EL
OJO DEL AMO
Italo
Calvino
–El ojo del amo
–le dijo su padre, señalándose un ojo, un ojo viejo entre los párpados ajados,
sin pestañas, redondo como el ojo de un pájaro–, el ojo del amo engorda el
caballo.
–Sí
–dijo el hijo y siguió sentado en el borde de la mesa tosca, a la sombra de la
gran higuera.
–Entonces
–dijo el padre, siempre con el dedo debajo del ojo–, ve a los trigales y vigila
la siega.
El
hijo tenía las manos hundidas en los bolsillos, un soplo de viento le agitaba
la espalda de la camisa de mangas cortas.
–Voy
–decía, y no se movía.
Las
gallinas picoteaban los restos de un higo aplastado en el suelo.
Viendo
a su hijo abandonado a la indolencia como una caña al viento, el viejo sentía
que su furia iba multiplicándose: sacaba a rastras unos sacos del depósito,
mezclaba abonos, asestaba órdenes e imprecaciones a los hombres agachados,
amenazaba al perro encadenado que gañía bajo una nube de moscas. El hijo del
patrón no se movía ni sacaba las manos de los bolsillos, seguía con la mirada
clavada en el suelo y los labios como silbando, como desaprobando semejante
despilfarro de fuerzas.
–El
ojo del amo –dijo el viejo.
–Voy
–respondió el hijo y se alejó sin prisa.
Caminaba
por el sendero de la viña, las manos en los bolsillos, sin levantar demasiado
los tacones. El padre se quedó mirándolo un momento, plantado debajo de la
higuera con las piernas separadas, las grandes manos anudadas a la espalda:
varias veces estuvo a punto de gritarle algo, pero se quedó callado y se puso a
mezclar de nuevo puñados de abono.
Una
vez más el hijo iba viendo los colores del valle, escuchando el zumbido de los
abejorros en los árboles frutales. Cada vez que regresaba a sus pagos, después
de languidecer seis meses en ciudades lejanas, redescubría el aire y el alto
silencio de su tierra como en un recuerdo de infancia olvidado y al mismo
tiempo con remordimiento. Cada vez que venía a su tierra se quedaba como en
espera de un milagro: volveré y esta vez todo tendrá un sentido, el verde que
se va atenuando en franjas por el valle de mis tierras, los gestos siempre
iguales de los hombres que trabajan, el crecimiento de cada planta, de cada
rama; la pasión de esta tierra se adueñará de mí, como se adueñó de mi padre,
hasta no poder despegarme de aquí.
En
algunos bancales el trigo crecía a duras penas en la pendiente pedregosa,
rectángulo amarillo en medio del gris de las tierras yermas, y dos cipreses
negros, uno arriba y otro abajo, que parecían montar guardia. En el trigal
estaban los hombres y las hoces moviéndose; el amarillo iba desapareciendo poco
a poco como borrado y abajo reaparecía el gris. El hijo del patrón, con una
brizna de hierba entre los dientes, subía por atajos la pendiente desnuda:
desde los trigales los hombres ya lo habían visto subir y comentaban su
llegada. Sabía lo que los hombres pensaban de él: el viejo será loco pero su
hijo es tonto.
–Buenas
–le dijo U Pé al verlo llegar.
–Buenas
–dijo el hijo del patrón.
–Buenas
–dijeron los otros.
Y el
hijo del patrón respondió:
–Buenas.
Bien:
todo lo que tenían que decirse estaba dicho. El hijo del patrón se sentó en el
borde de un bancal, las manos en los bolsillos.
–Buenas
–dijo una voz desde el bancal de más arriba: era Franceschina que estaba
espigando. Él dijo una vez más:
–Buenas.
Los
hombres segaban en silencio. U Pé era un viejo de piel amarilla que le caía
arrugada sobre los huesos. U Qué era de edad mediana, velludo y achaparrado;
Nanín era joven, un pelirrojo desgarbado: el sudor le pegaba la camiseta y una
parte de la espalda desnuda aparecía y desaparecía con cada movimiento de la
hoz. La vieja Girumina espigaba, acuclillada en el suelo como una gran gallina
negra. Franceschina estaba en el bancal más alto y cantaba una canción de la
radio. Cada vez que se agachaba se le descubrían las piernas hasta las corvas.
Al
hijo del patrón le daba vergüenza estar allí haciendo de vigilante, erguido
como un ciprés, ocioso en medio de los que trabajaban. «Ahora», pensaba, «digo
que me den un momento una hoz y pruebo un poco.» Pero seguía callado y quieto
mirando el terreno erizado de tallos amarillos y duros de espigas cortadas. De
todos modos no sería capaz de manejar la hoz y haría un triste papel. Espigar: eso
sí podía hacerlo, un trabajo de mujeres. Se agachó, recogió dos espigas, las
arrojó en el mandil negro de la vieja Girumina.
–Cuidado
con pisotear donde todavía no he espigado –dijo la vieja.
El
hijo del patrón se sentó de nuevo en el borde, mordisqueando una brizna de
paja.
–¿Más
que el año pasado, este año? –preguntó.
–Menos
–dijo U Qué–, cada año menos.
–Fue
–dijo U Pé– la helada de febrero. ¿Se acuerda de la helada de febrero?
–Sí–dijo
el hijo del patrón. Pero no se acordaba.
–Fue
–dijo la vieja Girumina– el granizo de marzo. En marzo, ¿se acuerda?
–Cayó
granizo –dijo el hijo del patrón, mintiendo siempre.
–Para
mí –dijo Nanín– fue la sequía de abril. ¿Recuerda qué sequía?
–Todo
abril –dijo el hijo del patrón. No se acordaba de nada.
