No preocuparse, tranquilos: enseguida las aguas volverán a su cauce, nosotros a nuestras rutinas de gente bien, y todo continuará como si nada, igual que siempre.
TANTA AGUA TAN CERCA DE CASA
Raymond
Carver
Mi marido come con buen apetito. Pero
no creo que tenga hambre realmente. Mastica, con los brazos sobre la mesa, y
fija la mirada en algo que está al otro lado de la
cocina. Luego me mira a mí y desvía la vista. Se limpia la boca con la
servilleta. Se encoge de hombros y sigue comiendo.
—¿Por qué me miras? —pregunta—. ¿Por qué? —repite, y deja el tenedor sobre la mesa.
—¿Te estaba mirando? —replico, y meneo la cabeza.
Suena el teléfono.
—No contestes
—dice.
—Puede que sea tu madre.
—Cógelo y no digas nada.
—Puede que sea tu madre.
—Cógelo y no digas nada.
Levanto el auricular y escucho. Mi
marido deja de comer.
—¿Qué te
dije? —exclama cuando cuelgo. Sigue comiendo. Luego tira la
servilleta sobre el plato. Protesta—: Maldita sea. ¿Por qué la gente no se ocupa de sus asuntos? ¡Dime lo que hice mal, te
escucho! Yo no era el único que estaba allí. Lo hablamos y lo decidimos entre
todos. No podíamos darnos la vuelta así por las buenas. Estábamos a cinco
millas del coche. No consiento que me juzgues. ¿Entiendes?
—Ya lo sabes —le censuro.
—Ya lo sabes —le censuro.
Él dice:
—¿Qué es
lo que sé, Claire? Dime lo que se supone que sé. Yo no sé más que una cosa. —Me dirige una mirada que él
cree muy significativa— Estaba muerta
—recuerda—. Y lo siento como el que más. Pero estaba
muerta.
—Ésa es la cuestión —digo yo.
Levanta
las manos. Aparta la silla de la mesa. Saca los cigarrillos
y sale a la parte de atrás con una lata de
cerveza. Veo cómo se sienta en una silla del jardín y vuelve a coger el
periódico.
Su nombre está en primera
plana. Junto con los de sus amigos.
Cierro los ojos y me apoyo en
la pila. Luego barro el escurridero con el brazo y mando todos los platos al
suelo.
Él no se mueve. Sé que lo ha oído. Levanta la cabeza como si siguiera escuchando. Pero, aparte de eso, no se mueve. No se vuelve.
Él no se mueve. Sé que lo ha oído. Levanta la cabeza como si siguiera escuchando. Pero, aparte de eso, no se mueve. No se vuelve.
Él y Gordon Johnson y Mel Dorn
y Vern Williams juegan al póquer y a los bolos y van a pescar. Van a pescar en
primavera y a principios del verano, antes de que lleguen las visitas de los
parientes. Son gente honrada, hombres de su casa, hombres que se ocupan de su
trabajo. Tienen hijos e hijas que van al colegio con nuestro hijo Dean.
El viernes pasado estos
hombres caseros salieron rumbo al río Naches. Aparcaron el coche en las
montañas y siguieron a pie hasta el sitio elegido para pescar. Cargaron con sus
sacos de dormir, su comida, sus barajas y su whisky.
Vieron a la chica antes
de acampar. La encontró Mel Dorn. Estaba completamente desnuda. El cuerpo se
había quedado enganchado en unas ramas que sobresalían del agua.
Mel llamó a los demás y todos
fueron a mirar. Hablaron acerca de qué hacer. Uno de ellos —Stuart no me ha
dicho quién— indicó que lo que tenían que hacer era volver inmediatamente. Los
otros se pusieron a remover la arena con los pies, y manifestaron que no tenían
ningunas ganas de volver. Alegaron cansancio, la hora avanzada, el hecho de que
la chica no iba a marcharse a ninguna parte.
