Descubridor
de nada
Medardo Fraile
Don Rosendo se
levantó temprano, como siempre. Encendió la radio mientras se afeitaba y miró
el calendario: 7 de marzo. Cumplía cuarenta años.
Salió a desayunar
y volvió a su cuarto. Sobre su mesa había un libro abierto y papeles.
Era domingo. El
cielo estaba gris; no hacía frío.
Sin pensarlo, se
puso el impermeable, se colgó el paraguas al brazo y salió.
“Una vuelta”, se
dijo.
Tiró, como
siempre, por la calle de enfrente.
A la derecha
había un campo de hockey; más allá, uno de tenis y, por detrás, como otras
muchas veces, vio pasar un tren, pequeño, rápido, con un penacho de humo
rozagante que se quedaba atrás olvidado.
Torció a la
derecha y cruzó el puente sobre las vías y al llegar a la calle principal, en
la tienda de la esquina, compró tabaco.
Siguió recto, a
su derecha siempre, y, un poco más allá, compró dos periódicos.
Miró el buzón de
correos al pasar, por costumbre.
Iba algo ajeno,
como desentendido, porque a él, de “su vuelta”, lo que le gustaba era la
carretera y el campo, y estaba aún dentro de la ciudad.
Al llegar a lo
alto de la calle, pasada la gasolinera, se veía el otro puente sobre la
estación de ferrocarril –que él dejaría a la derecha–, campos de hierba sin
cuidar y anuncios de cerveza, tabaco y abonos.
Acortó el paso al
ver los primeros árboles.
Sentía un
entumecimiento ligero en la cintura, como si esa parte estuviera todavía
dormida. Por lo demás se encontraba bien.
Los labios se le
pusieron a silbotear bajo.
Se dio cuenta de
que silbaba una canción de cuando era estudiante.
Mientras
recordaba, a medias, la letra de la primera estrofa, llegó a otro puente: por
debajo pasaban los coches; por encima, el tren. Torció a la derecha.
Cantaba en voz
baja.
Pasó el puente del
arroyo.
Cantaba. Era una
canción sentimental, sencilla, de su país, en la que todo giraba en torno de
palabras como muchacha, flor, labios,
promesa, corazón, fuego, luz…
Podía ser una
canción de un país cualquiera.
Pensó en la
posibilidad de hacer un libro, una serie de libros, tal vez: “El amor en
canciones sencillas.” Canciones europeas, asiáticas, americanas… Quizá ya
estuviera hecho.
Pensó en ella; no
dejaba de “sentirla”. Pensó en ella con lejanía y tristeza. Paula estaría
ahora, en una casa que por fuera se parecía a otras muchas, como cualquier
mujer en su quehacer anónimo en este día gris, muerto. Paula, a cada instante,
se alejaba como un tren pequeño y querido por un túnel. Un tren que parece
jugar y mirarnos mientras se aleja y que no volverá. Sus ojos intensos, claros,
eran los farolillos de cola, su presencia cada vez más lejana, la última prueba
de que pasó.
Nada importante,
se dijo. Nos interesa menos lo que nos une que lo que nos separa. Cuando ya
estamos unidos a alguien, incluso. Hay una lucha por ser uno mismo que lo
corroe todo.
Don Rosendo
sintió una desesperación consciente, casi hermosa, localizada tal vez en el
pecho, quizá en la garganta, cuando enfiló despacio la carretera que iba al
cementerio y al río. Era como una oleada súbita que le volvía pesado el
respirar, que le hacía obligarse a respirar, pesadamente.
Estaba seguro de
que todo había terminado.
Y ese todo, a fin
de cuentas, no había sido más –ni menos– que un amor prejuicioso de provincia.
¿Prejuicios? Quizá
no fuera la única palabra. Y a veces eran, en todo caso, inexplicables, ajenos
a él.
Visitas, paseos,
cartas después de los paseos y las visitas, té, libros y la orilla del mar.
Hubo que hablar, incluso, como cosa “avanzada”, de Jean-Paul Sartre, que él
tenía sabido y casi arrinconado.
Varias veces
procuró don Rosendo llevar la atención de ella hacia Camus.
La vida
provinciana, minuciosa y monótona, el silencio, había precipitado de amable a appassionato la música de aquel amor.
Amor provinciano.
¿Qué amor verdadero no lo es? Aunque sea en Nueva York, en Londres o en París.
Pero éste “no
podía ser”, se confesó revuelto, sin creérselo.
Tenía buenos
recuerdos.
Pero don Rosendo
iba pensando en las horas y en las palabras últimas.
Pasó junto a la
puerta de peatones del cementerio –“Prohibido el paso de vehículos” –, y miró,
como siempre, y leyó, como siempre, el nombre de la primera lápida: Pascualina
Pantanella. Quizá una italiana –había pensado alguna vez–, casada con un
extranjero, que había coloreado la vecindad de olor a aceite y a spaghetti, con
hijos sanos y sucios, y canciones, risas e “il cuore” a flor de labios.
Pasado el
cementerio, a la vista del río, había una pradera fresca, sedante. Como
siempre, se desvió un poco a la izquierda para meterse en ella. Unos arbustos
la deslindaban, al fondo, de un campo de maíz y coles.
Iba canturreando
la canción despacio, mirando al suelo. Para don Rosendo era una canción tan
humilde como revolucionaria.
“Yo no vuelvo”,
se dijo.
Y sintió una
alegría empañada.
Sintió que era
amo de su cuerpo y tuvo conciencia mordiente, agresiva casi, de cada una de sus
partes.
Era de verdad
grande, humano, no volver a la carne
más gustada y querida. Saber el camino, estar en cuerpo y alma mirando hacia él
y reconocer, sin embargo, que existen razones para no seguirlo. Cada hombre a
veces siente el peso de la confianza puesta en él por no sabe quién ni cuándo.
