Os dejo un relato de Alice Munro sobre relaciones laborales, sobre relaciones humanas. Leedlo y luego hablamos. ;)
Alice Munro
A Joe Radford
Cuando
tenía catorce años conseguí un trabajo en el Corral del Pavo durante la
temporada de Navidad. Era demasiado joven para conseguir un trabajo en una
tienda, o como camarera a tiempo parcial; también era demasiado nerviosa.
Yo limpiaba pavos. Las demás personas que
trabajaban en el Corral del Pavo eran Lily, Marjorie y Gladys, y también
limpiaban pavos. Irene y Henry los desplumaban; Herb Abbott, el capataz, supervisaba
toda la operación y se ponía donde se le necesitaba. Morgan Elliot era el
propietario y jefe. Él y su hijo Morgy se ocupaban de la matanza.
A Morgy lo conocía de la escuela. Lo
encontraba tonto y despreciable, y me molestaba tener que considerarlo bajo una
nueva luz, y posiblemente superior, como hijo del jefe. Pero su padre lo
trataba tan rudamente, gritándole y renegando, que no parecía ser más que el
peor de los trabajadores. La otra persona emparentada con el jefe era Gladys.
Su hermana, y en su caso sí parecía estar en cierta posición privilegiada.
Trabajaba despacio, se iba a casa si no se sentía bien, y no cordial ni con
Lily ni con Marjorie, aunque sí lo era un poco conmigo. Había vuelto para vivir
con Morgan y su familia después de haber trabajado durante muchos años en
Toronto, en un banco. Aquella no era la clase de trabajo a la que estaba
acostumbrada. Lily y Marjorie, hablando de ella cuando no estaba presente,
decían que había tenido una crisis nerviosa. Decían que Morgan la hacía
trabajar en el Corral del Pavo para hacerle pagar por su manutención. También
decían, sin preocuparse por la contradicción, que había cogido el trabajo
porque iba detrás de un hombre, y que el hombre era Herb Abbott.
Durante las primeras noches, todo lo que veía
al salir de allí, cuando cerraba los ojos, eran pavos. Los veía colgando patas
arriba, destripados y tiesos, pálidos y fríos, con las cabezas y los cuellos
fláccidos, los ojos y las cavidades nasales cuajadas de sangre oscura; los
restos de las plumas, también oscuros y sangrientos, parecían formar una
corona. No los veía con aversión sino con una sensación de trabajo interminable
por hacer.
Herb Abbott me enseñaba lo que tenía que
hacer. Pones el pavo sobre la mesa y le cortas la cabeza con el hacha. Después
coges la piel suelta de alrededor del cuello y tiras de ella hacia atrás para
descubrir el buche, alojado en la hendidura entre el esófago y la tráquea.
-Busca la cachuela –decía Herb
animándome. Me hacía cerrar los dedos alrededor del buche. Luego me enseñó cómo
bajar la mano por detrás para cortarlo, y también el esófago y la tráquea.
Utilizaba tijeras para cortar las vértebras-. Aprieta, aprieta –decía
tranquilizándome-. Ahora pon dentro la mano.
Lo hice. Hacía un frío de muerte allí dentro,
en los oscuros interiores del pavo.
-Cuidado con las astillas de los
huesos.
Trabajando con cuidado en la oscuridad, tenía
que tirar los tejidos conectivos y extraerlos.
-¡Arriba! –Herb le dio la vuelta al
ave y le dobló cada pata-. Rodillas arriba, mamá Brown. Ahora.
Cogió un pesado cuchillo y lo puso
directamente sobre los nudillos de las rodillas y cortó la canilla.
-Echa un vistazo a los gusanos.
Cuerdas de color blanco perlado salían de la
canilla, y se arrastraban por su cuenta.
-Son solo los tendones
contrayéndose. ¡Ahora viene lo bueno!
Cortó el ave por su parte inferior, que
dejaba salir un olor putrefacto.
-¿Tienes formación?
No supe qué decir.
-¿Qué es ese olor?
-Ácido sulfhídrico.
-Formación –dijo Herb suspirando-.
Muy bien. Pasa los dedos alrededor y suelta las tripas. Despacio, despacio.
Mantén los dedos juntos y las palmas hacia adentro. Tienes que notar las
costillas con el dorso de la mano. Tienes que notar las tripas en tu palma. ¿Lo
notas? Sigue. ¿Notas un bulto blando? Es el corazón. ¿Sí? Bien. Pon tus dedos alrededor
de la molleja. Despacio. Empieza a tirar por aquí. Eso es. Eso es. Empieza a
sacarla.
No era nada fácil. Ni siquiera estaba segura
de que lo que tenía fuese la molleja. Mi mano estaba llena de pulpa fría.
-Estira –dijo, y saqué una masa
brillante y de aspecto parecido al hígado-. Ya lo tienes. Ahí están los bofes. ¿Sabes lo que
son? Pulmones. Ahí está el corazón, ahí la molleja, ahí la hiel. No tienes que
romper nunca la hiel dentro, o amargará todo el pavo.
