UNA VENTANA EN VÍA SPERANZELLA
Javier
Saéz de Ibarra
Las acciones vitales son en realidad, formas expresas
y expresivas de lo que puede llegar a ser entendido como arte. […] No es
preciso transferir a un objeto extraño y exterior a la propia persona las vivencias
sensibles o emocionales, porque el arte también puede ser objetivado a través
de acciones y movimientos del propio cuerpo, y quien los observa puede
captarlos como presencias representativas similares a las que provocan o se
experimentan delante de las llamadas obras de arte.
Arnau Puig sobre Esther Ferrer
Porque
la otra obra, la interminablemente heroica, la impar, la invisible en cuanto
fugaz, la que, sin embargo, hace que hoy todavía se interesen profesores,
críticos de arte, algunas personas allegadas, así como vecinos de escasa
formación pero afecto constante, esa sólo se guarda en la memoria viva de unos
pocos testigos. En cuanto a mí, vengo a ofrecer el testimonio de una de sus
acciones, aun cuando puede discutirse si se trata de una sola, repetida con
fidelidad durante cincuenta años, o si hubo, por el contrario, cincuenta
acciones diferentes que sólo por la semejanza de la materialidad del gesto
pueden confundirse –dejo su elucidación a expertos y filósofos-. Quiero anotar
pues, el haberla visto una vez y el hecho, que no estimo meritorio, de haber
consagrado parte de mi vida a reflexionar
sobre él e interpretarlo a la luz de mi investigación en torno a los
acontecimientos nucleares de su biografía.
He
anotado cincuenta años, cifra engañosa
por rotunda, cuando no es posible registrar el momento en que Petra Menardi
comenzó a realizar su acción. Lo esencial, con todo, me parece que reside en el
hecho de que durante esa aproximada cincuentena, Petra Menardi se mantuvo fiel
a su acto de forma heroicamente consecutiva, para lo que no reparó en
enfrentarse a sucesos, emociones, acaso pensamientos, que a otra persona sin el
poder de su temperamento le hubieran forzado a desistir.
En un
número hoy salido del anonimato de la Via Speranzella , una entre
otras que cuadriculan el barrio napolitano degli Spangnoli, en un pequeño piso
de tres habitaciones situado en la
segunda planta, vivió y luchó secretamente, con el secreto que ampara a los
pobres, esta mujer, cuya infancia y adolescencia hicieron creer a sus padres
que cosecharía múltiples triunfos por su excepcional talento para las artes plásticas.
A su servicio dedicaron dinero, que no era el problema, e influencias entre
prestigiosas academias y renombrados artistas, los cuales no cesaron de alabar
los progresos que iba mostrando año a año, casi mes a mes. En los círculos más
exquisitos de Milán, no había cumplido los trece años cuando ya se hablaba de
ella con admiración y se resolvían pronósticos sobre el lugar que alcanzaría en
el arte italiano cuando, superada su precocidad, llegara a la madurez creativa.
Un plan especial de estudios le permitió viajar a los principales museos y
pinacotecas del mundo: Madrid, San Petersburgo, París, Amberes, Nueva York…
donde aprender de los grandes maestros; acudió
a clases magistrales de pintores reconocidos, invitada incluso a sus
talleres, a sus casas; en todas partes era recibida con asombro y generosidad.
Se echará de menos en la relación de obras establecida al principio la mención
a estas creaciones de la infancia; no hay más fulminante y desgraciada razón
que el hecho de que jamás uno solo de sus cuadros fuese vendido, pues la niña
insistía tenazmente en conservarlos todos para poseer –se dijo que decía- la
secuencia intacta de su “carrera” con vistas a no se conoce qué destino
creativo; y a la que la nómina completa ardió en una pira que ella misma
compuso en algún lugar costero del mar Tirreno, según fuentes dignas de
crédito. Puede llamar la atención, más incluso que el hecho de que su autora
los entregara al fuego, que tampoco hubiera regalado una sola de sus obras como
obsequio a su padre, su madre o cualquiera de sus tres hermanos. Si, pese a
todo, existiera algún poseedor de alguna de sus piezas, hasta el momento,
calla.
