En estos días en los que casi hemos sido derrotados como especie, me parece una lectura ideal para aprender el gozo y el alivio que se esconden en el fracaso.
¡Disfrutad del vuestro!
EL PLACER DE LA DERROTA
Richard
Yates
Durante unos meses, cuando tenía nueve años,
Walter Henderson pensó que caer muerto era el no va más de la aventura, y
muchos de sus amigos compartían esa opinión. Habiendo descubierto que el único
momento en verdad gratificante de jugar a policías y ladrones era ése en que
uno hacía ver que le habían disparado, se llevaba la mano al corazón, soltaba
la pistola y se desplomaba, no tardaron en prescindir de todo lo demás –el
aburrido proceso de elegir bando y esconderse por ahí- y pulir el juego hasta
su esencia misma. Se convirtió, así, en una competición individual, casi en un
arte. Por turnos, corrían teatralmente por la cresta de una loma hasta que
tenía lugar la emboscada: pistolas de juguete apuntando simultáneamente y un
coro de esos entrecortados sonidos (una especie de gutural “¡p-ñ-au!,
¡p-ñ-au!”) con que los niños imitan el ruido de disparos. El actor principal
paraba en seco, giraba sobre sí mismo, quedaba un momento inmóvil en escorzada
agonía, doblaba las piernas y se precipitaba ladera abajo en un torbellino de
brazos y piernas, levantando una espléndida nube de polvo para finalmente
quedar espatarrado allá abajo, guiñapo y cadáver. Cuando se levantaba
sacudiéndose la ropa, los otros le ponían nota (“Bastante bien”, o “Demasiado
tieso”, o “Falta naturalidad”), y el siguiente se preparaba para actuar. En eso
consistía todo el juego, pero a Walter
Henderson le encantaba. Era un chico flaco y de movimientos mal coordinados, y
la única cosa vagamente parecida a un deporte en la que destacaba era ésta.
Nadie podía igualar el abandono con que lanzaba su cuerpo sin vida montaña
abajo, y la pequeña ovación que eso le reportaba era para él motivo de gran
deleite. Los otros acabaron aborreciendo el juego después de que unos chicos
mayores se rieran de ellos; Walter optó a regañadientes por otras formas más
sanas de jugar y pronto se olvidó del asunto.
Pero
tuvo ocasión de rememorarlo vívidamente una tarde de mayo casi veinticinco años
después, en un bloque de oficinas de la avenida Lexington, sentado a su mesa
haciendo ver que trabajaba y esperando a que lo despidieran. Se había
convertido en un joven sobrio y de aspecto aplicado, su manera de vestir
revelaba la influencia de una universidad del este, y su pulcro pelo castaño
empezaba a mostrar claros en la coronilla. Años de buena salud lo habían vuelto
menos flaco, y aunque seguía teniendo ciertos problemas de coordinación, ahora
sólo se le notaban en cosas sin importancia,
como en su incapacidad de coordinar el reloj, la cartera, las entradas
del cine y el cambio sin hacer que su mujer tuviera que parar a esperarle, o en
la tendencia a empujar insistentemente las puertas en donde ponía “Tirar”. En
cualquier caso, era la viva imagen de la cordura y la competencia, sentado allí
en su despacho. Nadie hubiera dicho que un sudor frío de nervios le corría bajo la camiseta, ni que
los dedos de su mano izquierda, ocultos en un bolsillo, estaban amasando y
haciendo trizas una caja de cerillas. Desde hacía semanas se lo veía venir, y
esta mañana, ya al salir del ascensor, había tenido el presentimiento de que
había llegado la hora. Cuando varios de sus superiores le dijeron “Hola, Walt”,
creyó detectar indicios de preocupación tras sus sonrisas amables; y luego, a
media tarde, al mirar por encima del cubículo donde trabajaba, había pillado a
George Crowell, el jefe de departamento, que se había detenido frente a la
puerta de su despacho con unos papeles en la mano, observándolo.
Crowell volvió rápidamente la cabeza, pero
Walters supo que le había estado mirando, tan preocupado como resuelto a
actuar. Estaba convencido de que, en cuestión de minutos, Crowell le llamaría a
su despacho y le soltaría la noticia; contrito, eso sí, porque Crowell era la
clase de jefe que se enorgullecía de ser un tipo cabal. No podía hacer otra
cosa que esperar a que eso ocurriera e intentar tomárselo de la mejor manera
posible.
