EL
TRABAJO DEL HIJO
Carlos
Herrero
Incapaz
de percibir
microscópicas
interacciones de átomos,
veo
un pato.
Dafne había estado gorda toda su vida.
Trabajaba de cajera en un supermercado. Nunca había engañado a su marido. Juan
era muy superior a su mujer, había engañado a Dafne seis veces. Era bien
consciente de esa superioridad. Aun así, todas las noches Juan veía el televisor
junto a su esposa para que ella se sintiera acompañada y bien. Juan era mucho
más inteligente que Dafne y si hubiera querido habría encontrado a otra mujer
mejor. Pero eso habría dejado a Dafne desvalida. ¿A qué imbécil habría acabado
juntándose? Y Juan quería protegerla. Juan quería hacerla feliz. A menudo
pensaba en Dafne y a menudo sentía más compasión que amor. Juan había dejado
que Dafne se le pegara treinta y cuatro años atrás, sufriría menos si ella
muriera que al abandonarla.
Aurora, la hija mayor de la pareja, se
había independizado aquel verano. Eduardo, el hijo retrasado, cumplió treinta y
dos en noviembre.
Juan conducía, y explicó de nuevo a su mujer:
-Cariño. Cariño, escucha. Mira –hablaba con cuidado-. El
precio de una cosa depende de su escasez.
-¡Que no, Juan! –gritó de nuevo Dafne enfadada-. ¡Que no!
Y métetelo en la cabeza, ¿eh? Eduardo no va a trabajar en ningún burdel porque
tenga la polla grande. No he criado a mi hijo para eso.
-Cariño…
-Llámame anticuada si quieres, Juan. No me importa.
Dafne
dio por terminada la conversación, miró hacia la carretera con el gesto serio.
-Cariño. Cariño escucha –Juan insistió, hablaba con cuidado-, si hubiera pocos
botones de hotel –explicó a su mujer-. O sea, si se necesitara una preparación especial
para hacer de botones y poca gente la tuviera, a nosotros nos pagarían más.
Pero todo el mundo puede hacer de botones.
-No quiero oír lo que estás diciendo –respondió Dafne sin
mirarle.
Juan
también volvió su cabeza hacia la carretera. Pero estaba tan claro aquello…
¿cómo no lo veía Dafne? Pasó poco rato. Juan insistió:
-Cariño. Cariño, tranquila, escucha –Juan hablaba con
cuidado-. Ni tú ni yo tenemos estudios.
-Yo tengo la egebé –dijo Dafne.
-Pero aunque tengas la egebé, para estar en la caja del
supermercado no la necesitas. Ni yo para hacer de botones. Eso permite a los
empresarios pagarnos el sueldo más bajo con las peores condiciones, ¿entiendes?
Si nos echan, cincuenta personas tan capacitadas acudirán a por nuestro empleo.
El poder está en la escasez, Dafne.
-No te doy una hostia porque llevamos muchos años casados
Juan, pero júrame que no volverás a llevar a Eduardo a ese burdel.
-¡Si no es un burdel! Es como una discoteca, y nuestro
hijo…
-¡Juan!
-Dafne, sé que parece algo antinatural, pero sólo lo
parece, el chaval lo pasa bien.
-¡JUAN!
-¡Dafne, los chicos que trabajan allí no son más listos
que él! Es un sitio en el que está integrado, y además gana mucho dinero.
Dafne no
miraba a su marido. Juan volvió de nuevo
la vista hacia la carretera, estaba desesperado. Permanecieron otro rato en
silencio. Juan dijo:
-Cuando pienso en la cantidad de años que hemos
desperdiciado llevándolo a esa escuela especial.
-Que no quiero oírte, Juan.
-Nosotros no tenemos una profesión. ¿Tú sabes cuántos
millones somos en el mundo de nuestra generación?
Dafne no
dijo nada.
-Somos dos mil millones –dijo Juan-, o más. Además no
competimos sólo contra ellos. Competimos contra todas las generaciones en edad
de trabajar, Dafne. Hasta con analfabetos, quitando a minusválidos, ancianos y
niños, competimos contra toda la humanidad.
-Muy bien Juan, competimos contra toda la humanidad.
Llevamos toda la vida compitiendo contra toda la humanidad, ¿y qué?
-¿Que por qué no vamos a aprovechar nuestra ventaja?
Eduardo es un hombre muy guapo, Dafne, te lo digo siempre. Se parece a tu
padre. Además es fuerte y tiene la polla de un tamaño que escasea. Dafne, es
enorme. Ahí está su valor.
-¡Pero es retrasado, Juan! ¡Se me cayó al suelo de bebé y
ahora Eduardo es retrasado!
-Pero no tiene aspecto de retrasado –dijo Juan.
Dafne no
dijo nada, rompió a llorar. Hacía mucho que no recordaba el “accidente” de
Eduardo.
