El cuento que os traigo hoy habla de muchas cosas cuando parece que el narrador solo divaga y pasa de puntillas por lo importante, sin profundizar en nada. Así que atentos a los silencios, a los pequeños gestos y a los sobrios escenarios. Pienso que, quizás, este aparente merodeo narrativo sea la táctica más idónea para simbolizar y señalar (sin decirlo) cómo esquivamos los grandes problemas hoy en día (hasta que nos embisten y nos pasan por encima).
LA
CASA MÁS FEA DEL MUNDO
Peter Ho Davies
DINERO CENICERO
Plastas son parientes. Gruñones son pacientes. Carcamalia
es el pabellón de geriatría. Dinero cenicero es el dinero que te dan cuando
firmas un impreso de incineración.
Una casa a tope
es cuando alguien ingresa a Accidentes y Urgencias con todos los huesos de los
brazos y las piernas rotos. Una vez vi a una mujer con la casa a tope. Había
estado riñendo con su marido mientras iban en coche y le había dicho que se
parara. Él no le había hecho caso, y ella había abierto la portezuela y había
saltado.
A Accidentes y
Urgencias se le llama AyU. Mi trabajo anterior fue en AyU, pero no me salía la
cuenta, así que ahora trabajo en carcamalia. Los carcamales son los gruñones
más gruñones de todos, pero el dinero cenicero que me saco con los carcamales
me permite comer y beber toda la semana, con lo que puedo seguir pagando los
plazos de mi préstamo estudiantil. Cuando entierras a un paciente no te dan
nada, porque si existe alguna duda acerca de la causa de la muerte pueden
volver a desenterrar el cadáver. Pero con o la incineración alguien tiene que
asumir la responsabilidad. Por esto te pagan. Por suerte, la incineración es
muy popular entre los carcamales, la prefieren en una relación de tres a uno.
Un golo es un galés. En el comedor de los
médicos todos me llaman el golo. El señor Swain, el encargado del depósito de
cadáveres, me llama pollo, sobre todo durante la temporada de rugby, cuando
Gales pierde por paliza. El invierno pasado, en que Gales estuvo de gira por
Australia y perdió todos los partidos con marcadores de escándalo, cada vez que
pedía una cerveza en el comedor todo el mundo gritaba: “A mí ponme una Fosters,
chaval”. En una ocasión, el señor Swain me recibió en el depósito tocado con uno
de esos típicos sombreros de explorador australiano, con unos corchitos
colgando del borde. El invierno pasado iba casi cada día al depósito a llenar
impresos de incineración.
Lo cierto es que
no soy galés. No hablo galés. Nunca he vivido en Gales. Pero mi padre es galés,
y cuando el año pasado se quedó sin trabajo, se trasladó a vivir allí y se
compró una casita en el campo con el dinero del “adiós de oro”. Y todo para
cumplir la promesa que se hizo a sí mismo cuando mi madre murió. La casita está
a menos de cinco kilómetros del lugar en el que nació, y a quince de la capilla
en la que se casaron. Cuando le dije que aquello no era muy de mi agrado y que
mi intención había sido que nos viéramos a menudo, me dijo: “No hay vuelta de
hoja. Me lo he estado prometiendo durante doce años. No me digas que no te
había avisado. Siempre he mantenido las promesas que te he hecho. Y ahora voy a
cumplir la que me hice a mí mismo”.
El adiós de oro
es lo que te dan cuando has estado trabajando treinta y cinco años para la
misma empresa y te despiden con un mes de aviso y antes de que te llegue la
edad de jubilarte. “¡El adiós de oro!”, dijo. “Me siento como el rey Midas.” El
adiós de oro de mi padre consistió en veinticinco mil libras, y se lo gastó
todo en comprar la casa. Le dije que la podría haber conseguido por menos.
-¿Y qué me dices de los nacionalistas galeses? –le
dije-.¿Y si se ponen otra vez a incendiar las residencias de vacaciones?
-A mí qué –dijo-. Yo no soy ningún turista. Es mi casa.
-¿Y si quieres venderla? Es una residencia de vacaciones.
Es demasiado pequeña para una familia. Sólo podrás venderla a algún turista. Si
empiezan otra vez a quemar casas no conseguirás ni veinticinco mil.
-No voy a venderla –dijo-. Es mi hogar. Es donde pienso
vivir a partir de ahora.
Es cierto que
podía haber comprado la casa por menos, pero le gustaba la idea de gastárselo
todo en ella. Le parecía que así todo cuadraba. Creo que podía haber conseguido
que le rebajaran un par de miles de libras. Con un par de miles podría haber
cancelado la mitad de mi deuda. Un par de miles equivale a unos seis meses de
dinero cenicero con los carcamales, y a un año en cualquier otro pabellón.