Fue
entonces cuando aquel recuerdo de la infancia empezó a rondar por su cabeza,
pues de pronto comprendió –y con tal intensidad que la uña de pulgar se hundió
en la caja de cerillas- que dejar que las cosas pasaran y tomárselas lo mejor
posible, había sido, en cierto modo, la pauta de su vida. Ciertamente no se
podía negar que el papel de buen perdedor siempre le había resultado
desmesuradamente atractivo. Se había especializado en ello durante toda su adolescencia, ya fuera perdiendo
animosamente peleas contra chicos más fuertes, ya jugando mal al fútbol con la
secreta esperanza de que lo sacaran del campo de juego, lesionado. (“Seré justo
con Henderson en una cosa -había dicho
un día riendo, su entrenador en el instituto-: hay que reconocer que le va la
marcha.”) Los estudios superiores sirvieron para que ese don se desarrollara
–hubo exámenes que catear y elecciones a delegado que perder-, y más adelante
las Fuerzas Aéreas habían hecho posible que Walter suspendiera, honrosamente,
como cadete de vuelo. Y ahora, en lo que parecía algo inevitable, volvía una
vez más a las andadas. Los varios empleos que había tenido antes que éste
habían sido de principiante, el tipo de trabajo en el que no es fácil fracasar;
y cuando se presentó la oportunidad de acceder a este nuevo puesto fue, como lo
expresó Crowell en su momento, “un auténtico desafío”.
“Bien.
Es justo lo que estoy buscando”, había dicho Walter. La reacción de su mujer
cuando le contó esa parte de la conversación fue exclamar “¡Oh, estupendo!” y
poco tiempo después, animados por las perspectivas, se mudaban a un apartamento
caro en la Sesenta
este. Pero cuando él empezó a llegar a casa con aspecto derrotado y
manifestando lúgubremente que dudaba de poder aguantar mucho tiempo, su mujer
prohibía a los niños que lo molestaran
(“Hoy papá está muy cansado”), le servía una copa y procuraba tranquilizarlo
con esmero de esposa, tratando siempre de disimular su propio miedo, sin saber
–o al menos sin demostrarlo- que tenía por marido un fracasado crónico y
compulsivo, un niño extraño que adoraba las poses del derrumbe. Y lo
sorprendente, pensaba Walter, lo verdaderamente asombroso era que él mismo no
lo había visto nunca de esa manera.
-¿Walt?
La
cancela del cubículo acababa de abrirse y allí estaba George Crowell,
aparentemente incómodo o violento.
-¿Quieres venir un momento a mi despacho?
-Enseguida, George.
Walter
salió detrás de él, notando enseguida muchos pares de ojos clavados en su
espalda. Mantén la dignidad, se dijo a sí mismo. Lo importante es mantener la
dignidad. Y luego la puerta se cerró y quedaron los dos a solas en el
enmoquetado silencio del despacho de Crowell. De lejos, veintiuna plantas más
abajo, se oían cláxones, pero aparte de eso no hubo más sonidos que los de la
respiración, el chasquido de los zapatos de Crowell cuando se acercó a su
escritorio, y el chasquido de su sillón giratorio cuando se sentó.
-Coge una silla, Walt –dijo-. ¿Fumas?
-No, gracias.
Walter
tomó asiento y encajó fuertemente los dedos entre las rodillas.
Crowell cerró la caja de los cigarrillos sin coger uno para él, la
apartó y se inclinó al frente apoyando las palmas de las manos en las
superficie del grueso cristal de su mesa.
-Mira, Walt, lo mejor será que te lo diga sin
rodeos –empezó, y los últimos jirones de esperanza se desvanecieron. Lo curioso
fue que, aun así, la noticia le causó una fuerte impresión-. El señor Harvey y
yo pensamos desde hace un tiempo que no has conseguido adaptarte a este trabajo
y ambos hemos llegado a la conclusión, muy a nuestro pesar, de que lo mejor que
se puede hacer, por tu propio interés y también por el nuestro, es dejar que te
marches. Ahora bien –añadió al punto-, esto no tiene nada que ver contigo como
persona, Walt. El trabajo que llevamos a cabo aquí es muy especializado, no
podemos esperar que todo el mundo esté siempre a la altura de nuestras
expectativas. En tu caso, estamos convencidos de que te sentirás mucho más a
gusto en alguna empresa más adecuada a tus…capacidades.
Crowell se retrepó, y al levantar las manos dejó dos perfectas huellas
grises en el cristal de la mesa, como manos de esqueleto. Walter se las quedó
mirando, fascinado, mientras se iban
encogiendo hasta desaparecer.
-Bueno, George –dijo, levantando la vista-. Lo
has planteado de una manera muy suave. Te lo agradezco.