-Dafne, le dan nueve mil euros al mes –explicó Juan-.
Nueve mil, piénsalo. Y al chaval no le supone nada. Sale encantado, baila, lo
jalean –dijo-. ¿No te gustaría comprarte la Thermomix ?, si lo dices
siempre.
Miró a
su mujer.
-Pero no llores –dijo-, Dafne. No llores.
-¿Pero por qué se me tuvo que caer de niño? –Dafne
lloraba-. ¿Por qué se me tuvo que caer, Juan?
-Cariño, no… -Juan le pasó la mano por la cara para
consolarla, varias veces –no llores- le dijo-, no, no llores. Aquello pasó,
ocurrió, si lo hemos hablado muchas veces. Dafne, no llores. ¿Tú sabes lo
desgraciada que es la gente normal? Y Eduardito es muy feliz.
-No le llames Eduardito que ya tiene treinta y dos años.
-Y tiene un pollón…
Dafne
rió, lloraba. Juan la tranquilizó de nuevo pasándole la mano por la cara. Dafne
tardó más de un minuto en calmarse, luego dijo:
-Mira, Juan, aunque gane nueve mil euros al mes no está
bien que trabaje en un burdel.
-¡Si no es un burdel! –explicó Juan de nuevo-. Es como
una discoteca. El chaval se desnuda, baila. Ya está. Si no hace nada.
-¿No tiene que follar con nadie?
-No, cariño. Hombre, a lo mejor si él quiere.
Personalmente yo no le quitaría esa experiencia, igual que desearía que nuestro
perro follara, ya lo sabes. No creo que a la mujer que le pague le importe que
sea retrasado.
-¿¡Que le pague!?
-Bueno, ya que va a follar con ella…
-Mira, es que no está bien, Juan. No está bien.
-Te digo que los chicos que trabajan con él no son mucho
más listos.
Los dos
permanecieron callados el resto del viaje.
La discoteca se encontraba en los bajos de un nuevo
complejo de oficinas, estaba rodeada de otros bares y discotecas. Había mucha
gente ya borracha en grupos sentados en el suelo. A Dafne le parecían todos
menores de veinte años. Se sentía muy mayor y fuera de lugar. Caminaba agarrada
de su marido. Por suerte llegaron enseguida. No les dejaron pasar, no estaba
permitida la entrada a ningún hombre. Dafne se encontraba algo nerviosa. Tuvo
que salir el encargado.
Conocía
a Juan:
-Ésta es mi mujer.
-Señora –saludó el hombre.
Dafne
saludó con histeria. Dentro la música resonaba con fuerza. Ante el escenario
había dispuestas distintas hileras de mesas con sillas. Un joven muy bien
formado, no tendría más de veinte años, paseaba por la tarima meneando su
morcillona polla a ritmo de reggaeton.
Desde las mesas las mujeres gritaban, gesticulaban, reían. Había mucho
nerviosismo.
Dafne y
Juan se dirigieron directamente a los camerinos:
-¡Hola mamá! –gritó Eduardo enseguida.
Recortaba un cartón.
-Hiiiiijooo.
Dafne se
abalanzó sobre él sin ver nada, le abrazó con fuerza. Su hijo estaba a salvo,
gracias a Dios. Nunca más nadie, nunca, iba a separarle de él. Ya nadie se lo
iba a arrebatar nunca. Dafne no pudo evitar que un par de lágrimas rodaran por
sus mejillas, había estado tan preocupada… Permaneció mucho rato abrazada a su
hijo. Luego, poco a poco, fue haciéndose consciente de lo que tenía alrededor.
Soltó a Eduardito. En el camerino había otros nueve jóvenes en diminutos tangas
amarillos.
-Mamá, ha dicho el cura que me van a dar vacaciones
enseguida –dijo Eduardo.
-¿Sí, hijo?
-Ha hecho unos recortables, señora.
Uno de
los jóvenes mostró a Dafne unas cartulinas rotas, de distintos colores, pegadas
a un fondo negro.
-Son muy bonitos –afirmó el joven sonriendo.
Dafne
asintió:
-Es que mi hijo es muy listo –afirmó.
El joven
sonrió más. No tendría ni veinte años, y ya llevaba un tanga tan diminuto. De
repente un hombre con bigote entró en el camerino gritando:
-¡VAMOS, VAMOS, VAMOS!
Y salieron corriendo todos para el número
final.
-¡Ánimo Eduardito! –gritó Juan a su hijo antes de que
desapareciera. Salieron todos.
-El chico que te ha hablado es uno de los socios –le
explicó Juan a su mujer. Se habían quedado solos en el camerino-. Fue con quien
contacté. Le hablé de nuestro hijo. Primero tuvo que hacerle una prueba, claro.
Pero le gustó mucho. Yo ya sabía que les iba a gustar mucho. Además, como
Eduardo tiene el problema, este chico se comprometió a cuidarlo durante los
espectáculos. Parece un joven muy responsable –comentó Juan.