Discretamente, quitó lo que yo me había
dejado, incluyendo los testículos, que eran como un par de uvas blancas.
-Bonito par de pendientes –dijo
Herb.
Herb Abbott era un hombre alto, fuerte y
rollizo. Tenía un pelo negro y fino, repeinado hacia atrás desde el nacimiento
del pelo, y los ojos ligeramente oblicuos, lo que le hacía parecer un chino
pálido o un retrato del diablo, solo que tenía un rostro amable y bondadoso.
Cualquier cosa que hiciera por el Corral del Pavo –destripar, como ahora, o
cargar el camión, o colgar los cadáveres-, lo hacía con movimientos eficientes
y precisos, rápida y enérgicamente.
-Fíjate en Herb, siempre camina como
si estuviera sobre un barco –decía Marjorie, y era cierto.
Herb trabajaba en los barcos del lago,
durante la temporada, como cocinero. Luego trabajaba para Morgan hasta después
de Navidades. En el tiempo restante ayudaba en el salón de billar, haciendo
hamburguesas, recogiendo, evitando peleas antes de que comenzasen. Allí era
donde vivía; tenía una habitación sobre el salón de billar de la calle principal.
En todas las actividades del Corral del Pavo
parecía ser Herb quien tuviera
continuamente la eficacia y el honor del negocio en la cabeza; era él quien lo
mantenía todo bajo control. Viéndolo en el corral hablando con Morgan, que era
un hombre bajo y grueso, de cara roja, un pendenciero impredecible, uno estaba
seguro de que Herb era el jefe y Morgan el ayudante contratado. Pero no era
así.
Si no hubiera tenido a Herb para enseñarme,
no creo que hubiese aprendido a destripar pavos. Yo era torpe con las manos y
me había sentido avergonzada por ello tan a menudo que la menor muestra de
impaciencia por parte de la persona que me enseñase habría podido provocarme
una parálisis nerviosa. No podía soportar que me mirase nadie, si no era Herb.
En particular, no podía soportar que me mirasen Lily y Marjorie, dos hermanas
de mediana edad, que limpiando pavos eran muy rápidas, concienzudas y
competentes. Cantaban mientras trabajaban y hablaban de modo insultante e
íntimo a los cadáveres de los pavos.
-¡No me pinches, maricón!
-¡Eres un pavo de mierda!
Nunca había oído a mujeres que hablasen así.
Gladys no era rápida trabajando, aunque debía
de ser meticulosa, si no, Herb habría hablado con ella. No cantaba nunca y ,
sin duda, tampoco era mal hablada. Yo la consideraba bastante mayor, aunque no
era tan mayor como Lily y Marjorie; debía de tener más de treinta años. Parecía
ofendida por todo lo que ocurría y daba la impresión de guardarse cantidad de
opiniones desagradables para sí. Yo no intenté hablar nunca con ella, pero ella
me habló un día en le frío y pequeño lavabo del cobertizo donde se limpiaban
los pavos. Se estaba poniendo maquillaje compacto en la cara. El color del
maquillaje era tan distinto del color de su piel que parecía que estuviese dando
palmadas con pintura naranja sobre una pared encalada y desigual.
Me preguntó si yo tenía el pelo rizado
natural.
Le dije que sí.
-¿No tienes que hacerte la
permanente?
-No.
-Tienes suerte. Yo tengo que
arreglarme el mío cada noche. La química de mi sistema no me permite hacerme la
permanente.
Las mujeres tienen distintas maneras de
hablar de su aspecto. Algunas dejan claro que lo que hacen para estar
arregladas lo hacen por el sexo, por los hombres. Otras, como Gladys, se toman
el trabajo como una especie de trabajo doméstico, de cuyas dificultades se
jactan. Gladys era elegante. Me la podía imaginar en el banco, con un vestido
azul marino con el tipo de cuello separable que se puede lavar por la noche.
Era gruñona y correcta.
Otra vez me
habló de sus períodos, que eran abundantes y dolorosos. Quería saber
cómo eran los míos. Había una expresión inquieta, remilgada y agitada en su rostro. Me salvó Irene, que
estaba utilizando el lavabo y gritó:
-Haz como yo, y te librarás de tus
problemas por un tiempo.
Irene solo era unos años mayor que yo, pero
estaba casada desde hacía poco tiempo –ya tarde-, y estaba visiblemente
embarazada.
Gladys la ignoró, pasándose agua fría por las
manos. Las manos de todas nosotras estaban rojas y tenían un aspecto inflamado
por el trabajo.
-No puedo utilizar ese jabón. Si lo
uso me sale un sarpullido –dijo Gladys-. Si traigo aquí mi propio jabón, no
puedo permitirme que otras personas lo utilicen, porque me cuesta mucho dinero;
es un jabón antialérgico especial.
Creo que la idea que Lily y Marjorie
fomentaban, de que Gladys iba detrás de Herb Abbott, nacía de su creencia de
que los solteros debían ser importunados y avergonzados siempre que fuera
posible, y del interés que sentían por Herb, que daba la impresión de que
alguien debería ir tras él. Sentían curiosidad por él. Lo que se preguntaban
era: “¿Cómo puede un hombre necesitar tan poco?”. Sin esposa, sin familia, sin
casa. Los detalles de su vida cotidiana, las preferencias menudas, eran de
interés. ¿Dónde se había criado? (Por aquí, por allí y por todas partes.)