Los
labios de Crowell compusieron una sonrisa de disculpa propia de un gran tipo.
-Lo siento muchísimo –dijo-. Son cosas que
pasan. –Y se puso a toquetear los tiradores de los cajones, visiblemente
aliviado por haber dejado atrás lo peor-. Bien –dijo-, te hemos extendido un
cheque por valor de tu sueldo de este mes y del mes que viene. Así tendrás una
especie de indemnización por cese, algo para ir tirando hasta que encuentres
algo.
Le
entregó un sobre alargado.
-Es muy generoso de tu parte –dijo Walter.
Hubo un silencio, y Walter comprendió que le correspondía a él romperlo. Se
puso en pie y dijo-: No quiero entretenerte más.
Crowell se levantó rápidamente y rodeó la mesa adelantando ambas manos;
una para estrechar la de Walter y la otra para apoyarla en su hombro mientras
caminaban hacia la puerta. El gesto, a la vez amistoso y humillante, hizo que a
Walter se le hiciera un nudo en la garganta, llegando incluso a temer echarse a
llorar de un momento a otro.
-Bien, muchacho –dijo Crowell-, te deseo mucha
suerte.
-Gracias. –Sintió tal alivio de que su voz sonara firme, que lo
dijo otra vez, ahora sonriendo-. Gracias. Hasta la vista, George.
Para
volver a su cubículo tenía que cubrir una distancia de unos quinientos metros, y Walter Henderson
decidió hacerlo con elegancia. Sabía que Crowell estaría admirando sus hombros
equilibrados y su espalda recta, del mismo modo que era consciente de estar
controlando hasta la más sutil manifestación emocional en sus facciones
mientras serpenteaba entre las mesas, cuyos ocupantes levantaban la vista para
mirarle tímidamente, o parecía que quisieran hacerlo. De principio a fin, era
como una escena de película. La cámara había adoptado primero el punto de vista de Crowell, retrocediendo
después en travelling a fin de tomar la oficina entera a modo de marco para la figura de Walter en
solitario y majestuoso tránsito; la cara
de Walter, giraba para registrar brevemente la expresión de algunos de sus
colegas (Joe Collins con cara de preocupado, Fred Holmes intentando disimular
que se alegraba), y cambiaba de nuevo al punto de vista de Walter en el momento
de descubrir la cara vulgar y desprevenida de Mary, su secretaria, que estaba
esperando junto a la mesa de Walter con un informe que éste le había encargado
pasar a máquina.
-Espero haberlo hecho bien, señor Henderson.
Walter
cogió el informe y lo tiró sobre la mesa.
-Olvídalo, Mary –dijo-. Oye, lo mejor será que
te tomes el resto del día libre, y mañana por la mañana vas a ver al jefe de
personal. Te darán un empleo nuevo. A mí acaban de despedirme.
La
primera expresión de Mary fue un amago de sonrisa suspicaz –creía que le tomaba
el pelo-, pero enseguida se fue poniendo pálida y temblorosa. Era muy joven y
no demasiado inteligente; con toda probabilidad en la escuela de secretariado
no le habían dicho que a su jefe lo podían despedir.
-¡Oh, señor Henderson! Es horrible. Pero,
pero… ¿y por qué hacen una cosa así?
-Pues no lo sé –dijo él-. Supongo que por
mucha razones.
Mientras hablaba iba abriendo y cerrando cajones, sacando sus
pertenencias. Tampoco había gran cosa:
un puñado de viejas cartas personales, una estilográfica sin tinta, un
encendedor sin piedra y media chocolatina todavía en su envoltorio. Walter fue
consciente de hasta qué punto estos objetos le parecían patéticos a ella
mientras le miraba clasificarlos y ponerlos en sus bolsillos, y fue también
consciente del porte digno con el que se incorporó, dio media vuelta, cogió su
sombrero del perchero y se lo puso.
-Esto a ti no te afecta, Mary, descuida
–dijo-. Mañana por la mañana te asignarán otro puesto. Bien –añadió-,
tendiéndole la mano-, te deseo suerte.
-Gracias; lo mismo digo. Bien, entonces,
buenas noches. –Aquí Mary se llevó las uñas mordidas a los labios y soltó una
risita de indecisión-. Bueno, quiero decir, adiós, señor Henderson.
La
siguiente fase de la escena se desarrolló junto al expendedor de agua fría,
donde la mirada sobria de Joe Collins se animó con un sentimiento de
solidaridad al ver aproximarse a Walter.
-Joe, qué tal –dijo Walter-. Me marcho. Me han
puesto de patitas en la calle.
