían dicho. Sin embargo, Única ha
huido dos veces, sin terremoto de por medio.
“Tal vez registra temblores emocionales”, bromeó Clara en
el teléfono. Luego comentó que los Rendón la habían invitado a Valle de Bravo.
Si mi vuelo no llegaba a tiempo, ella iría por su cuenta. Anhelaba un fin de
semana de sol y veleros.
“¿Algún día tomarás un vuelo directo?”, preguntó antes de
despedirse.
Llevo una vida en zigzag. Por alguna razón, mis
itinerarios desembocan en ciudades que obligan a hacer conexiones: Amberes,
Oslo, Barcelona. Trabajo para la compañía que produce la mejor agua insípida
del mundo. Esta frase no es despreciativa: nuestra agua no se bebe por el sabor
sino porque pesa menos en la boca. Un lujo ingrávido.
El planeta siempre tiene sed. Todos necesitan beber algo.
Pero algunos disfrutan más.
Viajo a cualquier sitio que reclame el deleite adicional
del agua ligera. Esto significa que mi condición habitual es el jet-lag. Me he
acostumbrado al desfase en la percepción, las cosas que veo cuando debería
estar dormido. Leo mucho en las largas horas de desplazamiento, o pienso de
cara a la ventanilla ovalada del avión. Con frecuencia doy con ideas que me
parecen místicas y al llegar a tierra se evaporan como una loción.
Salimos con retraso de Barcelona. Ahora sobrevolamos
Londres, fuera de itinerario. “Estamos en patrón de espera”, informa el piloto.
No hay sitio para nosotros.
El avión se ladea en una curva parsimoniosa. Daremos
vueltas en círculo, como moscas de fruta, en lo que se desocupa una pista. Una
espléndida luz de otoño saca brillo a los prados allá abajo, el Támesis
resplandece como la hoja de una espada, la ciudad se desperdiga hacia confines
imprevistos.
En Londres hay una hora menos que en Barcelona. Esos
minutos que aún no suceden son una ventaja para la conexión, pero no quiero
pensar en ellos. Tendré que tomar el autobús de la terminal 2 a la 4 como si me sumiera en
el frenesí de un parque temático. Pienso en O. J. Simpson antes de la acusación
de asesinato, cuando sobresalía en su papel de desesperado de éxito que
devoraba yardas en el futbol americano y en los anuncios donde estaba a punto
de perder un avión. Eso me gusta de los aeropuertos. Sólo constan de tensión
interna. El exterior se borra. Hay que correr en pos de una puerta de salida.
Es todo. El destino se llama “puerta 6” .
O. J. estaba hecho para eso, para correr lejos de las llamadas interrumpidas,
el desamor, la mirada ausente, la ropa ensangrentada.
La voz del capitán ha sido relevada por música para el
aterrizaje. Tecno-flamenco. Damos vueltas a miles de metros de altura mientras
vemos el reloj. ¿Cuántos vuelos se van a perder en este vuelo? Si la música
fuera distinta, nos preocuparíamos menos. En alguna oficina remota se decidió
que se aterrizaba bien al compás de esos gitanos siderales. Es posible que así
sea: un sonido de modernidad y naranjas. Música para llegar, no para esperar
por tiempo indefinido, mientras las puertas se cierran allá abajo.
He perdido suficientes conexiones para que Clara sospeche
que forman parte de un plan: “Tanta mala suerte no es normal.” Frankfurt
cerrado por nieve, Barajas por huelga. He tenido que dormir en hoteles donde
sientes que desperdicias una oportunidad de suicidarte. Del atractivo orden
provisional del aeropuerto pasas a la sordidez de lo que no debe durar. Una
cama alquilada en un sitio donde nadie espera volver a verte.
Clara sólo tiene razón en parte: mi mala suerte es
normal, pero no es tan mala. Una vez perdí el avión en Heathrow, bajo un cielo
rosáceo. El hotel accidental resultó agradable. Los jumbos recorrían las pistas
a la distancia, como ballenas de sombra, y en el lobby me encontré a Nancy.
También ella había perdido su vuelo. Trabajamos en ciudades lejanas para la
misma compañía.
Cenamos en un pub donde transmitían un partido del
Chelsea. A ninguno de los dos nos gusta el futbol, pero vivíamos horas
prestadas. Nancy tiene un extraordinario pelo rubio que parece lavar con el
agua que promovemos. Siempre me ha gustado, pero sólo entonces, en ese tiempo
fuera del tiempo, me pareció lógico tomar su mano y juguetear con su anillo de
casada.
Ella dejó mi cuarto al amanecer. Vi su silueta en el frío
de la calle. A lo lejos, un triángulo de focos morados indicaba la confluencia
de dos avenidas que iban a dar al aeropuerto. Las torres de control parecían
faros a la deriva, los radares giraban en busca de señales. Respiré en mi mano
el perfume de Nancy y entendí, como pocas veces, la belleza artificial del
mundo.
