UNA VICTORIA
PARCIAL
Jon Bilbao
Todo el mundo
sabe que la meditación y el agua
están siempre
coaligadas.
HERMAN
MELVILLE, Moby Dick
¿Lo recordabas así?, preguntó.
Me dolió reconocer que no. Cuando le
pregunté cómo lo recordaba ella, no dijo nada. Se volvió hacia la parte
trasera, donde nuestro hijo iba asegurado a un asiento infantil. Le palpó la
frente y los brazos para comprobar si tenía calor. Después manipuló los mandos
del aire acondicionado. Las ventanillas permanecían cerradas como protección
contra las chumberas que crecían en las cunetas.
Muros de piedra y vallas fabricadas con ramas
de olivo flanqueaban el camino. Al otro lado, un terreno baldío, cubierto de
rocas y maleza polvorienta. De cuando en cuando asomaban casas cuyas vías de
acceso me era imposible adivinar. Se trataba de construcciones recientes, muy
alejadas del rústico estilo tradicional de la isla. Sobre las fachadas:
materiales modernos, tratados para soportar la intemperie. Los tejados:
provistos de antenas parabólicas y placas fotovoltaicas. Aparentaban colonias
de avanzadilla en un planeta yermo.
Katharina miraba las casas con suspicacia,
del mismo modo como lo estudiaba todo desde que llegamos a la isla. Establecía
comparaciones con el pasado. Se preguntaba si el lugar adonde íbamos estaría
desierto o si nos encontraríamos con algún ocupante de aquellas viviendas. Eso
nos obligaría a compartir un espacio de reducidas dimensiones que habíamos
llegado a considerar propio.
Durante los días previos al viaje habíamos
hablado a menudo de la playa. Especulamos sobre los cambios que habría sufrido
en los cinco años que habían pasado desde que la descubrimos. Los dos
reconocíamos que, después de ese tiempo, la probabilidad de que el lugar
–cuarenta metros de arena engastados al fondo de un entrante rocoso de la
costa- continuara como lo recordábamos era escasa. Incluso el camino por donde
circulábamos, sin pavimentar y tan estrecho que a dos vehículos les sería
imposible cruzarse, aparecía en la pantalla del GPS. Había sido reconocido,
catalogado y registrado informáticamente.
Aun así, la perspectiva de convivir con
personas para las que el lugar y la fecha carecían de significado especial, que
sólo disfrutaban de un día más de verano, era motivo de inquietud. Con cada
nueva conversación el asunto adquiría una gravedad mayor.
¿Qué haremos si hay alguien?, preguntaba Katharina
intentando dar un tono casual a sus palabras, pero afectada por una
preocupación que se manifestaba en el endurecimiento de su acento alemán. ¿Nos
quedaremos?
Yo no sabía lo que haríamos si encontrábamos
la playa ocupada. Dependería del tono de nuestros estados de ánimo; de la
magnitud del choque entre el recuerdo subjetivo y la realidad objetiva; de la
interpretación de las señales percibidas.
Soy una persona que concede importancia
a las señales.
Por fin el camino empezó a descender hacia el
mar, aunque éste no era visible todavía. Varios pinos rompieron la monotonía
del paisaje. No vimos más casas.
A la salida de una curva el mar surgió de
pronto ante nosotros. Una tenue calina filtraba la luz y apagaba los colores.
En el cielo, el aspa plateada de un planeador trazaba una curva silenciosa,
aproximadamente sobre nuestra playa, como si pretendiera señalarnos el lugar.
Ya falta poco, dije sin necesidad.
Katharina
se volvió e hizo cosquillas al niño. Oí una risita.
Ya
falta poco, repitió ella excitada.
Justo donde las recordaba se alzaban las
ruinas de una casa. En su tiempo debió de ser una vivienda de pescadores. El
encalado y el mortero se habían desprendido y dejado al descubierto los muros
de mampostería.
En lo que antes era el jardín, contiguo al
camino y separado de éste por un muro bajo, crecía una chumbera de proporciones
monstruosas. Hijos y nietos de la planta original fundidos hasta formar un
único ser de apariencia alienígena, que se elevaba hasta más de dos metros de
altura y se desbordaba sobre el camino. El guardián de la playa. Sus ramas en
forma de raqueta golpearon el parabrisas del todoterreno y arañaron la pintura
del costado.
Por supuesto no éramos los únicos que no
se habían dejado amedrentar por la
planta. Su ramas eran un registro del paso de antiguos visitantes. Muchas
aparecían violadas con fechas y nombres tallados, lo que evidenciaba lo erróneo
de nuestro sentimiento de posesión del lugar.
