Blog de Regina Salcedo Irurzun

martes, 31 de marzo de 2020

LECTURAS PARA LA CUARENTENA: CARLOS HERRERO

Hoy os traigo un cuento de esos que, en un primer momento, te hacen reír, pero, enseguida, la sonrisa se te queda congelada y ves que una muda tristeza te ha doblado los hombros mientras dices: "puta vida...".


EL TRABAJO DEL HIJO
Carlos Herrero

Incapaz de percibir
microscópicas interacciones de átomos,
veo un pato.



Dafne había estado gorda toda su vida. Trabajaba de cajera en un supermercado. Nunca había engañado a su marido. Juan era muy superior a su mujer, había engañado a Dafne seis veces. Era bien consciente de esa superioridad. Aun así, todas las noches Juan veía el televisor junto a su esposa para que ella se sintiera acompañada y bien. Juan era mucho más inteligente que Dafne y si hubiera querido habría encontrado a otra mujer mejor. Pero eso habría dejado a Dafne desvalida. ¿A qué imbécil habría acabado juntándose? Y Juan quería protegerla. Juan quería hacerla feliz. A menudo pensaba en Dafne y a menudo sentía más compasión que amor. Juan había dejado que Dafne se le pegara treinta y cuatro años atrás, sufriría menos si ella muriera que al abandonarla.
Aurora, la hija mayor de la pareja, se había independizado aquel verano. Eduardo, el hijo retrasado, cumplió treinta y dos en noviembre.

Juan conducía, y explicó de nuevo a su mujer:
-Cariño. Cariño, escucha. Mira –hablaba con cuidado-. El precio de una cosa depende de su escasez.
-¡Que no, Juan! –gritó de nuevo Dafne enfadada-. ¡Que no! Y métetelo en la cabeza, ¿eh? Eduardo no va a trabajar en ningún burdel porque tenga la polla grande. No he criado a mi hijo para eso.
-Cariño…
-Llámame anticuada si quieres, Juan. No me importa.
            Dafne dio por terminada la conversación, miró hacia la carretera con el gesto serio.
-Cariño. Cariño escucha –Juan insistió,  hablaba con cuidado-, si hubiera pocos botones de hotel –explicó a su mujer-. O sea, si se necesitara una preparación especial para hacer de botones y poca gente la tuviera, a nosotros nos pagarían más. Pero todo el mundo puede hacer de botones.
-No quiero oír lo que estás diciendo –respondió Dafne sin mirarle.
            Juan también volvió su cabeza hacia la carretera. Pero estaba tan claro aquello… ¿cómo no lo veía Dafne? Pasó poco rato. Juan insistió:
-Cariño. Cariño, tranquila, escucha –Juan hablaba con cuidado-. Ni tú ni yo tenemos estudios.
-Yo tengo la egebé –dijo Dafne.
-Pero aunque tengas la egebé, para estar en la caja del supermercado no la necesitas. Ni yo para hacer de botones. Eso permite a los empresarios pagarnos el sueldo más bajo con las peores condiciones, ¿entiendes? Si nos echan, cincuenta personas tan capacitadas acudirán a por nuestro empleo. El poder está en la escasez, Dafne.
-No te doy una hostia porque llevamos muchos años casados Juan, pero júrame que no volverás a llevar a Eduardo a ese burdel.
-¡Si no es un burdel! Es como una discoteca, y nuestro hijo…
-¡Juan!
-Dafne, sé que parece algo antinatural, pero sólo lo parece, el chaval lo pasa bien.
-¡JUAN!
-¡Dafne, los chicos que trabajan allí no son más listos que él! Es un sitio en el que está integrado, y además gana mucho dinero.
            Dafne no miraba  a su marido. Juan volvió de nuevo la vista hacia la carretera, estaba desesperado. Permanecieron otro rato en silencio. Juan dijo:
-Cuando pienso en la cantidad de años que hemos desperdiciado llevándolo a esa escuela especial.
-Que no quiero oírte, Juan.
-Nosotros no tenemos una profesión. ¿Tú sabes cuántos millones somos en el mundo de nuestra generación?
            Dafne no dijo nada.
-Somos dos mil millones –dijo Juan-, o más. Además no competimos sólo contra ellos. Competimos contra todas las generaciones en edad de trabajar, Dafne. Hasta con analfabetos, quitando a minusválidos, ancianos y niños, competimos contra toda la humanidad.
-Muy bien Juan, competimos contra toda la humanidad. Llevamos toda la vida compitiendo contra toda la humanidad, ¿y qué?
-¿Que por qué no vamos a aprovechar nuestra ventaja? Eduardo es un hombre muy guapo, Dafne, te lo digo siempre. Se parece a tu padre. Además es fuerte y tiene la polla de un tamaño que escasea. Dafne, es enorme. Ahí está su valor.
-¡Pero es retrasado, Juan! ¡Se me cayó al suelo de bebé y ahora Eduardo es retrasado!
-Pero no tiene aspecto de retrasado –dijo Juan.
            Dafne no dijo nada, rompió a llorar. Hacía mucho que no recordaba el “accidente” de Eduardo.
-Dafne, le dan nueve mil euros al mes –explicó Juan-. Nueve mil, piénsalo. Y al chaval no le supone nada. Sale encantado, baila, lo jalean –dijo-. ¿No te gustaría comprarte la Thermomix?, si lo dices siempre.
            Miró a su mujer.
-Pero no llores –dijo-, Dafne. No llores.
-¿Pero por qué se me tuvo que caer de niño? –Dafne lloraba-. ¿Por qué se me tuvo que caer, Juan?
-Cariño, no… -Juan le pasó la mano por la cara para consolarla, varias veces –no llores- le dijo-, no, no llores. Aquello pasó, ocurrió, si lo hemos hablado muchas veces. Dafne, no llores. ¿Tú sabes lo desgraciada que es la gente normal? Y Eduardito es muy feliz.
-No le llames Eduardito que ya tiene treinta y dos años.
-Y tiene un pollón…
            Dafne rió, lloraba. Juan la tranquilizó de nuevo pasándole la mano por la cara. Dafne tardó más de un minuto en calmarse, luego dijo:
-Mira, Juan, aunque gane nueve mil euros al mes no está bien que trabaje en un burdel.
-¡Si no es un burdel! –explicó Juan de nuevo-. Es como una discoteca. El chaval se desnuda, baila. Ya está. Si no hace nada.
-¿No tiene que follar con nadie?
-No, cariño. Hombre, a lo mejor si él quiere. Personalmente yo no le quitaría esa experiencia, igual que desearía que nuestro perro follara, ya lo sabes. No creo que a la mujer que le pague le importe que sea retrasado.
-¿¡Que le pague!?
-Bueno, ya que va a follar con ella…
-Mira, es que no está bien, Juan. No está bien.
-Te digo que los chicos que trabajan con él no son mucho más listos.
            Los dos permanecieron callados el resto del viaje.

