Sigismund Krzyzanowski fue uno de esos descubrimientos que te vuelan la cabeza. Sus cuentos, escritos a principios del siglo XX, (él nació en 1887), me parecieron sorprendentemente audaces, modernos y originalísimos. Este relato pertenece al libro La nieve roja y es de lo mejor que podréis encontrar por ahí. Un fiera el Krzyzanowski, y una pena que no se le valore y conozca tanto como debiera. Pero, en fin, lo habitual en estos tiempos donde triunfa lo mediocre. Si queréis ponerle remedio, está en vuestras manos: ¡leedlo!
El
codo sin morder
Sigismund Krzyzanowski
Toda esta historia habría quedado
oculta bajo el puño y la manga almidonados de una chaqueta de no haber sido por
la Revista Semanal. La Revista Semanal elaboró una encuesta: “Su escritor
preferido, su salario medio semanal, cuál es la meta de su vida”, y la envió a
todos los suscriptores, como suplemento de la revista. Entre los muchos
cuestionarios rellenados (la Revista tenía una gran
tirada) se seleccionó uno, el formulario núm. 11111, que tras pasar de mano en
mano por toda la redacción no encontró una carpeta adecuada. En el formulario
núm. 11111, frente a la casilla “Salario medio”, figuraba: “0” , y frente a: “¿Cuál es la
meta de su vida?”, estaba escrito con letras claras y redondeadas: “Morderme el
codo”.
El cuestionario
fue enviado al secretario para ser aclarado; del secretario fue a parar bajo
las gafas redondas de montura negra del redactor jefe. El redactor apretó un
timbre, llegó un correo y luego salió. Un minuto después el formulario, plegado
en cuarto, se encontraba en el bolsillo de un reportero, el cual había recibido
instrucciones verbales suplementarias:
-Hable con él en tono de broma e intente averiguar el
sentido. ¿Qué es eso: un símbolo o una ironía romántica? En fin, usted ya
entiende…
El reportero
asintió y fue enviado al instante a la dirección que figuraba en el borde
inferior del cuestionario.
Un tranvía le
condujo hasta la última parada de las afueras; luego una estrecha e
interminable escalera de caracol le llevó bajo el mismísimo tejado. Por último,
llamó a la puerta y esperó una respuesta. No hubo respuesta. Llamó otra vez,
esperó otra vez, y el reportero empujó la puerta con la mano… La puerta cedió y
sus ojos vieron lo siguiente: una habitación miserable, paredes infestadas de
chinches, una mesa y una banqueta de madera; en la mesa, una manga
desabotonada; en la banqueta, un hombre con el brazo al aire, y la boca
alargada hacia la punta de su codo.
El individuo,
ensimismado, no había oído ni llamar a la puerta ni los pasos, y sólo el
vozarrón del intruso le hizo levantar la cabeza. Entonces el reportero vio en
la mano del núm. 11111, a
dos o tres pulgadas de la punta del codo alargada en su dirección, algunos
arañazos y señales de mordeduras. El entrevistador no soportaba ver sangre y,
dándose la vuelta, preguntó:
-Parece que usted va en serio, quiero decir, sin ningún
simbolismo.
-Ninguno.
-Supongo que la ironía romántica tampoco tiene nada que
ver…
-Es un anacronismo –sentenció el comedor del codo, y de
nuevo su boca volvió a los arañazos y las mordeduras.
-Pare, ah, pare –gritó el entrevistador, cerrando los
ojos-, cuando me vaya puede usted continuar, pero, mientras tanto, ¿podría
permitirle a su boca que me diera una breve información? –y el lápiz rasgó el
cuaderno. Al acabar, el reportero iba en dirección a la puerta cuando se
volvió-: Escúcheme, morderse el codo está bien, pero es imposible. Nadie lo ha
conseguido, todo el mundo ha fracasado. ¿Ha pensado en eso el hombre raro que
es usted?
En respuesta, dos
ojos turbados bajo unas cejas pobladas y un breve:
-El possibile está
para los toutos.[1]
El cuaderno, ya
cerrado, se abrió de nuevo:
-Perdone, no soy ligüista. Sería deseable que…
Pero el núm.
11111, por lo visto, languidecía por su codo y había puesto la boca sobre su
brazo mordido, y el entrevistador, apartando la vista y todo su cuerpo, se
escabulló por la escalera de caracol, llamó a un coche y enfiló de vuelta a la
redacción. En el número siguiente de la Revista
Semanal apareció un artículo titulado: “El possibile está para los toutos”.