Al final siguieron con sus
planes y acamparon. Encendieron un fuego y bebieron whisky. Cuando vieron la
luna en el cielo hablaron de la chica. Alguien sugirió que debían asegurar el
cuerpo para que no se lo llevara la corriente. Cogieron las linternas y bajaron
al río. Uno de los hombres —pudo ser Stuart— se metió en el agua y fue hasta la
chica. La cogió por los dedos y la acercó hasta la orilla. Le ató una cuerda de
nylon a la muñeca y sujetó el otro extremo alrededor de un árbol.
A la mañana siguiente hicieron
el desayuno, tomaron café y bebieron whisky. Luego se fueron a pescar cada uno
por su lado. Por la noche hicieron pescado, asaron patatas, tomaron café,
bebieron whisky. Luego cogieron cacharros y platos y cubiertos y bajaron al río
y los limpiaron cerca de donde estaba la chica.
Más tarde jugaron a las cartas. Puede que jugaran hasta que ya no pudieron ver las cartas. Vern Williams se fue a dormir. Pero los demás se pusieron a contar historias. Gordon Johnson comentó que las truchas que habían pescado estaban duras debido a la terrible frialdad del agua.
Más tarde jugaron a las cartas. Puede que jugaran hasta que ya no pudieron ver las cartas. Vern Williams se fue a dormir. Pero los demás se pusieron a contar historias. Gordon Johnson comentó que las truchas que habían pescado estaban duras debido a la terrible frialdad del agua.
A la mañana siguiente se
levantaron tarde, bebieron whisky, pescaron un poco, quitaron las tiendas,
liaron los sacos de dormir, recogieron sus cosas y volvieron caminando. Luego,
en el coche, buscaron un teléfono. Fue Stuart quien hizo la llamada mientras
los otros estaban ahí al sol, escuchando. No tenían nada que ocultar. No se
avergonzaban de nada. Dijeron que esperarían hasta que llegara alguien con
instrucciones y les tomara declaración.
Yo estaba dormida cuando llegó
a casa. Pero me desperté cuando lo oí en la cocina. Le encontré apoyado sobre
el frigorífico, con una lata de cerveza. Me rodeó con sus fuertes brazos y me
restregó la espalda con sus manos grandes. En la cama me volvió a tocar, y
luego se quedó quieto como si pensara en otra cosa. Yo me volví y abrí las
piernas. Creo que él, después, siguió despierto.
A la mañana siguiente se levantó
antes que yo. Supongo que para ver si el periódico decía algo.
A partir de las ocho, el teléfono empezó a sonar.
A partir de las ocho, el teléfono empezó a sonar.
—¡Váyase al
diablo! —le oí gritar.
El teléfono volvió a sonar al cabo de un instante.
—¡No tengo nada
que añadir a lo que ya declaré ante el sheriff!
Y colgó con brusquedad.
—¿Qué pasa?
—pregunté.
Justo entonces me contó lo que acabo de explicar.
Recojo los platos rotos y
salgo al jardín. Stuart está ahora tendido en el césped, con el periódico y la
lata de cerveza al alcance de la mano.
—Stuart, ¿podemos
dar un paseo en coche? —propongo.
Gira sobre sí mismo y me mira.
—Vamos a comprar
cerveza —dice. Se pone en pie y al pasar me toca la cadera—. Espérame un minuto —añade.
Atravesamos
el centro sin hablar. Detiene el coche junto a un supermercado, al borde de la
carretera, para comprar cerveza. Veo un gran montón de periódicos en la
entrada, detrás de la puerta. En el escalón de arriba, una mujer gorda con un
vestido estampado le da una barra de regaliz a una chiquilla. Luego cruzamos Everson
Creek y entramos en los terrenos de recreo. El arroyo pasa bajo el puente y va
a dar a un gran embalse unos centenares de metros más allá. Veo en él a los
hombres. Veo cómo pescan.
Tanta agua y tan cerca de casa.
