El malestar que nos inyecta este cuento viene de la mano del matrimonio, esa santa institución cuya estructura quizá no sea tan recia y saludable como nos quieren vender.
ALUMINOSIS
Mercedes Cebrián
Acaba
de celebrarse mi boda religiosa con Pilar. Es decir, acabo de convertirme en
cuñado de Berta y Fran y yerno del señor Valcárcel, además de concuñado de
Maite y tío político de Gonzalo y Lucas. Ahí queda eso. Pilar y yo fuimos los
contrayentes, los aparentes protagonistas del ritual, pero cómo despertar al
mundo de su atocinamiento y decirles que no es sólo con esa chica de blanco
marfil con la que me he casado, sino también con la afición por la informática
de su hermano Fran, con las reglas dolorosas de su hermana Berta y con la
alergia al polen de sus sobrinos; cómo hacerles ver que lo que hoy estreno no
es sino mi etapa como engranaje del armazón que sostiene al apellido Valcárcel.
En fin, a ver si lo que Dios ha unido con buena argamasa no lo separa el
hombre.
Mi
cuñada Berta y yo entramos del brazo en la iglesia por una de esas caprichosas
concesiones de la realidad, y fue el padre de los Valcárcel quien acompañó a
Pilar en su desfile hacia el matrimonio. Lamentablemente no puedo competir con
el ajuar de parientes que ella proporciona. Me es imposible darle a Pilar el
tropel de hermanos políticos que todos merecemos: soy hijo único y ni siquiera
viven mis padres, con lo que adornarían después en el banquete. Mi aportación
consiste en dos tías solteras y pensionistas que se negaron a recorrer todo el
pasillo alfombrado de la iglesia alegando que iba a ser mucha tela para sus
rodillas reumáticas. Se acordó entonces que la hermana menor de la novia fuera la
madrina. Berta estaba encantada, hacía bromas tipo Van a creer que soy yo la
que se casa porque pienso ir de blanco del brazo de tu chico, mira que si el
cura se confunde..., y practicaba caminando con un libro en la cabeza para ir
bien recta ese día. Cómo son las chicas, siempre soñando con el camino al atar
(huy, quise decir altar), y todo porque va a entrar en la iglesia del brazo de
su cuñado el arquitecto.
Al
cerrarse con estruendo las puertas de la basílica sentí como un hermanamiento
milagroso con mi familia política. Me conmovió verlos a todos allí tan
cobijados bajo la cúpula del templo, esa circunferencia enorme que parecía
administrarnos su propia vacuna inmunizadora contra los tambaleos del edificio
conyugal. Todo -la música de órgano, el olor a incienso- era tan hermoso que te
abría las esclusas de la lágrima, te sacaba esas emociones casi vergonzosas
propias de una ceremonia de apertura de juegos olímpicos. Hasta me daban ganas
de empujar a la gente al matrimonio, de hacer proselitismo nupcial y decirles
que no vivieran amancebados de mala manera sin conocer ni a sus suegros, que
adquirieran el rango de yernos, cuñados o nueras, que detrás les esperaba un
mundo de perspectivas insospechadas.
Es
la hora de la foto. A Pilar y a mí nos han colocado en el centro, y a ambos
lados tenemos la dote de cada uno: frondosa la suya comparada con mi erial de
tías. Doy el brazo a mi tía Rosario, que está muy mayor y no va a durar mucho.
Seré yo quien tenga que encargarme de sus exequias, o seremos en realidad Pilar,
Berta, Fran y yo, inaugurando así el primer acto en el que la familia política
se hermanará conmigo mostrándome su dolor. A Berta, que canta en el coro de su
facultad, le pediré un Ave Verum para los responsorios. Fran me dará varias
palmadas fuertes en la espalda (hace pesas, me hundirá los omoplatos) y,
mientras, tratará de animarme con un No veas cuánto lo siento, tío, esto es ley
de vida, no se libra nadie. Verdadera filosofía de cuñado.