-¡Qué me cuentas! –Pero la cara de sorpresa de
Joe Collins era más que un acto de bondad; era fácil adivinar lo que había
pasado-. Santo Dios, Walt, pero ¿qué demonios les ha entrado?
Y
entonces terció Fred Holmes, muy serio él, sin duda complacido por la noticia:
-Mecachis en la mar; es una verdadera pena.
Flanqueado
por los dos, Walter fue hacia el ascensor y pulsó el botón de bajada; de
pronto, empezaron a llegar más oficinistas, todos muy compungidos y tendiendo
la mano.
-Cuánto lo siento, Walt…
-Que tengas suerte, chico…
-Seguimo en contacto, ¿eh, Walt?...
Asintiendo, sonriendo, estrechando manos, Walt
dijo “Gracias”, “Hasta la vista” y “Descuida, hombre”, y un momento después la
luz roja se encendió sobre uno de los ascensores imitiendo su pequeño y
mecánico ¡ding! e instantes después las puertas correderas se abrían y el
ascensorista dijo: “¡Bajando!”. Walter entró en el ascensor, todavía con la
sonrisa fija y saludando con desenfado a los rostros parlantes que le miraban
serios, y la escena tuvo su conclusión perfecta cuando las puertas se cerraron
del todo y el ascensor descendió en silencio por el vacío.
Walter
mantuvo la expresión rubicunda y la mirada chispeante de quien está henchido de
placer hasta que llegó abajo. Fue una vez en la calle, mientras caminaba a paso
vivo, cuando se dio cuenta de lo mucho que había disfrutado.
La
fuerte conmoción de darse cuenta le hizo aminorar el paso; finalmente se detuvo
con el hombro apoyado en la fachada de un edificio durante casi un minuto. Le
picaba la cabeza bajo el sombrero y sus dedos empezaron a manosear el nudo de
la corbata y los botones de la chaqueta. Tenía la sensación de haber sido
pillado haciendo algo obsceno y vergonzoso, y nunca en la vida se había sentido tan impotente, o tan asustado.
Al
cabo, recuperado el dinamismo, se puso de nuevo en marcha mientras se ajustaba
el sombrero y apretaba los dientes, hincando con fuerza los talones en la acera
para dar la impresión de que tenía prisa y algún asunto urgente lo reclamaba.
Cualquiera podía volverse loco tratando de psicoanalizarse en medio de la
avenida Lexington a media tarde. Lo que tenía que hacer era ponerse en
movimiento, empezar a buscar otro empleo.
El
único problema, pensó, deteniéndose otra vez y mirando a su alrededor, era que
no sabía a dónde iba. Se encontraba en la zona de la calles Cuarenta, en una
esquina animada por floristerías y paradas de taxis, hombres y mujeres bien
vestidos caminando en la transparente tarde primaveral. Lo primero que necesitaba era un teléfono. Cruzó la calle hasta
un drugstore y avanzó entre olores a
jabón de tocador, perfume, salsa ketchup y beicon hasta la hilera de cabinas
telefónicas que había al fondo; sacó su libreta de direcciones y buscó la
página donde tenía antotadas varias agencias de empleo que ya tenían sus datos;
después preparó las monedas y se encerró en una cabina.
Pero
en todas las agencias le dijeron lo mismo: no había ninguna vacante para su
especialidad y no valía la pena que pasara hasta que no le llamaran ellos.
Cuando hubo terminado echó nuevamente mano de la agenda para buscar el número
de un conocido que le había dicho, hacía cosa de un mes, que tal vez habría una
vacante en su oficina. La agenda, sin embargo, no estaba en el bolsillo
interior; metió las manos en los otros bolsillos de la chaqueta y después en
los del pantalón, dándose un golpe en el codo contra la pared de la cabina,
pero sólo encontró las cartas viejas y la media chocolatina que guardaba en su
mesa. Maldijo, tiró la chocolatina al suelo y, como si fuera una colilla
encendida, la pisó. Estos esfuerzos, en el calor de la cabina cerrada, hicieron
que comenzara a respirar deprisa y por la boca. Por fin, cuando empezaba a
sentirse mareado, vio la agenda justo delante de él, encima de la caja de
monedas, donde la había puesto antes. Marcó temblándole el dedo y cuando empezó
a hablar, apartándose el cuello de la
chaqueta con la mano libre porque estaba sudando, su voz salió apremiante y
débil como la de un mendigo.
-Hola, Jack –dijo-. Estaba pensando… estaba
pensando si te habías enterado de algo
respecto a esa vacante de la que me hablaste hace un tiempo.