Cuando entro en
el depósito para firmar el impreso de la señora Patel, el señor Swain está ahí,
como siempre, sentado tras su escritorio, en esa luminosa habitación sin
ventanas. Está leyendo en el periódico una noticia sobre Neil Kinnock, el líder
del Partido Laborista, y galés.
-Doctor Williams –me llama al verme-. ¿Has leído esto?
-No tengo tiempo para leer el periódico, señor Swain.
-Dice que si Kinno gana las elecciones va a hacer con el
país lo mismo que han hecho ustedes con las ovejas durante siglos.
La señora Patel
está tan pálida que apenas la reconozco. Ha sido una de nuestras mejores pacientes:
tranquila, limpia, resignada. El personal habría lamentado perderla de no haber
sido por los plastas de sus parientes, tan exigentes y desconfiados que todo el
mundo se alegró de no volver a verlos nunca. Firmo el impreso y se lo entrego a
Swain.
-Espero que no le moleste si le cuento un chiste, doctor
–dice mientras me entrega el recibo.
-No –digo-. De hecho, me voy a Gales este fin de semana.
-Ah, ¿una escapada romántica?
-Un funeral.
Y Swain, que cada
día amortaja cadáveres y les habla y les lee el periódico, se sonroja. El
pliegue de grasa que tiene en el cuello adquiere un vivo encarnado que
contrasta con el cuello de su bata blanca.
-Lo siento mucho –dice.
MI PADRE PESCA
CON LAS MANOS
La mañana del funeral, miro por la ventana de la casita de
mi padre y le veo metido hasta los tobillos en las aguas del riachuelo. Está
agachado sobre las rocas y las rodea con los brazos. De lejos, da la impresión
de que intente abrazarlas y levantarlas del lecho del arroyo, pero sé que lo
que está haciendo es palpar los alrededores con los dedos, buscando una trucha.
Me lo quedo mirando diez minutos mientras va de una roca a otra, caminando con
paso inseguro por el agua. A continuación me echo el anorak encima del
albornoz, meto los pies sin calcetines en los zapatos y salgo a buscarle.
Él lo llama
pescar al tacto. Es un viejo método de pesca furtiva. “Ni caña, ni sedal, ni
anzuelo, ni red. Ninguna prueba que te incrimine”, suele decir.
No quiero tener
que cruzar todo el prado, pero tampoco quiero gritarle. Es demasiado temprano,
y no quiero que mi voz resuene por los muros de piedra y tejados de pizarra del
pueblo. Además, me acusaría de ahuyentar a los peces. Todo lo que hago ahuyenta
a los peces. Si me quedo de pie en la orilla, mi sombra los espanta. Si corro
por la orilla como un niño, mis pisadas los asustan. Algunos terroncillos
rodaron por la orilla y los alertaron.
-Sólo con poner un pie en Gales, ya los asusto –le digo.
-Cogerás una pulmonía –dice cuando me acerco.
No se vuelve.
Tiene la cabeza ladeada, la mirada perdida a lo lejos, está concentrado en las
puntas de los dedos en remojo. Miro sus pies, en el agua. Los tiene tan blancos
que relucen. Me pregunto si debe de tener alguna sensibilidad en los dedos.
Cierra las manos y las saca vacías y goteando.
-Mira quién habla. Será mejor que entres. Es hora de
prepararse.
-Diez minutos más –dice-. Antes te llevabas un cubo lleno
de pescados. Pero sé que queda al menos un cabrón. Lo vi un día que estaba con
el muchacho.
Vuelve a mirar el
arroyo, eligiendo otra roca.
-Vamos –digo-. Se me están congelando las pelotas.
Comienza a
agacharse otra vez. Miro a mi alrededor, me dirijo hacia la topera más cercana,
saco dos puñados de tierra suelta y los arrojo corriente arriba, donde él se
encuentra.
-¿Qué puñetas estás haciendo?
-Fuera –digo-. Ahora.
Doy una palmada y
la tierra que me ha quedado en las manos sale volando.
-Eres peor que tu madre –dice, pero ya se acerca a la
orilla y le doy la mano.
-Menuda pinta tienes.
De pie en la
orilla, con esos pantalones viejos arremangados por encima de las rodillas y la
camisa por sobre los codos, parece un niño al que la ropa le ha quedado pequeña.
-Sabes convencer –dice.
Le doy los
zapatos y los calcetines y le dejo que se apoye en mi hombro y se los ponga. Le
rodeo la cintura con el brazo para que no pierda el equilibrio, pero se zafa.
-Puedo arreglármelas.
-Estupendo.
No quiero empezar
a discutir tan temprano. Ayer por la noche, al llegar, desde la calle oí silbar
el hervidor. Cuando entré estaba al rojo, y toda la casa se había llenado de
vapor. Recorrí todas las habitaciones pensando que mi padre había sufrido una
apoplejía, y me lo encontré sentado fuera, en la tapia, mirando en dirección al
riachuelo.