Que
el matrimonio es una de las principales vías de conversión de extraños en
amigos, hoy más que nunca me resulta evidente: me han dejado erosionado con
tanto beso y abrazo. Y es que los Valcárcel llegarán a ser tan familiares para
mí que parecerá que nos criamos juntos, que fue con Pilar y sus hermanos con
quienes merendé toda la bollería industrial de mi infancia y, a la hora de
compartir los cromos que venían dentro, me tocó a Pilar. Es una sensación como
de ser hindúes, de haber apalabrado la boda antes de darnos cuenta. Por eso me
sorprende recordar que hubo un momento en que ni nos conocíamos, por ejemplo,
cuando fui a casa de su padre para el rito de la pedida y Pilar, nerviosa, me
sacudía las solapas de la chaqueta en el ascensor; como si llevar una mota o un
hilillo colgando pudiera impedir la construcción de ese futuro común que íbamos
a emprender los Valcárcel y yo.
Una
vez servida la especie de cena fría, adjetivo no sólo aplicable a la comida,
con los ojos de todos mirándome como con gafas de presbicia, comenzamos a
charlar de cosas banales hasta que por fin entramos en temas de carné de
identidad: dónde naciste, a qué te dedicas, qué edad tienes. Cuando les comenté
que era arquitecto, parece que todos se relajaron (uf, mucho mejor que ese
mindundi que trajo aquella vez). Se notó en ellos una tranquilidad
respiratoria: si llevaba una doble vida como especulador inmobiliario daba
igual; lo principal era que tenía una titulación seria. Todos mostraban interés
por mi profesión, tanto tantísimo que llegamos al postre (se me quedó frío el
segundo plato, medio solomillo a la basura) y aún seguía yo hablando del papel
de la arquitectura en la sociedad. Que si responde a una necesidad humana de
cobijo y seguridad, así como a una exigencia estética, que si está construida
para perdurar y su función es utilitaria... Les expliqué que en la arquitectura
moderna, la falta de elementos tradicionales simbólicos no hace sino expresar
las pautas de la cultura contemporánea: más difusa y sin valores sólidos. A mi
suegro eso no le gustó nada y entonces venga a enseñarme libros sobre el
Patrimonio Nacional, venga a alabar los castillos e iglesias medievales y a
insistir en que se han perdido las buenas costumbres y la unión de las
familias. Pilar me daba pataditas por debajo de la mesa y yo capté el mensaje y
recompuse la armonía diciendo que estaba totalmente de acuerdo con él, que no
se deben perder los estilos de siempre, que en nuestros días el arquitecto es
el responsable de combinar tradición y tecnología, y otras cosas así teóricas
que no sé realmente por qué le interesaban tanto.
Después
llegó el intercambio de objetos: reloj para mí, anillo para ella. Y fotos, nos
hicimos fotos con la
Polaroid. Qué risa ver cómo surgíamos, tan sonrientes todos,
de lo que hasta entonces había sido un fondo blanco y desierto. Y con algún chiste
más y cuatro monerías que le hice al perro, todo se volvió cordialidad y
distensión. El tema boda copó entonces la charla: que cuántos vamos a ser, que
si marisco o carne; Berta disfrutaba tanto o más que su hermana con todo el
acopio de preparativos. Qué inocente es, la casi licenciada en farmacia, futura
especialista del medicamento y aún enrojeciendo ante la parafernalia de la
noche de bodas. Es raro que resulte tan apocada. A veces me gusta picarla y
hacerle hablar de su medio novio; le pregunté si lo traería a la boda y puso
esa sonrisilla lasciva que ni sabe que tiene. No sé lo que será afectivamente
de Berta, y si eso se traducirá en tenerla los domingos por la tarde adherida
al sillón, contándonos anécdotas de sus noches de guardia en la farmacia, o si
saldremos los cuatro -cada oveja con su cónyuge- de cena tediosa; todos con
nuestro particular rictus matrimonial.
