GRACIA
(Susana
Vallejo)
Gracia se quitó los zapatos de tacón y suspiró
aliviada.
Soltó los tirantes del vestido y dejó que
resbalase hasta sus pies. Era verde, del mismo color de una de aquellas viejas
botellas de vidrio que guardaba su abuela en la despensa. El tejido configuró
un paisaje plagado de valles y colinas aterciopeladas sobre la parda moqueta.
Apagó el vestido que al momento se convirtió
en un campo yermo, seco y árido. Buscó el cargador y lo dejó enchufado sobre el
galán de noche.
Cuando Pablo salió del lavabo, la encontró con
el camisón ya puesto y las piernas en alto. Con aquel gesto extraño que hacía
tiempo había aprendido a reconocer como suyo: las nalgas pegadas a la cabecera
de la cama y las piernas extendidas sobre la pared.
—¿Duelen?
Gracia asintió.
—Opérate.
—Ni loca.
Ya lo habían comentado otras veces. Rosa María
lo había hecho. Y Patri también. Pero ella no quería ni oír hablar de
inyectarse silicona en las plantas de los pies.
—Entonces no te quejes.
—No me quejo. —Ella estiró los dedos.
Pablo se sentó a su lado, sobre la cama. Le
cogió un pie, lo acercó hacia él y lo masajeó.
—Si te operases, no te molestarían los
tacones.
—Ya. —Ella dejó escapar el monosílabo sin
ganas.
—Podemos hacerlo. Tenemos el dinero…
—No es por el dinero.
Le alteraba pensar en que un bisturí podría
abrir su carne, aunque fuese un simple corte, de apenas un centímetro, para
introducirle una almohadilla de silicona. Sólo imaginar la herida abierta, la
sangre brillante, la carne viva, el olor del desinfectante de la clínica… Sólo
de pensarlo, se mareaba.
Pablo le acarició la parte superior del pie,
desde los dedos hacia el tobillo. Luego se ocupó de la planta y aplicó más
presión a su masaje. Acabó chupándole el dedo gordo.
—Mmm… Ha sido una cena muy agradable —murmuró
ella.
Él soltó el pie.
—La carne estaba buenísima.
—Muy tierna. Al punto.
—He repetido dos veces.
Gracia sonrió.
—Puig no suelta prenda. Mira que le he
insistido para que me pase el nombre de su contacto, pero… no sé dónde puede
conseguirla.
—Patri no lo sabe. Yo también se lo he
preguntado varias veces. Es su marido quien se ocupa de eso.
—Algún día lo descubriré.
Pablo desapareció por la puerta del baño.
—Mañana iré a ver a mi abuela. —Gracia alzó la
voz para que él la oyese.
—No tengo manera de convencerte para que no lo
hagas, ¿verdad? —Él asomó la cabeza desde el dintel.
—Tengo que ir al entierro de Vane. ¿Lo
entiendes?
—Claro que lo entiendo. Pero ten cuidado, por
favor. Y dale un beso a tu abuela de mi parte.
—Ja, ja. Claro que sí… Seguramente me quedaré
a dormir con ella.
—Me lo imaginaba.
No volvieron a mencionar el tema, pero cuando
apagaron las luces, Pablo la abrazó.
—Gracia, en serio, ¿tendrás cuidado?… Ayer oí
que otra vez había revueltas en la ciudad. Mencionaron L’Hospitalet, Sants,
Poble Nou… Han sacado a los antidisturbios.
—Es mi barrio. No te preocupes.
—Me preocupo porque te quiero. Buenas noches,
princesa.
—Bona nit, Pablo.
Cuando Gracia se despertó, él ya se había ido
a trabajar. Ella remoloneó en la cama un buen rato antes de levantarse. Luego
se duchó. No quería oler a nada, de modo que eligió el agua sin perfumes ni
colores. No se secó el pelo. Se lo recogió en una coleta cuando aún estaba
húmedo. Buscó la ropa interior más sencilla que tenía y se encaramó en un
taburete para alcanzar la caja que guardaba en la parte más alta del armario.
De ella sacó unos pantalones vaqueros, unas viejas zapatillas deportivas, una
camiseta blanca, muy amplia, y una mochila verde caqui.
Cuando se abrochó los tejanos, sonrió. Había
ganado un par de kilos.
Aun sin maquillaje, resplandecía.
Antes de salir, pasó por la cocina. Cogió un
paquete del frigorífico y lo guardó en una fiambrera plateada. Luego lo metió
en la mochila. En la tableta central escribió un mensaje para la chica:
«Limpiar la terraza y encerar. Recoger los tomates. Repasar el baño de arriba».
Cuando estaba a punto de irse, garabateó un «¡Gracias!» que se quedó flotando
unos segundos en la pantalla antes de desaparecer con un bip.
Gracia se aseguró de cerrar la puerta con
varias vueltas y cogió la bicicleta para ir a la estación.
Sólo funcionaba una de las máquinas
automáticas expendedoras de billetes. Rebuscó las monedas que necesitaba y que
había repartido por diferentes bolsillos de los pantalones y miró los paneles
para saber cuándo llegaría el primer tren con destino a Barcelona. Todos
estaban apagados.
Cuando era joven, los Ferrocarriles de la
Generalitat pasaban las horas pares y solo quedaban unos minutos para las doce.
Pero ahora, probablemente, ya no sería así.
Se sentó en un banco oxidado del andén y se
dispuso a esperar. Su abuela le había contado que durante el Pico pasaba un
tren cada cinco o diez minutos. Para ella una frecuencia de dos horas ya
constituía todo un éxito.
Cuando llegó a la estación de Sants caía ya la
tarde. Se encaminó a la explanada de la salida junto a un par de decenas de
pasajeros. Gracia respiró el aire de la ciudad.
Olía a alcantarilla y a humedad. A basura. A
sudor. Las eternas obras que amenazaban la estación se habían paralizado hacía
decenios y, con el tiempo, las vallas y los andamios habían desaparecido. Los
vecinos habían tapado algunos baches con maderos, ladrillos o con cemento. Todo
ello configuraba un pavimento irregular. Gracia sorteó los obstáculos y comenzó
a caminar junto a otra mujer que parecía que llevaba su misma dirección.
Cada vez que volvía al barrio sentía un
arranque de rara nostalgia. Había soñado con dejar Sants durante años,
abandonar la miseria y huir a la montaña. Pablo se convirtió en su
salvoconducto para conseguirlo, y ahora que tenía todo lo que había soñado, al
volver allí, al sortear los baches y las grietas, y al plantarse delante de las
viejas barricadas de la calle Vallespir, se sentía en casa. En su verdadero
hogar.