En el artículo,
en tono de broma, se hablaba del ingenuo estrafalario, cuya ingenuidad rayaba
en… La Revista , tras escoger la figura del silencio,
concluía con la máxima sentenciosa de un olvidado filósofo portugués, quien
tuvo que hacer entrar en razón y refrenar a todos los soñadores y fanáticos
sociales, infundados y peligrosos, que buscaban lo imposible y lo irrealizable
en nuestro siglo realista y sobrio; seguía la sentencia enigmática que también
figuraba en el título, completada con un breve sapienti sat[2] .
El caso interesó
a algunos lectores de la Revista Semanal. Dos o tres
publicaciones más se hicieron eco de la curiosa noticia, y pronto se habría
perdido en las memorias y los archivos de los periódicos, de no haber sido por
la polémica que emprendió con la Revista Semanal
la seria Revista Mensual. En el
número siguiente de ese órgano apareció la nota: “Se castigó”. Una pluma
afilada, tras citar la
Revista Semanal ,
explicaba que la máxima portuguesa era en realidad un proverbio español que
significaba: “Cualquier idiota puede hacerlo”. El mensual completaba la cita
con un breve et insapienti sat[3], y a este breve sat le seguía un “(sic)”, entre
paréntesis.
Después de eso, la Revista
Semanal no tuvo más remedio que explicar en un extenso
artículo del siguiente número, oponiendo un sat
a otro sat, que comprender la ironía
no está al alcance de todos: es digno de compasión, por supuesto, no el ingenuo
intento de alcanzar lo inalcanzable (porque todo lo genial es ingenuo), ni el
fanático de su codo, sino el mercenario de la pluma, esa criatura con
anteojeras de la Revista Mensual , quien al
tratar sólo con letras entiende todo literalmente.
Era evidente que la Revista Mensual no quería
quedarse en deuda con la Semanal.
Pero tampoco ésta podía conceder a su oponente la última
palabra. En el ardor de la polémica, el fanático del codo se convertía bien en
cretino, bien en genio, y propuesto alternativamente como candidato o a una
cama vacante en la casa de los locos o al cuadragésimo sillón de la Academia.
Como resultado,
algunos cientos de miles de lectores de ambas revistas supieron del núm. 11111
y de su relación con su codo, pero la polémica no despertó un interés
particular en amplios círculos, sobre todo porque durante ese tiempo hubo otro
sucesos que monopolizaron la atención.
Tuvieron lugar dos terremotos y una partida de ajedrez: cada día dos cabezones
se sentaron delante de setenta y cuatro casillas. Uno tenía cara de carnicero;
el otro, de dependiente de una tienda de moda, y por alguna misteriosa razón
sucedió que los dos tipos y las casillas ocuparon el centro de los intereses,
necesidades y expectativas intelectuales. Durante ese tiempo, el núm. 11111, en
su cubículo semejante a una caja de ajedrez, con el codo tendido hacia los
dientes, inmóvil y anquilosado, como una figura de ajedrez, esperaba a que
fueran a por él.
La primera
persona que le hizo al mordedor del codo una propuesta real fue el director de
un circo de las afueras, que buscaba renovar y completar su programa. Era un
hombre emprendedor, y el viejo número de la Revista ,
que había llegado por casualidad a sus ojos, decidió el destino inmediato del
mordedor del codo. El pobre no aceptó enseguida el compromiso, pero cuando el
hombre del circo le demostró que ésa era la única manera de vivir de su codo y
que, una vez conseguido un medio de vida, podría elaborar su método y mejorar
los procedimientos de la profesión, el abatido estrafalario pronunció algo
semejante a “ajá”.
El número de
circo anunciado en los carteles: “El codo contra el hombre. ¿Morderá o no
morderá? Tres asaltos de dos minutos. Árbitro: Belks”, iba al final, después de
la mujer pitón, los gladiadores romanos y el salto desde lo alto de la cúpula.
El número se desarrollaba así: la orquesta tocaba una marcha, y salía a la
pista un hombre con el codo al aire; llevaba colorete en las mejillas, y las
cicatrices alrededor del codo habían sido cuidadosamente maquilladas y
blanqueadas. La orquesta cesaba y comenzaba el combate: los dientes mordían la
piel, aproximándose al codo centímetro a centímetro, hasta estar más y más
cerca.
-¡Es un farolero! ¡No lo morderá!