Al
cumplir los dieciocho años, acabados sus estudios generales, le fue
concedida la afamada beca Pazzi &
Harrington para estudiar en Barcelona junto con un selecto grupo de nuevos
artistas. Estas jóvenes promesas ampliaban sus estudios de Estética, Filosofía,
Literatura, además de recibir clases teóricas y prácticas de dibujo, pintura,
escultura, medios audiovisuales. Todos ellos convivían estrechamente en un
colegio mayor en el que, por temporadas, residían también algunos de los
profesores, de manera que se asegurase una formación continua, rotas las
barreras de aulas u horarios,
acercándose al ideal de una vinculación personal entre maestro y discípulo. En las salas,
pasillos, jardines de aquel colegio mayor, Petra Menardi conoció y trató a
Octavi Escasany, artista plástico, conocido teórico del “minimalismo móvil”,
concepto estético que él mismo acuñó y practicó durante casi una década.
Presumiblemente, su relación trascendió del respeto y la admiración mutuas a la
necesidad de un intercambio en interpretación mayores; del plano estético se
llegó al personal, al pasional, al amoroso; ella fue desatendiendo a los otros
profesores, él terminó por descuidar sus obligaciones docentes y, contra la
opinión y las presiones del consejo rector, cuando el cuatrimestre del señor Escasany concluyó, la genial creadora
Petra Menardi abandonó el colegio y renunció a la beca por seguirlo. La
habitación vacía, en la que había vivido aquellos meses y adonde fueron a
buscarla tras apercibirse de su ausencia, sólo descubrió algunos efectos
personales de los que había prescindido y enormes manchas sobre la cama, por el
suelo y las paredes de pintura roja que ella había derramado directamente de
los botes con los que venía trabajando. Resultó como un sello, como un símbolo
de la pérdida de la inocencia o, acaso, la metáfora de la sangre o la vida que
estaba dispuesta a entregar por nueva pasión que se le ofrecía.
Apenas
es posible reconstruir los años que conducen a la pareja desde aquella elegante
zona universitaria barcelonesa por diferentes ciudades de la Europa meridional hasta un
barrio humilde, por no llamar deprimido y hasta peligroso, y en él a una calle
perdida, y en ella a un piso reducido en el que no había modo de establecer ya
no un taller, ni siquiera una sala donde tender las telas o colocar un torno.
Además de que para cuando se integraron en el populoso barrio de Los Españoles,
ella ya llevaba un crío de un año en sus brazos y, antes de un lustro, habían
nacido sus cuatro hijos. La joven, que había estrenado su mayoría de edad con
su lanzamiento a una prometedora carrera, acababa a los veintitrés unida a un
extravagante artista que la doblaba en años y cuyo declive creativo era más que
notable, rodeada de niños que reclamaban todo su tiempo y lejos de unos padres
que habían respondido finalmente con la indiferencia a tantas muestras de
silencio y desprecio de parte de su hija. La respetable familia se desentendía
así de Petra, acaso para forzarla a volver una vez que la aventura con aquel
hombre hubiera fracasado; reconciliación que , como sabemos, nunca se produjo.
Quiero
inferir, por tanto, que el primer acto de la artista Petra Menardi lo
realizaría hacia los veintitrés años de edad, viviendo todavía con Escasany. Sé
lo que esta reconstrucción tiene de ficticio, sé que sólo puede conjeturarse de
manera retroactiva a partir de los siguientes: sus repeticiones; pues no hay
testimonios directos de él, ni de los que vinieron en los años inmediatos; sin
embargo, me autoriza a recogerlo aquí mi esfuerzo por rehacer un itinerario,
siquiera en algunos de sus momentos más intensos. Una mañana de julio, la
primera mañana de un tres de julio, hacia las once, la joven Petra Menardi
abrió la mediana ventana que iluminaba su saloncito y se asomó a la luz de esa
bulliciosa Via Speranzella; inspiró profundamente el aire cargado del ruidoso
humo del tráfico, el vocerío, los olores de los comercios de aves, cueros y
ultramarinos de entonces, y realizó el gesto que luego repetiría con fidelidad
insondable durante toda su vida: se desabrochó uno a uno los botones de su
camisa, a continuación se la abrió con parsimonia y mostró al aire, al mundo, a
nadie en particular, a todo el que en ese momento acertara a mirar hacia lo
alto de aquel segundo piso, su pecho izquierdo.