-¿De esa qué?
-La vacante. Sí, hombre. Me dijiste que tal
vez habría un empleo en tu…
-Ah, eso. Pues no, no he sabido nada nuevo,
Walt. Te llamaré si hay novedades.
-Bueno, Jack. –Abrió un poco la puerta de
acordeón de la cabina y se recostó en la parde de hojalata prensada, igual se te había pasado por alto, ya sabes –dijo.
Su voz era casi normal-. Siento haberte interrumpido.
-No pasa nada, hombre –dijo la voz campechana
al otro extremo de la línea-. ¿Qué ha ocurrido, chaval? ¿Las cosas se han puesto difíciles ahí donde trabajas?
-Oh, no, qué va –se oyó decir Walter, y de
inmediato se alegró de haber mentido. Casi nunca practicaba la mentira, y
siempre le sorprendía descubrir lo fácil que podía ser hacerlo. Su voz cobró
confianza-. Estoy bien, Jack, es sólo que no quería… Bueno, nada, pensaba que
igual te habrías olvidado. ¿Qué tal la familia?
Terminada la conversación, pensó que lo único que podía hacer era volver
a casa, pero siguió un rato sentado en la cabina con la puerta abierta y los
pies fuera de la misma hasta que una pequeña sonrisa astuta afloró a sus
labios, transformándose al cabo en una expresión de fortaleza. La facilidad con
que había mentido le dio una idea que, poco a poco, según le iba dando vueltas
a la cosa, terminó por concretarse en una profunda y revolucionaria decisión.
No se
lo diría a su mujer. Con un poco de suerte podría encontrar otro empleo antes
de que acabara el mes, y mientras tanto,
por una vez en su vida, se guardaría sus problemas para él. Hoy, cuando ella
preguntara qué tal le había ido en la oficina, le diría “Muy bien”, o incluso
“Estupendamente”. Por la mañana saldría a la hora de costumbre y no volvería a
casa hasta la noche, y así día tras día hasta que encontrase trabajo.
Le
vino a la cabeza la palabra “compostura”, y hubo algo más de determinación en
la manera como la recobró, allí en la cabina de teléfono, el modo en que
recogió sus monedas y se enderezó la corbata y salió luego a la calle: había en
todo ello una suerte de nobleza.
Quedaban varias horas por delante y al comprobar que se dirigía al oeste
por la Cuarenta
y dos, decidió matar el tiempo en la Biblioteca Pública.
Subió la amplia escalinata de piedra dándose importancia y poco después estaba
ya instalado en la sala de lectura, inspeccionando un ejemplar encuadernado de
todos los Life del año anterior y perfeccionando y ampliando su plan de acción.
Sabía,
por sentido común, que mantener el engaño día tras día no iba a ser nada fácil.
Requeriría la astucia y la constante vigilancia del forajido. Pero, si el plan
tenía mérito, ¿no era acaso por su dificultad intrínseca? Y cuando todo hubiera
terminado y por fin pudiera decírselo a su mujer, ese instante le compensaría
con creces de todos los momentos de angustia. Sabía perfectamente qué cara
pondría ella cuando le contara la verdad: primero sus ojos lo mirarían con
absoluta incredulidad y después, paulatinamente, con el despertar de una clase
de respeto que no reflejaban desde hacía años.
“¿Quieres decir que todo este tiempo lo has
mantenido en secreto, Walt? Pero ¿Por qué?”
“Bueno, verás –contestaría él como si tal cosa, quizás encogiéndose de
hombros-, no tenía ningún sentido darte un disgusto.”
Cuando
llegó la hora de salir de la biblioteca se demoró un rato en la entrada
principal, dando profundas caladas a un cigarrillo mientras contemplaba desde
arriba el ajetreo de coches y personas en plena hora punta. Fue una escena que
le causó una nostalgia especial pues aquí, una tarde de primavera hacía cinco
años, había conocido en persona a la que sería su esposa. “¿Podemos quedar en
lo alto de las escaleras de la biblioteca?”, le había pedido ella por teléfono
aquella mañana, y hasta muchos meses después –cuando ya estaban casados- no se
le ocurrió que era un lugar de encuentro bastante peculiar. Y cuando se lo
comentó a ella, su mujer se rió: “Pues claro que era un sitio raro para quedar,
ahí estaba la gracia. Yo quería esperar allí arriba como una princesa en su
catillo o algo así, y que tú subieras todos esos bonitos escalones para
rescatarme”.