Se acercó hasta la entrada.
Junior se encontraba allí. Como siempre. Una
estatua de ébano descansando sobre una desvencijada silla de madera. Los tonos
descoloridos del cojín sobre el que se sentaba hacían juego con su camiseta. El
vigilante la reconoció.
—¡Gracia! ¡Cuánto tiempo sin verte! Estás
guapísima.
—Tú sí que estás guapo, Junior.
Su cabello negro, tan negro como su piel,
hacía años que aparecía cubierto de canas. Y su cuerpo fibroso ya sólo era el
de un anciano que, simplemente, se conservaba bien.
—¿Cómo está Kevin?
—Allá está. —Hizo un gesto hacia el otro
extremo de la calle, hacia la salida del barrio a la calle Berlín—. La artrosis
le está matando.
—¿Y mi abuela?
—¡Cómo va a estar! Como siempre. La vieja
Gracia es dura como una roca, pero la procesión va por dentro. Lo de Vane ha
sido un duro golpe, aunque supiésemos que tarde o temprano ocurriría. Al menos
no sufrió.
A Gracia se le escapó una sonrisa.
—¿Y qué tal el barrio?
—Tranquilo. Muy tranquilo. Mienten en las
noticias… Hubo revueltas en L’Hospitalet, pero no aquí. Hace años que no nos
metemos en nada.
Gracia suspiró.
—Me alegro de verte, Junior.
—Y yo, nena.
Le hizo un gesto de despedida con la mano y se
internó en Vallespir.
Los árboles dibujaban sombras que bailaban
sobre un asfalto plagado de cicatrices. Recordó cómo, de niña, bajaba aquella
calle con su traqueteante monopatín y aquel mismo Junior, entonces un hombre
atractivo, maduro y musculoso, le gritaba que un día de esos se rompería la
crisma. En aquellos días todavía circulaban algunos vehículos. Ella se apartaba
de la calzada para dejar pasar a los híbridos e incluso, a veces, algún coche
de gasolina. Ahora se podía pasear tranquilamente por el medio de las calles y
los árboles se habían convertido en los dueños y señores de Vallespir. Algunos
habían crecido hasta superar las casitas de dos y tres pisos, tan propias del
barrio, y sus ramas arañaban las fachadas de los edificios e invadían las
terrazas abandonadas.
Reconoció allá, aparcado un poco más arriba,
el híbrido de Kevin junto a algunos huevos.
Gracia esquivó una bicicleta que bajaba hacia
la estación y se internó en una calleja flanqueada por casitas bajas cuyas
fachadas estaban pintadas con colores brillantes. Cada vez que volvía con su
abuela, encontraba algún detalle diferente; un edificio tapiado, un muro
derruido, una fachada repintada con algún color sorprendente.
Allí, como los girasoles, las casas buscaban
la luz. Las fachadas estaban recubiertas por paneles solares en la parte
superior. En la calle Badalona ya no había árboles, tan sólo algunos bidones,
pintados de colores y lunares, en los que los vecinos habían plantado laureles,
ficus y alguna buganvilla.
Según se acercaba a la calle Miguel Ángel, su
sonrisa se fue haciendo más y más amplia. Vane había muerto. Y ella volvía a su
hogar.
Ya podía reconocer cada fachada descolorida.
La casa rosa de Meritxell, la amarilla de Pau… No estaba el limonero de Sergi.
Su muerte dejó a los vecinos sin limones.
Gracia buscó una calleja y luego otra y otra
más.
Desde lejos distinguió varias bicicletas
aparcadas a la altura de la casa de su abuela. Cuando llegó hasta la puerta,
tomó aire. La madera estaba seca y la pintura verde, más amarillenta. Llamó con
la aldaba y esperó respuesta. Pegó la oreja a la puerta y escuchó un runrún
lejano.
Volvió a llamar con más fuerza. Tuvo la
sensación de que si golpease con un poco más de energía, aquella madera seca se
astillaría y la aldaba se hundiría en ella como un cuerpo en un viejo colchón
de lana.
Enseguida sintió unos pasos que se arrastraban
al otro lado de la puerta.
—Soy yo, abuela —gritó.
La puerta se abrió rechinando y una anciana le
abrió los brazos.
—¡Mi niña! ¡Cielo! —La abrazó y Gracia se dejó
arropar por un manto de rancia humanidad. El olor de su abuela era el mismo de
aquella casa, algo agrio y húmedo. Yeso y papel viejo. Y, por encima de todo,
lejía y desinfectante. El eterno olor a desinfectante.
—Déjame que te mire. Estás guapísima…
Entró en la casa y respiró hondo de ese algo
indescriptible que era el olor de su hogar.
—¿Cómo estás, abuela?
Su mirada estuvo a punto de desbordarse.
—Hecha una mierda —susurró—. Pasa, anda… Voy a
echar tanto de menos a Vane… Ya la estoy echando de menos. —Su voz se rompió en
las últimas sílabas.
—Te he traído… —Gracia sacó la fiambrera de la
mochila.
—Qué bien —la interrumpió—. Anda, ponlo en la
nevera.
Gracia fue hacia la cocina evitando mirar la
primera puerta pintada de verde. Allí el olor a lejía era más fuerte. Guardó el
recipiente en el frigorífico y vio cómo Carol, la vecina, salía de su antiguo
dormitorio.
Dio unos pasos hasta llegar al umbral de su
vieja habitación.
Afortunadamente ya no se parecía en nada al
lugar que guardaba en su memoria.
Ahora había una cama muy baja y Vane reposaba
sobre ella. Su abuela la había vestido con un vestido hippie de flores y una
chaqueta de punto. Tenía la nariz afilada, como todos los muertos, y la piel
mucho más arrugada de lo que ella recordaba.
Ya no era Vane. Nunca más. Sólo un cadáver que
aún no había empezado a apestar. Habría que llevárselo pronto.
Gracia sintió que se le humedecían los ojos.
Una lágrima pugnaba por escapar. Pensaba que Vane no representaba nada para
ella y, sin embargo, ahora, una zozobra repentina le humedeció la mirada.
—Ay, mi niña.
La abuela la abrazó de nuevo. Y compartieron
el llanto y los sollozos. Ahora, por primera vez, la abuela no era el muro de
fortaleza que la consolaba de niña; su cuerpo temblaba tanto como el suyo
propio. Cuando emergió de entre sus brazos, sin saber bien cómo, se encontró
con que alguien le había puesto una infusión en la mano.