El camino terminaba unos metros más allá,
en una pequeña explanada donde detuve el
todoterreno. Después, un desnivel y la playa. Desconecté el motor y cayó un
silencio plomizo. En el cielo, el planeador viró y se alejó en rumbo paralelo a
la costa.
Habíamos llegado. Y no había nadie. Ningún
otro vehículo. Ni tiendas de campaña. Ni embarcaciones fondeadas. Sin embargo
no hicimos nada por cubrir los últimos pasos.
Ni siquiera salimos del todoterreno. Nos quedamos con la vista fija en
la playa. Hasta que nuestro hijo empezó a revolverse. Se estiraba hacia
delante, luchando contra el arnés que lo ataba a la silla. Sus bracitos
señalaban lo que nosotros también contemplábamos.
En el centro de la playa descansaba el cuerpo
sin vida de una ballena.
Cinco
años atrás me había parecido que Katharina nunca se cansaría de estar en el
agua. En tres ocasiones nadó hasta la embocadura del canal para permanecer allí
mirando hacia mar abierto. Yo la acompañé las dos primeras veces. En la tercera
me quedé atrás, convencido de que pasara lo que pasara por su cabeza tendría
una mayor categoría si ella se encontraba a solas.
Estábamos hambrientos. Atardecía y no
habíamos probado bocado desde el desayuno. Sólo llevábamos una cantimplora que
por el camino rellenamos en un manantial de agua sulfurosa. Un lugareño que
cargaba con dos garrafas nos la recomendó por sus cualidades beneficiosas para
la piel y el cabello. Después de un par de tragos el sabor apenas se notaba. Le
preguntamos por dónde se llegaba al mar. Él señaló vagamente en una dirección.
A nuestro alrededor sólo había piedras y arbustos, ni una sombra bajo la que
cobijarse.
Usamos el manillar de la moto como colgador
para la ropa. No llevábamos bañadores. No esperábamos descubrir un sitio así
cuando salimos aquella mañana a dar un paseo de reconocimiento por la isla.
Cuando por fin salió del agua, Katharina tomó
asiento en una roca. Miraba el mar y se abrazaba el vientre. Le pregunté si
tenía frío. Respondió que no, que todo estaba bien.
Hablábamos en inglés, el único idioma en que
podíamos comunicarnos con fluidez; aunque los progresos de Katharina con el
español eran veloces. Hacía que me avergonzara de mi torpeza. Mi alemán se
reducía a un puñado de sustantivos de temática dispersa, además de unas cuantas
frases que ella me había hecho aprender de memoria y que le hacían reír a
carcajadas cuando yo las repetía. lo que me llevaba a pensar que me mentía
sobre su significado.
El paisaje no difería mucho del de la costa
californiana donde nos habíamos conocido. Las sensaciones de lejanía y déjà vu
se superponían con un efecto agridulce. Se lo comenté a Katharina. Me dio la
razón.
Los intentos por calcular la distancia
recorrida durante el último año terminaban siempre en abandono. Estados Unidos,
Alemania y ahora España. Llevábamos tres semanas en el país. La isla era
nuestra última escala. La excedencia de Katharina de la compañía farmacéutica
donde trabajaba en Munich finalizaba diez días después.
Le había preguntado si le gustaría vivir en
España. Todavía no me había respondido.
Desnudos y al sol, saltaba a la vista cómo
habían cambiado nuestros cuerpos durante el viaje. Más esbeltos que cuando lo
iniciamos –cada uno en solitario, desde nuestros respectivos puntos de
partida-, pero también maltrechos. Habíamos perdido peso. Se nos marcaban las
costillas y los huesos de las caderas.
Las piernas de Katharina estaban moteadas por verdugones de origen incierto,
del tipo de los que te sorprendes contemplando una mañana en la ducha sin saber
cómo ni cuándo han hecho aparición. Yo tenía las rodillas y los codos
despellejados desde hacía días. Parecíamos una pareja de náufragos, impresión
acentuada por lo desértico del lugar. En todo el día no vimos señal de
presencia humana; ni una embarcación pasó siquiera ante la playa.
Katharina se levantó y se fue hacia la moto.
Hurgó en los bolsillos de un pantalón y sacó un paquete de cigarrillos. Fumó
mientras contemplaba de frente el atardecer. El sol le perfilaba el cuerpo con
una línea anaranjada. Ella permanecía inmóvil, ignorante del eclipse del que
era causante. El cabello, apelmazado por el agua salada, y el vello de entre
las piernas se encendieron con cálida violencia. Aprecié las siluetas de su
cráneo y de su sexo.