-No es más que un hervidor –dijo todo inocente.
-La última vez no fue más que un microondas –dije.
Echo a andar
hacia la casa, esquivando las cagarrutas de oveja que hay por todas partes.
-Nunca entenderé por qué dejas que las ovejas entren
aquí. Podríamos reparar la tapia en una tarde.
-Así no crece la hierba.
-Lo que hace es crecer más, porque la fertilizan. Las
ovejas no son tan tontas como parecen.
-Tu abuela recogía las bostas de caballo con un pañuelo y
las traía dentro del bolso para abonar sus rosales.
Me paro y le echo
un brazo por los hombros.
-No te des ideas.
Hace seis años,
el señor Watkins, el granjero que posee esta casa tan fea, decidió abrirla al
público con la esperanza de sacar un poco de dinero al turismo. El nombre se lo
había puesto su hija, Kate. La llamaba así de niña. El granjero tuvo que pagar
para poner un tejado nuevo de chapa de cinc, y el ayuntamiento le obligó a
añadir unas ondulantes líneas de cemento sobre las piedras más sueltas. Con lo
que se consiguió que la casa fuera aún más fea.
Dentro hay una
placa, y una bombilla solitaria para poder leerla, puesto que la casa más fea
del mundo sólo tiene una ventana pequeña. La placa cuenta la historia,
adornándola un poco. Nadie ha vivido en esta casa más que la única noche exigida
por la ley. La familia que la construyó tenía una residencia estupenda en el
pueblo, y sólo querían el terreno para que pacieran sus ovejas. Cuando hacía
mal tiempo, encerraban al ganado dentro de la casa. Entre guerras se utilizó
como refugio para vagabundos, y la placa menciona el rumor de que George Orwell
pasó una noche aquí mientras hacía trabajo de campo para su Sin blanca en París y Londres. Desde
entonces, la casa ha servido de refugio a los escaladores de la zona, y desde 1955 a 1966 de parada de
autobús para la línea White Star.
El granjero
Watkins esperaba que la casa más fea le proporcionara una renta para Kate
cuando ésta volvió de Liverpool, embarazada, a los dieciséis años. Kate se
había aprendido la placa de memoria, y se pasaba el verano sentada a la puerta
con el niño para cobrar la entrada, pero los ingresos de la primera temporada
no bastaron ni para pagar el tejado. El granjero hizo un último intento al
añadir SEDE DE LA CASA MÁS
FEA DEL MUNDO a los carteles que había a la entrada y salida del pueblo, pero
el ayuntamiento no aceptó ni someterlo a votación.
Durante el pleno,
el señor Watkins se puso en pie y gritó: “¡Fascistas! ¡Comunistas! ¡Dictadores
de pacotilla!”. Pero el presidente del pleno le replicó a grito pelado: “Este
pleno no puede perder el tiempo con ideas frívolas, y hará expulsar a
cualquiera que le haga perder el tiempo. Siéntate, Arwyn, maldito idiota”. Kate
se matriculó en el instituto de formación profesional de Caenarfon y aprendió
peluquería, y el señor Watkins abandonó la habitación de la parte de delante de
su casa a los olores del amoníaco y el agua oxigenada.
Los Watkins son
los vecinos más próximos de mi padre. Su granja posee varios acres de terreno
dedicados a la cría de ovejas. La casa más fea queda entre las dos propiedades,
y comparten el arroyo en el que pesca mi padre. El pueblo se llama Carmel, y en
la ladera de la colina que lo domina se hallan dos pueblos más: Bethel y
Bethesda; nombres, todos ellos, del Antiguo Testamento.
Antes de subir la calle para ir a la capilla, lustro los
zapatos negros de mi padre y le ayudo a ponérselos. Sus pies, enfundados dentro
de los calcetines, están fríos y lisos como una piedra, y se los froto con
fuerza antes de calzarlo. Es como si el arroyo los hubiese erosionado. Se bebe
el té y mira por la ventana mientras se los froto. A continuación se mira al
espejo mientras le cepillo la caspa de los hombros.
Cuando salimos,
veo salir a los asistentes al funeral de todas las casas del pueblo, rumbo a la
capilla. A Kate y a su padre les ayudan a subir el sendero, y le digo a mi
padre que espere. Hacemos tiempo delante de la casita, dando patadas en el
suelo y soplándonos las manos.
A la casita de mi
padre la llamo la segunda casa más fea del mundo. Por dentro es luminosa y
cómoda, pero por fuera tiene ese acabado de enlucido granuloso, un estilo
decorativo tradicional en el norte de Gales. Y eso es lo que es, un enlucido
con granos, y los granos son piedras. Cuando el enlucido de la pared está aún
húmedo, se le lanzan puñados de pequeños guijarros –en realidad se trata de
gravilla-. Supongo que eso da un mejor aislamiento. Por lo general, ese estilo
reclama un encalado, con lo que quedaría bastante bonito. Por desgracia, los
turistas que eran dueños de la casa antes de mi padre tuvieron la brillante
idea de rehacer el enlucido granuloso con grava multicolor, como la que
encuentras en el fondo de las peceras. Dejaron que el brezo y las malas hierbas
inundaran el prado, y que los topos lo socavaran; dejaron que la tapia se
derrumbara y que la verja se oxidara; pero a la casa sí se aplicaron.