Se enjugó las lágrimas y se sentó en una de
las sillas que quedaban libres. Contempló la taza que contenía aquella agüilla
amarillenta. Era una taza blanca, un modelo eterno, que recordaba desde siempre
en casa de su abuela. Aquella taza tenía más años que ella.
El primer sorbo le quemó los labios. Sabía a
hinojo y a dolor de barriga. Cuando le venía la regla, cuando se le retorcían
las tripas hasta exprimirla, su abuela le preparaba una de aquellas infusiones.
Dio otro trago, con cuidado para no quemarse.
Y obró la magia de frenar definitivamente sus quedos suspiros.
Alrededor los vecinos hablaban de Vane: de
cuando llegó al barrio con su aura de artista, de lo bien que cosía, del abrigo
que le hizo a Carol y del vestido de boda de su hija.
Gracia contempló la colcha sobre la que
descansaba el cuerpo. Vane la había confeccionado a partir de viejos retales
con técnicas de patchwork. Ahora descansaba sobre su propia obra.
Cuando apuró la infusión, se levantó y
descubrió sobre una mesa un bol de chucherías. Gominolas de colores semiocultas
tras una ensalada de tomates, una tetera y varias botellas de vidrio verde
rellenas de refrescos caseros.
Buscó a su abuela y la reprendió con la
mirada.
«¡Azúcar!»
Ella se encogió de hombros.
Carol se le acercó y le preguntó por Pablo,
por la salud y por la lluvia que parecía inminente, pero no acababa de llegar.
Gracia la atendió y contestó distraída a las conversaciones en las que se vio
involucrada:
—«Me alegro de verte.»
—«Estás guapísima.»
—«No somos nada.»
—«¿Cómo va la vida en el campo?»
—«¿Y tu marido?»
—«La vida sigue.»
Le sorprendió la alegría que la invadió al
reencontrarse con algunas caras familiares y se preguntó por las circunstancias
de todas aquellas mujeres a las que no conocía. Arrastrarían historias que
podía, y no quería, imaginar. Muchas mujeres. Mujeres de Sants que llegaban a
la que había sido su casa, abrazaban a su abuela y después de un par de
palabras amables y de tomarse una infusión, la abrazaban y besaban de nuevo,
para luego marcharse con una sonrisa triste hendida en la cara.
—Dimitri ha llegado —gritó alguien.
Cuando los de los muertos entraron, los
presentes, como un grupo de palomas nerviosas, se revolvieron y se abrieron
formando un pasillo.
Un par de hombres con camisetas negras,
cargando con una caja, se dirigieron hacia la habitación de la puerta verde, la
que olía a desinfectante, como si ya conocieran el camino.
—No, está aquí. —Gracia salió a su encuentro y
les señaló su antiguo dormitorio—. Esta vez es aquí.
Tomó a su abuela de la mano y se la apretó con
fuerza.
Cuando metieron el cuerpo en el ataúd, sintió
cómo su abuela se envaraba. Los más viejos murmuraron unas oraciones.
Dimitri y su compañero esperaron junto a la
puerta con la cabeza baja, cumpliendo con su papel de respetuosos profesionales
de la muerte.
A la salida, la gente flanqueó al ataúd hasta
el final de la calle. Gracia y su abuela marchaban las primeras. Cuando
depositaron la caja sobre el carro, se abrazaron. Casi era de noche. Las
sombras del crepúsculo empezaban a mezclarse con las de los hombres, en esa
extraña hora del día en la que la vista ha de adaptarse a la nueva oscuridad.
Gracia sintió temblar el cuerpo de su abuela
—Lo siento —le susurró al oído.
—La voy a echar tanto de menos.
No quería verla llorar. No por ella.
—Nos vamos ya —le dijo Carol a su espalda—.
Ahora tienes a tu nieta. Me alegra mucho volver a verte, Gracia.
Regresaron a la casa mientras se encendían las
primeras luces tras las ventanas de los vecinos. Pálidas y temblequeantes se
convirtieron en miradas lánguidas abiertas en fachadas aparentemente muertas.
En la cocina, un último grupo comentaba las
revueltas de L’Hospitalet.
—Son los jóvenes. Por lo de los recortes en el
racionamiento. Dicen que se montó una buena.
—Sacaron a los antidisturbios. Los empujaron
hasta Badal. Casi llegan a nuestro barrio.
—Hace siglos que no entran en el barrio.
—No se atreverán.
Gracia se acercó a ellos buscando algo para
comer.
—He oído que incumplen la ley Bermúdez. No
hacen sonar el primer aviso. Arrasan con todo.
—Aquí no vendrán. No pueden pasar. Sólo
conseguirían llegar hasta la estación.
Gracia cogió unos trocitos de patata cocida y
buscó alguna salsa picante.
Los vecinos se repartieron en grupos aún más
pequeños y enseguida se fueron despidiendo.
Cuando por fin se encontraron solas, Gracia
apagó las velas y encendió la luz del recibidor que le pareció, como siempre,
escasa.
—Ya barreré yo.
—Pues yo recojo esto.
—Lo que ha sobrado lo llevaré al cine.
—¿Cine? ¿Seguís con eso?
—Pasado mañana haremos una sesión especial. En
recuerdo de Vane. Con dos de sus pelis favoritas.
Gracia sonrió. Todavía organizaban sesiones
dobles en el barrio.
—¿Y llevarás chucherías?
—Claro.
Recordó el sabor de las gominolas en la
oscuridad. Nunca le habían sabido tan buenas como cuando las devoraba viendo
las viejas películas en el garaje de Sergi.
—El azúcar es un veneno. Y a tu edad…
—Es en tu mundo en el que está prohibida. —La
abuela la interrumpió riendo—. En el mío es casi el único vicio que aún nos
podemos permitir. Toma una.
Le alcanzó una gominola que Gracia engulló.
—Ayúdame, anda.
Su abuela cogió un retrato de Vane. Era una
foto retocada que siempre había estado en el dormitorio. De esas que se habían
puesto de moda a principios de siglo, en sepias y rosados, imitando los tonos
de una fotografía del XIX. Vane aparecía increíblemente joven. Gracia nunca
había visto su sonrisa tan radiante.
—¿Lo tienes que hacer ahora?
La abuela se encogió de hombros.
—¿Por qué no? Es mi tradición, una manía de
vieja como otra cualquiera.
Lo llamaba el muro de los muertos. Como los
romanos, a la entrada de la casa colgaba los retratos de los antepasados y
familiares fallecidos. Los lares, los llamaba. «Los espíritus del hogar», le
decía de pequeña. «Los que estuvieron antes que tú y que yo, los que nos
hicieron, a los que llevamos en nuestros corazones y en nuestros cuerpos.