Lo mantuvo exhibido un tiempo impreciso, unos
segundos apenas, varios minutos, hasta que lo cubrió delicadamente con esa
parte correspondiente de la camisa y volvió a abotonársela. Después, con ambas
manos se cubrió el rostro y fue recorriéndolo de abajo arriba hasta alcanzar lo
alto de la frente y mesar sus cabellos largos en un movimiento luego
descendente hasta por detrás de la cabeza. Dejó un instante colgando sus manos;
cerró la ventana, y se retiró al interior de su casa. El gesto inicial había
nacido. Sin embargo, ese primer y/o único acto era una verdadera declaración de
libertad: ni la modestia de su vivienda, ni los hijos en ese momento como carga
de responsabilidades, ni la condena moral y económica de sus padres doblegarían
su voluntad de ser. Su cuerpo mostrado se convertía de esta forma en testimonio
de su decisión de mantenerse en sí y consigo misma, asumiendo el destino que
se había marcado hasta entonces como el
que fuera a depararle el tiempo restante. La joven Petra Menardi había volcado
en un gesto de soberanía toda la fuerza de su genio creador, como volcó en
aquella habitación de sus dieciocho años la pintura roja con que bautizaba su
independencia.
Es
verosímil que no hubiera testigos de ese primer acto del ritual; pero sabemos
que siguió repitiéndolo invariablemente cada mañana de cada tres de julio,
siempre hacia las once, con independencia del tiempo metereológico, de la vida
de la ciudad o de sus circunstancias personales. En cada ocasión era la
confluencia de esas coyunturas la que imprimía en su gesto idéntico una
identidad particular, de modo que sólo a una mirada superficial había ocurrido
lo mismo un año y otro. ¿Cómo interpretar, si no, que realizara la misma acción
aquella mañana de sus veintitrés años, cuando vivía con su pareja, el pintor
Escasany, y la que ejecutó con firmeza el primer tres de julio en que,
abandonada por él, ya se encontraba sola en la casa? Este acto contenía toda la
fuerza y la determinación de continuar adelante, criando a sus hijos; su pecho
descubierto era la imagen misma de la desnudez, de la pobreza en que había
quedado, sin pareja, sin el dinero que de él habría debido recibir, sin
protección. El hecho de mesarse los cabellos hacia atrás representaba la
obstinación por lavar el rostro de la desesperación y encarar la dureza de la
vida de frente.
Con
cada año que pasó, el gesto repetido fue cargándose de sentido: la fidelidad a
sus hijos, el aceptar convertirse en una signora más de aquel barrio
considerado criminal y excluido de las guías turísticas, la rebeldía frente al
norte rico y elegante del que provenía, el desafío de su soledad como hija
perdida y como mujer repudiada. Hubo un tres de julio para el orgullo y otro
para la denuncia social y otro para la independencia y otro para el puro amor
por los actos gratuitos e inútiles de los que se enseñorean sobre su tiempo.
Petra Menardi retornaba al gesto idéntico enriqueciéndolo en el abismo del
silencio y su propio secreto. Tuvo que saborear la oscuridad en la que trabaja
el artista, ajeno a miradas y juicios de otros, solo en la fidelidad del
orfebre hacia sí mismo, aceptando la posibilidad definitiva del olvido que
concierne a todo creador, y que caracteriza a la condición humana en general.
Durante años no tuvo la menor compensación de un aliado, de un testigo, de un discípulo
que la comprendiese o alabase, que comentara entre otros lo que había
descubierto a su lado. Menardi había abrazado, como a su amante, el anonimato y
la desaparición; por eso, cuando vinieron los que querrían hablar de ella, ella
ya los había despedido.