¿Cuánto tiempo había ido a la escuela?
(El suficiente.) ¿Dónde estaba su novia? (No se sabía.) ¿Bebía café o té, si le
daban a elegir? (Café)
Cuando decían que Gladys iba tras él, debían
querer hablar realmente de sexo, lo que él quería y lo que tenía. Debían de
sentir una curiosidad voluptuosa por él, como yo. Él provocaba estos
sentimientos por ser discreto y no gastar las bromas que gastaban algunos
hombres, y por no ser al mismo tiempo ni remilgado ni fino. Algunos hombres, al
mostrarme los testículos del pavo, habrían actuado como si su misma existencia
fuese de algún modo una broma pesada para mí, algo por lo que se podría
ridiculizar a una chica; otra clase de hombre se habría sentido turbado y
habría pensado que tenia que protegerme de la vergüenza. Un hombre que no
parecía sentir de una manera ni de otra era una rareza tanto para las mujeres
mayores, probablemente, como para mí. Pero lo que era tan bien acogido por mí
podía haber sido inquietante para ellas. Querían sacudirlo. Incluso querían que
Gladys lo sacudiera, si podía.
Entonces no se tenía idea –al menos en Logan,
Ontario, a finales de los años cuarenta- de que la homosexualidad iba más allá
de unos confines muy estrechos. Las mujeres, ciertamente, creían en su rareza y
en límites definidos. Había homosexuales en la ciudad, y sabíamos quiénes eran:
un empapelador elegante, de voz fina y cabello ondulado, que se autodenominaba
decorador de interiores; el hijo único de la viuda del pastor, gordo y mimado,
que llegaba tan lejos como para participar en concursos de cocina y que había
hecho un mantel a ganchillo; un organista de la
iglesia hipocondríaco y profesor de música, que mantenía el coro y a sus
alumnos a raya con estridentes rabietas. Una vez se ponía la etiqueta, había
bastante tolerancia hacia esas personas, y sus dotes para la decoración, para
el ganchillo y para la música eran apreciadas, en especial, por las mujeres.
-Pobre chico –decían-. No hace
ningún daño.
Realmente parecían creer, las mujeres lo
creían, que el factor determinante era la inclinación por la cocina o por la
música, y que era esta actividad la que hacía del hombre lo que era, no otro
desvío que pudiera, o que deseara tomar. El deseo de tocar el violín podía ser
considerado como una mayor desviación de la virilidad que el deseo de evitar a
las mujeres. En realidad, se tenía la idea de que cualquier hombre viril
desearía huir de las mujeres, pero la mayoría de ellos eran pescados con la
guardia baja y para siempre.
No quiero entrar en la cuestión de si Herb
era o no homosexual, porque la definición no me sirve. Creo que probablemente
lo era, pero quizá no lo fuese. (Aun considerando lo que luego sucedió, lo creo
así.) Él no es un rompecabezas que se pueda resolver tan arbitrariamente.
El
otro desplumador que trabajaba con Irene era Henry Streets, un vecino nuestro.
No había nada notable en él, excepto que tenía ochenta y seis años y todavía
era, como él decía, un demonio para el trabajo. Llevaba whisky en el termo y se
lo iba bebiendo durante el día. Fue Henry quien me dijo, en nuestra cocina:
-Tendrías que conseguir trabajo en
el Corral del Pavo. Necesitan otra persona para limpiar pavos.
Mi padre dijo enseguida:
-Ella no, Henry. Es muy torpe.
Y Henry dijo que sólo estaba bromeando, que
era un trabajo sucio. Pero yo ya estaba decidida a probarlo; tenía una gran
necesidad de tener éxito en un trabajo como aquel. Estaba casi en el estado de
una persona mayor que se siente avergonzada de no haber aprendido nunca a leer,
de tanto que me afectaba mi incapacidad para el trabajo manual. El trabajo,
para todas las personas que yo conocía, significaba hacer cosas para las que yo
no servía, y el trabajo era de lo que las personas se enorgullecían y por lo que
se medían las unas a las otras. (Ni que decir tiene que las cosas para las que
yo servía, como los trabajos escolares, eran sospechosas o eran simplemente
despreciadas.) De modo que fue una sorpresa, y luego un triunfo para mí, que no
me despidieran, y que fuera capaz de
limpiar pavos a una velocidad que no era deshonrosa. No sé si realmente
comprendía lo mucho que esto se debía a Herb Abbott, pero a veces me decía:
“Buena chica”, o me daba una palmada en la cintura y decía: “Estás aprendiendo
a limpiar muy bien los pavos; llegarás lejos”, y cuando notaba su contacto
rápido y amable a través del grueso suéter y del sangriento delantal que
llevaba, sentía que mi rostro ardía y que deseaba apoyarme contra él cuando
estaba detrás de mí. Quería apoyar mi cabeza contra su ancho y carnoso hombro. Cuando me iba a dormir por la
noche, tumbada sobre un costado, frotaba mi mejilla contra la almohada y
pensaba que era el hombro de Herb.