Porque compartimos su ADN, su forma de mirar, de sonreír…» Y ella, entonces una
Gracia niña, contemplaba embobada aquellos rostros que la miraban sonrientes
desde marcos de colores imposibles.
Allá estaba su madre, a la que apenas
recordaba. Era una foto de colores desvaídos. En ella, una chica, más joven que
ella ahora, una increíble belleza clásica adornada con una melena castaña, se
carcajeaba de algo o de alguien. Su madre no se parecía en nada a Gracia, que
en cambio había salido a su abuela: morena y de rasgos duros. Sus labios
gruesos despertaban la imaginación libidinosa de los hombres, y la nariz, tan
chata, pasaba desapercibida entre unas gruesas cejas. Gracia compartía con su
abuela un cuerpo plagado de curvas, la belleza gitana de sus rasgos marcados y
su nombre.
Cuando Gracia dejó la casa de su abuela, Vane
llegó para ocuparla. Y hoy, Vane se había ganado un lugar definitivo en la
pared de la entrada.
La abuela clavó una araña en el muro y Gracia
insertó en ella el retrato. Lo enderezó.
Las dos permanecieron unos segundos
contemplando la galería.
Su abuelo, al que no conoció, era un chico
jovencísimo vestido de militar. Su bisabuela y su bisabuelo también posaban, en
blanco y negro, vestidos de boda a la puerta de una iglesia. Los ojos de su
tatarabuela eran los de una niña con cara de muñeca de porcelana y ropa de
domingo. La tía Pili, Josep, Meri, Carme… Todos los retratos vigilaban sus
pasos y las observaban desde sus miradas muertas y sus sonrisas congeladas en
el tiempo.
—¿Quieres un hinojo? —Gracia buscó los ojos
vivos de su abuela—. Me voy a preparar uno.
—Sí, pero ponme azúcar de verdad, no una de
esas mierdas.
—¿Te puedo pedir un favor? Vamos a tomárnoslo
a la terraza, anda. Como cuando era pequeña.
—Es la mejor hora para subir. —La abuela
sonrió.
Ascendieron por las estrechas escaleras hasta
la azotea. Era de noche y las luces mortecinas del barrio dejaban ver un
magnífico cielo estrellado. Y luego estaba el silencio. El bendito silencio. El
omnipresente zumbido de los viejos paneles solares buscando la luz enmudecía de
noche. Olía más a ciudad que nunca.
Los tejados y las azoteas que las rodeaban
formaban un mar rojizo y brillante. Decenas de paneles ya no reflejaban el
cielo, velados por la pátina del tiempo. Quedaban lejos los años en que todos
se movían al unísono, olas de espejo, buscando la luz del sol y reflejando su
brillo. Ahora muchos permanecían varados. Unos pocos seguían bailando de día y
otros contemplaban inertes el lento peregrinar de sus vecinos.
Gracia se asomó a los muros buscando los
detalles que configuraban los hitos de su mapa personal. La chimenea blanca, la
campana de Anna, el huerto de Pere… La granja de gatos de Toni ya estaba
abandonada. Hacía años que desaparecieron los maullidos de los sabrosos
mininos.
—Echo de menos las noches aquí, contigo,
abuela.
La anciana se dejó caer en una silla. Callaba
lo mucho que añoraba a su niña salvaje de melena oscura y ojos de estrellas con
la que compartía conversaciones y noches de hinojos y poleos. Esta otra Gracia,
la de la montaña más allá de Sant Cugat, tenía otra mirada, velada por la
indiferencia. Como si el resplandor del dinero de los padres de Pablo hubiese
acabado cegándola.
—¿Cuánto tiempo te vas a quedar?
—Pensaba volver mañana por la tarde, para
llegar a casa antes de que sea de noche. Yendo hacia allá, puedo salir más
tarde.
—Ay. Tus visitas son un visto y no visto.
—Mi vida está con Pablo.
—Ya lo sé, niña.
Una mancha negra ocultó la luna.
—Son nubes de lluvia.
—Hace meses que no llueve. Ojalá se llenara el
depósito.
Gracia se descalzó.
—¿Te duelen los pies?
—Son estas zapatillas… Si llevo mucho tacón,
me duelen. Pero si voy tan plana como ahora, también… ¿Habrá problemas mañana
para marcharme?
La abuela meneó la cabeza.
—No estoy segura. Ya no estoy al tanto de lo
que pasa como antes. Preguntaré a Carol. Su hija está metida en todo eso ahora.
Hace tiempo que no hay revueltas. Sólo los de L’Hospitalet continúan la lucha.
Gracia caminó por la terraza descalza. Ese
silencio era sobrecogedor. A veces una voz más alta que otra llenaba de ecos
los patios durante un segundo, pero luego se sumía en el mutismo de una ciudad
muerta.
—Abuela, cuéntame sobre cuando Barcelona
brillaba de noche.
La cara de la abuela se iluminó con una
sonrisa.
—Cuando tu madre era niña, de noche, todas las
calles estaban iluminadas, incluso las más estrechas y pequeñas. Barcelona
desprendía tanta luz que no podían verse las estrellas.
Gracia, como siempre, intentó imaginar un
cielo sin estrellas.
—Debía de ser hermoso.
—Psé. Era práctico. Recuerdo haber visto en
internet imágenes del mundo en tres dimensiones desde el espacio. Todas las
ciudades destacaban en la oscuridad como si fueran joyas… Era hermoso desde el
cielo, sí. ¡Y las farolas! Había farolas en todas las calles, ¡en todas! Y
semáforos que regulaban el tráfico, encendiéndose y apagándose de día y de
noche.
—¡Qué suerte haber vivido en el Pico!
—No te creas. Suerte fue la de mis padres, que
nacieron en la posguerra de la Guerra Civil, la española. Nacieron con el hambre
y la miseria y vieron crecer el mundo entero. La ciencia, los aviones, los
viajes, los ordenadores, tiendas repletas de todo, ¡de todo lo que no
necesitábamos! Había cuatro carnicerías en Vallespir. Carne de vaca, de
ternero, de cerdo, de caballo… Todo fue muy rápido. La caída del Pico nos
sorprendió a todos. Sabíamos que no podía durar, y sin embargo… nos pilló por
sorpresa. —La abuela hizo una pausa—. Cada vez quedamos menos de la época del
Pico. Ya sólo nos queda ir cuesta abajo.
Dio un sorbo a la bebida.
—Los padres de Pablo se han puesto la Red.
—¿Y para qué la usan? ¿Se mandan fotos de
gatitos?