Alguna
mañana los vecinos no lo supieron, otra hubo uno que la descubrió y tuvo el
azar de volver a verla al pasar el año,
hubo quien lo comentó con su compañero, hubo quien se olvidó y también
quienes, difundiendo la noticia del acto, terminaron por convocar, para el
siguiente tres de julio, el primer grupo que aguardó expectante desde el medio
de la calle que se repitiera la exhibición de Petra en la ventana. La ropa
tendida a lo largo de la fachada o el aguacero imprevisto o la interposición de
camiones o la simple atracción de un evento deportivo pudieron modificar la
percepción de aquel mínimo desnudo; pero los habitantes del barrio degli
Spagnoli, los vecinos de Via Speranzella sabían que ese gesto se había hecho,
que Petra no había flaqueado en su resolución y , de alguna manera, aunque no
supieran entenderlo, comprendían que aquella acción sostenía a aquella mujer y
le otorgaba una aureola de autoridad; así presentían que emanaba desde ella
para conferirle a todo el barrio un respeto que su mala fama y su miseria le
habían arrebatado a los ojos del resto de la ciudad. No negaré que algunos de
aquellos curiosos, en número creciente, esperasen en medio de la vía sólo por el placer bien elemental de contemplar
durante un minuto un pecho femenino; pero otros me han declarado con emoción
que aquella mujer les mostraba la fragilidad de un cuerpo, un pecho que
arrostraba las dificultades que ellos mismos sentían a diario, y una mama que
para algunos hacía el recordatorio de una infancia perdida y, con ella, la
experiencia de quimeras y sueños que habían perseguido siempre y por los que
aún peleaban. En los ojos de cada vecino de Via Speranzella era una mujer
distinta la que se desnudaba, un cuerpo diferente el que se aproximaba al suyo
para estrecharlo en un momento mágico de unión.
Petra
Menardi conoció a algunos hombres más, las gentes los vieron subir a la casa,
entrar en su vida, dejarle la huella de su paso, incluso alguno la de un
maltrato físico; el siguiente parecía excluir la mala fortuna y las
incomprensiones del anterior, pero el que venía luego no resultaba mejor que
quien lo había precedido. La historia amorosa de esta mujer parecía condenada a
escribir siempre un mismo capítulo. Y, cargando con eso, ella siguió y siguió
desnudando su pecho cada tres de julio, sin que ninguno de ellos osara
impedírselo, o al menos sin éxito. Cuánta furia no habría en ella contra
aquellos maridos temporales y canallas en cada desnudar de sus dedos para
librar cada botón de su ojal, cuánta desesperación en el momento de volverlo a
su sitio para irse cerrando la blusa de abajo arriba, en orden inverso, para ir
cerrando así su boca tras aquella muestra de protesta.
Sus
cuatro hijos crecieron sin padre, y uno a uno fueron cayendo en las redes que
teje un barrio deprimido y desasistido para sus criaturas: la soledad, la
impotencia, la ira, la violencia, el crimen, la autodestrucción. El mayor
arrastró al segundo, el segundo enseñó el camino al tercero, sólo el magisterio
de éste se malogró en su hermanita, la única chica, por la afortunada
intervención de sus abuelos. El primero de sus hijos apareció muerto por una
sobredosis en un portal cercano; al segundo lo perdió con una navaja en el
pecho, el tercero sufrió una larga agonía enfermo de sida antes de maldecir su
suerte, a su madre, a los que no le quisieron, al mundo. En cada ocasión, Petra
Menardi salió a su ventana. Se abrió la camisa por no rasgarla del dolor por su
primogénito; botón a botón los fue
desabrochando tantos como años había sufrido por el segundo; se mesó los
cabellos en un largo gesto por el tiempo de amargura que había padecido a causa
de su hijo tercero. Para cada uno, un momento de su rito quedaba consagrado,
señalado entre otros, como imposible de confundir era cada uno de los chicos
que había criado y había dilapidado para la vida sin saber educarlos. Lo
comprendían los vecinos, y la esperaron las tres veces en la solemnidad de su
silencio en la calle, suspirando, maldiciendo o llorando con ella,
derrumbándose o sublevados cuando les abría el pecho y parecía decirles, mirad,
he aquí la herida, la llaga tres veces infligida en mi costado.
Los
abuelos aparecieron un día avalados por los jueces para privarla de la custodia
de la pequeña. No sé decir si opuso resistencia o fue para ella una liberación,
la respuesta de la niña tampoco ha sido registrada. Los que la vieron aquella
mañana del tres de julio dicen que nunca su gesto de asomar su cuerpo a la
ventana fue tan terrible. Iba abriéndose la blusa como a tirones, un rato largo
se mantuvo con la prenda abierta sobre un cuerpo macilento que los sufrimientos
estaban empujando a su acabamientos, y un gesto impresionante ejecutó para
retirar la parte izquierda de la blusa como si descorriera un telón, como para
dejar que las miradas de sus condolidos vecinos pudieran mirar hasta el fondo,
sin el menor pudor, la aflicción que ella sentía. Algunos testigos me han dicho
que, pasados unos minutos de conmoción, no pudieron impedir su deseo de
vitorearla: un estallido de júbilo mezclado con lástima, de compasión asistida
de furia se apoderó de hombres y mujeres allí reunidos, que empezaron a
llamarla: bella, carina, fiore,
incluso, madonna y ¡vergine! Es casi imposible imaginarse la
escena en que el prosaísmo de esa calle más bien estrecha, oscura, maloliente
se aupaba de pronto sobre sí para gritar, aplaudir, saludar, llorar, con la
intención de rendir homenaje a una mujer que vivía entre ellos, precisamente en
el momento de su mayor fracaso, del mayor dolor, cuando todos sus deseos y
aspiraciones se habían destruido irremisiblemente.
