Blog de Regina Salcedo Irurzun

sábado, 21 de marzo de 2020

RELATOS PARA LA CUARENTENA: JAVIER SÁEZ DE IBARRA

El relato de hoy nos viene de perlas pues nos enseña cómo podemos convertirnos en obras de arte vivientes. Solo necesitamos una ventana a la que asomarnos, constancia y alguien que nos mire e interprete. ¿Precisamos también de un propósito, de una poética? Leed este interesante cuento y quizás lo resolváis.

UNA VENTANA EN VÍA SPERANZELLA
Javier Saéz de Ibarra


Las acciones vitales son en realidad, formas expresas y expresivas de lo que puede llegar a ser entendido como arte. […] No es preciso transferir a un objeto extraño y exterior a la propia persona las vivencias sensibles o emocionales, porque el arte también puede ser objetivado a través de acciones y movimientos del propio cuerpo, y quien los observa puede captarlos como presencias representativas similares a las que provocan o se experimentan delante de las llamadas obras de arte.
Arnau Puig sobre Esther Ferrer



 LA OBRA VISIBLE QUE HA DEJADO ESTA ARTISTA es de fácil y breve enumeración: apenas unos cuadernos escolares que fue escribiendo de modo desigual hasta poco antes de su fallecimiento, ocurrido a sus setenta y tres años, y en la que no se encuentra otra cosa que recuerdos, vagos de personas, pisos, calles, paisajes que frecuentó, pero apenas nada que sirva para interpretar, mucho menos explicar, el sentido último –si es que cabe esto- de sus acciones; doce pequeños objetos de terracota que algún especialista, es un decir, ha denominado con el sencillo nombre de “esferas” y “polimorfismos”, y algunos correos electrónicos –son escasas las cartas, aunque muchas se han perdido –que unos pocos amigos han conservado y custodian celosamente. Exigua herencia, se concluye, para los estudiosos y curiosos que tratan de satisfacer con ella la sensible pérdida de lo que en realidad importa y no podrá recuperarse nunca.
  Porque la otra obra, la interminablemente heroica, la impar, la invisible en cuanto fugaz, la que, sin embargo, hace que hoy todavía se interesen profesores, críticos de arte, algunas personas allegadas, así como vecinos de escasa formación pero afecto constante, esa sólo se guarda en la memoria viva de unos pocos testigos. En cuanto a mí, vengo a ofrecer el testimonio de una de sus acciones, aun cuando puede discutirse si se trata de una sola, repetida con fidelidad durante cincuenta años, o si hubo, por el contrario, cincuenta acciones diferentes que sólo por la semejanza de la materialidad del gesto pueden confundirse –dejo su elucidación a expertos y filósofos-. Quiero anotar pues, el haberla visto una vez y el hecho, que no estimo meritorio, de haber consagrado parte de mi vida  a reflexionar sobre él e interpretarlo a la luz de mi investigación en torno a los acontecimientos nucleares de su biografía.
  He anotado  cincuenta años, cifra engañosa por rotunda, cuando no es posible registrar el momento en que Petra Menardi comenzó a realizar su acción. Lo esencial, con todo, me parece que reside en el hecho de que durante esa aproximada cincuentena, Petra Menardi se mantuvo fiel a su acto de forma heroicamente consecutiva, para lo que no reparó en enfrentarse a sucesos, emociones, acaso pensamientos, que a otra persona sin el poder de su temperamento le hubieran forzado a desistir.