—¿Qué?
—No me hagas caso.
—Es para su trabajo. Yo no sé bien de eso.
Pero ya la tienen.
—Serán de un nivel tres, supongo. ¿Sabes que
yo también tuve internet? No la Red esta de los cojones que no es ni red ni
nada, sino acceso libre a internet… No supimos lo que teníamos, hasta que lo
perdimos. Como todo.
La mirada de su abuela se perdió entre los
tejados.
—Gracia —le dijo—, ¿te apetece aguardiente de Dimitri?
—¿Tienes?
—Guardo algo. Un poco. De cuando me paga en
especie. Creo que tenemos algo que celebrar: estamos juntas de nuevo. Una noche
al menos.
—¿Lo guardas donde siempre?
—En la nevera. Abajo.
—¡Voy!
Gracia desapareció por entre las escaleras. La
anciana se quedó mirando la estela de la sonrisa que dejó tras ella.
Los dientes de Gracia eran como los de su
madre. Los de su hija. Ella sí que había intentado combatir contra todo. Era
joven, rebelde, luchadora y estúpida. Y tenía los mismos genes de mierda de su
marido; ese rostro clásico, esa salud que sin medicinas minó la gripe. Cuando
era niña, cuando el Pico, estuvieron los tres juntos en Londres, un fin de
semana largo. Volaron en avión. Porque entonces los aviones rayaban el cielo.
Como los pájaros. Fue cuando había gorriones y palomas. Quién le iba a decir a
ella que acabaría añorando aquellas ratas voladoras.
La abuela volvió a sentarse reviviendo su
pasado.
Su niña, la niña más bonita del mundo, se
quedó embarazada de un imbécil de pelo largo y rastas.
Pero su niña le dio a Gracia. Una nieta
preciosa que resultó ser su propio retrato.
Y luego se quedaron las dos Gracias solas tan
pronto. Sin marido, sin hija. Y el mundo se fue a la mierda y ella siguió
adelante, como una roca, tirando de esa criatura de ojos brillantes que el
destino le había puesto a su lado.
Disfrutó tanto de la infancia de Gracia.
Tanto. Sin hija, su nieta no fue una alegría, fue lo único, lo que la empujó a
seguir adelante en los días oscuros de después del Pico. Durante la cuesta
abajo… Y cuando conoció a Pablo y se casó y se fue, entonces llegó a su vida
Vane. Por sorpresa. A su edad. Quién se lo hubiera dicho. La vida te sorprende
cuando menos te lo esperas.
Cuando su nieta volvió, traía dos tazas llenas
de un líquido transparente. Hubiese dado lo que fuera por un cubito de hielo.
—Ahora estarás acostumbrada a otras bebidas
más finas.
—Me gusta el aguardiente de Sants. —Se sentó
junto a ella y brindó. El sonido seco de las tazas resonó entre los patios—.
Anda, cuéntame más historias de cuando mamá era pequeña. De cuando el Pico…
La abuela dio un sorbo al aguardiente. Le
quemó la lengua y le acarició la garganta. Su corazón estalló en llamas. Cerró
los ojos y recordó a su marido y a ella misma juntos los dos en aquella misma
terraza. Su hija dio allí sus primeros pasos.
—Había niños. Muchos niños. En la calle te
cruzabas con madres que paseaban a sus bebés en cochecitos. Había escuelas y
colegios, y tantos niños que no era fácil conseguir plaza en el que te
interesaba. Todo eso parecía importante entonces. Recuerdo los cochecitos
especiales para gemelos ¡e incluso para trillizos! que no cabían por la acera.
Y, huy, había todo tipo de objetos para ellos: que si chupetes con forma de
personajes de dibujos animados, bañeritas, sillas ergonómicas… Ah, y otras
sillitas especiales para los coches. —Cerró los ojos y la imagen de un Seat
León amarillo le quemó como el aguardiente. Tomó otro trago—. Había tantos
coches que en esta misma calle no se podía aparcar. Si no tenías un garaje,
podías estar toda una hora dando vueltas por el barrio hasta encontrar
aparcamiento. Y eran tantos los coches que el aire se llenaba de polución, las
cortinas se ponían negras y cuando te limpiabas la cara con un algodón, salía
todo sucio. Ay, aquella bendita contaminación. ¡Y el agua! Siempre había agua
en el grifo. Todo se limpiaba y se lavaba con agua…
La grabación de las campanas de la iglesia
arrancó doce tañidos a la noche.
Gracia dio un sorbito a su taza y su abuela se
bebió casi la mitad de lo que le quedaba de un solo trago.
—Teníamos de todo lo que no necesitábamos.
Supongo que pusimos en peligro al planeta y se vengó. La gripe terminó con la
mayoría; tu abuelo, tu madre…Ya antes había empezado la cuesta abajo; la crisis
de principios de siglo, los recortes, el lento declinar del estado del
bienestar, la nueva realidad, el final del Pico… Pero no nos dimos cuenta.
Nadie quería darse cuenta…
»Luchamos y perdimos.
Gracia acercó su taza a la suya.
—Por los barrios.
—Por los barrios de las ciudades y sus gentes.
Brindaron. La abuela apuró su taza. Gracia
disfrutó del sabor a adolescencia que le calentó las tripas.
—Cuéntame de Junior y de Kevin. Y del abogado,
¿cómo se llamaba? ¿Fran?
—Francesc murió. Ahora tenemos a Ricardo. No
es tan bueno. Siempre está en la puerta de la avenida del Brasil. Kevin se
divorció…
La abuela pasó a contarle las últimas noticias
de la gente del barrio. De los muertos, los cambios, las múltiples enfermedades
y las pocas alegrías. Gracia se dejó llevar por el runrún cálido de la voz de
su abuela. Le importaba poco lo que decía, pero le gustaba estar allá,
acariciada por la brisa nocturna y por su voz.
Cuando el aguardiente se convirtió en el
recuerdo de un vapor cálido en el estómago, continuaron charlando, simplemente
disfrutando de su mutua compañía. Y sólo cuando la noche se hundió aún más en
la oscuridad y sus ojos luchaban por continuar abiertos, decidieron irse a
dormir. Sólo entonces, bajando a oscuras por las escaleras, la abuela se atrevió
a preguntar:
—¿Pablo te hace feliz?
Gracia asintió, pero su abuela no pudo ver el
gesto.
—Es un cielo.
En otros tiempos le hubiera preguntado si lo
quería. Si había aprendido a quererlo. Pero estaba convencida de que la
respuesta era un «no» y prefería no oírlo.