Estaba interesada en cómo hablaba a Gladys,
en cómo la miraba o la observaba. Este
interés no era celoso. Creo que quería que algo sucediera entre ellos. Yo me
estremecía de curiosa expectación, al igual que Lily y Marjorie. Todas
queríamos ver la señal de la sexualidad en él, escucharla en su voz, no porque
pensásemos que le haría parecerse más a otros hombres, sino porque sabíamos que
en él sería completamente distinta. Era más amable y más paciente que la
mayoría de las mujeres y tan severo y
distante, en algunos aspectos, como cualquier hombre. Queríamos ver cómo se le
podía impresionar.
Si Gladys también lo quería, no dio señales
de ello. Es imposible para mí decir de
las mujeres como ella si son tan apagadas y cadavéricas como parecen,
sin necesitar más que oportunidades para la irritación y el desdén , o si las
ahogan tenebrosos fuegos y pasiones inútiles.
Marjorie y Lily hablaban de matrimonio. No
tenían muchas cosas buenas que decir sobre él, a pesar de que a su parecer era
un estado del que a nadie debería serle
permitido quedar fuera. Marjorie decía que poco después de casarse había ido a
la leñera con la intención de ingerir verde de París. [1]
-Lo habría hecho –dijo-. Pero llegó
el hombre del camión de comestibles y tuve que salir a comprar víveres. Eso fue
cuando vivíamos de la granja.
Su marido era cruel con ella entonces, pero
después tuvo un accidente: volcó el tractor y quedó tan gravemente herido que
sería un inválido toda su vida. Se trasladaron a la ciudad, y ahora Marjorie
era el jefe.
-La otra noche empezó a ponerse de
malhumor y a decir que no quería la cena. Bueno, solo tuve que cogerle por la
muñeca y levantarla. Tuvo miedo de que le retorciese el brazo. Vio que lo
haría. De modo que dije: “¿Que tú qué?”. Y dijo: “Me la comeré”.
Hablaban de su padre. Era un hombre de la
vieja escuela. Tenía un lazo corredizo en la leñera (no en la del insecticida;
esta debía de ser una anterior, en otra granja), y cuando le ponían nervioso
acostumbra a colocarlos en fila y amenazarlos con colgarles. Lily, que era la
menor, temblaba hasta caerse. Este mismo padre arregló el matrimonio de
Marjorie con uno de sus compinches cuando solo tenía dieciséis años. Aquel era
el marido que la había llevado al verde de París. Su padre lo hizo porque
quería estar seguro de que no se quedaba embarazada.
-Fogosa –dijo Lily.
Yo me horroricé y pregunté:
-¿Por qué no te escapaste?
-Su palabra era la ley –dijo
Marjorie.
Decían que ese era el problema con lo críos
hoy en día: eran los niños quienes mandaban. La palabra de un padre debería ser
ley. Ellas criaban a sus propios hijos de manera estricta, y ninguno había
salido malo todavía. Cuando el hijo de Marjorie mojaba la cama ella lo
amenazaba con cortarle el pito con el cuchillo de carnicero. Eso lo curó.
Decían que el noventa por ciento de las
chicas jóvenes de hoy en día bebía, eran mal habladas y les daba por ir
acostándose por ahí. No tenían hijas, pero si tuvieran y las pillaran en algo
así, las pegarían hasta dejarlas en carne viva. Irene, decían, iba siempre
a los
partidos de hockey con los pantalones de esquí rajados sin nada debajo, para
tenerlo después más fácil en los ventisqueros. Terrible.
Yo quería señalar algunas contradicciones.
Las mismas Marjorie y Lily bebían y hablaban mal, y ¿y dónde estaba lo maravilloso en la
intransigente voluntad de un padre que te aseguraba toda una vida de
infelicidad? (Lo que yo no veía era que Marjorie y Lily no eran infelices del
todo; no podían serlo, por su sentido del rango, su orgullo y su estilo.) Yo me
enrabiaba entonces por la falta de lógica en lo que hablaban la mayoría de los
adultos, por la forma en que se atenían a sus declaraciones sin importarles la
evidencia que les pudiera ser presentada. ¿Cómo podían ser tan dotadas, tan
delicadas y hábiles la manos de aquellas mujeres –porque yo sabía que serían
tan buenas para docenas de otros trabajos como lo eran limpiando pavos;
servirían para hacer cobertores, para zurcir, para pintar, para empapelar, para
amasar pasta y sembrar –y su forma de pensar tan chapucera, desatinada y exasperante?
Lily dijo que ella nunca dejaba que su marido
se le acercase si había estado bebiendo. Marjorie dijo que desde una vez que
casi se murió de una hemorragia nunca había dejado que su marido se le
acercara, punto. Lily dijo rápidamente que solo intentaba algo cuando había
estado bebiendo. Pude ver que era una cuestión de orgullo no dejar que el
esposo se acercara, pero apenas podía creer que “acercarse” significara “tener
relaciones sexuales”. La idea de que Marjorie y Lily fuesen solicitadas para
dichos propósitos parecía grotesca. Tenían los dientes mal, los estómagos les
colgaban, y los rostros estaban pálidos y manchados. Decidí entender
“acercarse” en sentido literal.