  En un número hoy salido del anonimato de la Via Speranzella, una entre otras que cuadriculan el barrio napolitano degli Spangnoli, en un pequeño piso de tres  habitaciones situado en la segunda planta, vivió y luchó secretamente, con el secreto que ampara a los pobres, esta mujer, cuya infancia y adolescencia hicieron creer a sus padres que cosecharía múltiples triunfos por su excepcional talento para las artes plásticas. A su servicio dedicaron dinero, que no era el problema, e influencias entre prestigiosas academias y renombrados artistas, los cuales no cesaron de alabar los progresos que iba mostrando año a año, casi mes a mes. En los círculos más exquisitos de Milán, no había cumplido los trece años cuando ya se hablaba de ella con admiración y se resolvían pronósticos sobre el lugar que alcanzaría en el arte italiano cuando, superada su precocidad, llegara a la madurez creativa. Un plan especial de estudios le permitió viajar a los principales museos y pinacotecas del mundo: Madrid, San Petersburgo, París, Amberes, Nueva York… donde aprender de los grandes maestros; acudió  a clases magistrales de pintores reconocidos, invitada incluso a sus talleres, a sus casas; en todas partes era recibida con asombro y generosidad. Se echará de menos en la relación de obras establecida al principio la mención a estas creaciones de la infancia; no hay más fulminante y desgraciada razón que el hecho de que jamás uno solo de sus cuadros fuese vendido, pues la niña insistía tenazmente en conservarlos todos para poseer –se dijo que decía- la secuencia intacta de su “carrera” con vistas a no se conoce qué destino creativo; y a la que la nómina completa ardió en una pira que ella misma compuso en algún lugar costero del mar Tirreno, según fuentes dignas de crédito. Puede llamar la atención, más incluso que el hecho de que su autora los entregara al fuego, que tampoco hubiera regalado una sola de sus obras como obsequio a su padre, su madre o cualquiera de sus tres hermanos. Si, pese a todo, existiera algún poseedor de alguna de sus piezas, hasta el momento, calla.
  Al cumplir los dieciocho años, acabados sus estudios generales, le fue concedida  la afamada beca Pazzi & Harrington para estudiar en Barcelona junto con un selecto grupo de nuevos artistas. Estas jóvenes promesas ampliaban sus estudios de Estética, Filosofía, Literatura, además de recibir clases teóricas y prácticas de dibujo, pintura, escultura, medios audiovisuales. Todos ellos convivían estrechamente en un colegio mayor en el que, por temporadas, residían también algunos de los profesores, de manera que se asegurase una formación continua, rotas las barreras de  aulas u horarios, acercándose al ideal de una vinculación personal  entre maestro y discípulo. En las salas, pasillos, jardines de aquel colegio mayor, Petra Menardi conoció y trató a Octavi Escasany, artista plástico, conocido teórico del “minimalismo móvil”, concepto estético que él mismo acuñó y practicó durante casi una década. Presumiblemente, su relación trascendió del respeto y la admiración mutuas a la necesidad de un intercambio en interpretación mayores; del plano estético se llegó al personal, al pasional, al amoroso; ella fue desatendiendo a los otros profesores, él terminó por descuidar sus obligaciones docentes y, contra la opinión y las presiones del consejo rector, cuando el cuatrimestre del  señor Escasany concluyó, la genial creadora Petra Menardi abandonó el colegio y renunció a la beca por seguirlo. La habitación vacía, en la que había vivido aquellos meses y adonde fueron a buscarla tras apercibirse de su ausencia, sólo descubrió algunos efectos personales de los que había prescindido y enormes manchas sobre la cama, por el suelo y las paredes de pintura roja que ella había derramado directamente de los botes con los que venía trabajando. Resultó como un sello, como un símbolo de la pérdida de la inocencia o, acaso, la metáfora de la sangre o la vida que estaba dispuesta a entregar por nueva pasión que se le ofrecía.
  Apenas es posible reconstruir los años que conducen a la pareja desde aquella elegante zona universitaria barcelonesa por diferentes ciudades de la Europa meridional hasta un barrio humilde, por no llamar deprimido y hasta peligroso, y en él a una calle perdida, y en ella a un piso reducido en el que no había modo de establecer ya no un taller, ni siquiera una sala donde tender las telas o colocar un torno. Además de que para cuando se integraron en el populoso barrio de Los Españoles, ella ya llevaba un crío de un año en sus brazos y, antes de un lustro, habían nacido sus cuatro hijos. La joven, que había estrenado su mayoría de edad con su lanzamiento a una prometedora carrera, acababa a los veintitrés unida a un extravagante artista que la doblaba en años y cuyo declive creativo era más que notable, rodeada de niños que reclamaban todo su tiempo y lejos de unos padres que habían respondido finalmente con la indiferencia a tantas muestras de silencio y desprecio de parte de su hija. La respetable familia se desentendía así de Petra, acaso para forzarla a volver una vez que la aventura con aquel hombre hubiera fracasado; reconciliación que , como sabemos, nunca se produjo.