Y a favor de algo, común, contra él
mismo, es fiel a esa confianza.
Entre la hierba,
vio el cuerpecillo luciente, vivo, de una piedra de río. Tenía un ombligo en el
centro, era sonrosada y le miraba casi.
Se agachó contento
del hallazgo y la cogió; la tuvo un rato en la mano y la metió en el bolsillo
del impermeable.
Junto al río,
cerca del puente, un hombre justificaba su ocio con un perro. Le tiraba lejos
algo que el perro buscaba y volvía a traerle en la boca. Don Rosendo pensó que
hay quien, además del perro que lleva dentro, lleva otro fuera.
Y atravesó el
puente, y a su derecha, bajó por unos escalones de piedra a coger la orilla
izquierda del río.
Había a su lado
campos de golf y olía a hierba recién cortada. Lejos, vio una pareja de
pescadores: un hombre y un niño; los había siempre en esta parte, pero don
Rosendo nunca había visto que pescaran nada. Resulta raro observarlos de trecho
en trecho, lanzando el sedal lejos con buena mano, siguiéndolo un rato al
compás del agua, y volviendo a empezar, una y otra vez.
En esta vida,
¿quién no está pescando?, se dijo.
Tenía la
sensación de tener anzuelos puestos, mal o bien cebados, en varias partes. Y de
estar con la ilusión –pobre ilusión– en vilo.
El hombre, al
pasar él, enseñaba a tirar el sedal lejos al niño. Don Rosendo sonrió
incrédulo, triste.
Era domingo.
Echó de menos, de
pronto, las campanas. ¿Y ella? ¿Las echaría de menos?
Dios. ¿Dónde
estaba Dios?
Paseó su mirada
por la hierba, por el agua y oyó el pitorreo sin tregua de los pájaros.
El cielo era de
plomo.
Subía, contra
corriente, una pareja de cisnes; el macho, delante, sin mirar atrás; la hembra,
siguiéndole a unos metros, a su mismo paso, cauta y vigilante, con atracción
domada, silenciosa, irresistible. Así debía de ser, quizá. Así era.
En el agua, el
aire, la tierra –tal vez en el fuego–, los cuerpos se atraen, se buscan. ¿Habrá
animales solteros?, se preguntó. Y esa palabra, soltero, para un animal, le pareció ridícula.
Venía, en
dirección contraria, una pareja. Se besaban como si estuvieran solos en el
mundo. De lejos, parecían vulgares.
Al cruzarse con ellos,
los vio pelirrojos, feos, pero también jóvenes y limbados por una absorta
inocencia, hermosos como una abstracción cualquiera, macizos como rocas.
A lo largo del
río, distanciados, había salvavidas colgados en postes.
En los postes
había puesto la gente frases y dibujos de todas clases y, en uno de ellos,
leyó: “Bob es marica”.
Letrero universal
–pensó– que dentro de unos años tendrá, quizá, que reemplazarse por éste: “Bob
es un hombre.”
Luego, mirando el
salvavidas, repitió varias veces el vocablo, salvavidas, sin enjuiciarlo, pero con extrañeza.
Decidió, al fin,
que era una palabra demasiado optimista. Por el borde del río asomaban, sanas y
tímidas, manchitas amarillas y azules, flores tempranas, tensas, bajo el cielo
gris.
Don Rosendo llevaba
una mano en el bolsillo del impermeable dándole vueltas, distraídamente, a la
obra perfecta, esculpida por nadie, de la piedrecita suave, rosada.
Llegó al
embarcadero de las piraguas, donde había visto a veces hasta veintiséis cisnes
y dobló a la derecha, mirando el desagüe de la presa en el que hallaron, hacía
sólo tres meses, el cuerpo muerto de Miss Phillis Smith, que, a los cincuenta y
siete años, no quiso vivir más.
Don Rosendo
tarareaba su canción, sin motivo alguno aparente, pero sin dejarla, como un
desahogo, como un sueño, como algo que necesitaba oír, tener, más que su misma
cabeza, el corazón o sus pasos.
Cada palabra,
modesta, de esa canción tenía para él ahora un palpable, cálido sentido.
Tras la curva
suave de una tapia apareció la puerta de su casa.
La “vuelta” de
don Rosendo –tres cuartos de hora, aproximadamente– había terminado.
Atravesó el patio
y entró en su cuarto.
Dejó los
periódicos, el paraguas, y se quitó el impermeable mirando al campo por la
ventana.
El día continuaba
gris.
En el cuarto
había un silencio absoluto.
Los papeles y el
libro sobre la mesa parecían mirarle.
Sentía don
Rosendo una extraña inquietud, como si tuviera la evidencia de haber
descubierto algo, que debería redescubrir ahora para saber qué era.
Sólo se pueden
descubrir cosas –pensó con esperanza– a cambio de perder; con el alma o los
pies en otro sitio, con la sangre a otro ritmo. Sólo se descubre lo que no es
nuestro o se nos va y vemos que se va: ése era nuestro tren, decimos.
O creemos quizá
que descubrimos algo y cambiamos sólo una cosa por otra.
Don Rosendo tenía
la emoción de cualquier navegante afortunado –él estaba lejos también de su
país–; sentía necesidad humana de vocear lo nunca visto antes, el deseo
imperioso de hacer un inventario de lo nuevo, para saber el alcance de su
descubrimiento.
¿Qué es lo que
había pasado? ¿Sólo el tiempo? ¿Sólo un año? No. ¡Algo más!
Y alegre, pero
emocionado y temblando, temeroso, se sentó a la mesa, apartó el libro y empezó
a escribir con humildad: “Don Rosendo se levantó temprano, como siempre…”
No hay comentarios:
Publicar un comentario