Blog de Regina Salcedo Irurzun

lunes, 30 de marzo de 2020

LECTURAS PARA LA CUARENTENA: PATRICIO PRON

¿Quién no se agarra, de vez en cuando, a la famosa y expiatoria frase de Sartre: "El infierno son los otros"? Patricio Pron lo hace, a través de una extraña y solitaria mujer, en este cuento magnífico.


EL MUNDO SIN LAS PERSONAS QUE LO AFEAN Y LO ARRUINAN
Patricio Pron


Una mujer de unos cuarenta y dos o cuarenta y tres años suele pasear por la Shillerwiese, un extenso parque de una ciudad alemana. Lleva siempre una pequeña cámara digital consigo y se dedica a fotografiar niñas cuando orinan detrás de los árboles. Pese  a que quienes le interesan son las niñas, también fotografía a veces a niños, aunque considera, por alguna razón, que esto carece de encanto alguno debido a que para los niños es más sencillo hacerlo. Siempre está cerca de los juegos para la infancia y del arenero, y su aspecto hace pensar más bien en la madre de alguno de los niños que juegan, antes que en una fisgona, aunque, quienes la ven a menudo y comprueban su modales estrafalarios, sin dudar en absoluto de su maternidad, sienten pena por los niños de la mujer sin conocerlos.
  La mujer suele fingir desinterés pero permanece alerta incluso cuando simula leer un artículo en un periódico o alisar los pliegues de su chaqueta. Su atención se dispara cuando algún niño abandona el arenero, en particular aquello que antes han cruzado un par de palabras con sus padres y éstos le han señalado un sitio más allá, ya que de seguro ésta no fue sino una indicación para que orinen en alguna parte. Cuando la mujer distingue unas señas de este tipo, se levanta rápidamente y avanza en dirección contraria a aquella a la que el niño o la niña se dirige. Tiene piernas más largas y sabe que, incluso dando un rodeo, llegará antes que el niño o la niña a un sitio conveniente desde el cual tomar las fotografías. Es este pequeño truco el que ha evitado durante mucho tiempo que fuera sorprendida, aunque la mujer desprecia esta preocupación porque lo que más le gusta es fotografiar los preparativos, en particular si su modelo es una niña, para los que el truco apenas la deja tiempo. La mujer prefiere el momento en que la niña se baja los pantalones o se mete las manos bajo la falda para tironear de su ropa interior y luego se agacha y suelta un chorro de orina clara. Ésos son los momentos que le gusta fotografiar y, si tiene la oportunidad, prefiere registrarlos a todos. En ocasiones sucede que los pliegues de las faldas o de los pantalones impiden a la mujer apreciar el chorro de orina, pero siempre se las arregla para quedar más o menos de frente a sus retratadas y poder fotografiar, al menos, el rostro de serena preocupación que exhiben las niñas al notar que el resto de los participantes del juego en que ellas estaban tomando parte se encuentran incumpliendo alguna norma que ellas han dispuesto y que les parece de suma importancia para salvaguardar su correcto desarrollo; cuando han acabado de orinar, se suben las bragas con rapidez y corren a recuperar el control de la situación, y la mujer regresa a su sitio.
  Si estas fotografías pudieran ser exhibidas, algunos verían en ellas un interesante muestrario de ciertas potencias femeninas surgiendo de la nada, cuando, en el desarrollo de esos juegos, la niña comprende que la frialdad y el tacto en el control de los otros son las únicas armas que posee. Sin embargo, las fotografías no son exhibidas. Más aún, su misma condición de existencia es que no sean vistas jamás por nadie, excepto su autora, y, así, ese momento permanece a salvo de los curiosos de lo femenino.
  Cuando la última niña se marcha del brazo de un progenitor exhausto o tal vez de una madre que ha bebido té con otra madre que lo extraía de un termo plateado y le ha contado, quizá, una infidelidad –esto sucede muy a menudo, y todas las veces la mujer se siente asqueada y piensa no volver más a los parques-, la fotógrafa regresa a un pequeño piso de la Seguridad Social que ocupa, conecta la cámara digital al ordenador, descarga y clasifica las fotografías. Utiliza un código de tres letras y dos números para ordenar las imágenes: “Jun” seguido de número para los niños y “Mäd” seguido de número para las niñas, aunque, habiendo alcanzado tiempo atrás la clasificación “Mäd-99”, y siéndole imposible continuar de esa forma, ha prolongado la serie utilizando la abreviatura: “Mäe”; si algún día alcanza la “Mäe-99”, pasará a utilizar “Mäf!, y así sucesivamente. Esto lo ha pensado mucho y está completamente segura de que es el método más adecuado.