  Quiero inferir, por tanto, que el primer acto de la artista Petra Menardi lo realizaría hacia los veintitrés años de edad, viviendo todavía con Escasany. Sé lo que esta reconstrucción tiene de ficticio, sé que sólo puede conjeturarse de manera retroactiva a partir de los siguientes: sus repeticiones; pues no hay testimonios directos de él, ni de los que vinieron en los años inmediatos; sin embargo, me autoriza a recogerlo aquí mi esfuerzo por rehacer un itinerario, siquiera en algunos de sus momentos más intensos. Una mañana de julio, la primera mañana de un tres de julio, hacia las once, la joven Petra Menardi abrió la mediana ventana que iluminaba su saloncito y se asomó a la luz de esa bulliciosa Via Speranzella; inspiró profundamente el aire cargado del ruidoso humo del tráfico, el vocerío, los olores de los comercios de aves, cueros y ultramarinos de entonces, y realizó el gesto que luego repetiría con fidelidad insondable durante toda su vida: se desabrochó uno a uno los botones de su camisa, a continuación se la abrió con parsimonia y mostró al aire, al mundo, a nadie en particular, a todo el que en ese momento acertara a mirar hacia lo alto de aquel segundo piso, su pecho izquierdo.
Lo mantuvo exhibido un tiempo impreciso, unos segundos apenas, varios minutos, hasta que lo cubrió delicadamente con esa parte correspondiente de la camisa y volvió a abotonársela. Después, con ambas manos se cubrió el rostro y fue recorriéndolo de abajo arriba hasta alcanzar lo alto de la frente y mesar sus cabellos largos en un movimiento luego descendente hasta por detrás de la cabeza. Dejó un instante colgando sus manos; cerró la ventana, y se retiró al interior de su casa. El gesto inicial había nacido. Sin embargo, ese primer y/o único acto era una verdadera declaración de libertad: ni la modestia de su vivienda, ni los hijos en ese momento como carga de responsabilidades, ni la condena moral y económica de sus padres doblegarían su voluntad de ser. Su cuerpo mostrado se convertía de esta forma en testimonio de su decisión de mantenerse en sí y consigo misma, asumiendo el destino que se  había marcado hasta entonces como el que fuera a depararle el tiempo restante. La joven Petra Menardi había volcado en un gesto de soberanía toda la fuerza de su genio creador, como volcó en aquella habitación de sus dieciocho años la pintura roja con que bautizaba su independencia.
  Es verosímil que no hubiera testigos de ese primer acto del ritual; pero sabemos que siguió repitiéndolo invariablemente cada mañana de cada tres de julio, siempre hacia las once, con independencia del tiempo metereológico, de la vida de la ciudad o de sus circunstancias personales. En cada ocasión era la confluencia de esas coyunturas la que imprimía en su gesto idéntico una identidad particular, de modo que sólo a una mirada superficial había ocurrido lo mismo un año y otro. ¿Cómo interpretar, si no, que realizara la misma acción aquella mañana de sus veintitrés años, cuando vivía con su pareja, el pintor Escasany, y la que ejecutó con firmeza el primer tres de julio en que, abandonada por él, ya se encontraba sola en la casa? Este acto contenía toda la fuerza y la determinación de continuar adelante, criando a sus hijos; su pecho descubierto era la imagen misma de la desnudez, de la pobreza en que había quedado, sin pareja, sin el dinero que de él habría debido recibir, sin protección. El hecho de mesarse los cabellos hacia atrás representaba la obstinación por lavar el rostro de la desesperación y encarar la dureza de la vida de frente.
 Con cada año que pasó, el gesto repetido fue cargándose de sentido: la fidelidad a sus hijos, el aceptar convertirse en una signora más de aquel barrio considerado criminal y excluido de las guías turísticas, la rebeldía frente al norte rico y elegante del que provenía, el desafío de su soledad como hija perdida y como mujer repudiada. Hubo un tres de julio para el orgullo y otro para la denuncia social y otro para la independencia y otro para el puro amor por los actos gratuitos e inútiles de los que se enseñorean sobre su tiempo. Petra Menardi retornaba al gesto idéntico enriqueciéndolo en el abismo del silencio y su propio secreto. Tuvo que saborear la oscuridad en la que trabaja el artista, ajeno a miradas y juicios de otros, solo en la fidelidad del orfebre hacia sí mismo, aceptando la posibilidad definitiva del olvido que concierne a todo creador, y que caracteriza a la condición humana en general. Durante años no tuvo la menor compensación de un aliado, de un testigo, de un discípulo que la comprendiese o alabase, que comentara entre otros lo que había descubierto a su lado. Menardi había abrazado, como a su amante, el anonimato y la desaparición; por eso, cuando vinieron los que querrían hablar de ella, ella ya los había despedido.