Y eso
fue exactamente lo que pareció. Se había escapado de la oficina diez minutos
antes y había ido corriendo a la Estación
Central para lavarse y afeitarse en un bien iluminado
servicio de aseo subterráneo; muerto de impaciencia, había esperado mientras un
robusto, lento y viejísimo asistente se le llevaba el traje para plancharlo.
Luego, tras darle una propina superior a sus posibilidades, había salido a toda
prisa y enfilado la Cuarenta
y dos, tenso y jadeante, dejando atrás zapaterías y granjas, zigzagueando entre
enjambres de peatones, a cual más intolerablemente lento y ajeno a la urgencia
de su misión. Tenía miedo de llegar tarde, también un poco a que todo fuese una
especie de broma y ella no estuviera allí. Pero nada más llegar a la Quinta Avenida pudo verla a lo
lejos, sola, de pie en lo alto de la escalinata de la biblioteca: una radiante
y esbelta morena con un abrigo negro muy elegante.
Entonces aminoró el paso. Cruzó tranquilamente la avenida, una mano
metida en el bolsillo, y subió los escalones con tan atlética despreocupación
que nadie habría podido adivinar las horas de nerviosismo, los días de
planificación de estrategias que este instante en concreto le había supuesto.
Cuando
estuvo seguro de que ella podía verlo subir, levantó de nuevo la vista, y ella
le sonrió. No era la primera vez que la veía sonreír de ese modo, pero sí la
primera en que podía estar seguro que la sonrisa iba dirigida exclusivamente a
él, y eso le produjo cálidos temblores de placer en el pecho. No recordaba ya
con qué palabras se habían saludado, pero sí se acordaba de que todo había ido
a pedir de boca, de que habían empezado con buen pie; que los grandes ojos de
ella lo estaban viendo exactamente como él más deseaba ser visto. A ella le
parecieron ingeniosas las cosas que dijo, fueran cuales fuesen, y las que dijo
ella, o el sonido de su voz, le hicieron sentirse más alto, más fuerte y más
hombre que nunca en su vida. Cuando empezaron a bajar juntos los escalones, él
la tomó del antebrazo, haciéndola suya, y a medida que descendían fue sintiendo
en el dorso de los dedos el suave zangoleteo de su seno. Y la tarde que se
desplegaba más abajo, a los pies de ambos, se le antojó milagrosamente larga y
milagrosamente prometedora.
Ahora,
mientras descendía él solo los escalones, encontró estimulante mirar atrás y
ver un claro triunfo en su vida; por una vez
había negado la posibilidad de fracasar, y había ganado. Más recuerdos
le vinieron a la mente al cruzar la avenida y enfilar la suave bajada de la Cuarenta y dos: aquella
tarde habían hecho ese mismo camino, habían entrado a tomar una copa en el
Biltmore, y recordó la imagen de ella sentada a su lado en la penumbra de la
coctelería, echándose hacia delante de cintura para arriba mientras él la
ayudaba a sacar los brazos de las mangas y retrepándose después, con una
sacudida a su melena y una mirada provocativa en el momento de llevarse la copa
a los labios. Un poco más tarde ella había dicho: “Bajemos hasta el río; me
encanta el río a esta hora”, y habían salido del Biltmore y caminado hacia
allí. Lo hizo ahora, entre el guirigay de la Tercera Avenida y luego en
dirección a Tudor City –a solas le pareció un paseo mucho más largo- hasta que
llegó al pequeño pretil, desde donde contempló el ir y venir de coches por East
River Drive y las grises aguas lentas un poco más allá. Había sido justo aquí,
mientras un remolcador gemía en alguna parte bajo el ya oscuro horizonte urbano de Queens, donde él
la había atraído hacia sí y la había besado por primera vez. Se dio la vuelta,
convertido ahora en un hombre nuevo, y se dispuso a volver a su casa andando.
Lo primero que le chocó, nada más entrar en el
apartamento, fue el olor a coles de Bruselas. Los niños estaban todavía cenando
en la cocina: pudo oír sus voces agudas amortiguadas por el entrechocar de
platos, y luego la voz de su mujer, cansada y persuasiva. Cuando la puerta se
cerró, la oyó decir:
-Ya ha llegado papá.
Y los
niños empezaron a gritar:
-¡Papi! ¡Papi!
Con
cuidado, dejó el sombrero en el armarito del vestíbulo y se dio la vuelta justo
cuando ella se asomaba al umbral de la cocina, secándose las manos en el
delantal y sonriendo a pesar del cansancio.
-Qué bien –dijo ella-. Por una vez llegas a la
hora. Temía que te hubieras quedado a trabajar hasta tarde.