Dafne
asintió.
-A Eduardo le he
dicho que es cura, como en el colegio, para que no extrañe ni cuente historias.
-No sé si eso está bien, Juan.
-Está bien, cariño, está bien. Y Eduardo está feliz, ya
lo verás.
Salieron
a verlo. La música había subido incluso el volumen, los once strippers se
pavoneaban meneándose de un lado a otro de la tarima. Enseguida se habían quitado
los tangas y, mejor o peor, realizaban obscenos movimientos y acrobacias.
Quedaban entre diez y quince minutos de espectáculo. Todo estaba yendo de
maravilla.
Juan se
acercó a la barra y pidió un whisky doble. Dafne no se movió, pegada a la
tarima miraba a su hijo; “trabajando”,
pensó. Dios, la de problemas y preocupaciones que le había acarreado criarlo. Y
siempre esa sensación de naufragio en las peripecias más cotidianas: cuando
Eduardo llegaba con rozaduras en las rodillas, la más mínima fiebre la sumía en
un profundo sentimiento de culpa. ¿Tenía razón Juan? ¿Era más feliz así?
Dafne
miró a su hijo menearse en el escenario. Eduardo era mayor que los demás y se
notaba, era un hombre grande y guapo. “Qué extraña es la vida”, pensó Dafne.
Aquel hombre grande había salido tan pequeñito de dentro de ella. Dafne lo
recordó pequeñito, con los pies pequeñitos, las manos pequeñitas, y cómo había
aprendido a caminar, sus primeras palabras. Dios, la de horas que había pasado
a su lado pintando y haciendo los recortables, la plastelina. La de cenas y
comidas y duchas y meriendas, cortarle
las uñas, lavarle la ropa. Y aquella noche también, cuando llegaran a casa,
tendría que hacerle la cena y luego pintar con él un poquito antes de dormir.
Dafne se sonrió con ternura. Quizá Juan sí tuviera razón, después de todo, lo
que Dios quita con una mano lo da con la otra. Y su hijo sí parecía disfrutar,
allí desnudo, bailando ante aquellas mujeres. Lo jaleaban, ¡a su hijo!
¡Especialmente a su hijo! Nunca en su vida había sentido Dafne orgullo
semejante. Se quedó quieta, pegada a la tarima con lágrimas en los ojos. Amaba
a su marido, amaba a su hija, amaba a su hijo, la vida era una extraña y
maravillosa poesía. Dafne se sumergió en una plenitud de ternura y sentido y orgullo
que le duró poco más que la música del espectáculo.
Juan ya
había terminado su copa. Esperaron a Eduardo en la salida. Dafne descubrió una
llamada perdida de su hermana, el marido de Mónica se encontraba ingresado.
-Anoche le pusieron otras dos bolsas de sangre, Dafne
–explicó enseguida Mónica-. Como no podía levantarse le dieron una cuña para
cagar. Ya sabes lo torpe que es Fernando, la primera vez que cagó ya se manchó
bastante pero la segunda, de madrugada, como no había vaciado la cuña de la primera,
se lo ha echado todo encima. Al hacer la ronda la enfermera ha olido aquello,
claro, ha entrado y ha visto mierda hasta por el suelo. Y Fernando le dice que
ya casi está seco, que no se preocupe, que todo está bien. “Pero hombre, ¿qué
ha hecho? ¿Cómo que todo va bien?”. “Es que no llevo calzoncillos”, les ha
explicado Fernando, pero les ha dado igual. Lo han desnudado entre tres
enfermeras y le han cambiado. ¡Y esta mañana me lo cuenta Fernando llorando!,
¿¡tú te crees!? ¿Porque le ven los cojones las enfermeras ponerse a llorar, con cincuenta y seis años que
tiene? ¡Si las enfermeras están para eso! Así que le he dicho que se callara,
que ya estaba bien de ñoñerías, que se estaba volviendo un delicado. Dafne, tú no
lo sabes pero es que sufre por todo, porque lo van a operar, por si se muere al operarse, por la
rehabilitación que va a hacer. Es que sufre hasta por si le oyen cagar otros
enfermos, joder. Y le he dicho: “Fernando, la felicidad es un estado interno. Si
te cagas sin control, disfrútalo. Anda que no hay gente estreñida por ahí que
sufre”.
Por fin salió Eduardo. ¡Qué guapo estaba!, pensó Dafne.
¡Cuánto quería ella a su hijo! Además le regaló a Dafne la cartulina con los
recortables, se había duchado, le sonreía. Dafne le plantó un besazo en la
mejilla. Su hijo era tan guapo… Camino del coche, Dafne también besó a su
marido. Se sentía tan feliz, pero de repente se sintió inquieta.
-¿Y si se enteran los vecinos? –preguntó.
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