Las
dos semanas antes de Navidad eran un tiempo frenético en el Corral del Pavo.
Comencé a ir una hora antes de la escuela y también después de la escuela y
durante los fines de semana. Por la mañana, cuando iba a trabajar, las farolas
estaban todavía encendidas y brillaban las estrellas matutinas. Allí estaba el
Corral del Pavo, en el límite de un campo blanco, con una hilera de grandes
pinos detrás, y siempre, sin importar el frío ni el silencio que hubiera, estos
árboles elevaban sus ramas, suspiraban y se extendían. Parece poco probable que
de camino al Corral del Pavo, para limpiar pavos durante una hora, hubiese yo
experimentado tal sensación de promesa y la mismo tiempo de perfecto e
impenetrable misterio en el universo, pero así era. Herb tenía algo que ver con
aquello, y también el corto período de frío: las serie de inclementes y claras
mañanas. La verdad es que entonces no era difícil tener esas sensaciones. Yo
las tenía, pero sin saber cómo podían estar relacionadas con algo en la vida
real.
Una mañana había en el Corral del Pavo otra
persona para limpiar pavos. Era un muchacho de dieciocho o diecinueve años, un
extraño llamado Brian. Parecía ser un pariente, o quizá solo un amigo de Herb
Abbott. Vivía con Herb. Había trabajado en un barco del lago el verano
anterior. Dijo que acabó harto y lo dejó.
Lo que dijo fue:
-¡Joder con los barcos! Acabé harto.
El lenguaje en el Corral del Pavo era grosero
y directo, pero aquella era una palabra que no había oído nunca allí. Y Brian
parecía utilizarla descuidadamente, más bien alardeando, en una mezcla de
insulto y provocación. Quizá era su
estilo en general lo que lo hacía
parecer así. Tenía un aspecto asombrosamente atractivo: cabello castaño claro,
ojos de un azul clarísimo, piel lozana, cuerpo bien formado…, la clase de
atractivo sobre la que nadie discrepa ni por un momento. Pero un engreimiento
único e inexorable se había apoderado de él de tal manera que no podía evitar
convertir todas sus ventajas en una parodia. Tenía una boca bonita y
ligeramente abierta la mayor parte del tiempo, los ojos medio cerrados, su
expresión era una mirada lasciva y prometedora, y sus movimientos indolentes,
exagerados, provocadores. Quizá si le hubiesen puesto en un escenario con un
micrófono y una guitarra y le hubiesen dejado gruñir y dar alaridos, y
retorcerse y excitar, habría parecido una verdadera celebridad. Al faltarle el
escenario, no era convincente. Al cabo de un rato parecía simplemente alguien
con un grave problema de hipo; su insistente sexualidad era así de monótona y
vacía.
Si se hubiera moderado un poco, Marjorie y
Lily probablemente lo habrían pasado bien con él. Podrían haber seguido el
juego de decirle que cerrara su sucia boca y que se metiera las manos donde le
cupiesen. Tal como era, decían que estaban hartas de él, y lo decían de veras.
Una vez Marjorie cogió el cuchillo con el que limpiaba los pavos.
-Mantén las distancias –le dijo-.
Quiero decir conmigo, con mi hermana y con esa cría.
No le dijo que mantuviera las distancias con
Gladys porque Gladys no estaba allí en
aquel momento y Marjorie de todos modos no habría sentido ganas de
protegerla. Pero era a Gladys a quien Brian le gustaba molestar especialmente.
Ella tiraba el cuchillo, se iba al lavabo, se quedaba allí diez minutos y luego
salía con una cara pétrea. Ya no decía que encontraba mal y se iba a casa, como
antes. Marjorie decía que Morgan estaba molesto con Gladys por vivir a su costa
y que ya no podía seguir haciéndolo impunemente.
Gladys me dijo:
-No puedo soportar eso. No puedo
soportar que la gente mencione esa clase de cosas, ni esa clase de… gestos. Me
da náuseas.
Yo la creía. Estaba terriblemente pálida.
Pero ¿por qué en esos casos no se quejaba a Morgan? Quizá las relaciones entre
ellos eran demasiado incómodas, quizá no podía decidirse a repetirlas ni a
describirlas. ¿Por qué no se quejó nunca ninguna de nosotras, si no a Morgan,
al menos a Herb? Nunca lo pensé. Brian parecía algo que había que soportar,
como el frío helado del cobertizo de limpiar pavos y el olor de la sangre y de
los desperdicios. Cuando Marjorie y Lily amenazaban con quejarse, era de la
holgazanería de Brian.