Me acerqué a ella por la espalda y le pasé la
lengua por las protuberancias de la columna vertebral. Los huesos de sus
hombros estaban afilados como espolones. Murmuró algo que interpreté como una
invitación. La empujé hacia una roca lo bastante grande como para servirnos de
apoyo. Guardó silencio. Yo me había acostumbrado a su actitud distante. Había
llegado a encontrar cierto placer en ella. En compañía de Katharina, lo que
debería ser una experiencia conjunta finalizaba a menudo en un ejercicio de
introspección.
Un rato después, mientras nos vestíamos, me
dijo que no quería volver a Alemania, que se quedaría conmigo.
¿Estás segura?
Creo que sí.
Es mejor que lo estés.
Tras una pausa dijo que lo estaba.
Nos quedamos allí hasta que se hizo
de noche, apoyados en la moto, planeando lo que haríamos a continuación e
interrumpiéndonos cada poco rato para besarnos y toquetearnos como una pareja
de adolescentes.
Liberé
al niño de su asiento y con él en brazos salvé el desnivel que nos separaba de
la arena. No debía de hacer mucho que la ballena había muerto porque apenas desprendía
olor. Por ahora éste quedaba oculto bajo el propio animal, una emanación
intensamente marina y orgánica, desagradable sólo en un primer momento.
Yo repartía mi atención entre el niño y la
ballena, tan interesado en ésta como en la reacción de aquél.
La ballena, más concretamente un rorcual de
pequeño tamaño, mediría unos diez metros de largo. Era de color gris parduzco,
con el vientre blanco. Reposaba sobre éste; la mitad delantera del cuerpo sobre
la arena y la trasera en el agua. Tenía los ojos cerrados, bellotas de mar
adheridas en torno a las aletas y penachos de algas a lo largo del lomo. Había
dignidad en su postura.
El niño se agitó. Quería que lo soltara. En
cuanto lo dejé en el suelo se dirigió con pasitos vacilantes hacia el gran
cuerpo. Parecía dispuesto a tocarlo. Estiró la mano pero en el último instante
rectificó y dio un paso atrás. Se volvió hacia mí señalando el promontorio de
carne que se alzaba en el centro de la playa.
Ballena, dije.
Él miró al cetáceo y repitió:
Ballena.
¡Eh!
Katharina fumaba un cigarrillo
recostada contra el todoterreno.
¿Qué vamos a hacer?, preguntó.
Pensando en la ballena a un nivel
abstracto, como señal, su significado resultaba dudoso. No deseaba buscar
metáforas. Si lo hacía resultarían negativas. Y no era eso lo que necesitábamos
aquel día.
Nos quedamos, contesté.
Montamos
el campamento lo más lejos posible del cuerpo. Toallas, juguetes para el niño,
sándwiches envueltos en dos capas de papel de aluminio, una sombrilla… Esta
visita se parecía poco a la de aquella primera vez. Los cambios eran
sustanciales, y la ballena sólo era uno de ellos.
Katharina intentaba que el niño dejara de
prestar atención al cetáceo y jugara con la arena. Los observé mientras cavaban
un foso. Las herramientas que usaban eran de colores vivos, con la doble
finalidad de ser atrayentes para los niños y fáciles de localizar si se perdían
en la arena. Estaban fabricadas de un plástico de alta densidad y resistencia.
Cuando los compramos, el empleado de la juguetería nos detalló sus
características con el entusiasmo y detalle de quien vende equipamiento para
expediciones a la alta montaña. Escucharle me produjo ansiedad.
Katharina lanzaba miradas más allá del foso.
Contemplaba el mar, la playa, las rocas. Buscaba algo comparable al recuerdo
que albergábamos de nuestra primera visita. Algo al margen del entorno físico.
Una conjunción de elementos. Algo seminal e inasible.
Un mechón le caía sobre los ojos e intentó
apartarlo de un soplido. No quería tocarse la cara con las manos cubiertas de
arena. Me acerqué a ella y se lo acomodé tras una oreja.
¿Mejor?
Mejor.
¿Todo bien?
Su rostro se ensombreció. No le
gustaban las personas que buscan en los demás la confirmación de la correcta
marcha de las cosas, como si fueran incapaces de darse cuenta por sí mismas. Lo
cierto era que a mí tampoco me gustaban. Pero sentía la necesidad de cruzar
unas palabras, por triviales que fueran.
Podemos darnos un baño, dije.
Ella miró la ballena e hizo un
mohín.
Ya veremos.