La discoteca se encontraba en los bajos de un nuevo complejo de oficinas, estaba rodeada de otros bares y discotecas. Había mucha gente ya borracha en grupos sentados en el suelo. A Dafne le parecían todos menores de veinte años. Se sentía muy mayor y fuera de lugar. Caminaba agarrada de su marido. Por suerte llegaron enseguida. No les dejaron pasar, no estaba permitida la entrada a ningún hombre. Dafne se encontraba algo nerviosa. Tuvo que salir el encargado.
            Conocía a Juan:
-Ésta es mi mujer.
-Señora –saludó el hombre.
            Dafne saludó con histeria. Dentro la música resonaba con fuerza. Ante el escenario había dispuestas distintas hileras de mesas con sillas. Un joven muy bien formado, no tendría más de veinte años, paseaba por la tarima meneando su morcillona polla a ritmo de reggaeton. Desde las mesas las mujeres gritaban, gesticulaban, reían. Había mucho nerviosismo.
            Dafne y Juan se dirigieron directamente a los camerinos:
-¡Hola mamá! –gritó Eduardo enseguida.
Recortaba un cartón.
-Hiiiiijooo.
            Dafne se abalanzó sobre él sin ver nada, le abrazó con fuerza. Su hijo estaba a salvo, gracias a Dios. Nunca más nadie, nunca, iba a separarle de él. Ya nadie se lo iba a arrebatar nunca. Dafne no pudo evitar que un par de lágrimas rodaran por sus mejillas, había estado tan preocupada… Permaneció mucho rato abrazada a su hijo. Luego, poco a poco, fue haciéndose consciente de lo que tenía alrededor. Soltó a Eduardito. En el camerino había otros nueve jóvenes en diminutos tangas amarillos.
-Mamá, ha dicho el cura que me van a dar vacaciones enseguida –dijo Eduardo.
-¿Sí, hijo?
-Ha hecho unos recortables, señora.
            Uno de los jóvenes mostró a Dafne unas cartulinas rotas, de distintos colores, pegadas a un fondo negro.
-Son muy bonitos –afirmó el joven sonriendo.
            Dafne asintió:
-Es que mi hijo es muy listo –afirmó.
            El joven sonrió más. No tendría ni veinte años, y ya llevaba un tanga tan diminuto. De repente un hombre con bigote entró en el camerino gritando:
-¡VAMOS, VAMOS, VAMOS!
             Y salieron corriendo todos para el número final.
-¡Ánimo Eduardito! –gritó Juan a su hijo antes de que desapareciera. Salieron todos.
-El chico que te ha hablado es uno de los socios –le explicó Juan a su mujer. Se habían quedado solos en el camerino-. Fue con quien contacté. Le hablé de nuestro hijo. Primero tuvo que hacerle una prueba, claro. Pero le gustó mucho. Yo ya sabía que les iba a gustar mucho. Además, como Eduardo tiene el problema, este chico se comprometió a cuidarlo durante los espectáculos. Parece un joven muy responsable –comentó Juan.
            Dafne asintió.
-A Eduardo le  he dicho que es cura, como en el colegio, para que no extrañe ni cuente historias.
-No sé si eso está bien, Juan.
-Está bien, cariño, está bien. Y Eduardo está feliz, ya lo verás.
            Salieron a verlo. La música había subido incluso el volumen, los once strippers se pavoneaban meneándose de un lado a otro de la tarima. Enseguida se habían quitado los tangas y, mejor o peor, realizaban obscenos movimientos y acrobacias. Quedaban entre diez y quince minutos de espectáculo. Todo estaba yendo de maravilla.
            Juan se acercó a la barra y pidió un whisky doble. Dafne no se movió, pegada a la tarima miraba  a su hijo; “trabajando”, pensó. Dios, la de problemas y preocupaciones que le había acarreado criarlo. Y siempre esa sensación de naufragio en las peripecias más cotidianas: cuando Eduardo llegaba con rozaduras en las rodillas, la más mínima fiebre la sumía en un profundo sentimiento de culpa. ¿Tenía razón Juan? ¿Era más feliz así?