-No, hoy no he tenido que trabajar hasta tarde
–dijo él, y su voz le sonó extrañamente ajena y amplificada, como si estuviera
hablando en una cámara de resonancia.
-Pues se te ve cansado, Walt. Pareces agotado.
-Ah, eso es porque he venido andando. La falta
de costumbre, imagino. ¿Qué tal todo?
-Oh, muy bien.
Pero
ella también parecía agotada.
Al
entrar juntos en la cocina él se sintió envuelto y atrapado en la luminosa
humedad. Paseó tristemente la vista por los envases de leche, los tarros de mayonesa, las latas de sopa y
las cajas de cereales, los melocotones puestos a madurar en fila sobre el
alféizar, la extraordinaria fragilidad y ternura de sus dos hijos, cuyas caras
parlantes lucían pinceladas de puré de patata.
La
cosa mejoró en el cuarto de baño, donde invirtió más tiempo del necesario en
lavarse para cenar. Al menos aquí podía estar solo, vigorizado por el agua
fría; la única intromisión era la voz de su mujer, que ahora subía de volumen
al impacientarse con el mayor de los hijos: “Muy bien, Andrew Henderson. Te vas
a quedar sin cuento esta noche a menos que te termines las natillas ya”. Un
poco después oyó arrastrar sillas y amontonar platos, lo cual indicaba que
habían terminado de cenar, y más tarde pasos amortiguados y una puerta que se
cerraba; eso quería decir que los niños estaban ahora jugando en su cuarto
hasta la hora del baño.
Walter
se secó cuidadosamente las manos y luego salió y fue a sentarse en el sofá del
salón con una revista, inspirando despacio y hondo para demostrar hasta qué
punto sabía dominarse. Al poco rato vino ella, ya sin el delantal, los labios
recién retocados, y con la coctelera llena de hielo.
-Bueno –dijo, con un largo suspiro-. Por fin.
A ver si ahora puedo tener un poco de paz y tranquilidad.
-Yo iré a por las bebidas, cielo –dijo Walter,
poniéndose rápidamente en pie.
Había
confiado en que su voz sonara normal, pero advirtió que aún tenía ese timbre de
cámara de resonancia.
-Ni hablar –dijo ella-. Tú te quedas aquí sentado.
Mereces descansar y que te sirvan a ti, con lo cansado que vienes. ¿Qué tal ha
ido el día, Walt?
-Oh, pues muy bien –dijo él, sentándose otra
vez.
Observó cómo ella escanciaba la ginebra y el vermut, agitaba luego la
coctelera a su estilo terso y rápido, disponía las cosas en la bandeja y volvía
con ella al sofá.
-Listo –dijo, sentándose cerca de él-.
¿Quieres hacer tú los honores, cariño? –Y cuando Walter llenó las copas ella
levantó la suya y dijo-: Oh, qué bien. ¡Salud!
Este
estado de ánimo de la hora del cóctel era un efecto cuidadosamente estudiado,
Walter lo sabía. Lo mismo que su seriedad de madre durante la cena de los
niños; otro tanto la dinámica e impetuosa eficiencia con la que, horas antes,
habría hecho la compra; y sería también un efecto estudiado la ternura con que,
más tarde, se entregaría a sus brazos. Su vida era una ordenada rotación de
estados de ánimo prefabricados o, mejor dicho, había degenerado en esto. Ella
lo llevaba bien, y sólo en contadas ocasiones, mirándola detenidamente a la
cara, podía él percibir el enorme esfuerzo que le estaba costando.
Pero
el combinado ayudó mucho. El primer sorbo –amargo y helado- pareció devolverle
la serenidad; el vaso que sostenía en la mano daba la sensación de estar lo
suficientemente lleno. Tomó un par de sorbos más antes de atreverse a mirarla
de nuevo, y la visión que tuvo después fue muy alentadora. Ella le sonrió de un
modo casi completamente exento de tensión, y al poco rato estaban charlando con
la tranquilidad de dos enamorados felices.
-Oh, no me digas que no es agradable sentarse
un rato y desconectar. –Ella dejó caer la cabeza sobre el respaldo del sofá-.
¡Y qué bien que sea viernes por la noche!
-Desde luego –dijo él, y al instante se llevó
el vaso a los labios para disimular su impresión. ¡Viernes noche! Aún faltaban
dos días para empezar siquiera a buscar trabajo; dos días de leve reclusión en
casa, o de triciclos y piruletas en el parque infantil, sin posibilidad de
escapar al peso de su secreto-. Es curioso. Casi había olvidado que era
viernes.