Hablábamos en susurros, como si
estuviéramos en un ascensor repleto o en un hospital.
El
niño estaba más interesado en la ballena que en jugar con la arena y Katharina
terminó por reconocerlo. Lo tomó de la mano y pasearon alrededor del cuerpo,
metiéndose en el agua para rodear la cola. Ella le señaló el orificio nasal en
lo alto del lomo, la presencia de barbas en lugar de dientes… Le explicó que la
ballena era un mamífero, como nosotros, y que aunque vivía en el mar tenía que
salir a la superficie para respirar.
Después le habló de la historia de Pinocho.
Hacía poco que el niño había visto la película. Ella le recordó la escena en
que el muñeco de madera y Gepetto son engullidos por un cetáceo llamado
Monstro. Para escapar de la caverna viviente, los náufragos encienden una
hoguera con restos de barcos tragados por la ballena. El humo descompone al
cetáceo y su tos lanza a Pinocho y Gepetto fuera de él.
Yo no estaba seguro de que esa historia fuera
adecuada para el niño en aquel momento. La imagen que da de la ballena no es
muy positiva. Hice memoria de otras referencias: el cachalote que deja huérfano
al protagonista de Un capitán de quince
años, la ballena que se traga a Jonás, la isla viviente donde arranca
Simbad, Moby Dick… Todas negativas.
Sin embargo el niño no pareció alterado. Al
contrario. Dejó atrás la reticencia de antes y se atrevió a tocar el animal.
Después se olisqueó los dedos e hizo una mueca. Katharina le lavó la mano con
agua de mar. Mientras lo hacía, él le susurró algo al oído. Ella se lo quedó
mirando y luego me miró a mí.
Quiere saber por qué está aquí la
ballena.
Era una pregunta lógica.
¿Algún vertido contaminante había
alterado su orientación y la había hecho quedar varada?, pensé. En ese caso
habría muerto asfixiada por su propio peso. ¿O bien había fallecido cuando
llegó allí, víctima de alguna enfermedad o acaso de la vejez? Personalmente
dudaba de esto último. Era tal la dignidad del animal en su muerte, como si
hubiera sido dispuesto en la playa para ser admirado y despedido, que resultaba
difícil creer que hubiera llegado allí dando tumbos, empujado por el azar de
las corrientes.
Claro que, en cualquier caso, era complicado
de explicar a un niño de tres años. Y así debió de pensar también Katharina,
porque le dijo que la ballena sólo estaba dormida, que después de nadar durante
mucho tiempo se había retirado a la playa a descansar. Y que lo mismo que ella
era enorme y lo eran la cantidad de comida que engullía y el volumen del aire
que respiraba, su sueño también era profundo y prolongado. Días. Semanas. Tan
profundo que ni siquiera se daba cuenta de nuestra presencia.
Entonces la calma del niño flaqueó.
Retrocedió tirando de su madre. De pronto desconfiaba de la ballena. Y también
de nosotros por haberlo sometido al peligro de su proximidad, a pesar de que
Katharina le aseguró que no saldría de su sueño hasta dentro de mucho tiempo,
hasta mucho después de que nos hubiéramos ido y estuviéramos muy lejos de allí.
El niño retomó la excavación del foso, pero
estaba inquieto. Removía la arena sin ton ni son. Era cuestión de tiempo que
empezara a llorar por cualquier nimiedad y pidiera que nos fuéramos. Katharina
cruzó una mirada conmigo. Los dos rechazábamos los eufemismos y las fantasías
mojigatas. La ballena le había sorprendido con la guardia baja. No esperábamos
esperarnos con una evidencia de la muerte. No allí. Y menos aún vernos
obligados a dar explicaciones. No estábamos preparados.
Definitivamente, las cosas no estaban yendo
como esperábamos.
Cuando
nos instalamos en España, mi hermano me aceptó como socio en su negocio de
persianas. Se alegró de verme de regreso. Aún no entendía por qué yo había
abandonado mi puesto en la compañía eléctrica para dedicarme a recorrer mundo y
dilapidar mis ahorros. A pesar de sus dudas sobre mi idoneidad para el puesto,
me acogió con los brazos abiertos. Para mi hermano la familia contaba más que
cualquier otra cosa.