Aquella casa hoy reconocible de Via Speranzella continuó siendo la
residencia de Petra, a quien sus convecinos empezaron a llamar “la dama”; nunca
salió de allí. Cada tres de julio las gentes siguieron fieles al ritual, al que
acudían por sentimiento, devoción o afecto hacia aquella mujer y con la cual,
fuera de aquel momento, convivían con la mayor naturalidad, la familiar
franqueza con que los napolitanos se tratan entre sí. Una vez, un equipo de
televisión se presentó en la calle para tomar imágenes de la celebridad; eso no
debió gustar a un grupo de vecinos que acabó agrediendo a los periodistas y
requisó las cámaras; el proyecto quedó en nada, de manera que nunca se tomaron
imágenes del evento, como si la calle, el barrio mismo hubieran emprendido un
acto de adopción hacia la mujer y rechazaran que su gesto pudiera exhibirse ante
ojos foráneos que no sabrían entender su grandeza o lo malinterpretarían. Es conocido para quienes
nos hemos interesado por Petra que, muertos sus padres, un hermanos suyo quiso
entregarle el dinero de la herencia que le correspondía y, con ese pretexto,
convencerla de que saliese de aquella ciudad en la que no veía expectativa
ninguna y, lejos de la cual, su vida pudiera enderezarse. Ella rechazó todas
sus palabras. Me pregunto hasta qué punto si porque para una mujer de su
temperamento extremo aquello significaría una rendición, o porque era incapaz
de entender su vida sin la obra artística que ejecutaba allí.
Yo vi
personalmente a Petra Menardi por entonces; su gesto adusto me pareció que
rezaba la voluntaria consagración a un acto especial, no sólo artístico, sino
desde luego profundo porque abrazaba su vida entera; nada encontré en él de
rutina, de pose, de complacencia consigo misma o con los demás. Sentí que aquel
tres de julio estaba empezando una serie nueva, ¡aunque llevaba ya cuarenta
años haciéndolo!, sentí también que se me ofrecía a mí, igual que a los demás,
la oportunidad de verlo como por primera vez y que lo ponía ante mis ojos para
que yo también participase de su mística, siempre que asistiera en silencio,
expuesto a su potencia capaz de despertar hondas emociones y asociaciones
íntimas que yo no debía declarar a nadie; como tampoco elle revelaba a ninguno
de nosotros nada más que la superficialidad del acto que conocíamos de memoria.
No diré el grado de revelación que me produjo, ni voy a anotar aquí expresiones
retóricas para alimentar una fama que nunca ha buscado o reivindicarme a mí
mismo; sólo puedo declarar que no me defraudó y que no voy a olvidarla.
Cuando
ya había cumplido sus setenta y tres años quiso asomarse aquel tres de julio a
la ventana; para ello necesitaba ayuda, pues era una mujer anciana que sufría
una cadera rota y que, atacada de reuma, hacía ya tiempo que era incapaz de
mesarse los cabellos como solía, y sólo con ciertas dificultades se desnudaba
sola. Alguna vecina cubría estos menesteres. La expectación era grande,
acrecentada de hecho cuando su deterioro físico se había vuelto tan evidente
que algunos pensábamos que aquella vez sería la última. He averiguado que
cuatrocientas o quinientas personas la esperaban abajo, como las diez o doce
ocasiones precedentes; el tráfico se había interrumpido con los vecinos como
fiadores del orden, y el silencio expectante se apoderó de la vía habitualmente
ruidosa. Algunos comentaban que por fin diría unas palabras de despedida, otros
negaban que fuera a variar el rito. Apoyándose en la vecina de al lado y en un
miembro del sindicato, Petra se asomó por última vez a la ventana de su casa;
fue la mujer quien la ayudó a abrirle la camisa porque a ella le faltaban las
fuerzas. Nadie la recibió con vivas ni con aplausos, sino con la unción de los
devotos. La vieja dama aparentaba bastantes más años de los que tenía, sus
cabellos caían largos y blancos junto a su rostro y su cuello señalados de
arrugas, sus manos mostraban manchas prematuras y la torpeza de la vejez; pero
llevaba sobre sí la misma camisa blanca de siempre, con su fila de botones
abrochados. Su brazo izquierdo tuvo que apoyarlo sobre el del hombre, la vecina
le sujetaba el codo derecho por si iba a vacilar mientras se desabrochaba.