No era un buen limpiador de pavos. Decía que
sus manos eran demasiado grandes. Así que Herb le sacó de limpiar y le dijo que
tenía que barrer y limpiar, hacer paquetes con los menudillos y ayudar a cargar
el camión. Eso significaba que no tenía que estar en ningún sitio ni hacer
ningún trabajo en un momento determinado, así que la mayor parte del tiempo no
hacía nada. Empezaba a barrer, lo dejaba y limpiaba las mesas, lo dejaba y se
fumaba un cigarrillo, repantigado contra la mesa y molestándonos hasta que Herb
lo llamaba para que le ayudase a cargar el camión. Herb estaba entonces muy
ocupado y pasaba mucho tiempo haciendo reparto, de modo que es posible que no
supiera el alcance de la holgazanería de Brian.
-No sé por qué Herb no te despide
–decía Marjorie-. Supongo que la respuesta será que no quiere que estés
haraganeando por ahí y viviendo a su costa, sin un lugar a donde ir.
-Sé adónde ir –respondió Brian.
-Mantén tu sucia boca cerrada –dijo
Marjorie-. Compadezco a Herb. Cargando contigo.
El
último día de escuela antes de Navidades salimos pronto por la tarde. Yo fui a
casa a cambiarme de ropa y llegué a trabajar sobre las tres. Nadie estaba
trabajando. Todo el mundo estaba en el cobertizo de limpiar, donde Morgan
Elliott estaba blandiendo un hacha sobre la mesa de limpiar y gritando. No pude entender por qué gritaba, y
creí que alguien debía de haber cometido una terrible equivocación en el
trabajo; quizá había sido yo. Entonces vi a Brian al otro lado de la mesa, con
una expresión muy enfurruñada y mezquina y muy echado hacia atrás. La mirada
lasciva no había desaparecido del todo de su rostro, pero estaba aminorada y
mezclada con una mirada de mal genio impotente y algo de miedo. Ya está, pensé:
“A Brian lo están despidiendo por ser tan chapucero y gandul”. Incluso cuando
entendí que Morgan lo llamaba
“pervertido”, “obsceno” y
“maníaco” seguí pensando que aquello era lo que sucedía. Marjorie y
Lily, e incluso la descarada de Irene, estaban alrededor con la mirada baja y
bastante hipócrita, como la de los niños cuando alguien está recibiendo una
terrible regañina en la escuela. Solo el viejo Henry parecía capaz de mantener
una cauta sonrisa en la cara. A Gladys no se la veía. Herb estaba más cerca de Morgan que nadie. No
intervenía, pero vigilaba el hacha. Morgy estaba lloriqueando, aunque no
parecía estar en un peligro inmediato.
Morgan estaba gritando a Brian que se fuera.
-Y fuera de esta ciudad; lo digo en
serio. ¡Y no esperes a mañana si quieres conservar tu culo de una pieza!
¡Fuera! –gritó, y el hacha se inclinó dramáticamente hacia la puerta.
Brian empezó a dirigirse hacia esa dirección
pero, tanto si tuvo intención de hacerlo como si no, movió las nalgas
contoneándose y de forma provocativa. Eso hizo que Morgan soltase un bramido y
corriese tras él. Irene gritó y se agarró el estómago. Morgan estaba demasiado
grueso para correr cualquier distancia y probablemente tampoco habría podido lanzar muy lejos el hacha. Herb
miraba desde el umbral. Al cabo de poco Morgan volvió y arrojó el hacha sobre
la mesa.
-¡Vuelvan todos al trabajo! ¡Ya
basta de estar aquí mirando! ¡No se os paga para mirar! ¿Qué te pasa?
–preguntó, mirando con dureza a Irene.
-Nada –respondió Irene mansamente.
-Si se te está adelantando, vete de
aquí.
-No, estoy bien.
-¡Está bien, entonces!
Nos pusimos a trabajar. Herb se quitó el
delantal manchado de sangre, se puso la chaqueta y salió, probablemente para
encargarse de que Brian estuviese listo para salir en el autobús de la hora de
la cena. No dijo una palabra. Morgan y su hijo salieron al corral, e Irene y
Henry volvieron al cobertizo anexo, donde desplumaban a los pavos, trabajando
con plumas hasta las rodillas. Se suponía que Brian era el encargado de barrer.
-¿Dónde está Gladys? –pregunté en
voz baja.
-Recuperándose –dijo Marjorie. Ella
también hablaba en un tono más bajo del habitual, y “recuperándose” no era la clase de palabra que ella y Lily
utilizaban normalmente. Era una palabra a utilizar hablando de Gladys, con intención burlona.
No querían hablar de lo que había sucedido,
porque tenían miedo de que entrasen Morgan y las pillara hablando de ello y las
despidiera. Bunas trabajadoras como eran, tenían miedo a eso. Además, no habían
visto nada. Debió de molestarles no haberlo visto. Todo lo que averigüé fue que
Brian o bien le había hecho o enseñado
algo a Gladys cuando ella salía del lavabo y ella había comenzado a gritar y a
ponerse histérica.
Ahora probablemente tendría que guardar cama
por otro colapso nervioso, dijeron. Y él estaría ya saliendo de la ciudad. Y en
buena hora, dijeron, nos hemos librado
de los dos.