Tanta agua y tan cerca de casa.
Pregunto:
—¿Por qué
tuvisteis que ir tan lejos?
—No me saques de
quicio.
Nos sentamos en un banco, al sol.
Stuart abre unas latas de cerveza. Dice:
—Tranquilízate,
Claire.
—Les declararon
inocentes. Dijeron que estaban locos.
Él quiere saber:
—¿Quiénes? ¿De
quiénes hablas?
—De los hermanos Maddox.
Mataron a una chica que se llamaba Arlene Hubly. En mi pueblo. Le cortaron la
cabeza y arrojaron el cuerpo al río Cle Elum. Cuando yo era adolescente.
—Vas a acabar
exasperándome.
Miro el arroyo. Estoy en él,
con los ojos yertos, boca abajo, mirando con fijeza el musgo del fondo, muerta.
—No sé lo que te
pasa —confiesa, camino de casa—. Me estás
exasperando por momentos.
No hay nada que pueda objetar.
Trata de concentrarse en la
carretera. Pero no deja de mirar por el retrovisor.
Lo sabe.
Stuart cree que
esta mañana me está dejando dormir. Pero estaba despierta mucho antes de que
sonara el despertador. He estado pensando, acostada en mi lado de la cama, a un
extremo, lejos de sus piernas velludas.
Prepara y despide
a Dean, que sale para el colegio y luego se afeita, se viste y se va al
trabajo. Viene dos veces y mira y se aclara la garganta. Pero yo no abro los
ojos.
Encuentro una nota
suya en la cocina. Firma: «Amor».
Me siento en el
rincón del desayuno y tomo café y dejo un servilletero sobre la nota. Miro el
periódico y lo vuelvo de un lado y de otro sobre la mesa. Luego lo deslizo
hasta mí y leo lo que dice. El cuerpo ha sido identificado, reclamado. Pero ha
sido necesario examinarlo, introducirle ciertas cosas, cortarlo, pesarlo,
medirlo, volver a poner las cosas en su sitio y coserlo.
Me quedo sentada
largo rato con el periódico en la mano, pensando. Al cabo llamo a la peluquería
para reservar hora.
Estoy sentada en
el secador con una revista en el regazo, y dejo que Marnie me arregle las uñas.
—Mañana voy a un funeral —le comento.
—Lo siento —deplora Marnie.
—Fue un asesinato.
—Aún peor.
—No es
nadie muy íntimo —aclaro—. Pero ya sabes.
—Irá bien arreglada —asegura Marnie.
Por la noche me
hago la cama en el sofá, y a la mañana me levanto la primera. Pongo el café en
el fuego y preparo el desayuno mientras él se afeita.
Aparece en la
puerta de la cocina, con la toalla sobre el hombro desnudo, y sopesa la
situación.
—Ahí está el café —digo—. Los huevos
estarán en un minuto.
Despierto a Dean,
desayunamos los tres juntos. Cada vez que Stuart me mira, le pregunto a Dean si
quiere más leche, más tostadas, etcétera...
—Te llamaré por teléfono —avisa Stuart al salir.
Yo le advierto:
—No
creo que me encuentres en casa.
—De
acuerdo. Muy bien.
Me visto con esmero.
Me pruebo un sombrero y me miro en el espejo. Le escribo una nota a Dean:
Cariño, mami tiene cosas que
hacer esta tarde, pero volverá luego. Quédate en casa o en el traspatio hasta
que uno de los dos venga a casa.
Con amor, mami.
Miro la palabra amor y al fin la subrayo. Luego
veo la palabra traspatio. ¿Es una palabra o dos?
Atravieso en coche tierras de
labrantío, campos de avena y de remolacha azucarera, dejo atrás manzanales y
ganado que pasta. Y todo cambia: ahora son más cabañas que granjas, más bosques
madereros que grandes huertos. Luego montañas, y allá abajo,
a la derecha, lejos, veo a veces el río Naches.