Gracia rebuscó en el armario una colcha y se
acostó en el sofá. Su abuela la arropó como cuando era pequeña.
—Bona nit.
—Buenas noches, mi niña.
Pensaba que tardaría en dormirse, pero el
sueño se apoderó de ella enseguida. Su cerebro reconoció el olor del hogar y la
colcha deshilachada por el tiempo, y su conciencia, sencillamente, se deshizo y
se dejó mecer por el pasado.
Se despertó de repente.
Algo la había arrancado del sueño. Le costó
recordar dónde estaba y le sorprendió descubrir que eran las voces de su abuela
las que la habían despertado.
—Voy entonces —cuchicheó al teléfono—. Sí,
enseguida. Id hirviendo agua… No, sacadla de allí… Limpia la mesa como te dije.
Consigue luz. Pídesela a Norton.
Gracia se incorporó.
—¿Qué? ¿Qué es? —preguntó con temor.
—Un parto —dijo su abuela mientras encendía un
flexo que derramó una luz temblona y mate sobre las baldosas.
—¡Un parto! ¿Quién? ¿Cómo?
—La hija de Seve. ¿Te acuerdas de Seve? Y hay
más esperando. El año pasado… —Sonrió—. El año pasado fue increíble. Como si de
pronto todo volviera a florecer. Como en los viejos tiempos. ¿Te lo puedes
creer…? Y ya se ha puesto de parto. Es un poco pronto.
Gracia recordó a la hija de Seve. Era más
joven que ella. Unos cinco años. Y sería madre. Podría ser madre. Ya. Así. Esta
noche.
—Vane ya no está… —Su abuela la interrogó con
la mirada.
—Hay toque de queda. Las revueltas…
—Hace años que no entran en el barrio… Es un
parto, Gracia. Un niño al que he seguido mes a mes. Un niño, una vida nueva.
Gracia bajó los ojos y se perdió en la
contemplación de las rosas desvaídas que formaban un camino serpenteante a lo
largo de la colcha.
—Vane no está —repitió la abuela.
—Iré —decidió—. Claro que iré.
La abuela dejó escapar un suspiro.
—Lo tengo todo preparado.
—No lo dudo. Siempre tienes todo preparado.
Gracia se estiró antes de levantarse del sofá.
La abuela se dirigió a la habitación de la
puerta verde que olía a desinfectante. Cuando la abrió, los efluvios casi la
hicieron vomitar. Seguía odiando aquella habitación. Su olor. Su frío suelo y
sus paredes. El instrumental. El brillo de la silla metálica cortando el aire
de las tardes que podían haber sido tranquilas. El eco de los gritos ahogados
en el balde lleno de agua. La sangre roja, bermeja, rosada y granate resbalando
en lenguas grumosas a lo largo de la silla y por el suelo. Odiaba limpiar la
sangre que olía a vida, a muerte y a metal. Metal y sangre brillantes.
Cuando la abuela salió de la habitación,
cargaba con un maletín.
—¿Estás preparada? —preguntó a Gracia mientras
guardaba la botella de aguardiente en una bolsa.
—No. Pero ¿qué más da?
Al pasar por el muro de los lares tocó el
marco desgastado de una mujer de pelo blanco.
Ella. Su tatarabuela. La primera de todas. En
Madrid. En Cuatro Caminos. La partera. La comadrona. La innombrable. La que
llegaba a las casas de los pobres a ayudar a morir y a nacer a otros pobres que
continuarían arrastrándose entre la miseria. La que fue madrina de decenas de
niños que nunca tuvieron padrinos, que ni siquiera tuvieron padres. La que
colocaba sus cuerpos muertos en ollas de barro porque no había dinero para
ataúdes. La que enseñó a su hija. Y esa hija a la suya. Y cuando llegó la
siguiente generación, llegó una hija que pudo estudiar medicina y poner nombres
latinos a todo lo que ya sabía. Y entonces llegaron los hospitales y la asepsia
y la anestesia. Y una generación después, aquí estaban de nuevo, recorriendo un
barrio a oscuras y pisando los ecos de la miseria. Mujeres. Cadenas de mujeres
ayudando a mujeres, generación tras generación.
Gracia cargaba con la bolsa y una linterna que
apenas merecía ese nombre. La abuela conocía cada irregularidad del asfalto,
cada bache y cada adoquín descabalado de la acera. Gracia sólo recordaba que en
aquella esquina se formaba un charco cuando llovía y que el agua podía llegar a
cubrirle los tobillos.
Recorrieron la calle Miguel Ángel acompañadas
tan sólo por el rumor de sus pasos. Guardaban silencio, como siempre habían
hecho en sus salidas nocturnas. Atentas a los ruidos, las patrullas y los
perdidos. Un ojo de luz tenue barría el suelo.
Cuando era pequeña ella no tenía miedo. Era su
barrio. Su oscuridad. Su vida.
Luego fue cuando empezó a temer a las sombras.
Y después… Ya no pudo hacerlo más.
Los árboles de Vallespir susurraban en el
lenguaje de las hojas y del viento contándose secretos. Secretos de
generaciones de mujeres arropados entre lágrimas y sonrisas. Su abuela le
contaba que su bisabuela había visto plantar aquellos árboles que ahora se
aferraban a la tierra que se ocultaba debajo de la capa de asfalto y de
cemento.
Se adentraron en la calle Robreño y Gracia
tuvo que colocarse detrás de su abuela para no tropezar. Siguió sus lentos, pero
seguros pasos.
Gracia no reconoció la casa, pero supo que se
acercaban por los gruñidos que se abrían camino en la noche.
La abuela llamó un par de veces a una puerta
de plástico y enseguida una mujer castaña de mediana edad asomó la cabeza.
—Llevaba todo el día con contracciones —les
espetó sin darles tiempo a decir nada—. Ahora ya está dilatando. Ha empezado de
repente. Te hemos avisado enseguida.
Gracia y su abuela entraron al portal.
—Dilatada… ¿Cuánto?
La mujer castaña lo dibujó con un gesto de la
mano.
—¡Pues vamos!
Subieron hasta el primer piso. La humedad se
filtraba desde el suelo y arrancaba jirones de cal y pintura a las paredes.
Aquel edificio supuraba años. Se caía a pedazos.
—¿Cada cuánto tiempo son las contracciones?
—Hace un rato, cinco minutos, pero de repente…
Ha sido de repente. Menos de dos minutos. Creo que está a punto de nacer.
Entraron en la casa.