  Siendo tan excéntrica, la mujer no es tonta, sin embargo, como lo muestra su ingenioso método de clasificación. Más aún, ha sido distinguida varias veces por su inteligencia en la escuela y gozó de cierta consideración durante el tiempo que trabajó en la filial de  un banco. Sin embargo, las cosas empezaron a torcerse para ella o, mejor dicho, a su alrededor, y el desfile de novios de sus compañeras, los niños que inevitablemente acababan llenando sus vidas tan pronto como el matrimonio dejaba de hacerlo, la sorna o las sospechas que alimentaba su soltería, y su carácter cada vez más amargo, la hicieron caer en una depresión, en la que rompió con los amigos que tenía –a los que consideraba, por alguna razón, inmorales- y comenzó a faltar sin justificación al banco.
  Un día le enviaron un médico que diagnosticó la depresión y le ayudó a tramitar una licencia de un año. La mujer empezó a frecuentar los parques, al principio sin segundas intenciones, más tarde atraída por la belleza y la simpatía de los niños, que tal vez ella deseara para sí, y luego, un poco sorprendida, por el placer que le provocaba ver a las niñas orinando. Un placer, de todas formas, que duraba tan poco que ella descubrió que debía prolongarlo, y así compró una cámara. Naturalmente, la mujer comprendió desde el principio que no podía entregar las fotografías a un tercero para su revelado, y por esa razón tomó parte de un taller de fotografía organizado por la Oficina de Empleo con la finalidad de facilitar la reinserción laboral a los desempleados, y en él aprendió a revelar en su casa, donde, sellando las ventanas con cinta aislante consiguió crear las condiciones necesarias para el procedimiento. Más tarde, la aparición de las cámaras digitales la liberó de esos inconvenientes, que encarecían el proceso y lo demoraban.
  La mujer no se reintegró al trabajo después de que transcurriera el año de licencia, y comenzó a vivir del seguro de desempleo primero y luego de la ayuda social. Sus gastos se redujeron a los necesarios para la subsistencia, y empezó a utilizar su ropa hasta que ésta, rompiéndose en una parte o en otra, resultaba inutilizable. En la actualidad, suele andar con unos leotardos rojos, una camiseta azul y un suéter rojo de cuello alto. En invierno lleva también una chaqueta militar, adquirida en una tienda del Ejército de Salvación. Ésa es, además, la ropa que utiliza para dormir; hace tiempo que renunció a lavarla o a higienizarse a sí misma. La obtención de las fotografías y su clasificación absorben todo su tiempo, y el que queda libre, que es más bien poco, está destinado a ir al supermercado, donde suele comprar un paquete de seis cervezas en botella de plástico y una botella de aguardiente, y detenerse en un puesto de comida donde compra  un pollo asado con patata fritas. Si el dueño del puesto, que es serbio, no la deja sentarse con los clientes –lo que pasa a menudo, debido a su olor principalmente-, ella se lleva el pollo y lo come en la calle o, si hay nieve y estar fuera es inconveniente, en su piso, mientras alterna las cervezas con trago de aguardiente. Sin embargo, la obtención de las fotografías y su clasificación son tareas que toman mucho tiempo, y, por ello mismo, los almuerzos son breves.
  La clasificación de las fotografías es casi tan importante como su visión y constituye una deliciosa postergación del momento en que ella, sentada frente al ordenador, empieza a pasar las fotografías y, cuando llega a una especialmente clara, a una en la que la niña fotografiada y el chorro de orina se ven con todo detalle, se lleva la mano a la entrepierna. La mujer presiona un poco la vulva fingiendo preguntarse qué hará a continuación, hasta que el deseo es tan fuerte que mete la mano bajo lo leotardos y se masturba. En ocasiones el placer no es tan fuerte porque la visión de las fotografías resulta rutinaria, pero ella se masturba de todas formas. Muchas veces llora, mientras se masturba o después; cuando ha acabado, apaga el ordenador y se echa en la cama sin quitarse la ropa. Siempre, invariablemente, sueña que ella es una niña y que el mundo es como era en su infancia, sin las personas que, más tarde, lo afean y lo arruinan.

No hay comentarios:

Publicar un comentario