Una camioneta verde aparece a
mi espalda y se queda pegada detrás de mí durante varios kilómetros. Yo reduzco
la velocidad cuando no debo, con la esperanza de que me adelante. Lo hago
varias veces, y al final acelero. Pero también lo hago a destiempo. Me aferró
al volante hasta que me duelen los dedos.
En una larga recta despejada,
me adelanta. Pero por espacio de unos instantes ha ido a mi lado: es un hombre
con el pelo cortado al cepillo, con camisa de faena azul. Nos miramos el uno al
otro. Me hace una seña con la mano, toca el claxon y toma la delantera.
Reduzco la velocidad y
encuentro un sitio apropiado. Entro en el arcén y apago el motor. Oigo el río
allí abajo, más abajo de los árboles. Entonces oigo la camioneta que vuelve.
Echo el seguro de las puertas
y subo las ventanillas.
—¿Se encuentra
bien? —pregunta el hombre. Da unos golpecitos en el cristal—. ¿Está bien? —Apoya los brazos en la puerta y pega la cara
a la ventanilla.
Lo miro fijamente. No se me
ocurre otra cosa.
—¿Todo bien ahí
dentro? ¿Cómo es que está toda encerrada?
Sacudo la cabeza.
—Baje la
ventanilla. —Mueve la cabeza, mira la carretera y luego me mira a mí—. Bájela.
—Por favor
—digo—. Tengo que irme.
—Abra la puerta
—insiste, como si no me hubiera oído—. Se va a asfixiar ahí
dentro.
Me mira los pechos, las piernas. Estoy segura de que es eso lo que está mirando.
—Eh, preciosa —puntualiza—. Estoy aquí para ayudar, eso es todo.
El ataúd está cerrado y
cubierto de ramos de flores. El órgano empieza a tocar en el momento en que me
siento. La gente sigue entrando y buscando sitio. Hay un chico con pantalones
acampanados y camisa amarilla de manga corta. Se abre una puerta y entra la
familia en grupo y se dirige a un apartado acortinado que hay a un costado. Las
sillas crujen cuando los asistentes se sientan. Acto seguido, un hombre apuesto
y rubio con elegante traje oscuro se levanta y nos pide que inclinemos la
cabeza. Dice una oración por nosotros, los vivos, y cuando termina dice una
oración por el alma de la muerta.
Paso con la gente junto al
ataúd. Salgo a los escalones de la entrada, a la luz de la tarde. Delante de mí
baja las escaleras cojeando una mujer. En la acera mira a su alrededor.
—Bien, lo han cogido —explica—. Si es que puede servirnos de consuelo. Lo han detenido esta mañana. Lo he oído en la radio antes de venir. Es un chico de aquí, de la ciudad.
Caminamos
unos pasos por la acera caliente. Los coches arrancan. Alargo la mano y me
agarro a un parquímetro. Capós relucientes y aletas relucientes. La cabeza me
da vueltas.
Comento:
—Tienen amigos, esos asesinos. Nunca se sabe.
—Yo conocía a esa chica desde que era una niña —cuenta la
mujer—. Solía venir a mi casa y yo le hacía pasteles y
dejaba que se los comiera mientras veía la televisión.
Encuentro
a Stuart sentado a la mesa con un whisky. Durante un instante de delirio pienso
que algo le ha sucedido a Dean.
—¿Dónde está? —pregunto—. ¿Dónde está
Dean?
—Afuera —contesta mi marido.
Apura el whisky y
se levanta. Dice:
—Creo que sé lo que necesitas.
Me pasa un brazo
por la cintura y con la otra mano empieza a soltarme los botones de la
chaqueta, y luego sigue con los botones de la blusa.
—Lo primero es lo primero.
Añade algo más.
Pero no necesito escuchar. No puedo oír nada con tanta agua corriendo.
—Muy bien —acepto, y termino de desabrocharme yo misma—. Antes de que venga Dean. Date prisa.
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