Cada vez que
visito a mi padre me ofrezco para encalarle la casa. Y él siempre me dice: “Ya
lo haré yo. ¿Qué prisa hay? Ahora soy un señor jubilado”. Desde que me enteré
de que vivía a base de salchichas y judías hervidas siempre le traigo un par de
bolsas de comestibles cuando voy a visitarle, y una vez coloqué cuatro latas de
pintura sobre la mesa de la cocina. Cómo se puso. “Ya lo haré yo”, dijo. “No necesito
tu maldita ayuda. De todos modos, ¿a ti qué más te da?”.
Quiere decir que
no apruebo que se viniera a vivir aquí. Tiene razón.
-¿Por qué vienes, entonces? –me pregunta siempre que
aparezco.
-Porque quiero estar contigo. ¿Acaso eso es un crimen?
Kate lo expresa mejor. “La media de edad en el
norte de Gales es de cincuenta y tres años. Hay una tasa de paro del treinta y
nueve por ciento. En los últimos diez años, la población ha caído más deprisa
que en cualquier otra región de Gran Bretaña.” Kate extiende sobre la mesa de
la cocina ejemplares del Economist y del
New Statesman siempre que quiere convertirla en sala de espera para sus
clientes. Durante las últimas elecciones tenía una oferta de rapado de cabeza y
teñido de rojo a mitad de precio. Cobra a las chicas por perforarles las
orejas, pero a los chicos les ofrece una oreja gratis. Llama a Gales “la tierra
de los muertos, un geriátrico del tamaño de un país”.
Kate odia vivir
aquí. Me dice lo mucho que envidia mi vida. “¿Por qué?”, digo. “Porque no estás
aquí apalancado”, dice. “Tú no estás apalancada”, le digo. “Oh, no”, dice.
“Desde luego que no. Una peluquera de veintidós años con un hijo de seis. Puedo
ir donde quiera. Soy tan ligera y volátil que me extraña no ponerme a flotar
por los aires.”
Gareth, el hijo
de Kate, tenía mucho que ver con el éxito de su negocio. Las ancianas señoras
que acudían a su peluquería nunca abrían sus revistas. Se pasaban todo el rato
mirando a Gareth. Solían dejar algo aparte para él después de haberle dado la
propina a Kate.
IAN RUSH CAMINA
SOBRE LAS AGUAS
Gareth tenía seis años y era hincha del Liverpool cuando
mi padre se fue a vivir junto a la casa más fea del mundo. Iba a todas partes
con la camiseta roja del equipo, y cada vez que Kate quería lavarla, le daba la
lata para que le comprara la segunda indumentaria. Al final, su abuelo se la
compró. “Estas camisetas cuestan ochenta libras”, me contó Kate. “Y cada año
crece y le queda pequeña. Le estamos malcriando.”
Kate detestaba
que Gareth fuera hincha del Liverpool. Hacía que se acordara del padre del
chaval. “Era un gilipollas”, me contó una vez. “Pero estaba lejos de este
estercolero. No me habría importado si simplemente me hubiera dejado. Me las
habría apañado. Pero cuando me dejó con Gareth, ¿a qué otro sitio podía ir?”
Gareth y mi padre
solían jugar al fútbol en el jardín de la casita. Trajinaban dos piedras de lo
alto de la pared seca que delimita las dos propiedades y con ellas marcaban la
portería. Yo me los quedaba mirando, a veces con Kate. Gareth era demasiado
pequeño para chutar muy lejos. Para que sus disparos llegaran a la portería
tenía que acercarse bastante, pero entonces mi padre arremetía contra él como
un oso viejo, le daba un empujón y le quitaba la pelota. Extendía un brazo para
mantenerle a distancia, y así hasta que Gareth se cansaba de correr alrededor
de él. Los dos reían y jadeaban. Cuando el chaval comenzaba a darle patadas a
las espinillas mi padre lanzaba la pelota a la otra punta del prado. Lo
encontraba divertido. No le gustaba que le dijera que hacía trampas.
-Si no hiciera trampas –decía mi padre-, no podría jugar
con él.
-Gareth te adora –decía Kate.
-¿También hacías trampas cuando jugabas conmigo?
-La verdad es que no me acuerdo.
-Como médico tuyo, te aconsejo que no hagas muchos
esfuerzos.