  Alguna mañana los vecinos no lo supieron, otra hubo uno que la descubrió y tuvo el azar de volver a verla al pasar el año,  hubo quien lo comentó con su compañero, hubo quien se olvidó y también quienes, difundiendo la noticia del acto, terminaron por convocar, para el siguiente tres de julio, el primer grupo que aguardó expectante desde el medio de la calle que se repitiera la exhibición de Petra en la ventana. La ropa tendida a lo largo de la fachada o el aguacero imprevisto o la interposición de camiones o la simple atracción de un evento deportivo pudieron modificar la percepción de aquel mínimo desnudo; pero los habitantes del barrio degli Spagnoli, los vecinos de Via Speranzella sabían que ese gesto se había hecho, que Petra no había flaqueado en su resolución y , de alguna manera, aunque no supieran entenderlo, comprendían que aquella acción sostenía a aquella mujer y le otorgaba una aureola de autoridad; así presentían que emanaba desde ella para conferirle a todo el barrio un respeto que su mala fama y su miseria le habían arrebatado a los ojos del resto de la ciudad. No negaré que algunos de aquellos curiosos, en número creciente, esperasen en medio de la vía sólo  por el placer bien elemental de contemplar durante un minuto un pecho femenino; pero otros me han declarado con emoción que aquella mujer les mostraba la fragilidad de un cuerpo, un pecho que arrostraba las dificultades que ellos mismos sentían a diario, y una mama que para algunos hacía el recordatorio de una infancia perdida y, con ella, la experiencia de quimeras y sueños que habían perseguido siempre y por los que aún peleaban. En los ojos de cada vecino de Via Speranzella era una mujer distinta la que se desnudaba, un cuerpo diferente el que se aproximaba al suyo para estrecharlo en un momento mágico de unión.
  Petra Menardi conoció a algunos hombres más, las gentes los vieron subir a la casa, entrar en su vida, dejarle la huella de su paso, incluso alguno la de un maltrato físico; el siguiente parecía excluir la mala fortuna y las incomprensiones del anterior, pero el que venía luego no resultaba mejor que quien lo había precedido. La historia amorosa de esta mujer parecía condenada a escribir siempre un mismo capítulo. Y, cargando con eso, ella siguió y siguió desnudando su pecho cada tres de julio, sin que ninguno de ellos osara impedírselo, o al menos sin éxito. Cuánta furia no habría en ella contra aquellos maridos temporales y canallas en cada desnudar de sus dedos para librar cada botón de su ojal, cuánta desesperación en el momento de volverlo a su sitio para irse cerrando la blusa de abajo arriba, en orden inverso, para ir cerrando así su boca tras aquella muestra de protesta.
  Sus cuatro hijos crecieron sin padre, y uno a uno fueron cayendo en las redes que teje un barrio deprimido y desasistido para sus criaturas: la soledad, la impotencia, la ira, la violencia, el crimen, la autodestrucción. El mayor arrastró al segundo, el segundo enseñó el camino al tercero, sólo el magisterio de éste se malogró en su hermanita, la única chica, por la afortunada intervención de sus abuelos. El primero de sus hijos apareció muerto por una sobredosis en un portal cercano; al segundo lo perdió con una navaja en el pecho, el tercero sufrió una larga agonía enfermo de sida antes de maldecir su suerte, a su madre, a los que no le quisieron, al mundo. En cada ocasión, Petra Menardi salió a su ventana. Se abrió la camisa por no rasgarla del dolor por su primogénito;  botón a botón los fue desabrochando tantos como años había sufrido por el segundo; se mesó los cabellos en un largo gesto por el tiempo de amargura que había padecido a causa de su hijo tercero. Para cada uno, un momento de su rito quedaba consagrado, señalado entre otros, como imposible de confundir era cada uno de los chicos que había criado y había dilapidado para la vida sin saber educarlos. Lo comprendían los vecinos, y la esperaron las tres veces en la solemnidad de su silencio en la calle, suspirando, maldiciendo o llorando con ella, derrumbándose o sublevados cuando les abría el pecho y parecía decirles, mirad, he aquí la herida, la llaga tres veces infligida en mi costado.