La hija de Seve estaba incorporada sobre la
mesa de la cocina. Apoyaba la espalda sobre unos cojines. Solamente vestía una
camiseta que en algún momento había sido azul oscura. La cocina olía a
desinfectante. Y quizá, debajo de aquel olor penetrante que forzaba el olfato
de Gracia y le hacía revivir viejas pesadillas, se distinguía un cierto olor a
sofrito.
La chica gritó de pronto y la abuela se
aproximó a ella. La examinó.
—Ya corona.
Gracia evitó mirarla directamente. Se dirigió
hacia la pila.
—¿Hay agua?
La mujer castaña no tuvo tiempo de contestar.
Gracia abrió el grifo y observó cómo salía un agua limpia y cristalina. Suspiró
y se lavó las manos a conciencia, respiró hondo y se volvió hacia la chica.
La examinó dejando el corazón a un lado. Con
mente analítica. Agradeció que la hubiesen depilado completamente el pubis. La
carne abierta mostraba parte de una cabeza que luchaba por salir. La presión,
dentro de su cuerpo, marcaba un bulto redondo y pequeño.
—Puja ahora… No, ahora no… ¡Ahora…! —La voz de
su abuela era profunda. Fingía calma y cubría su voz con un halo de
tranquilidad—. Vas a tener que empujar más.
La chica pujó y la cabeza asomó un poco más.
Un borbotón de sangre acompañó el movimiento y tiñó la mesa de granate.
—Vas bien —la animó la abuela.
Gracia se colocó junto a la chica. Miró a su
abuela buscando en sus gestos indicios que la guiasen en sus próximos
movimientos.
—Ya estás a punto. No te queda nada —mintió
con voz tranquilizadora—. Un esfuerzo más.
Gracia observó cómo la chica hacía fuerza
justo cuando su abuela le indicaba que lo hiciese. Y cómo su vientre hinchado
acompañaba sus movimientos. El futuro se abría paso entre la carne y la sangre,
como siempre lo había hecho.
A un gesto de su abuela, se dirigió hacia la
mujer castaña que observaba esperanzada a su hija.
¿Cuántas miradas como aquella se había
encontrado?
—Necesitaremos un par de cordones. ¿Los tienes
preparados?
La mujer desapareció en el pasillo y en ese
momento la hija de Seve gritó aún más. Retrocedió sobre sus pasos para
encontrarse con la cabeza de su futuro nieto ya fuera del cuerpo de su hija.
Un charco denso y borboteante resbalaba sobre
la mesa de la cocina.
—Ya casi está fuera. Se ha desgarrado. No es
nada… No te preocupes.
Asomó un hombro.
La mujer castaña dejó escapar un gemido y la
hija, abierta de piernas sobre la mesa, chilló con todas sus fuerzas.
Gracia ayudó a su abuela a recoger el bebé.
La madre de la parturienta no podía apartar
los ojos de la criatura. Su mirada era tan fría como la superficie de la mesa
de la cocina de la que seguía chorreando sangre hasta el suelo.
—¿Qué pasa? —jadeó la hija de Seve—. Dime,
mamá, ¿qué pasa?
Gracia esperaba la salida de la placenta
mientras su abuela hablaba con la mujer castaña.
—¿Quieres enterrarlo? ¿Lo quieres para ti?
La mujer negó con un gesto.
—Llévatelo, llévatelo lejos.
La hija de Seve expulsó la placenta sin un
quejido. Tenía en su mirada la misma frialdad que envenenaba los ojos de su
madre.
—Lo siento —murmuró Gracia sin que la hija de
Seve la oyese.
La abuela envolvió a la criatura en una toalla
rosa que en algún momento estuvo adornada con el dibujo de un pato.
—La vida sigue; no lo olvides.
—No es cierto. La vida se paró hace ya tiempo.
La hija de Seve empezó a gemir sobre la mesa.
—¡Llévatelo! —gritó—. ¡¡Llévatelo!!
Gracia se dio la vuelta y se dirigió hacia la
pila. Se lavó las manos muy despacio. Respiró hondo. Siendo consciente de cómo
el aire entraba en su vientre y salía después, despacio, muy despacio.
—No quiero verlo —escupió la hija de Seve
entre dientes—. Llévatelo —repitió.
—Vigila si tiene fiebre. —La abuela se dirigió
a la mujer castaña—. Vigila la temperatura. He hecho lo posible, pero… Llámame
si notas cualquier cosa fuera de lo normal. Has perdido un nieto, pero sigues
teniendo a tu hija. —La criatura entre sus brazos gimió.
Gracia dio la mano a la hija de Seve. La apretó
con un gesto que pretendía ser consolador. Ella sabía qué sentía. Lo sabía
perfectamente.
El frío de la noche acarició su rostro. Ahora,
de pronto, el aire le parecía fresco y puro.
—Era un niño —susurró la abuela.
—Es un niño.
Gracia se atrevió a mirarlo.
Aún estaba envuelto en el unto sebáceo, la
sangre de su madre y la vieja toalla del pato. Sus manitas gordezuelas se
apretaban en un par de puños fuertemente cerrados.
Las deformidades de su rostro se mezclaban con
la sustancia gris y blancuzca que lo recubría.
—¿Vivirá?
La abuela asintió.
—¿Lo quieres?
Gracia observó sus manecitas perfectas, un ojo
semiabierto, una fosa nasal en la que aún quedaban restos del cuerpo de su
madre.
—No.
La abuela lo envolvió en la toalla. La apretó
fuertemente contra su carita.
—¿Cómo es ahora? ¿Vale más muerto o vivo?
—Ya nadie los quiere así —murmuró la abuela
sin dejar de presionar—. Los que pagan por ellos vivos, pagan poco. El
coleccionista murió hace tiempo.
Hizo un poco más de fuerza. Gracia no oyó ni
un ruido. Ni un gemido, ni un suspiro.
Se fue en silencio.
Sólo quedaban los ecos de sus propios pasos
sobre el asfalto.
—En casa llamaré a Dimitri.
No cruzaron ni una sola palabra más.
Gracia no podía dejar de pensar en la carne
tierna y fresca del bebé. Fetos y recién nacidos constituían la carne más
tierna. Lechales y no formados resultaban ser los mejores. Su abuela siempre
había sabido ganarse la vida.
Tragó saliva.
Los árboles de Vallespir susurraron a su paso.
Al alcanzar la esquina de la calle, se asomaron para comprobar que no hubiera
nadie.
—Es raro que haya patrullas. Pero siempre hay
que tener cuidado.
A Gracia le recordó cuando era niña y se lo
repetía tantas y tantas veces.
«Siempre vigilante. Siempre atenta. Siempre
depredador. Nunca presa.»