A medida que
Gareth se le iba acercando, le oías hablar consigo mismo, sin resuello. Al
principio sólo farfullaba, pero a medida que se iba acercando le oías comentar
el partido que jugaban. “Pasa a Rush. Rush dribla a uno. Dribla a dos. Sigue
Rush. Se da la vuelta. Chuta. ¡Y marca!”.
Ian Rush es la
estrella del Liverpool, delantero y galés. Kate me contó que una vez expulsaron
a Gareth de la catequesis por grabar en su pupitre “Liverpool AFC”, “Nunca
caminarás solo” y “Ian Rush camina sobre las aguas”.
Creo que yo fui
una gran decepción para Gareth. Cuando me veía apoyado en la verja, en compañía
de su madre, venía corriendo hacia mí e intentaba arrastrarme.
-¿Por qué no
juegas? –preguntaba.
-No puedo, Gareth. Tengo un tobillo lesionado.
-Pero si eres médico.
-Los médicos también se lesionan.
-Pero puedes curarte.
-Estoy de vacaciones. Cuando estoy de vacaciones no puedo
ni curarme a mí mismo.
Otro día me dijo:
-¿Por qué no vives aquí? Tu padre vive aquí. Si vivieras
aquí, tu tobillo mejoraría y podrías jugar al fútbol con nosotros.
Otra vez dijo:
-Si tuvieras un hijo, querría jugar contigo.
-Gareth, ni siquiera estoy casado.
-¿Y qué? ¿Tienes novia?
-Gareth, ¿no tienes a nadie de tu edad con quien jugar?
-No.
La primera vez
que vi a Gareth, marcó un gol y se lanzó de rodillas, deslizándose igual que lo
había visto hacer a los futbolistas en la tele. Por desgracia, el prado de mi
padre no era Anfield, y chocó con una piedra medio enterrada. Comenzó a
gimotear. Su madre salió a toda prisa de su casa, y mi padre fue corriendo
hacia el muchacho.
-Está bien –repetía mi padre.
-¿Qué ha pasado? –dijo Kate.
Me llamaron para
que le echara un vistazo, pero me limité a sonreír y hacer un ademán con la
mano. Mi padre se me acercó.
-¿Qué te pasa? –dijo-. Ven a echarle un vistazo al
chaval. Se ha hecho daño jugando conmigo y su madre está preocupada. ¿Qué clase
de médico eres?
-Está bien –dije-. Se ve desde aquí. Puede girarlas. Si
las rodillas tienen movimiento es que no se ha hecho nada. Todo lo que quiere
es que le consuelen, y eso lo haces tú mucho mejor.
-No seas crío. Al menos tranquiliza a la madre.
Kate se nos quedó
observando un momento. Tenía esa mirada dura tan característica, la que dice:
“Me da igual, pero decidíos”. Es la que pone cuando está detrás de los clientes
y éstos se miran al espejo y le dicen cómo quieren el pelo. En todo caso, hizo
que me acercara.
-Quieto, Gareth. No puedo ayudarte si no me dejas ver lo
que tienes. –Se quedó inmóvil un momento y me miró mientras le levantaba la
pierna y le palpaba la rodilla-. ¿Te duele? ¿Aquí? –Le miré pensativo un
momento. Le flexioné la pierna-. Bueno, Gareth, debo decir, tras considerarlo
detenidamente, que lo que tenemos aquí –hice una pausa para impresionar- es una
rodilla herida.
Él no lo pilló,
pero Kate sí. Soltó una carcajada. No podía parar. Luego me dijo que no le
había parecido divertido. Se había reído de alivio. Gareth la miró asombrado,
pero se olvidó de la rodilla. Ella intentó decir que lo lamentaba, pero cuando
vio la cara de Gareth se echó a reír otra vez.
-Es mejor que por hoy descanses del fútbol –le dije, y
entonces fue cuando mi padre le prometió que le enseñaría a pescar y se fueron
hacia el arroyo, dejándome solo con Kate.
Estamos sentados en
la parte de atrás de la capilla. El ataúd está colocado paralelo al
pasillo, y no perpendicular, por lo que desde aquí es difícil ver lo largo que
es. Es más o menos del tamaño de los que suelo ver en el hospital. Este descubrimiento
me hace pensar en la perspectiva de la pintura renacentista.
El ataúd está
cerrado, pero el ministro habla de lo mucho que Gareth amaba el fútbol y al
Liverpool, y lo imagino tendido ahí dentro, con la camiseta roja de la que
siempre estuvo tan orgulloso, con el número nueve de Ian Rush a la espalda.