  Los abuelos aparecieron un día avalados por los jueces para privarla de la custodia de la pequeña. No sé decir si opuso resistencia o fue para ella una liberación, la respuesta de la niña tampoco ha sido registrada. Los que la vieron aquella mañana del tres de julio dicen que nunca su gesto de asomar su cuerpo a la ventana fue tan terrible. Iba abriéndose la blusa como a tirones, un rato largo se mantuvo con la prenda abierta sobre un cuerpo macilento que los sufrimientos estaban empujando a su acabamientos, y un gesto impresionante ejecutó para retirar la parte izquierda de la blusa como si descorriera un telón, como para dejar que las miradas de sus condolidos vecinos pudieran mirar hasta el fondo, sin el menor pudor, la aflicción que ella sentía. Algunos testigos me han dicho que, pasados unos minutos de conmoción, no pudieron impedir su deseo de vitorearla: un estallido de júbilo mezclado con lástima, de compasión asistida de furia se apoderó de hombres y mujeres allí reunidos, que empezaron a llamarla: bella, carina, fiore, incluso, madonna y ¡vergine! Es casi imposible imaginarse la escena en que el prosaísmo de esa calle más bien estrecha, oscura, maloliente se aupaba de pronto sobre sí para gritar, aplaudir, saludar, llorar, con la intención de rendir homenaje a una mujer que vivía entre ellos, precisamente en el momento de su mayor fracaso, del mayor dolor, cuando todos sus deseos y aspiraciones se habían destruido irremisiblemente.
  Aquella casa hoy reconocible de Via Speranzella continuó siendo la residencia de Petra, a quien sus convecinos empezaron a llamar “la dama”; nunca salió de allí. Cada tres de julio las gentes siguieron fieles al ritual, al que acudían por sentimiento, devoción o afecto hacia aquella mujer y con la cual, fuera de aquel momento, convivían con la mayor naturalidad, la familiar franqueza con que los napolitanos se tratan entre sí. Una vez, un equipo de televisión se presentó en la calle para tomar imágenes de la celebridad; eso no debió gustar a un grupo de vecinos que acabó agrediendo a los periodistas y requisó las cámaras; el proyecto quedó en nada, de manera que nunca se tomaron imágenes del evento, como si la calle, el barrio mismo hubieran emprendido un acto de adopción hacia la mujer y rechazaran que su gesto pudiera exhibirse ante ojos foráneos que no sabrían entender su grandeza o lo  malinterpretarían. Es conocido para quienes nos hemos interesado por Petra que, muertos sus padres, un hermanos suyo quiso entregarle el dinero de la herencia que le correspondía y, con ese pretexto, convencerla de que saliese de aquella ciudad en la que no veía expectativa ninguna y, lejos de la cual, su vida pudiera enderezarse. Ella rechazó todas sus palabras. Me pregunto hasta qué punto si porque para una mujer de su temperamento extremo aquello significaría una rendición, o porque era incapaz de entender su vida sin la obra artística que ejecutaba allí.
  Yo vi personalmente a Petra Menardi por entonces; su gesto adusto me pareció que rezaba la voluntaria consagración a un acto especial, no sólo artístico, sino desde luego profundo porque abrazaba su vida entera; nada encontré en él de rutina, de pose, de complacencia consigo misma o con los demás. Sentí que aquel tres de julio estaba empezando una serie nueva, ¡aunque llevaba ya cuarenta años haciéndolo!, sentí también que se me ofrecía a mí, igual que a los demás, la oportunidad de verlo como por primera vez y que lo ponía ante mis ojos para que yo también participase de su mística, siempre que asistiera en silencio, expuesto a su potencia capaz de despertar hondas emociones y asociaciones íntimas que yo no debía declarar a nadie; como tampoco elle revelaba a ninguno de nosotros nada más que la superficialidad del acto que conocíamos de memoria. No diré el grado de revelación que me produjo, ni voy a anotar aquí expresiones retóricas para alimentar una fama que nunca ha buscado o reivindicarme a mí mismo; sólo puedo declarar que no me defraudó y que no voy a olvidarla.