Tengo
una fotografía del personal del Corral del Pavo hecha en Nochebuena. Fue tomada
con una cámara con flash que era el despilfarro de Navidad de alguien. Creo que
de Irene. Pero Herb Abbott debió de ser quien hizo la foto. Era el único en
quien se podía confiar que supiera o que aprendiera inmediatamente a manejar
cualquier cosa nueva, y las máquinas de fotografiar con flash eran
completamente nuevas en aquella época. La fotografía fue tomada sobre las diez
en Nochebuena, después de que Herb y Morgy hubiesen vuelto de hacer el último
reparto, de que hubiésemos barrido y fregado el suelo de cemento. Nos habíamos
quitado nuestros ensangrentados delantales y gruesos suéters y habíamos pasado
a la pequeña sala llamada comedor, donde había una mesa y un calentador.
Todavía llevábamos puesta nuestra ropa de trabajo: batas y faldas. Los hombres
llevaban gorras y las mujeres pañuelos, anudados al estilo del tiempo de la
guerra. A mí se me ve robusta, alegre y con aire de compañerismo en la
fotografía, transformada en alguien que ni siquiera recuerdo haber sido o haber
fingido que era. Aparento ser mucho mayor de catorce años. Irene es la única
que se ha quitado el pañuelo, soltándose su larga melena pelirroja. Se asoma
con una mirada suave, sucia y provocativa, que casaría con su reputación, pero
no se parece a ninguna mirada suya que yo recuerde. Sí, debía de ser su cámara;
está posando para ella, con aquella mirada, más deliberada que la de nadie.
Marjorie y Lily sonríen, como era de esperar, pero sus sonrisas son avinagradas
y excesivas. Con el cabello oculto, y con unas siluetas como las que tienen
envueltas, parecen un par de trabajadores fuertes y joviales pero malhumorados.
Los pañuelos se ven fuera de lugar; unas gorras estarían mejor. Henry está de
buen humor, encantado de formar parte del equipo de trabajadores, sonriendo y
aparentando veinte años menos de los que tiene. Luego Morgy, con su aspecto de
pocos amigos, sin confiar en la bondad de la ocasión, y Morgan, muy sonrojado y
en su papel de jefe, y muy satisfecho. Acaba de darnos nuestro pavo de regalo.
A cada uno de esos pavos le falta una pata o un ala, o tiene una malformación
de alguna clase, de modo que ninguno de ellos es vendible al precio íntegro.
Pero Morgan se ha esforzado mucho en decirnos que a menudo la mejor carne es la
de los cojos, y nos ha enseñado que él mismo se lleva uno a casa.
Todos tenemos jarras en las manos, o tazas de
porcelana grandes y gruesas, que
contienen no el té habitual, sino whisky de centeno. Morgan y Henry han estado
bebiendo desde la hora de la cena. Marjorie y Lily dicen que solo quieren un
poco y que solo se lo tomarán porque es Nochebuena y tienen los pies
entumecidos. Irene dice que ella también los tiene, pero que eso no significa
que solo quiera un poco. Herb ha servido bastante no solo para ella, sino
también para Lily y para Marjorie, y no le ponen ninguna objeción. Ha medido el mío y el de Morgy al mismo tiempo,
muy poca cantidad, y ha puesto Coca-Cola. Esta es la primera bebida alcohólica
que he tomado nunca, y de resultas de esto durante años creeré que whisky y
Coca-Cola es una clase corriente de bebida y siempre la pediré, hasta que me
doy cuenta de que muy pocas personas más la beben y de que me sienta mal. Pero
aquella Nochebuena no me sentó mal; Herb no me había puesto suficiente. A no
ser por un gusto extraño, y por mi propia sensación de importancia, era como
beber Coca-Cola.
No necesito que Herb esté en la fotografía
para recordar su físico. Es decir, siempre y cuando conserve el mismo aspecto
de la época en que estuve en el Corral del Pavo y de las pocas veces que me lo
encontré en la calle. El mismo de todas las ocasiones que lo vi en vida,
excepto una.
La vez que parecía algo distinto a sí mismo
fue cuando Morgan estaba maldiciendo a Brian y , después, cuando Brian huyó
calle abajo. ¿Cuál era este aspecto distinto? He intentado recordarlo, porque
lo examiné detenidamente en aquel entonces. No era muy distinto. Su rostro se
veía más emotivo y más serio entonces, y si se tuviera que describir la
expresión que había en él, tendría que decir que era una expresión de
vergüenza. Pero ¿de qué tendría él que avergonzarse? ¿De Brian, por cómo se
había comportado? Sin duda era demasiado tarde; ¿cuándo se había comportado
Brian de otro modo? ¿Avergonzado de Morgan, por comportarse con tanta ferocidad
y de un modo tan teatral? ¿O de sí mismo, porque era famoso por cortar de raíz
peleas y manifestaciones de esa clase y no había podido hacerlo aquí? ¿Estaría
avergonzado por no haber defendido a Brian? ¿Esperaba haber hecho eso, defender
a Brian?