Kate y su padre
están sentados en primera fila. Ella tiene la cabeza gacha, pero no veo que se
le muevan los hombros, y estoy seguro de que no llora. Mi padre se inclina
hacia mí y me susurra al oído: “Ojalá hubiésemos cogido un pez. Le prometí que
atraparíamos uno”. Niego con la cabeza. Mi padre tenía que llevar al muchacho a
pescar la semana pasada. Se le olvidó la hora a la que habían quedado, y cuando
Gareth fue a buscarlo estaba de compras. El chico se puso a jugar en el camino
de entrada de la casa mientras esperaba. Estaba colgado del pilar de piedra de
la verja cuando se le cayó encima. Era de pizarra maciza. Todavía está en el
suelo, a un lado del camino, y uno de estos días me ofreceré a ayudarle a
quitarlo del medio. Hará falta la fuerza de los dos, aunque mi padre lo arrojó
ahí él solo cuando encontró al muchacho. Tampoco es que importe mucho.
Sólo cuatro
personas portan el féretro. Llevan el ataúd sobre los hombros, pero cada uno,
con la mano que tiene libre, lo sujeta, como si resultara tan ligero que pudiera
echar a volar.
En la capilla
nadie nos ha dirigido la palabra, pero cuando nos ponemos en pie para
marcharnos, dos hombres se sientan en nuestro banco, uno a cada lado de nosotros.
Reconozco a uno de ellos: es el tendero del pueblo. Una vez me dijo que mi
padre le había comprado una pastilla de jabón cada día durante una semana. Y
naturalmente, bajo el fregadero de su casa encontré todas las pastillas, pero
cuando le pregunté a mi padre si tenía, me dijo: “No, deben de haberse
acabado”.
-Lo siento –dice el tendero-. La familia preferiría que
no vinierais al cementerio.
Mi padre baja la
cabeza y se mira las manos.
-A mi padre le gustaría presentar sus respetos –digo.
Veo algunas
personas salir en fila.
-La familia preferiría que no se acercara.
-¿Kate ha dicho eso?
-La familia.
El hombre que
está junto a mi padre comienza a decirle algo en galés.
-¿Qué ha dicho? ¿Qué le has dicho a mi padre? ¿Qué te ha
dicho?
Nadie me responde.
-Llévate a tu padre a casa –dice el tendero.
-¿Qué ha dicho? No me iré a ninguna parte hasta que sepa
lo que ha dicho.
-Ha dicho: “¿Está satisfecho?”.
-¿Y qué demonios significa eso? –digo-. Fue un accidente.
El tendero espera
a que la última persona haya salido, y ahora quedamos sólo nosotros cuatro en
la capilla.
-Mucha gente dice que fue negligencia. Dicen que no
habría pasado si la casa hubiera estado en buenas condiciones.
Ayudo a
levantarse a mi padre. El tendero coloca el pie sobre el banco de delante para
bloquear el paso. Tiene la pierna recta, y si la deja ahí le daré una patada en
la rodilla y se la partiré.
-Fuera de mi camino. Me lo llevo a casa.
Nos deja pasar.
-Hazlo –me grita el tendero a la espalda-. Llévatelo a
casa. Devuélvelo a Inglaterra.
KATE BRINCA
SOBRE UNO Y OTRO PIE
Kate y yo solíamos hacer el amor en la casa más fea. Yo
me quedaba inmóvil en la oscuridad, junto a la tapia, y cuando oía el ruido de
la cadena que mantenía la puerta cerrada, me ponía en marcha. Ella llevaba
mantas de su casa y yo una linterna del coche. Siempre hacía demasiado frío
para desvestirse. Ella me bajaba los pantalones y yo le levantaba la falda.
Cuando le tocaba los pechos se apartaba, y me hacía frotarme las manos para
calentarlas. Brincaba sobre uno y otro pie mientras esperaba a que estuvieran
lo bastante calientes para tocarla. Una vez le pregunté si su padre sabía dónde
iba los fines de semana en que yo estaba de visita.
-Seguro que sí –dijo-. Pero sabe que más le conviene no
preguntar.
Entonces me
pregunté si saldría cada fin de semana.
-Y el tuyo, ¿lo sabe? –me preguntó a su vez.
-Lo ignoro –dije-. No pienso en ello. Nunca lo menciona.
-¿Qué le dirías si lo hiciera?
-Mentiría. Ya le miento. Le digo que vengo a verle a él.
-Eso no es una mentira –dijo-. ¿Por qué ibas a venir, si
no?
-No se me ocurre.
-Hablo en serio.
-Vengo a verte a ti.
-Eso es lo que le dices a tu padre cuando le mientes.
¿Por qué iba a creerte?
Me eché de
espaldas, levanté la vista hacia las toscas paredes que había sobre mí y pensé
en la gente que las construyó. Me pregunté qué sintieron al dormir debajo de
ellas la primera noche, rodeados de todo aquel peso en precario equilibrio.
¿Confiaban en sus malabarismos? A lo mejor lo echaron a suertes.
Las
conversaciones con Kate eran como hacer malabarismos.
En otra ocasión
me dijo:
-Si lo que te preocupa es que tu padre no sepa cuidarse
solo, deberías llevártelo. No quiero impedirte hacer lo correcto.