-Miren, miren, parece que lo ha mordido.
-No, está muy cerca del codo, pero…
El cuello del
campeón se estiraba, las venas se inflaban, los ojos, fijos en el codo, se
inyectaban de sangre, la sangre de las mordeduras goteaba sobre la arena, y la
gente se enfurecía poco a poco removiéndose en sus asientos, miraba con
prismáticos, se levantaba, pateaba el suelo, se subía a las barreras, jaleaba,
silbaba y gritaba:
-¡Muérdelo!
-¡Vamos, atrapa el codo!
-¡Aguanta, codo, aguanta, no te rindas!
-¡Trampa! ¡Ladrones!
El combate
acababa, y el árbitro declaraba vencedor al codo. Y ni el árbitro, ni el
director, ni la gente que se dispersaba imaginaban que esa pista del circo se
convertiría pronto para el hombre con el codo al aire en una gloria mundial, y
que en lugar del círculo de arena de veinte metros de diámetro tendría a sus
pies el plano de la eclíptica terrestre, que extiende sus rayos a miles de verstas de distancia.
Eso comenzó así:
el conferenciante de moda Justus Kint, que había conquistado la gloria a través
de los oídos de las señoras mayores y ricas, fue llevado al circo (casualmente,
por alguien un poco alegre) tras uno de los muchos almuerzos de homenaje. Kint
era un filósofo profesional, y a la primera mirada captó el significado
metafísico del mordedor del codo. A la mañana siguiente comenzó el ensayo
“Principios de la inmordabilidad”.
Kint, que años
atrás había reemplazado la gastada consigna “Vuelta a Kant” por la nueva y
seguida por muchos “Adelante hacia Kint”, escribió con elegante desenvoltura y
adornos estilísticos (no en balde en una de sus conferencias declaró,
cosechando atronadores aplausos, que
“los filósofos que hablan a la gente del mundo, ven el mundo, pero no
ven que sus oyentes, que están en este mismo mundo, a cinco pasos del filósofo,
sencillamente se aburren”). Tras describir brillantemente la lucha “del hombre
contra el codo”, Kint pasó del hecho a su generalización, y mediante una
hipóstasis, llamó al número de circo “Metafísica en acción”.
El pensamiento
del filósofo era así: cada concepto (en el lenguaje de los grandes metafísicos
alemanes, Begriff) procede, desde el
punto de vista lexicológico y lógico, de greifen,
que significa “agarrar, atrapar, morder”. Pero todo Begriff, todo logismo, pensado hasta el final, se transforma en Grenzbegriff, es decir, en el llamado
“concepto-límite”, que sobrepasa la razón y que es inaprensible para el
conocimiento, igual que el codo es inaprensible para los dientes. “Es más
–razonaba el ensayo sobre los principios de la inmordabilidad-, al objetivar
externamente lo inmordible, llegamos a la idea de lo trascendental: eso también
lo comprendió Kant, pero él no comprendió que lo trascendente es al mismo
tiempo inmanente (de manus, “mano”,
y, por consiguiente, también “codo”); lo inmanente-trascendente está siempre en
un “aquí”, y está próximo al límite de lo aprensible, y casi forma parte del
proceso perceptivo, como el codo casi está al alcance del esfuerzo prensible de
las mandíbulas. Sin embargo, “te acercarás al codo, pero no lo morderás”, y “la
cosa en sí” está en cada uno, pero es inalcanzable. Hay ahí un casi intransitable –concluía Kint-, un
“casi” que se personifica en el hombre de la carpa que intenta morderse el
codo. Por desgracia, cada nuevo combate termina fatalmente con la victoria del
codo: el hombre es vencido, lo trascendente triunfa. Una y otra vez, bajo los
rugidos y silbidos de la masa inculta, se repite burda pero brillantemente
modelado por la carpa el secular drama gnoseológico.Vayan todos, corran a la
trágica barraca y contemplen ese fenómeno rarísimo: por un puñado de monedas le
darán aquello por lo que los escogidos de la humanidad pagaron con su vida.”
Las minúsculas
letras negras de Kint resultaron más efectivas que los enormes letreros rojos
de los carteles del circo. Las masas se precipitaban a comprar a precio de
calderilla esa rareza metafísica. El número del mordedor del codo tuvo que
trasladarse desde la carpa de las afueras hasta el teatro central de la ciudad.