Maite
sale del retrato un momentito: se le ha escapado Gonzalo, que es un demonio de
crío, y va a buscarlo como puede, montada en las sandalias de tacón que estrenó
para la boda. Se la espera porque hace bulto, porque es madre de los dos
primeros nietos Valcárcel, aunque la pobre es mayormente gris y anodina. Maite
y Fran fueron concebidos para enriquecer con su prole el linaje de la familia;
en cambio nosotros cruzaremos dentro de unos años el umbral que nos habilite
como matrimonio sin hijos. Sabremos donde hemos puesto las cosas -no habrá
niños que toqueteen mis maquetas- y nuestro piso se tornará casa-museo, con
centenares de objetos acumulados y un horario estricto y restringido de
visitas. Y eso sí, ni una bolsa en los ojos por berrinches nocturnos. Para
pagar nuestro exceso de buen vivir llevaremos a los sobrinos al cine de tarde
en tarde y apadrinaremos por correo a algún nene de clima monzónico. Con eso
pienso yo que será suficiente para construir un hogar bien cimentado en el que
reine el respeto mutuo y donde ninguno de los dos se atreva a hurgar en los
cajones de la vida del otro.
Y
desde aquí vislumbro tardes enteras con Berta en casa, que va a necesitar ayuda
frecuente con el ordenador -cuántas artimañas se habrán maquinado con la excusa
de la informática-. Ya sé que es Fran quien entiende más de estas cosas, pero
con vosotros tengo más confianza, nos dirá. Y ese día Pilar habrá salido, pero
es a mí a quien quería ver porque soy yo quien controlo de ordenadores, y así
de paso me da mi regalo, que se ha acordado de que hoy cumplo treinta y ocho.
También quiere que le preste otro libro de poesía, que se está terminando ese
que le recomendé, el de Pedro Salinas, y le está gustando una barbaridad ('No
en palacios de mármol, no en meses, no, ni en cifras, nunca pisando el suelo:
en leves mundos frágiles hemos vivido juntos').
Y
ese día tendrá el pelo húmedo -recién lavado, no ha querido ni secárselo para
llegar cuanto antes-, un pelo tan negro y tan brillante que casi darán ganas de
llamarlo cabello. Y bajo el morbo inesperado que proporciona la fea luz azulada
de la pantalla del ordenador, que sin querer dotará al término intimidad de
todo su sentido, me atreveré a besarla, consciente de estar formando una grieta
importante en el edificio familiar. Y creo que la seguiré besando, ayudándola a
desenvolver a la Berta
menos Berta, estrenando con ella su flamante etapa de lubricidad. Y creo que se
dejará hacer dócilmente y participará encantada del asunto, del destrozo que no
será consciente de estar causando en su apellido.
El
problema vendrá cuando Pilar abra la puerta despacito y sin hacer ruido
pensando que estoy echándome la siesta, que ha venido con Fran y Maite para
darme una sorpresa por mi cumple. Con tan mala suerte que la sorpresa será para
ellos. Y al asomarse a la evidencia dolorosa, al vernos a los dos tan demasiado
cerca, ya con la ropa sobrándonos a gritos, habrá tensión, indignación y
lloros, y sólo por un beso tonto volveré a ser un extraño para los Valcárcel;
se vendrá abajo todo ese entramado perfecto de sólidos cimientos y puntos de
apoyo, y no habrá restauración posible y empezará ahí la amarga recogida de
escombros, la trist... Vaya, vuelve Maite a la foto. Todos a sonreír, que cada
uno tendrá sus razones para hacerlo. Quizás Don Emilio porque finalmente casa a
su hija mayor, que parecía que se quedaba para vestir santos; Fran porque podrá
hablar conmigo de todos esos asuntos de los que suelen hablan los varones y que
con tanta mujer no hay manera; Berta porque conmigo aprende tanto de temas tan
variados -mírala cómo me observa por el rabillo del ojo- y los niños porque sí,
porque mola tener un tío que haga maquetas de casas.
Y
me empiezo a impacientar por tener que estar de pie tanto rato; a ver si
disparas ya, jefe, que nos van a dar las uvas, le digo al fotógrafo. Y él cree
que es una broma y me ríe la gracia porque, cómo van a hacer la foto justo
ahora que falta la novia, que la estamos todos esperando porque ha ido a
agradecerle al cura lo bien que ha salido todo. Qué despiste.
No hay comentarios:
Publicar un comentario