Nos volvimos a ver en juntas y convenciones, sin aludir
al encuentro de los aviones perdidos. Cuando Clara sugirió que yo me retrasaba
adrede, recordé ese episodio solitario y hablé en un tono que me incriminó,
como O. J. ante el jurado, cuando se puso el guante negro del asesino de su
esposa, y le quedó de maravilla. Quise correr pero no estaba en un aeropuerto.
“¿Hay alguien más?”, me preguntó Clara. Dije que no, y
era cierto, pero ella me vio como si yo fuera un televisor que sólo transmitía
ceniza.
Ahora vuelvo a sobrevolar Heathrow. ¿Qué posibilidades
hay de que también Nancy pierda un vuelo? En caso de encontrarnos, ¿podríamos
ser ajenos a esa geometría?
Nancy no insinuó que un reencuentro fuera posible. Sin
embargo, yo no podía ser indiferente al tono incierto en que dijo: “Sabes a
dónde despegas pero no a qué cielo llegas”. Luego se recostó sobre mi pecho.
Hojeé la revista del avión. Paisajes codiciables, el
rostro de un célebre arquitecto y, lo menos esperado, un cuento de Elías
Ferrer. Aunque cada vez publica más, encontrarlo siempre es una sorpresa
desagradable. Elías estuvo a punto de casarse con Clara. Tiene un estilo
llamativo para los que no están casados con ella. No puedo leer un párrafo suyo
sin sentir que le envía mensajes.
El tecno-flamenco aturdía mis oídos, quedaba poco tiempo
para la conexión y yo empezaba a buscar excusas para explicarle a Clara que no
había perdido ese avión adrede. Necesitaba otro problema. Leí el cuento. Elías
es una sanguijuela que chupa realidad. En parte por eso estoy a disgusto con la
realidad.
La primera vez que Única se fue de la casa pegamos
carteles en los postes de la calle, dejamos nuestro teléfono en el veterinario
de la zona, fuimos a un programa de radio especializado en fuga de mascotas.
Las gatas no se van pero la nuestra se había ido. Una
tarde, Clara volvió a preguntarme si de veras no me importaba que no pudiera
embarazarse. Había bebido un té de la
India y sus palabras olieron a clavo. Le dije que no y pensé
en el absurdo nombre de la gata, que Clara escogió como un valiente golpe de
humor y con los años se transformó en una dolorosa ironía. Bajé la vista.
Cuando la alcé, Clara miraba algo en el jardín. Oscurecía. Tras un arbusto
había un brillo opaco, neblinoso. Clara me apretó la mano. Segundos después,
distinguimos el pelo de Única, ensuciado por su ausencia.
Esa noche, Clara me acarició como si sus manos estuvieran
hechas de una lluvia que no moja. Al menos, así describió la escena Elías, que
la incluyó tal cual en su cuento. El título era odioso: “El tercero incluido”.
¿Se refería a sí mismo? ¿Seguía viendo a Clara? ¿Ella le contaba esas minucias?
El infame cuentista describía bien un gesto nervioso, la forma en que ella se
toma el pelo para formar un tirabuzón (sólo lo suelta cuando decide algo que no
puede comunicar).
Sentí hielo en la espalda al seguir leyendo: Elías
anticipaba la segunda desaparición de la gata. Después de reconciliarse con su
pareja –un ínfimo vendedor de talco–, la heroína advertía que el bienestar no
era otra cosa que sufrimiento detenido. El regreso de la gata había completado
un dibujo: todo estaba en orden; sin embargo, la vida verdadera reclamaba un
cambio, una fisura. La mujer se llevaba la mano al pelo, formaba un tirabuzón y
lo soltaba. Sin avisarle a nadie, tomaba la gata y la llevaba al campo.
¿En verdad había pasado eso? ¿Clara se deshizo de la gata
para atribuirlo a mis ausencias, o para preparar su propia ausencia? Elías
estaba lleno de fantasías revanchistas (¡por algo era escritor!), pero la
materia del cuento no provenía de la imaginación. Había demasiados datos
reales. ¿Exageraba el desenlace para justificar la metáfora de la mujer que se
libera a sí misma al liberar a la gata? Cuando Clara llamó a mi celular en
Barcelona habló de la gata como quien repite una clave. Sólo ahora, suspendido
en el aire de Londres, me daba cuenta.
Patrón de espera: si no llego a tiempo, ella pasará el
fin de semana con los Rendón, la pareja que en una fecha ya difusa le presentó
a Elías Ferrer.
Un rechinido metálico: el tren de aterrizaje. Aún puedo
alcanzar mi vuelo. Terminal 4, puerta 6.
¿Empieza Clara a anticipar mis aviones perdidos como los
gatos anticipan los temblores? ¿Qué extraña cuando extraña a Única? ¿Qué horas
son en mi país? ¿Se acaricia ella el pelo y forma un tirabuzón? ¿Lo soltará
antes de que yo llegue a la puerta de salida? ¿Habrá un atardecer rosáceo en
Heathrow? ¿Alguien más pierde un vuelo? ¿Nuestro avión desplaza a otro que aún
podía llegar a tiempo?
Las turbinas rugen en forma atronadora. Tocamos pista.
Siento el cuerpo entumido, consciente de pasar a otra lógica.
Lo que sucede en tierra. La geometría del cielo.
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