Desde allí, el núm. 11111 pasó a actuar en los anfiteatros de las
universidades. Los seguidores de Kint se pusieron acto seguido a comentar y a
citar el pensamiento del maestro; el propio Kint transformó su ensayo en un
libro, titulado El codismo. Hipótesis y
conclusiones. En el primer año, el libro tuvo cuarenta y tres ediciones.
El número de
codistas aumentaba cada día. Es verdad que había escépticos y anticodistas. Un
viejo profesor intentó demostrar el carácter asocial del movimiento codista
que, en su opinión, suponía un renacimiento del viejo stirnerismo[4]
y llevaba lógicamente al solipsismo, es decir, a un callejón filosófico sin
salida.
Hubo también
serios adversarios del movimiento; así, un columnista llamado Tnik, al
intervenir en una conferencia dedicada a los problemas del codismo, preguntó:
¿Qué pasaría si el famoso mordedor del codo consiguiera algún día morderse su
propio codo?
Pero el orador
fue interrumpido por silbidos y expulsado de la tribuna. El desdichado no
intentó nunca más intervenir en público.
Aparecieron, por
supuesto, imitadores y envidiosos; así, cierto personaje ambicioso anunció a la
prensa que él había logrado tal día y a tal hora morderse el codo. Rápidamente
se organizó una comisión para verificar el hecho. El personaje ambicioso fue
desenmascarado y al cabo de poco tiempo, tras convertirse en objeto de
indignación y rechazo, se suicidó.
Este suceso
encumbró aún más la fama del núm. 11111: los estudiantes, y sobre todo, las
estudianates, de las universidades en las que actuaba el mordedor del codo
salían tras él en masa. Una encantadora muchacha, con lánguidos y tímidos ojos
de gacela, que había obtenido una cita con el fenómeno le extendió en sacrificio
su brazo medio desnudo:
-Si lo necesita, muerda el mío, pues es más fácil.
Y los ojos de
ella se clavaron en dos manchas turbias, escondidas bajo las cejas. Como
respuesta, escuchó:
-No muerdas el codo ajeno.
Y el lúgubre
fanático de su codo, se dio la vuelta, dando a entender que la audiencia había
terminado.
La moda del núm
11111 crecía no día a día, sino casi a cada minuto.
Cierto espíritu
agudo, al interpretar la cifra 11111, dijo que la persona designada por ella
era “cinco veces único”. En las tiendas de ropa de hombre pusieron en venta chaquetas con un
corte especial, llamadas “de codo”, con tapas fijas de botones que permitían en
todo momento, sin quitarse la ropa, ponerse a morder el codo. Muchos dejaron de
fumar y de beber y se convirtieron en codómanos. Para las mujeres, se pusieron
de moda los vestidos cerrados de manga larga con cortes redondos en los codos;
alrededor de los huesos del codo colocaban elegantes pegatinas rojas y falsas
cicatrices que imitaban mordeduras y arañazos recientes. Un venerable
hebraísta, que había consagrado cuarenta años a escribir sobre las dimensiones
reales del templo de Salomón, se retractó en sus conclusiones anteriores y
reconoció que los versículos de la
Biblia que hablaban de los sesenta codos de profundidad
debían entenderse como símbolo de lo sesenta veces inasible, oculto tras el
velo. Un diputado del parlamento, en busca de popularidad, propuso un proyecto
de ley para cambiar el sistema métrico por el antiguo sistema de medidas: el
codo. Y aunque el proyecto de ley fue rechazado, su discusión se produjo bajo
los tambores de guerra de la prensa y provocó tempestuosos incidentes
parlamentarios y dos duelos.
El codismo, al
atraer a amplias masas, naturalmente se vulgarizó y perdió el riguroso contorno
filosófico que había intentado conferirle Justus Kint. Los periódicos baratos
interpretaron las enseñanzas del codo, y las popularizaron así: ábrete camino a
codazos; confía sólo en tus codos, y nada más.