  Cuando ya había cumplido sus setenta y tres años quiso asomarse aquel tres de julio a la ventana; para ello necesitaba ayuda, pues era una mujer anciana que sufría una cadera rota y que, atacada de reuma, hacía ya tiempo que era incapaz de mesarse los cabellos como solía, y sólo con ciertas dificultades se desnudaba sola. Alguna vecina cubría estos menesteres. La expectación era grande, acrecentada de hecho cuando su deterioro físico se había vuelto tan evidente que algunos pensábamos que aquella vez sería la última. He averiguado que cuatrocientas o quinientas personas la esperaban abajo, como las diez o doce ocasiones precedentes; el tráfico se había interrumpido con los vecinos como fiadores del orden, y el silencio expectante se apoderó de la vía habitualmente ruidosa. Algunos comentaban que por fin diría unas palabras de despedida, otros negaban que fuera a variar el rito. Apoyándose en la vecina de al lado y en un miembro del sindicato, Petra se asomó por última vez a la ventana de su casa; fue la mujer quien la ayudó a abrirle la camisa porque a ella le faltaban las fuerzas. Nadie la recibió con vivas ni con aplausos, sino con la unción de los devotos. La vieja dama aparentaba bastantes más años de los que tenía, sus cabellos caían largos y blancos junto a su rostro y su cuello señalados de arrugas, sus manos mostraban manchas prematuras y la torpeza de la vejez; pero llevaba sobre sí la misma camisa blanca de siempre, con su fila de botones abrochados. Su brazo izquierdo tuvo que apoyarlo sobre el del hombre, la vecina le sujetaba el codo derecho por si iba a vacilar mientras se desabrochaba. Dicen que los segundos se detenían en cada gesto; cinco, seis botones tenía acaso su blusa; sus dedos cinco o seis veces hicieron el sencillo acto de localizar el pedazo duro y liberarlo como a un ojo para la visión; en tanto la prenda se iba abriendo, dejando que el calor húmedo de la mañana de estío refrescase una piel ajada. ¿Era el recuerdo de la vida lo que estaba mostrándonos?, ¿era la imagen de la muerte que ha de sobrevivirnos? ¿De qué se trataba en aquellos momentos? ¿Se mostraba la imposibilidad de comprender la gravedad última de cualquier gesto que hagamos, o del hecho incontrovertible de que toda vida consiste en pequeñas y cotidianas acciones? Una mujer que se desviste una y otra vez, porque ha de vivir un día y otro; una mujer que reconoce su cuerpo después de descubrirlo y antes de volver a ocultárselo, ocultárnoslo… ¿porque necesitamos la máscara?, ¿porque acaso es invencible el pudor?, ¿porque no sabemos en realidad nada cierto  de lo que con toda fatuidad llamamos nuestra existencia? Ya se había desabotonado la fila y entonces tenía que mostrar su pecho; y aquella anciana desnudaba su seno arrugado, flácido, verdadero. Se mantuvo un momento así, hasta que sintió que la debilidad vencía sus piernas; tuvo, sin embargo, el vigor de impedir que su compañía la asistiese en la operación de volver a cubrirla. Petra agotó su energía en abotonarse uno a uno los mismos botones, empleando su tiempo en eso, no dejando que ningún otro objetivo se interpusiese; pienso yo que invitando a sus amigos, a sus espectadores a malgastar junto a ella ese tiempo para el recato. Cuando terminó, por fin, no pudo ya realizar el gesto que siempre venía después. Temblaba todo su cuerpo al querer llevar las dos manos sobre su rostro y recorrerlo de abajo arriba, alcanzó hasta la frente y ahí desistió, el dolor de las articulaciones le impedía ostensiblemente acariciar sus cabellos, por detrás como nos había acostumbrado; bajó la mano izquierda y con la otra se tocó el cabello junto a la oreja, no en un ademán de coquetería, sino para esbozar al menos el gesto que fue tan suyo de mesárselo. Esa mano vieja sobre su oreja como una caricia final puso remate a su acción. No dijo nada, sonrió levísimamente a los congregados, o quizás a la ciudad, o a todos, o a sí misma, y dirigió una mirada a sus acompañantes de una forma que podía significar tanto “gracias” como “la obra ha concluido, ayudadme a descansar; y cerrad la ventana”.
  Yo no estuve allí, refiero lo que me han contado; pero declaro que sí soy testigo de su última acción, porque ella no la ejecutó con el fin de que la retuviesen los afortunados que se habían congregado junto a su ventana, tampoco sé si para que alguien, un curioso como yo, un profesor o  un crítico disertaran sobre ella en conferencias y artículos; sino porque la había hecho por sí misma, para sí y para quien ocupase entonces su pensamiento. Debo dejar constancia, de nuevo, del hecho capital, fácilmente olvidable, de que durante varios años nadie supo de su existencia, y que, sin embargo, Petra Menardi ejecutó su acto con fidelidad. Pienso ahora en la suma de todos esos significados, los que le dio, los que le dimos, los que nunca podremos corroborar, los que se nos  han escapado. Pienso sólo en el misterio de aquella sencillez.
 

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