-¿Cómo es posible, querido? –Ella se arrellanó
todavía más en el sofá-. Yo llevo esperándolo toda la semana. Sírveme un
poquitín más, anda, y luego seguiré con mis faenas.
Walter
le sirvió un poquitín más y otro vaso lleno para él. La mano le temblaba y
derramó un poco, pero ella no pareció percatarse. Tampoco pareció notar que,
así como ella mantenía viva la conversación, las respuestas de él eran cada vez
más escuetas. Una vez a solas, mientras su mujer volvía a sus faenas –rociar de
jugo el asado, llenar la bañera para los niños y ordenar su habitación para la noche-, Walter se dejó deslizar hacia
una espesa y etílica confusión mental. Solamente una idea, un pensamiento,
aparecía con insistencia, un consejo que se daba a sí mismo y que era tan frío
y transparente como el combinado que no dejaba de llevarse a los labios:
Aguanta. Diga ella lo que diga, pase lo que pase esta noche o mañana o pasado
mañana, tú aguanta. Aguanta.
Pero
cada vez era menos fácil aguantar según le iban llegando los ruidos de chapoteo
de los niños en el cuarto de baño; fue más difícil aún cuando entraron a darle
las buenas noches con sus ositos de peluche y vestidos con pijama limpio, la
cara brillante y oliendo a jabón. Después de eso le resultó imposible permanecer
sentado en el sofá. Se levantó de un salto y empezó a pasearse por la salita,
encendiendo un cigarrillo tras otro, escuchando la voz clara y modulada de su
mujer contándoles el cuento a los niños en la habitación de al lado (“Podéis
meteros en los campos, pasear por el sendero, pero nada de entrar en el jardín
del señor McGregor…”).
Al
salir ella y cerrar la puerta del cuarto, se lo encontró de pie frente a la
ventana cual trágica estatua, mirando hacia el patio en penumbra.
-¿Qué ocurre, Walt?
Él se
volvió con un rictus de sonrisa.
-¿Ocurrir? Nada –dijo con voz de eco.
Una
vez más la cámara de cien empezó a moverse; primero para tomar un primer plano
de su propio rostro tenso, y luego girando para observar los movimientos de
ella, parada sin saber qué hacer junto a la mesa de centro.
-Bueno –dijo ella-, me fumo otro cigarrillo y
luego sirvo la cena. –Volvió a sentarse, esta vez sin retreparse en le sofá y
sin sonreír, porque ahora tocaba la pose de ama de casa en los prolegómenos de
la cena-. ¿Tienes fuego, Walt?
-Voy.
Se
acercó a ella, hurgando en el bolsillo como si fuera a sacar algo que hubiera
estado esperando darle todo el día.
-Pero Walt… -dijo ella-. Cielo santo. ¿Qué les
ha pasado a estas cerillas?
-¿A las cerillas? –Él se quedó mirando la
caja, machacada y retorcida, como si fuera una prueba comprometedora-. Oh, las
habré estado toqueteando sin querer, qué sé yo…-dijo-. Los nervios, imagino.
Mientras encendía el cigarrillo
con el fósforo que los dedos de él le ofrecían temblorosos, ella empezó a
mirarle muy seria, casi alarmada.
-Algo no anda bien, ¿verdad, Walt?
-Pero qué dices ¿Por qué habría de…?
-¿Es algo del trabajo? Dime la verdad. ¿Tiene
que ver con… con eso que te tuvo
preocupado la semana pasada? ¿Ha ocurrido algo hoy que te ha hecho pensar que
quizá…? ¿Te ha dicho algo Crowell? Habla, por favor.
Las
leves arrugas de su cara parecían más profundas ahora. Su expresión era adusta,
competente; se la veía mayor y ya ni siquiera muy guapa: era una mujer habituada a reaccionar ante cualquier
emergencia, dispuesta a hacerse cargo.
Walter
caminó despacio hacia la poltrona que había al lado de la salita; la forma de
su espalda fue una elocuente declaración de derrota inminente. Se detuvo al
llegar al borde de la alfombra y pareció que se agarrotaba, como el herido
momentos antes de caer; dio media vuelta y se encaró a ella con apenas un amago
de sonrisa melancólica.
-Verás, cariño…-empezó diciendo. Su mano
derecha subió hasta tocar el botón central de su camisa, como para desabrocharlo,
y luego, soltando un suspiro de neumático pinchado, Walter se dejó caer en el
sillón con un pie estirado sobre la alfombra y el otro remetido debajo. En todo
el día no había hecho nada con tanto garbo-. Me han despedido -dijo.
1957
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