Blog de Regina Salcedo Irurzun

miércoles, 13 de abril de 2016

Pilar Adón, Ana Blandiana y Natalia Ginzburg



Pueblo pequeño, infierno grande
(Aviso: no es un comentario literario)

Se anda escribiendo mucho últimamente sobre el tema del regreso al ámbito rural, idealizado como la vuelta a un refugio donde se hallará la paz, lo auténtico, el contacto con la tierra, la redención del ser humano..., y que, sin embargo, la mayoría de las veces, acaba muy malamente. Lo pensaba el otro día en la presentación de Las efímeras, de Pilar Adón.

La pequeña comunidad, aislada, obligada a convivir a diario, parece ser un proyecto condenado al fracaso. Hay mil ejemplos en la literatura y yo tengo un ejemplo real delante de mis narices; en el pueblo de unos veinte habitantes donde hemos alquilado una casa para el fin de semana, hay al menos tres bandos que, no sólo no se dirigen la palabra, sino que se hacen la vida imposible en cuanto tienen ocasión. Me costaba entenderlo al principio porque, conociendo a sus habitantes uno a uno, todos resultan ser personas majas, generosas (¡incluso, oh, cielos: lectores de poesía!), que enseguida te invitan a cenar a su casa o te regalan nueces, acelgas, leche... Y todavía se me hacía más difícil comprenderlo teniendo en cuenta que, prácticamente, todos son familia.
Pensé que era cosa de la gente de allí, de su carácter fuerte y orgulloso. Pero luego, me acordé de aquel refrán que me comentó un amigo nada más coger la casa allí, y que desprecié de inmediato: “Pueblo pequeño, infierno grande”. Lo cierto es que, si existe un dicho popular respecto a algo, es porque, cuando menos, no se trata de un hecho aislado. Hablando con otra gente de pueblo, compruebo que, efectivamente, estas sociedades pequeñas, enfrentadas, son de lo más habituales y se dan en todas partes. Vamos, que no se trata de una cuestión de un carácter particular vinculado a una determinada geografía.
¿Cuál es el problema entonces? Muchas veces, como digo, la cuestión se ventila con una frase tipo: “Es que la gente de pueblo es así”. Es decir, la gente de pueblo es distinta a nosotros, los de ciudad. Tienen unas características diferentes, son más brutos o más primarios... En definitiva, lo que pensé yo al principio; que la gente de Tierra Estella (en este caso) tenía muy mal genio, que eran muy “rabudos” como decía mi abuela, que también era de esa zona. Pero esto no se sostiene a nada que lo tratas de defender mínimamente, claro.

Entonces empecé a pensar cómo nos relacionamos nosotros en la ciudad, cómo convivimos con nuestros vecinos más próximos, cómo reaccionamos cuando surge un conflicto con una persona, bien sea un familiar, un amigo, o un desconocido. Y pensé en gente que considero cívica, tranquila, educada y, como dicen los ingleses, easy going; de trato fácil. Bien, incluso esas personas, entre las que me incluyo (más que nada porque soy de las que huyen de los conflictos, sin que esto me parezca de por sí una virtud), tienen encontronazos de vez en cuando, y por lo general, la cosa se soluciona con dos herramientas aparentemente muy sencillas: tiempo y espacio.
Por ejemplo, a veces me asombro cuando algunas de mis amigas más “pacíficas” me dicen: “No, a ese café no, que no entro desde que...”. Y entonces nos vamos a otro bar, a otra librería o a otra tienda de ropa. A veces ese veto dura unos meses, otras unos años, y a veces es para siempre. Yo también tengo alguno de esos lugares prohibidos porque la dependienta, por ejemplo, me trató con una bordería impresionante. Pero la solución, como vemos, es muy sencilla y nos exige bien poco: no tenemos más que ir a la tienda de al lado: dejar espacio primero y que pase el tiempo (él solito), después. Podemos evitar el enfrentamiento (el volver a tenerlo, quiero decir). No requiere de una inteligencia emocional o altura moral que digamos, extraordinarias. Lo mismo si tienes un problema con el vecino del 6ºC: basta con evitarlo en el ascensor. Hay que andar con un poco más de ojo, pero bueno, se puede manejar, (otra cosa son ya las reuniones vecinales). O incluso si tienes una discusión con un familiar puedes dejar de llamarle durante un tiempo hasta que las aguas vuelven a su cauce por sí solas.
Total que, muchos de los roces habituales no los solucionamos nosotros, sino que se los encasquetamos a nuestro particular Señor Lobo para que se ocupe del marrón. Se trata, en este caso, del señor Espacio-Tiempo. Agente que nos parece tan gratuito y normal como el aire que respiramos. Pero resulta que también es un lujo. No todo el mundo lo tiene, no todo el mundo goza de la oportunidad de contratar sus servicios.