Ahora
los hombres habían empezado a discutir de la lluvia y el hielo y la sequía: el
hijo del patrón estaba fuera de todo ello, separado de las vicisitudes de la
tierra. El ojo del amo. El era sólo un ojo. Pero, ¿para qué sirve un ojo, un
ojo solo, separado de todo? Ni siquiera ve. Claro que si su padre hubiera
estado allí habría cubierto a los hombres de insultos, habría encontrado el
trabajo mal hecho, lento, la cosecha arruinada. Casi se sentía la necesidad de
los gritos de su padre por aquellos bancales, como cuando se ve a alguien que
dispara y se siente la necesidad del estallido en los tímpanos. Él no les
gritaría nunca a los hombres, y los hombres lo sabían, por eso seguían
trabajando sin darse prisa. Sin embargo era seguro que preferían a su padre, su
padre que los hacía sudar, su padre que hacía plantar y recoger el grano en
aquellas cuestas para cabras, su padre que era uno de ellos. Él no, él era un
extraño que comía gracias al trabajo de ellos, sabía que lo despreciaban, tal
vez lo odiaban.
Ahora
los hombres reanudaban una conversación iniciada antes de que él llegara, sobre
una mujer del valle.
–Eso
decían –dijo la vieja Girumina–, con el párroco.
–Sí,
sí –dijo U Pé–. El párroco le dijo: Si vienes te doy dos liras.
–¿Dos
liras? –preguntó Nanín.
–Dos
liras –dijo U Pé.
–De
las de entonces–dijo U Qué.
–¿Cuánto
serían hoy dos liras de entonces? –preguntó Nanín.
–No
poco –dijo U Qué.
–Caray
–dijo Nanín.
Todos
reían de la historia de la mujer; el hijo del patrón también sonrió, pero no
entendía bien el sentido de esas historias, amores de mujeres huesudas y
bigotudas y vestidas de negro.
Franceschina
también llegaría a ser así. Ahora espigaba en el bancal más alto, cantando una
canción de la radio, y cada vez que se agachaba la falda se le subía más,
descubriendo la piel blanca de las corvas.
–Franceschina
–le gritó Nanín–, ¿irías con un cura por dos liras?
Franceschina
estaba de pie en el bancal, con el manojo de espigas apretado contra el pecho.
–¿Dos
mil? –gritó.
–Caray,
dice dos mil –dijo Nanín a los otros, perplejo.
–Yo no
voy ni con curas ni con «civiles» –gritó Franceschina.
–Con
militares, ¿sí? –gritó U Qué.
–Ni
con militares –contestó y se puso a recoger espigas de nuevo.
–Tiene
buenas piernas la
Franceschina –dijo Nanín, mirándoselas.
Los
otros las miraron y estuvieron de acuerdo.
–Buenas
y rectas –dijeron.
El
hijo del patrón las miró como si no las hubiera visto antes e hizo un gesto de
asentimiento. Pero sabía que no eran bonitas, con sus músculos duros y
velludos.
–¿Cuándo
haces el servicio militar, Nanín? –dijo Girumina.
–Hostia,
depende de que quieran examinar otra vez a los eximidos –dijo Nanín–. Si la
guerra no termina, me llamarán a mí también, con mi insuficiencia torácica.
–¿Es
cierto que América ha entrado en la guerra? –preguntó U Qué al hijo del patrón.
–América
–dijo el hijo del patrón. Tal vez ahora podría decir algo–. América y Japón
–dijo y se calló. ¿Qué más podía decir?
–¿Quién
es más fuerte: América o Japón?
–Los
dos son fuertes–dijo el hijo del patrón.
–¿Es
fuerte Inglaterra?
–Eh,
sí, también es fuerte.
–¿Y
Rusia?
–Rusia
también es fuerte.
–¿Alemania?
–Alemania
también.
–¿Y
nosotros?
–Será
una guerra larga –dijo el hijo del patrón–. Una guerra larga.
–Cuando
la otra guerra –dijo U Pé–, había en el bosque una cueva con diez desertores.–Y
señaló arriba, en dirección de los pinos.
–Si
dura un poco más –dijo Nanín– yo digo que nosotros también terminaremos metidos
en las cuevas.
–Bah
–dijo U Qué–, quién sabe cómo irá a terminar.
–Todas
las guerras terminan así: al que le toca, le toca.
–Al
que le toca le toca –repitieron los otros.
El
hijo del patrón empezó a subir por los bancales mordisqueando la brizna de paja
hasta llegar a Franceschina. Le miraba la piel blanca de las corvas cuando se
inclinaba a recoger las espigas. Tal vez con ella sería más fácil; se
imaginaría que le hacía la corte.
–¿Vas
alguna vez a la ciudad, Franceschina? –le preguntó. Era un modo estúpido de
iniciar una conversación.
–A
veces bajo los domingos por la tarde. Si hay feria, vamos a la feria, si no, al
cine.
Había
dejado de trabajar. No era eso lo que él quería; ¡si su padre lo viera! En vez
de montar la guardia, hacía hablar a las mujeres que trabajaban.
–¿Te
gusta ir a la ciudad?
–Sí,
me gusta. Pero en el fondo, por la noche, cuando vuelves, qué te ha quedado. El
lunes, vuelta a empezar, y te fue como te fue.
–Claro
–dijo él mordiendo la brizna.
Ahora
había que dejarla en paz, si no, no volvería a trabajar. Dio media vuelta y
bajó.
En los bancales de abajo los hombres
casi habían terminado y Nanín envolvía las gavillas en lonas para bajarlas
cargadas sobre las espaldas. El mar altísimo con respecto a las colinas
empezaba a teñirse de violeta del lado del ocaso. El hijo del patrón miraba su
tierra, pura piedra y paja dura, y comprendía que él le sería siempre
desesperadamente ajeno.
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