Dicen que los segundos se detenían en cada gesto; cinco, seis botones tenía
acaso su blusa; sus dedos cinco o seis veces hicieron el sencillo acto de
localizar el pedazo duro y liberarlo como a un ojo para la visión; en tanto la
prenda se iba abriendo, dejando que el calor húmedo de la mañana de estío
refrescase una piel ajada. ¿Era el recuerdo de la vida lo que estaba
mostrándonos?, ¿era la imagen de la muerte que ha de sobrevivirnos? ¿De qué se
trataba en aquellos momentos? ¿Se mostraba la imposibilidad de comprender la
gravedad última de cualquier gesto que hagamos, o del hecho incontrovertible de
que toda vida consiste en pequeñas y cotidianas acciones? Una mujer que se
desviste una y otra vez, porque ha de vivir un día y otro; una mujer que
reconoce su cuerpo después de descubrirlo y antes de volver a ocultárselo,
ocultárnoslo… ¿porque necesitamos la máscara?, ¿porque acaso es invencible el
pudor?, ¿porque no sabemos en realidad nada cierto de lo que con toda fatuidad llamamos nuestra
existencia? Ya se había desabotonado la fila y entonces tenía que mostrar su
pecho; y aquella anciana desnudaba su seno arrugado, flácido, verdadero. Se
mantuvo un momento así, hasta que sintió que la debilidad vencía sus piernas;
tuvo, sin embargo, el vigor de impedir que su compañía la asistiese en la
operación de volver a cubrirla. Petra agotó su energía en abotonarse uno a uno
los mismos botones, empleando su tiempo en eso, no dejando que ningún otro
objetivo se interpusiese; pienso yo que invitando a sus amigos, a sus
espectadores a malgastar junto a ella ese tiempo para el recato. Cuando
terminó, por fin, no pudo ya realizar el gesto que siempre venía después.
Temblaba todo su cuerpo al querer llevar las dos manos sobre su rostro y
recorrerlo de abajo arriba, alcanzó hasta la frente y ahí desistió, el dolor de
las articulaciones le impedía ostensiblemente acariciar sus cabellos, por
detrás como nos había acostumbrado; bajó la mano izquierda y con la otra se
tocó el cabello junto a la oreja, no en un ademán de coquetería, sino para
esbozar al menos el gesto que fue tan suyo de mesárselo. Esa mano vieja sobre
su oreja como una caricia final puso remate a su acción. No dijo nada, sonrió levísimamente
a los congregados, o quizás a la ciudad, o a todos, o a sí misma, y dirigió una
mirada a sus acompañantes de una forma que podía significar tanto “gracias”
como “la obra ha concluido, ayudadme a descansar; y cerrad la ventana”.
Yo no
estuve allí, refiero lo que me han contado; pero declaro que sí soy testigo de
su última acción, porque ella no la ejecutó con el fin de que la retuviesen los
afortunados que se habían congregado junto a su ventana, tampoco sé si para que
alguien, un curioso como yo, un profesor o
un crítico disertaran sobre ella en conferencias y artículos; sino
porque la había hecho por sí misma, para sí y para quien ocupase entonces su
pensamiento. Debo dejar constancia, de nuevo, del hecho capital, fácilmente
olvidable, de que durante varios años nadie supo de su existencia, y que, sin
embargo, Petra Menardi ejecutó su acto con fidelidad. Pienso ahora en la suma
de todos esos significados, los que le dio, los que le dimos, los que nunca
podremos corroborar, los que se nos han
escapado. Pienso sólo en el misterio de aquella sencillez.
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