Él estaba casado y tenía dos hijos, dos chicos de los que cualquier padre
se sentiría orgulloso. Cuando no eran más que unos niños, su madre sufrió un
accidente. Un conductor que había perdido el control de su vehículo la arrolló
mientras ella circulaba en bicicleta por el arcén. Desde entonces se desplazaba
en una silla de ruedas. Mi hermano en persona reformó su casa para adaptarla a
la nueva situación de su mujer. Trabajó por las noches, desoyendo las quejas de
los vecinos. Aumentó la anchura de las puertas e instaló rampas. Llevó a cabo
las reformas en un tiempo asombrosamente breve. Descargó la rabia echando abajo
tabiques a golpe de maza. Su mujer y él nunca se han dejado seducir por el
desánimo ni el rencor. Recompusieron su vida de forma modélica, sin privarse de
nada de lo que pudieran haber hecho antes del accidente. Durante las vacaciones
él ha empujado la silla de su mujer por las calles de Nueva York, Viena, Tokio…
Han estado juntos en lo alto de la Torre
Eiffel y la Gran Muralla.
Un tío grande, mi hermano.
Dos
años después de nuestro regreso nació el niño. Para entonces el entusiasmo
producido por volver a casa y empezar a vivir con Katharina casi se había
apagado. Además, vender e instalar persianas no era lo mío. Yo lo sabía y mi
hermano también. Sin decirle nada, busqué otra ocupación pero no di con nada
que me gustara. No podía guiarme por mi experiencia. Todos los momentos de mi vida profesional de los que guardaba buen
recuerdo estaban asociados a puntos finales, nunca al trabajo en sí mismo.
Finales de jornada, inicio de vacaciones, el día que anuncié a la empresa eléctrica
que me largaba… Todos se resumían en una imagen de mí mismo subiendo a mi
coche, acelerando y alejándome sin mirar atrás. Lo mismo podía aplicarse al
plano personal.
Una tarde, dos semanas después de que naciera
el niño, salí del trabajo como cualquier otro día. En lugar de ir a casa me
dirigí al aeropuerto. Los padres de Katharina llegaban de Munich para conocer a
su nieto y yo tenía que recogerlos. Ella nos esperaba en casa con el bebé.
Iba con retraso. Aun así a mitad del camino
di un volantazo y saqué el coche de la autopista. Varios vehículos hicieron
sonar el claxon. Me detuve en una isleta que separaba los dos sentidos del
tráfico.
Me temblaban las manos. Tuvieron que pasar
varios minutos hasta que me calmé un poco. Permanecí hundido en el asiento,
presa de algo parecido a un trance. Vi el cielo teñirse de rosa. Los demás
coches encendieron los faros. Sus luces me barrían una y otra vez. Circulaban
muy próximos unos a otros, casi parachoques contra parachoques. Era agradable
mantenerse al margen.
Mi teléfono sonó, arrancándome del
ensimismamiento. Era Katharina. Quería saber dónde me había metido. Sus padres
ya estaban en el aeropuerto y se habían encontrado con que no había nadie
esperándolos.
¿Dónde estás exactamente?, preguntó.
En vez de responder dije:
Kat, no me encuentro bien. ¿Podrías
ir tú a recogerlos?
¿Por qué? ¿Qué te pasa?
No lo sé. Simplemente no me
encuentro bien. ¿Te importaría ir a ti?
No… Supongo que no. ¿Vienes ahora a
casa? ¿Te quedarás tú con el niño?
Sí. No tardo nada.
Colgué, puse el motor en marcha y me
reincorporé al tráfico. Hubo nuevos toques de claxon.
Encontré a Katharina ya arreglada. Paseaba
por el salón con el niño en brazos. Me lo entregó en cuanto me vio entrar. Miró
el reloj y resopló. Pero aun así se detuvo a observarme fijamente.
¿Te encuentras bien?, quiso saber.
Asentí.
Ella también asintió, varias veces,
con un cabeceo distante, y después se despidió. Nunca me preguntó por qué no
fui a buscar a sus padres. Lo sabía perfectamente.
Yo no quería estar a solas en un aeropuerto.
Ya lo había abandonado todo una vez. Había
cruzado el Atlántico sin intención de volver. Katharina conocía bien los
síntomas. Había pasado por ellos. Fue así como llegamos a conocernos.
Pero se suponía que las cosas habían
cambiado.
Cinco
años después de nuestra primera visita y tres después de que naciera el niño,
decidimos volver a la playa.
Por aquella época mi hermano había empezado a
sufrir ataques de ciática. El tratamiento consistía en reposo y las inyecciones
de vitamina B que su mujer le administraba. Durante sus períodos de baja yo me
ocupaba del negocio. Uno de los ataques lo mantuvo en cama durante tres meses,
que coincidieron con una época de especial carga de trabajo. La tensión me hizo
tratar de forma cada vez más deficiente a los empleados, precisamente cuando
más los necesitaba. Se produjeron varios episodios desagradables.