-Tú no me impides hacer nada.
-Procuro pasarme por tu casa siempre que puedo.
-Y te lo agradezco.
EL PERRO DEL
ABUELO
Cuando llegamos a casa, le digo a mi padre que he
decidido llevármelo a vivir conmigo a la mañana siguiente. Él dice que se
queda.
-¿Es que no les has oído? Creen que eres el responsable.
No voy a dejarte aquí.
-Soy el responsable. Tienen razón. ¿De quién es la culpa,
si no?
-No tiene por qué ser culpa de nadie.
-Se lo había prometido. Vino porque se lo había
prometido.
-Le prometiste que le cogerías un pez –grito-. No seas
estúpido. No eres responsable de su muerte. Fue un accidente. Nadie es
responsable.
-Éste es mi país –dice-. No puedo marcharme.
-Vives aquí, pero no es tu país. Has estado fuera
cuarenta años.
-Chorradas. –Se pone en pie junto a la ventana y señala
con el dedo-. Mi padre vivió en esa colina, y mi tío en aquella otra. ¿Nunca te
he hablado de ellos?
-Sí –digo-. Muchas veces.
Se cuenta la
historia de que una vez el perro de mi abuelo tuvo una numerosa camada, y le
dijo a su familia que no pensaba vender ninguna de las crías. Su hermano le desobedeció
y le dijo que los perros habían muerto. Cuando mi abuelo se enteró de que los
había vendido no volvió a hablarle en toda su vida. Mi padre cuenta que su tío
fue el único en ir a recibirle a la estación cuando, mientras hacía el servicio
militar en Alemania, vino a ver al abuelo antes de morir. Ni siquiera entonces
el anciano quiso ver a su hermano. Cuando era niño siempre pensaba que era una
historia que trataba de la avaricia o de contar la verdad, pero no. El
personaje de la historia principal no es mi tío, sino mi abuelo.
-¿Y por qué no quería vender los cachorros? –digo ahora.
-No me acuerdo –dice mi padre-. Tanto da.
-¿Qué significa esta historia?
-No lo sé. Algo de llegar hasta las últimas
consecuencias.
-Hablas como un maldito idiota. No eres mejor que esta
gente. No me iré sin ti. Mañana te meterás en ese coche aunque tenga que
arrastrarte.
EL DIQUE
A la caída de la tarde, mi padre baja hasta el riachuelo.
Todavía viste el traje negro, y lleva una pala al hombro, pero no tengo fuerzas
para discutir con él. Estoy sentado en nuestra tapia, mirando la casa de Kate.
Mantengo los ojos en los visillos de la cocina mientras le oigo meterse en el
agua chapoteando. Se enciendes las luces en casa de Kate; alguien que no es
Kate ni su padre sale y abre paso entre las ovejas que se arreciman en torno a
la casa en busca de calor. Quienquiera que sea se va sendero arriba y
desaparece.
Le oigo chapotear
y maldecir a mi espalda. Si todavía hay algún pez ahí, es demasiado veloz para
él. Recuerdo la época en que veníamos aquí de vacaciones, y él cogía una docena
o más. Los ensartaba por las branquias con tallos de hierba y me dejaba
entrarlos en casa, aunque yo nunca cogí ninguno. Todo lo que me dejaba hacer en
la orilla era sentarme y tocar los pescados recién cogidos. Aprendí que al
principio estaban resbaladizos, y que a medida que avanzaba la tarde se ponían
pegajosos. En algún punto entre esos dos estados, morían. Decía que si jugaba
con ellos y me acostumbraba a su tacto aprendería a cogerlos. Se equivocaba. No
era el tacto de los peces a lo que yo tenía miedo, pero tampoco se esforzó
mucho… con tal de que me quedara sentado y le dejara disfrutar reviviendo su
infancia.
Veo que la puerta
de la casa de Kate se abre y se cierra, y ella aparece en la luz amarilla.
Imagino que se dirige a la casa más fea, y yo cojo mi linterna y avanzo hacia
ella, pero entonces me doy cuenta de que se dirige hacia mi padre y acelero el
paso.
-¿Cómo estás? –le preguntó con delicadeza.
-Sólo quiero ver a tu padre –dice.
-¿Por qué?
-He oído que se metieron con él en la capilla y quiero
decirle que lo siento.
-Dijeron que había sido culpa suya. Tú no lo crees,
¿verdad?
-Todo es culpa nuestra –dice-. Si te lo hubieras llevado
a Inglaterra cuando era el momento… Si no te hubiera dado una razón para
dejarle seguir aquí…
-Esto es de locos. –Habla como los parientes de los
enfermos cuando se ponen plastas-. Fue un accidente. Un desgraciado accidente.
No hay que culpar a nadie. Nadie es responsable. Ese pilar estaba suelto, eso
es todo.