—Adelante.
Cruzaron Vallespir y continuaron su camino
entre las sombras.
Gracia susurró:
—¿Y el degenerao?
—Muerto. También muerto. Ese sí que pagaba
bien. Mucho mejor que el coleccionista.
A veces, en sus pesadillas, Gracia se
preguntaba si alguna de sus víctimas seguiría con vida.
—Quiero llegar a casa.
—Y yo, mi niña. Y yo.
Cuando por fin alcanzaron la calle Miguel
Ángel, la noche parecía aún más densa y oscura.
Gracia abrió la puerta y su chirriar
sobresaltó al profundo silencio.
La abuela aún apretaba el bulto envuelto en la
toalla contra sí.
—Déjalo en la nevera, por favor.
Gracia lo tomó entre sus brazos, como si se
tratase de un bebé sano y vivo, y lo guardó en el frigorífico junto a la
fiambrera que había traído a su abuela por la mañana.
—Necesito dormir.
—Buenas noches, mi niña.
Gracia se dirigió hacia el sofá. La nevera
zumbaba en un nivel muy bajo. Se envolvió de nuevo en la colcha deshilachada,
pero se sentía demasiado excitada como para poder conciliar el sueño. El corazón
le latía con rapidez. La cabeza estallaba en imágenes que era incapaz de
acallar.
Sólo cuando los primeros rayos de luz
comenzaron a asomar a través de los resquicios de la persiana, sintió que la
conciencia le abandonaba. Con el día, llegó el descanso.
Cuando se despertó, la luz llenaba por
completo el salón.
Su abuela la observó desde la cocina.
—Te he dejado dormir todo lo que necesitabas.
Es muy tarde. Dimitri está a punto de llegar.
—Prefiero no verlo.
La abuela asintió.
Gracia se preparó una infusión y cuando
escuchó que llamaban a la puerta, subió a la terraza. De día el paisaje era
totalmente diferente. El zumbido de los paneles solares que buscaban la luz
configuraba un runrún tranquilizador. Dirigió su mirada hasta las nubes y
distinguió la forma del rostro de un angelote con las mejillas tan hinchadas
que se convirtió, de pronto, en un ser monstruoso y terrible. Le pareció
escuchar gritos a lo lejos.
La cabeza de su abuela asomó desde el hueco de
las escaleras.
—Ya está. Se lo ha llevado. Tenía mucha prisa.
Dice que las cosas se están poniendo feas. Lo de L’Hospitalet ha llegado hasta
Badal. Han sacado de nuevo a los antidisturbios.
—¿Cuánto te ha dado?
—Más que por Vane.
A Gracia le apeteció fumarse un cigarro.
—¿Te queda aguardiente?
—Tengo una botella nueva.
El teléfono sonó con un timbre arcaico.
La abuela desapareció tragada por las
escaleras.
—¡Es Pablo! ¡Para tiii!
Gracia bajó de dos en dos los escalones.
—Hola, princesa, ¿qué tal?
Gracia hizo un repaso mental de todo lo
ocurrido durante el día anterior. Ya formaba parte del pasado. Quedaba lejos.
Había que olvidarlo. Enterrarlo junto a la pila de recuerdos guardados en algún
cajón de su memoria.
—Bien.
—¿Y tu abuela?
—Como siempre.
—Dale un beso de mi parte. —Pablo rió.
—Claro…
—¿Cuándo vuelves a casa?
—Esta tarde.
—Entonces te estaré esperando… Ten cuidado.
Han dicho en las noticias que en L’Hospitalet hay revueltas y decenas de
muertos.
—No te preocupes —contestó ella con voz
cansada—, esto está tranquilo.
Al otro lado de la línea se oyó un suspiro.
—Tengo una buena noticia. Una sorpresa,
princesa. Hablé con Puig por fin. Me lo encontré en la cantina. Había bebido
más de la cuenta y, ¡adivina!, me ha pasado el teléfono de su contacto. Ya sé
quién le suministra la carne. Es un tal Dimitri. Y… ¡lo he llamado! Me ha dicho
que le acaba de entrar una partida fina, fina, fina… y que mañana me la puede
hacer llegar. Es cara, pero vale la pena. ¿Qué te parece? —No dio tiempo a que
Gracia contestase—. Mañana tendrás una cena como Dios manda. He pensado en
organizar algo, ¿qué te parece si aviso a José y a Rosa María?
—No —respondió ella sin ganas—. No me apetece
nada. De verdad, Pablo, no te molestes.
—¿Te encuentras bien?
—Perfectamente. Sólo un poco cansada.
—¿Quieres que lo dejemos para otro día?
Gracia cogió aire.
—Sí… Por favor. Otro día…
—De todos modos, te prepararé algo especial.
Déjame pensarlo.
—No, por favor; no vale la pena.
—Quiero sorprenderte.
—No me apetece ninguna sorpresa.
—¿Seguro que estás bien?
Gracia asintió con un gesto. Entonces se dio
cuenta de que hablaba desde un teléfono sin pantalla ni cámara y que Pablo no
podía verla. Se obligó a contestar en voz alta.
—Sí, no te preocupes. Lo único que quiero es
un gran abrazo. Que me abraces…
—Cuenta con ello.
La voz de Pablo era inusualmente animada.
Gracia lo colgó enseguida.
—Abuela, Pablo te manda saludos.
—Todo un detalle por su parte.
Gracia dejó su mirada resbalar por la puerta
verde de la habitación que olía a desinfectante. Su abuela observó cómo se
apoyaba en el velador.
—¿No lo has vuelto a intentar?
Era el tipo de pregunta que nunca le hacía por
teléfono. Y que temía decirle en persona. Pero ahora quería saberlo.
—Ya no. Para qué.
La abuela hizo un gesto cansado.
—Nunca se sabe. Hay tantos casos. Cuando
parece haberse perdido la esperanza…
—El tratamiento es demasiado caro —la
interrumpió—. Ni siquiera los padres de Pablo pueden pagarlo. Y no quiero
embarcarme en un préstamo que tenga que pagar mi hipotético hijo o hija. Es
absurdo.
La abuela dejó escapar un suspiro.
—Hagamos una cosa: vente al cine conmigo.
Vente con nosotros. Durante un rato te olvidarás de todo. El cine sirve para
eso, para olvidar. Tengo una bolsa de chuches enorme. El azúcar y la ficción lo
curan todo… Tenemos preparada la sesión doble en recuerdo de Vane.
Gracia sonrió a su pesar.
—No, abuela. Quiero volver a casa.
—Esta es tu casa.
—Ya no. No lo es.
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