Cuando mi hermano se reincorporó, lo primero
que hizo fue invitarme a que me tomara unas vacaciones. Sin posibilidad de
réplica. Katharina aplaudió la idea. Pidió unos días de descanso en la empresa
de productos lácteos donde trabajaba como ayudante de laboratorio.
En cuanto surgió la idea de la isla los demás
destinos quedaron descartados. La posibilidad de volver a nuestra playa nos
animó. La visita tendría algo de ceremonial, equiparable a una renovación de
votos. Nos aferramos a la idea con un fervor casi desesperado y sin duda
ridículo.
Cuando descubrimos que el día de nuestra
llegada a la isla coincidiría con el aniversario de la primera visita a la
playa, lo interpretamos como una señal propicia.
No
hubo más episodios como el de la autopista. Sin embargo Katharina me vigilaba.
Rastreaba señales de desfallecimiento.
No.
Es mejor que sea preciso.
Lo que buscaba eran señales de
rendición.
¿Y ella?
Ella era feliz cuando estaba con el
niño. De eso estoy seguro. Cuando estaba conmigo, quiero pensar que lo era
también, siempre a su estilo característico, circunspecto y muy europeo.
Disfrutábamos de la vida hogareña. Ninguno estaba conforme con su trabajo pero
intentábamos conciliar lo bueno y lo malo. Teníamos una vida social
satisfactoria. Dos o tres veces al año Katharina volaba a Munich para visitar a
su familia. Todo parecía normal.
Pero aun así ella me vigilaba. Y a buen
seguro era consciente de que yo me daba cuenta, lo que fomentaba una tensión
permanente. Sus sospechas y mis disimulos invocaban una amenaza.
Nunca nos aventurábamos a hablar de nuestro
viaje a Estados Unidos ni de las circunstancias
que lo propiciaron. En su huida de Alemania, Katharina había dejado
atrás a un novio al que había prometido un pronto regreso. Habían hablado de
matrimonio.
Una tarde, poco antes de que volviéramos a la
isla, Katharina salió del trabajo y recogió al niño en la guardería. Después
fue a visitar a una compañera del laboratorio que estaba convaleciente en casa.
Había sufrido una caída montando a caballo. Tenía un hijo de corta edad con el
que el niño podría entretenerse mientras ellas charlaban.
Yo estaba al tanto de la visita, así que no
me sorprendí cuando al llegar a casa no encontré a nadie. Comí algo y me
acomodé en un salón con un libro. No pasó mucho tiempo antes de que me quedara
dormido.
Me desperté sobresaltado. Eran más de las
once. La casa seguía vacía. Me pregunté dónde estaría Katharina. No sabía ni la
dirección ni el número de teléfono de su amiga, y Katharina siempre dejaba su
móvil en la guantera del coche. Me repetí que se habría entretenido por
cualquier razón y que no debía preocuparme.
Durante media hora miré la televisión. Cuando
ya no pude contenerme más fui a nuestro dormitorio y abrí el armario. La ropa
de Katharina seguía allí. En un cajón de la mesilla de noche encontré la
cartilla de la cuenta bancaria que conservaba a su nombre. En la habitación del
niño, sus juguetes favoritos aguardaban en su sitio.
Llegaron al filo de la medianoche. En cuanto
cruzó la puerta Katharina se deshizo en disculpas. No se había dado cuenta de
lo tarde que era. Su amiga tenía una doncella que se había encargado de los
niños mientras ellas dos cenaban. El ambiente era tan agradable y ella estaba
tan cómoda que perdió la noción del tiempo. Cuando se dio cuenta de la hora,
era tan tarde que pensó que me habría acostado y no quiso molestarme llamándome
por teléfono.
Le dije que no se preocupara. Acostamos al
niño y nos fuimos a la cama. Katharina me pidió disculpas una vez más y yo
volví a restarle importancia. La besé y la estreché en un abrazo que quizá
resultó demasiado largo. Tardé en dormirme. En su lado de la cama Katharina
permanecía de espaldas a mí, más rígida que inmóvil.
¿Era
una somatización de nuestro disgusto o la ballena había empezado a oler peor?
Apenas hablábamos y cuando lo hacíamos era en
un tono de falso entusiasmo que nos irritaba mutuamente. Masticamos los
sándwiches que habíamos llevado para la comida. Después de un par de bocados,
el niño dejó caer el suyo a la arena. Ni Katharina ni yo nos molestamos en
regañarlo, a sabiendas de que era lo que esperaba para empezar un berrinche.