Le pongo la mano
en el hombro, pero ella se zafa y avanza hacia mi padre. La sigo, negando con
la cabeza.
Llega a la
orilla, pone los brazos en jarras y mira a mi padre, que sigue dentro del agua.
En el crepúsculo, el agua es negra, excepto alrededor de sus pantorrillas,
donde es blanca y burbujea. Kate le observa durante unos momentos. Estoy
dispuesto a taparle la boca con la mano y llevármela pataleando y mordiéndome
de vuelta a casa de su padre si hace falta.
-¿De verdad que aquí hay peces? –dice.
-Eso espero –dice él-. Que yo recuerde, siempre ha
habido.
-Enséñame cómo los coges –dice ella, y él le explica lo
de la pesca al tacto.
-¿Quién te enseñó todo esto?
-Mi padre –dice. Vuelve la cabeza y mira hacia la noche-.
Ahí se puede ver la carretera que lleva a nuestra antigua casa.
-Deberías entrar –dice Kate.
Él sonríe al oír
el tono en que le habla, y casi creo que va a hacerle caso.
-Primero déjame coger un pez.
Él le guiña el
ojo.
-¿No está muy oscuro?
-No si me ayudas. Ésta es mi última oportunidad. ¿Me
ayudarás?
-¿Qué quieres que haga?
-El método más seguro es construir un dique.
Kate me coge la
linterna y la sujeta mientras él utiliza la pala para cavar un estrecho canal
junto al arroyo. En ese punto el riachuelo tiene forma de herradura, y él cava
la zanja desde el inicio del meandro hasta el final. En el pueblo que hay en la
ladera de la colina que queda detrás de nosotros, las luces van iluminando las
ventanas.
-Estáis locos –digo-. Los dos.
Pero me quito los
zapatos y los calcetines y bajo hasta el arroyo y empiezo a mover las piedras.
No voy a permitir que las trajine él. El agua está tan fría que a los pocos
minutos los pies me quedan insensibles. Se me hace difícil mantener el
equilibrio, pero actúo deprisa, diciéndome que si se me cae una piedra en un
dedo ni la sentiré. Apilo las rocas tras el cuello de la herradura y mi padre
cava el último metro de zanja, con lo que el agua comienza a bajar por el
canal. Levanta terrones de tepe y los arroja dentro del agua para sellar mi
dique, y el agua deja de entrar en la herradura y comienza a salir de ella en
la parte inferior. Kate está en el otro extremo golpeando el agua, haciendo
retroceder al pez.
El nivel comienza
a descender lentamente. Poco a poco se ven las orillas. Las piedras y la grava
dejan paso al barro.
-Enciende la linterna –dice mi padre.
Se la quito a
Kate y la hago oscilar adelante y atrás sobre el agua que queda, marrón a causa
del barro del fondo. Estamos a la espera de algún movimiento.
-¡Allí! –grita Kate.
Señala con el
dedo, y a la luz veo que tiene el brazo manchado de tierra. Mi padre se mete en
el lecho del arroyo, y el barro le salpica las perneras del pantalón. Se agacha
sobre esa charca de exiguo caudal que queda en el centro de la corriente y mete
las manos. Coge algo y suelta un grito, pero lo pierde, y sus manos azotan el
agua, como si se las lavara. Por fin agarra algo y lo lanza hacia la orilla. A
la luz de la linterna veo que es una anguila, negra y reluciente. Se retuerce
en la hierba, cojo la pala y la parto en dos. Me vuelvo con la linterna y veo a
mi padre de rodillas en el lecho del arroyo. Tiene las manos hundidas en el
barro. Kate está de pie a su lado, contemplándolo; le ha puesto una mano en el
hombro. Él está temblando.
-Sí, ya sé –dice ella-. Ya sé.
-¿Qué estáis haciendo? –digo. La linterna va de una cara
a otra-. ¿Qué estáis haciendo? Fue un accidente. No es culpa de nadie. ¿Qué
estáis haciendo?
ENCALADO
Cuando por la mañana le llevo al coche, vemos que los
muros están cubiertos de pintadas en rojo. No hablo galés, pero incluso yo sé
lo que Cymru am byth significa. Es un
eslogan nacionalista: “Viva Gales”.
Dejo a mi padre
sentado en el coche mientras voy a recoger las latas de cal del cobertizo. Me
pregunto quién lo habrá hecho. Puede que el tendero. O el padre de Kate. Me
pregunto si estarían haciendo la pintada mientras nosotros pescábamos en el
arroyo. Son las nueve de un domingo por la mañana, y la gente abre las cortinas
de sus casas y coge el periódico. Tengo la impresión de que toda la ladera de
la colina me observa mientras pinto encima de esas letras. Naturalmente, no
sólo borro la pintada. He estado esperando este momento durante mucho tiempo.
Tardo casi dos
horas en encalar toda la casa, y cuando acabo reluce a la viva luz de la
mañana.
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