            Dafne miró a su hijo menearse en el escenario. Eduardo era mayor que los demás y se notaba, era un hombre grande y guapo. “Qué extraña es la vida”, pensó Dafne. Aquel hombre grande había salido tan pequeñito de dentro de ella. Dafne lo recordó pequeñito, con los pies pequeñitos, las manos pequeñitas, y cómo había aprendido a caminar, sus primeras palabras. Dios, la de horas que había pasado a su lado pintando y haciendo los recortables, la plastelina. La de cenas y comidas y duchas  y meriendas, cortarle las uñas, lavarle la ropa. Y aquella noche también, cuando llegaran a casa, tendría que hacerle la cena y luego pintar con él un poquito antes de dormir. Dafne se sonrió con ternura. Quizá Juan sí tuviera razón, después de todo, lo que Dios quita con una mano lo da con la otra. Y su hijo sí parecía disfrutar, allí desnudo, bailando ante aquellas mujeres. Lo jaleaban, ¡a su hijo! ¡Especialmente a su hijo! Nunca en su vida había sentido Dafne orgullo semejante. Se quedó quieta, pegada a la tarima con lágrimas en los ojos. Amaba a su marido, amaba a su hija, amaba a su hijo, la vida era una extraña y maravillosa poesía. Dafne se sumergió en una plenitud de ternura y sentido y orgullo que le duró poco más que la música del espectáculo.
            Juan ya había terminado su copa. Esperaron a Eduardo en la salida. Dafne descubrió una llamada perdida de su hermana, el marido de Mónica se encontraba ingresado.
-Anoche le pusieron otras dos bolsas de sangre, Dafne –explicó enseguida Mónica-. Como no podía levantarse le dieron una cuña para cagar. Ya sabes lo torpe que es Fernando, la primera vez que cagó ya se manchó bastante pero la segunda, de madrugada, como no había vaciado la cuña de la primera, se lo ha echado todo encima. Al hacer la ronda la enfermera ha olido aquello, claro, ha entrado y ha visto mierda hasta por el suelo. Y Fernando le dice que ya casi está seco, que no se preocupe, que todo está bien. “Pero hombre, ¿qué ha hecho? ¿Cómo que todo va bien?”. “Es que no llevo calzoncillos”, les ha explicado Fernando, pero les ha dado igual. Lo han desnudado entre tres enfermeras y le han cambiado. ¡Y esta mañana me lo cuenta Fernando llorando!, ¿¡tú te crees!? ¿Porque le ven los cojones las enfermeras ponerse  a llorar, con cincuenta y seis años que tiene? ¡Si las enfermeras están para eso! Así que le he dicho que se callara, que ya estaba bien de ñoñerías, que se estaba volviendo un delicado. Dafne, tú no lo sabes pero es que sufre por todo, porque lo van a operar,  por si se muere al operarse, por la rehabilitación que va a hacer. Es que sufre hasta por si le oyen cagar otros enfermos, joder. Y le he dicho: “Fernando, la felicidad es un estado interno. Si te cagas sin control, disfrútalo. Anda que no hay gente estreñida por ahí que sufre”.

Por fin salió Eduardo. ¡Qué guapo estaba!, pensó Dafne. ¡Cuánto quería ella a su hijo! Además le regaló a Dafne la cartulina con los recortables, se había duchado, le sonreía. Dafne le plantó un besazo en la mejilla. Su hijo era tan guapo… Camino del coche, Dafne también besó a su marido. Se sentía tan feliz, pero de repente se sintió inquieta.
-¿Y si se enteran los vecinos? –preguntó.


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