Mirábamos a nuestro alrededor y veíamos el lugar
estéril, sin posibilidades. La conjunción de elementos no se había dado. Lo
interpreté como un fracaso personal.
Como si Katharina hubiera seguido la misma
línea de pensamiento, dijo:
Nos quedan todas las vacaciones por
delante. No dejemos que esto nos las estropee.
Asentí sin mirarla.
Estoy segura de que en la isla hay
sitios mejores que éste.
Volví a asentir.
Cada vez hacía más calor. Estábamos
sofocados pero no nos apetecía meternos en el agua. El olor a podredumbre
producía una impresión de contaminación generalizada. Recordé una de las citas
que preceden la narración de Moby Dick,
donde se menciona el insoportable hedor del aliento de la ballena, capaz de
producir desórdenes mentales.
Es mejor que nos vayamos, dije.
Añadí que de camino al hotel
pararíamos en una comisaría de policía o puesto de guardacostas para informar
sobre la ballena. Alguien debía hacerse cargo de ella. No podían dejar que se
pudriera en la playa.
La expresión de Katharina se iluminó. La
expectativa de contribuir a que la playa recuperara su buen aspecto le hizo
cambiar de humor.
Podríamos volver a intentarlo dentro de unos
días, sugirió. Venir aquí otra vez.
Asentí, aunque sin contagiarme de su
animación, y empezamos a recoger.
Fue entonces cuando oímos un ruido, una
especie de batir, cuyo volumen iba en aumento. Poco después aparecía sobre la
playa un helicóptero. Era un aparato del servicio de salvamento marítimo. Se
detuvo encima del canal, apenas a una decena de metros de altura. El viento
producido por las aspas levantaba olas concéntricas. Nos llevamos las manos a
la cara para protegernos de la arena que removía. Katharina se puso delante del
niño a modo de escudo. Oí un chasquido a mi espalda. La sombrilla había volado
hasta quedar atrapada en un arbusto donde se revolvía como un ser vivo.
La puerta lateral del helicóptero se abrió e
hizo aparición un hombre ataviado con un mono naranja, casco y gafas de sol. En
las manos sostenía una cámara de fotos.
Trastabillé contra el viento para llegar
junto a Katharina y el niño. Perdigonadas de agua salada y arena nos golpeaban.
El niño estaba demasiado impresionado para asustarse. Atisbaba entre nuestras
piernas sin perder detalle de lo que pasaba.
El hombre de la cámara hizo fotos a la
ballena. Recordé el planeador, el que había sobrevolado la playa poco antes de
que llegáramos. Sus tripulantes debían haber avisado a la autoridad costera.
Al igual que no había sombras en la playa
tampoco había lugar donde guarecernos del viento. Nuestras manos alzadas para protegernos
el rostro parecían algún tipo de saludo contrahecho, dirigido a la tripulación
del aparato.
El hombre del helicóptero bajó por fin la
cámara. Después nos miró como si no hubiera notado nuestra presencia hasta ese
momento. Debíamos ofrecer una estampa lastimosa, los tres abrazados, con la
cabeza alzada al cielo y nuestros enseres esparcidos por la playa. Sin apartar
la vista de nosotros, movió los labios mientras se comunicaba con el piloto por
la radio del casco. Después volvió a levantar la cámara y nos hizo unas cuantas
fotos. Cuando terminó, habló de nuevo por la radio, con lo que el helicóptero
giró para apuntar tierra adentro. Inclinó el morro y pasando sobre nosotros
desapareció de forma tan súbita como se había presentado.
En el silencio que siguió, nos invadió un
denso aturdimiento. Katharina se arrodilló junto al niño. Éste parecía en
perfecto estado salvo por algo de arena que le había entrado en un ojo. Sin
escatimar críticas hacia los del helicóptero recorrimos la playa recolectando
nuestras cosas. Minutos después todo volvió a estar en sus bolsas, más o menos
en el momento en que oímos un nuevo ruido que se aproximaba.
Creímos que era el helicóptero de nuevo, pero
pronto cambiamos de idea. El sonido era más agudo y provenía del mar.
Dos lanchas neumáticas aparecieron en la boca
del canal. Aminorando la velocidad se adentraron en el mismo hasta quedar
varadas en la playa, una a cada costado de la ballena. En cada una de ellas
iban tres hombres vestidos con trajes de
neopreno. Sin prestarnos la menor atención saltaron a tierra. Cada lancha
remolcaba un grueso cabo que se prolongaba hasta más allá del canal. Mientras
el resto de los hombres alzaba con esfuerzo la cola de la ballena, dos de ellos
pasaron la aleta caudal por los lazos en que concluían ambos cabos. Actuaban
con soltura y bien coordinados, como si supieran perfectamente lo que tenían
entre manos. Apenas hubo intercambio de palabras entre ellos. Mientras llevaban
a cabo la maniobra, el perfil panzudo de un remolcador se asomó a la entrada
del canal. Los cabos concluían en él.