Pronto, el nuevo
movimiento, que seguía caprichosamente su curso, adquirió tales dimensiones que
el gobierno, que contaba entre sus súbditos al núm. 11111, decidió naturalmente
usarle para alcanzar los objetivos de su política monetaria.. Enseguida se
presentó una ocasión para ello. Sucedió que algunos órganos deportivos,
prácticamente desde el surgimiento del interés por el codo, comenzaron a imprir
periódicamente boletines informativos sobre las fluctuación de los centímetros
y milímetros que separaban los dientes del mordedor de su codo. La prensa afín
al gobierno, primero comenzó a imprimir tales boletines en la penúltima página,
entre los resultados de las carreras, los de los partidos de fútbol y la
crónica bursátil. Al cabo de poco tiempo, en esa misma prensa oficiosa apareció
un artículo de un famoso académico, defensor de tesis neomarckianas[5],
quien, partiendo de la postura de que los órganos de un organismo vivo
evolucionan en función de la actividad que despliegan, llegó a la conclusión de
que teóricamente era posible morder el codo. Ello era debido a un alargamiento
progresivo de los estriados músculos del cuello, escribía la autoridad, al
ejercicio sistemático de torsión del antebrazo, etc… Pero la implacable lógica
de Justus Kint se lanzó contra el académico y paró el golpe propinado a la
inmordabilidad. Surgió una polémica que reproducía en gran parte la polémica de
Spencer[6]
con el difunto Kant. El momento era favorable: un trust bancario (todos sabían que entre sus accionistas se
encontraban miembros del gobierno y los mayores capitales del país) anunció con
hojas volanderas la creación de una grandiosa lotería dominical, llamada MTC
(muerde tu codo). El trust prometía
prometía pagar a cada poseedor del billete a razón de 11111 unidades por uno
(por ¡UNO!), inmediatamente después de que el mordedor mordiera su codo. La
lotería fue inaugurada al son de jazz, y con farolillos de todos los colores.
Giraron las “ruedas de la fortuna”. Los dientes blancos de las señoras
vendendoras daban la bienvenida a los compradores con una abierta sonrisa, y
sus codos al desnudo, iluminados por reflejos rojos, sumergiéndose dentro de
poliedros de cristal lleno de billete, trabajaron desde mediodía hasta
medianoche.
Al principio, la
venta de la serie de billetes iba floja. La idea de la inmordabilidad estaba
muy arraigada en las mentes. Un viejo seguidor de Lamarck se dirigió a Kint,
pero éste refunfuñó ostensiblemente:
-Ni siquiera nuestro Señor –declaró en uno de sus
mítines- puede hacer que dos y dos no sean cuatro, o que el hombre pueda
morderse el codo y el pensamiento sobrepase el límite del concepto límite.
El número de los
llamados “mordedores”, que se esforzaban por mantener la inciativa, era
insignificante en comparación con el de los no mordedores, y disminuía de día
en día. El valor de los billetes de lotería era cada vez menos, hasta casi
llegar a cero. Las voces de Kint y sus fieles, que exigían que se conocieran
los nombres de los verdaderos instigadores de esa empresa financiera, la
dimisión del gabinete y un cambio en la cotización, sonbaban cada vez con mayor
fuerza. Pero una noche se llevó a cabo un registro en el apartamento de Kint.
En su mesa de trabajo se encontró un enorme fajo de billetes de lotería. La
orden de arresto del líder de los no mordedores fue anulada en el acto, el hecho
fue dado a conocer, y en la tarde de ese mismo día la cotización en bolsa de
los billete comenzó a subir.
Dicen que las
avalanchas se originan a veces así: un cuervo, posado en la cima de una
montaña, roza la nieve con sus alas, cae un copo de nieve, que se une a otros
copos formando una boloa de nieve que resbala por la pendiente, crece y
arrastra todo a su paso, piedras y placas de nieve, y culmina en una avalancha
que avanza inundándolo todo y desplomándose. Y bien: el cuervo batió un ala, y
luego giró su encorvada espalda, cerró los ojos y se quedó dormido. Pero la
avalancha hacía un enorme estruendo y el ruido despertó al cuervo. Abrió los
ojos, se estiró y batió la otra ala. Los mordedores tomaron el relevo de los no
mordedores, y un río de acontecimientos fluyó desde la desembocadura a la cuna.
Ahora era posible ver a los codistas entre los traperos. Pero el núm. 11111,
cuya existencia recordaban todos a causa del número creciente de billetes de
lotería, y que se había convertido en la garantía viva de las inversiones, era
sometido ahora a la observación y control generales. Miles de personas
desfilaban ante la caja de cristal en cuyo interior el núm. 11111 trabajaba día
y noche sobre su codo. Eso reforzaba la esperanza y aumentaba la suscripción. Los
boletines oficiales, que pasaron de la tercera a la primera página, anunciaban
a veces con letras de gran tamaño el avance de un milímetro, y enseguida nuevas
decenas de miles de boletos encontraban comprador.