Todo eso era lo que yo me preguntaba en aquel
momento. Más tarde, cuando supe más, al menos sobre sexo, decidí que Brian era
el amante de Herb, que Gladys estaba realmente intentando llamar la atención de
Herb, y que era por eso por lo que Brian la
había humillado, con o sin la connivencia y el consentimiento de Herb.
¿No es cierto que las personas como Herb, dignas, reservadas y honorables,
escogen a menudo a alguien como Brian, y malgastan su inútil amor en alguna
persona inmoral y tonta que ni siquiera es mala, ni un monstruo, sino solo un
pesado estorbo? Decidí que Herb, con toda su delicadeza y cuidado, ese estaba
vengando de todos nosotros, no solo de Gladys, sino de todos nosotros, con
Brian, y que lo que estaba sintiendo cuando estudié su rostro debió de ser un
desprecio salvaje y regocijado. Pero también turbación, turbación por Brian y
por sí mismo y por Gladys, y hasta cierto punto por todos nosotros. Vergüenza
por todos nosotros, eso es lo que yo pensé entonces.
Algo más tarde, cambié de opinión acerca de
esta explicación. Llegué a una etapa en la que cambié mi opinión sobre todas
las cosas que no podía saber realmente. Ahora me basta con pensar en el rostro
de Herb con aquella mirada especial y afligida; pensar en Brian haciendo
payasadas a la sombra de la dignidad de Herb; pensar en mi propia concentración
desorientada en Herb, en mi necesidad de pillarlo, si alguna vez tenía ocasión,
y luego instalarme y quedarme junto a él. Cuán atractiva, cuán deliciosa era la
perspectiva de intimidad con la misma persona que nunca la otorgará. Aún puedo
sentir la atracción de un hombre así, que promete y rechaza. Aún quisiera saber
cosas. No importan los hechos. Tampoco importan las teorías.
Al terminar mi bebida quise decirle algo a
Herb. Estaba a su lado y esperé un momento en el que no estuviera escuchando ni
hablando con nadie más y en el que la creciente y ruidosa conversación de los
demás tapase lo que yo tenía que decir.
-Siento que tu amigo tuviera que
marcharse.
-Gracias.
Herb me respondió amable y divertido, y de
este modo cortó cualquier otro derecho a examinar o a hablar de su vida. Él
sabía lo que yo me proponía. Debía de haberlo sabido antes, con muchas mujeres.
Sabía cómo manejarlo.
Lily se puso un poco más de whisky en la
jarra y contó cómo ella y su mejor amiga (ahora muerta, de una enfermedad de
hígado) se vistieron una vez de hombre y
fueron a la zona de los hombres en la cervecería, al lado en el que ponía “Solo
hombres”, porque querían ver cómo era. Se sentaron en un rincón a beber
cerveza, con los ojos y los oídos abiertos, y nadie las miró dos veces ni pensó
nada de ellas, pero pronto surgió un problema.
-¿A dónde íbamos a ir? Si íbamos al otro
lado y alguien veía entrar en el de señoras, gritarían como condenados. Y si
íbamos al de hombres, seguro que alguien se daría cuenta de que no lo hacíamos
de la forma adecuada. ¡Mientras tanto la maldita cerveza nos iba bajando!
-¡Qué es lo que no se hace cuando
uno es joven! –dijo Marjorie.
Varias personas nos dieron consejo a mí y a
Morgy. Nos dijeron que nos divirtiéramos mientras pudiéramos. Nos dijeron que
no nos metiéramos en problemas, que ellos habían sido todos jóvenes una vez.
Herb dijo que éramos un buen equipo y que habíamos trabajado bien, pero que él
no quería ponerse a malas con ninguno de los maridos de las mujeres haciendo
que se quedasen allí demasiado rato. Marjorie y Lily expresaron indiferencia
hacia sus mandos, pero Irene hizo saber que ella quería al suyo y que no era
verdad que lo habían traído a rastras desde Detroit para casarse con ella,
dijera lo que dijese la gente. Henry dijo que era una vida buena si no se
flaqueaba. Morgan dijo que nos deseaba a todos una muy sincera feliz Navidad.
Cuando salimos del Corral del Pavo estaba
nevando. Lily dijo que era como una postal de Navidad, y así era, con la nieve
arremolinándose alrededor de las farolas de la ciudad y alrededor de las luces
de colores que la gente había puesto en la parte exterior de sus puertas.
Morgan llevaba a Henry y a Irene a casa en su camioneta, como deferencia hacia
la edad, el embarazo y la Navidad. Morgy
tomó un atajo a través del campo y Herb se marchó solo, con la cabeza baja y
las manos en los bolsillos, caminando con un ligero vaivén, como si estuviese
en la cubierta de un barco del lago. Marjorie y Lily se cogieron del brazo
conmigo como si fuésemos antiguas compañeras.
-Cantemos
–dijo Lily-. ¿Qué vamos a cantar?
-¿“Nosotros los Tres Reyes”? –dijo
Marjorie-. ¿“Nosotras las tres limpiadoras de pavos”?
-“Sueño con una Blanca Navidad”
-¿Por qué soñar? ¡Ya la tienes!
De modo que cantamos.
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