Una vez asegurados los lazos a la cola, uno
de los hombres habló por un radiotransmisor envuelto en una funda impermeable.
Dimos por sentado que se comunicaba con el remolcador. Todos, nosotros y los
hombres de las lanchas, nos apartamos de la ballena. Guardamos un atento
silencio.
El remolcador puso proa hacia mar abierto.
Los cabos se tensaron poco a poco y tiraron de la cola de la ballena. Pareció
que todo el cuerpo se estirara, como si la parte inferior estuviera adherida al
suelo y se resistiera a ceder el arrastre del remolcador.
Entonces la nave aumentó la potencia, creció
el rugido de los motores diésel, y el rorcual se movió, desplazándose unos
centímetros. Luego volvió a quedar anclado. El movimiento fue tan repentino que
nos sobresaltó a todos. El niño se aferraba a mi pierna.
La ballena se movió de nuevo, esta vez sin
volver a detenerse. Al hacerlo produjo un sonido rasposo y arrastró gran
cantidad de arena, dejando un profundo surco tras de sí. Finalmente el cuerpo
quedó semihundido en el canal. Los hombres empujaron sus lanchas para
devolverlas también al agua y saltaron a ellas. El que parecía el jefe del
grupo, el que se había comunicado con el remolcador, se despidió de nosotros con
un gesto del mentón. Al igual que había ocurrido con la tripulación del
helicóptero, no había parecido reparar en nosotros durante el transcurso de su
labor. Luego las lanchas se alejaron a baja velocidad, manteniéndose a la par
que la ballena, una a cada lado. Una vez hubieron salido del canal, viraron
cada una en una dirección diferente y desaparecieron de nuestra vista. Sólo
quedó el perfil trasero del remolcador, cada vez más pequeño, y la ballena, que
ya no era más que una mancha en el agua.
Había desaparecido sin dejar rastro.
Nos quedamos allí plantados, asimilando el
despliegue del que acabábamos de ser testigos.
Teníamos todo recogido pero de pronto
habíamos olvidado nuestra intención de irnos. Nos sentíamos agotados. Era como
si nosotros mismos hubiéramos sacado la ballena de la playa, sin más ayuda que
la de nuestros brazos y piernas. Teníamos el cuerpo cubierto de arena y sudor.
De pronto la perspectiva de un baño era tentadora. Las aguas del canal habían
recuperado su transparencia habitual, aquélla que recordábamos, y el olor de la
ballena había desaparecido.
El niño debía de sentir lo mismo, porque
corrió hacia el agua. Aunque no en dirección a la orilla.
Me equivocaba en una cosa. La ballena sí
había dejado una señal de su presencia.
Al ser arrastrado, el enorme peso de su
cuerpo había abierto en la arena una zanja de un par de palmos de profundidad.
Las olas la habían inundado, con lo que el resultado era un canal a pequeña
escala, dentro de aquel que enmarcaba la playa.
El niño saltó riendo a su interior. El agua
le llegaba apenas por las rodillas pero chapoteó y se tumbó para mojarse por
completo, sin dejar de reír. El pequeño canal parecía hecho a su medida, con el
agua renovada mansamente por los extremos de las olas.
Katharina y yo nos sentamos en el borde, con
los pies en el agua. Nuestro hijo nos salpicaba para que nos uniésemos a él.
Respondíamos chapoteando con los pies y salpicándolo a su vez, lo que le hacía
gritar de gozo. No parecía cansarse de jugar en el agua. Después del baño
tendría hambre y querría que volviéramos
a sacar nuestras cosas y comiéramos algo. Su madre sonreía y aplaudía
todos sus saltos y falsas zambullidas.
Poco después Katharina declaró que le
gustaría nadar un poco. Entró en el canal mayor y con enérgicas brazadas se
alejó hacia su extremo.
Yo me quedé con el niño. Recordé las fotos
que nos había hecho el hombre del helicóptero: los tres abrazados, soportando
juntos el vendaval producido por el aparato. Se me ocurrió llamar al servicio
de salvamento marítimo y ponerme en contacto con aquel hombre. Quizá pudiera
facilitarme una copia.
Los tres detenidos en un presente perpetuo.
Un presente para ser recordado y del cual aprender.
A menudo lamento no haberlo hecho.
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