La determinación
del mordedor del codo, que contagiaba a todos y cada uno su fe en alcanzar lo
inalcanzable, aumentaba tanto los cuadros de los mordedores que hubo un momento
en que incluso osciló el equilibrio financiero de la bolsa. Sucedió que un día
el número de milímetros entre la boca y el cod se redujo tanto (lo que, por
supuesto, produjo una nueva demanda de billetes) que en una reunión secreta del
gobierno se inquietaron: ¿y si sucedía lo que no podía suceder y el codo era
mordido? El ministro de Finanzas explicó: satisfacer tan sólo a una de cada
diez poseedores de billetes, a un cambio de 11111 a 1, dejaría
completamente vacías las arcas del Estado. El presidente del trust resumió: “Si eso sucediera, el
codo mordido sería para nosotros como si nos devoraran la garganta: la
revolución sería inevitable”. Pero eso no sucederá hasta que las leyes de la
naturaleza cedan su lugar a los milagros. Mantengamos la calma”.
Efectivamente, a
partir del día siguiente los milímetros comenzaron a crecer. Daba la impresión
de que el mordedor del codo perdía terreno frente al codo triunfante. Entonces
ocurrió algo inesperado: la boca del mordedor, como una sanguijuela hinchada de
sangre, de repente se apartó de la piel ensangrentada y el hombre de la caja de
cristal permaneció una semana entera con los ojos fijos en el suelo, sin
emprender de nuevo la lucha.
Los torniquetes
metálicos que canalizaban la cola junto a la caja giraban cada vez más rápido,
miles de ojos inquietos escudriñaban el antes fenomenal fenómeno, y el murmullo
sordo y la preocupación aumentaban día a día. La venta de billetes del trust cesó. El gobierno, previendo
complicaciones, multiplicó el número de policías, y el trust acrecentó la tasa de interés en la suscripción.
Vigilantes
especiales asignados al núm. 11111 intentaban atrerle hacia su propio codo (así
se aguijonea con picas metálicas a las bestias que se resisten a su domador),
pero él, con gruñidos sordos, rechazaba obstinadamente el plato que, al
parecer, se hacía indigesto. Y cuanto más inmóvil se quedaba el hombre de la jaula
de cristal, mayor movimiento había en torno a él. No se sabe adónde habría
llegado todo aquello si no hubiera sucedido esto: una madrugada, cuando los
guardianes y los vigilantes, que ya habían desistido de atraer al hombre hacia
el codo, habían apartado la vista del núm. 11111, éste, de improviso, salió de
su inactividad y se lanzó contra su enemigo. Era evidente que tras la mirada
nebulosa de todos esos días había tomado forma cierto pensamiento que conducía
a una nueva táctica de combate. Ahora, el mordedor del codo, atancando al codo
desde el reverso de la articulación, intentaba morderlo directamente a través de la carne interior del pliegue del
brazo. Despedazando con los dientes los tejidos, avanzó con la cara llena de
sangre hasta casi llegar con la dentadura a la articulación interna del codo.
Pero sobre los huesos que forman el codo confluyen, como es sabido, tres
arterias: arteria brachialis, radialis et ulnaris. Al morder este nudo
arterial, comenzó a salir sangre a borbotones hasta dejar el cuerpo sin fuerza y sin vida. Los dientes,
que casi habían alcanzado su objetivo, se desencajaron, el brazo se estiró, la
mano tocó el suelo, y lo mismo acabóa haciendo todo el cuerpo.
Cuando los
vigilantes, tras oír un ruido, se volvieron hacia las paredes de cristal de la
jaula, hallaron muerto al núm. 11111, envuelto en un charco de sangre.
Puesto que la
tierra y las rotativas continuaron girando sobre sus ejes, esta historia del
hombre que quiso morderse el codo no acaba aquí. Acaba la historia, no la
fábula. Ambas podrían haber permanecido juntas. La historia podría continuar, y
no sería la primera vez, a través del cadáver, y la fábula de una vieja
superstición que teme los malos presagios: no le echéis la culpa y no la
juzguéis.
1927
[1] Así en el original.
Según Vadim Perel´muter, querría decir: “Es posible esto para todos”. (N. del
T.)
[5] Alusión a Jean-Baptiste
Lamarck (1744-1829), naturalista francés que formuló una de las primeras
teorías de la evolución biológica. (N. del T.)
[6] Alusión a Herbert
Spencer (1820-1903), filósofo positivista, psicólogo y sociólogo británico fundador
del darwinismo social. (N. del T.)
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