Volvamos al pueblo de veinte habitantes donde no hay más que una tienda, una sociedad y una plaza. ¿Qué pasa si tienes una enganchada tremenda con el dependiente del ultramarinos? ¿Dejas de comprar pan, leche, huevos, durante una semana? ¿Conduces todos los días 30 km de ida y 30 de vuelta para ir al supermercado más cercano? ¿Y qué pasa si discutes con el vecino de la casa de enfrente? ¿Dónde te escondes? ¿Dejas de ir el domingo a la sociedad a ver el fútbol y tomarte un vinito con los parroquianos para no coincidir con él? En definitiva, ¿qué te queda, terminar recluido en tu casa?
Cuando nos enfadamos, necesitamos un tiempo y un espacio para que esos nubarrones se disuelvan. Hasta que la sangre no se enfría, es difícil razonar, calmarse, echar marcha atrás, pedir perdón o hablar sobre el asunto con tranquilidad. Pero en este entorno, te vas enfadado a tu casa por la mañana porque has discutido con Fulanito, y esa misma tarde, coincides con Fulanito en la plaza, y le echas una mirada asesina, y él te la devuelve, y camino a casa, la bici de uno de sus hijos está tirada delante de tu puerta, y tú, refunfuñando un “lo que faltaba”, la tiras a un lado del camino y la bici cae en la acequia y se mancha de barro, y Fulanito que vuelve detrás de ti, ve lo que acabas de hacer y dice que le has torcido el manillar, y tú dices que no se pase, que eso ya estaba así... Y comienza a generarse una bola de estiércol que crece a toda prisa porque aquí la línea que forman los ejes tiempo y espacio no generan una cuesta arriba, no; componen una pendiente inclinada por la que la bola se precipita a toda velocidad haciéndose imparable.
Y luego vendrán los partidarios (porque a ver de qué vas a hablar si no). La familia de Fulanito, sus amigos se indignarán cuando éste les cuente lo sucedido, y lo mismo harán los tuyos ante tu versión de los hechos. Y probablemente será el momento en que afloren todas las rencillas guardadas: “Sí -dirá uno-, es que los críos del Fulanito van dejando sus trastos por ahí tirados como si el pueblo fuera suyo. Estoy harto de bajarme del tractor a quitar del medio sus patinetes”.
En fin, etc, etc. Y esto si hablamos de un roce pequeño. Pensemos en la magnitud de la tragedia cuando el conflicto es más serio, cuando se trata de un enfrentamiento por lindes, terrenos...; por todas esas cuestiones legales típicas del mundo rural. Os asombraría saber la de denuncias que puede acumular cada uno de los inocentes habitantes...

Llega un momento en que la mierda acumulada es tanta que el pueblo se sustenta ya sobre una auténtica fosa séptica. Si tratas de arrancar una de esas raíces ponzoñosas, el problema es que no emerge ella sola: arrastra metros y metros de la maraña podrida, y es posible que los cimientos se desestabilicen y se produzca un hundimiento irreversible.

Y esto, me pregunto, ¿es siempre así? Cuando estoy a punto de afirmarlo, viene la puñetera literatura a echar por tierra mis conclusiones facilonas. Recuerdo, por ejemplo, el cuento basado en hechos reales, Proyectos del pasado, de Ana Blandiana, que relata la convivencia de unas cuantas personas (familiares y amigos íntimos) que son desterradas a un lugar en medio de la nada por motivos políticos. Esta gente, en unas condiciones extremas (son deportadas durante la celebración de una boda pudiéndose llevar justo lo puesto), consiguen formar una comunidad sólida, solidaria. Tanto es así que, muchos años después, alguno de los supervivientes casi se avergüenza de recordar aquella época con un deje de nostalgia.


También me vino a la cabeza el relato autobiográfico de Natalia Ginzburg, Invierno en los Abruzos, que guarda algunas similitudes con el de Blandiana: la autora y sus hijos, también por cuestiones políticas, son obligados a abandonar Roma para refugiarse en un pequeño pueblo de esta región. También allí las condiciones serán muy difíciles, física y psicológicamente, pero, al igual que en el cuento de la rumana, esta etapa será recordada con cariño pasado el tiempo.

Esta convivencia armónica del grupo aislado ¿es debida en el caso de Blandiana a que se trata de una imposición externa? ¿Somos más solidarios cuando estamos unidos frente a un enemigo común? ¿Son más fácilmente perdonables nuestras afrentas? Podríamos pensar también en la unión frente a unas condiciones de vida extremas, pero creo que, sin ese enemigo común, éstas (como en el caso de Las efímeras, donde la Naturaleza es una fuerza brutal y destructiva), no serían concluyentes (no mientras no fueran definitivamente apocalípticas).

El caso de Ginzburg es diferente, esa comunidad no es homogénea, ella es la intrusa, la que llega de fuera para implantarse en un grupo ya formado: allí su lucha, el enemigo, no es el de todos (aunque puedan simpatizar), es una lucha individual. En este caso son las duras condiciones de vida las que la equiparan con el resto de habitantes. Pero decíamos que esto no era suficiente para conseguir armar una convivencia feliz. Entonces, lo diferente aquí es precisamente esa procedencia, y resulta que eso sí me es fácil entenderlo. Salvando las distancias, a la autora italiana le ocurre como a nosotros en nuestro pequeño pueblo de “acogida”. Nosotros somos los nuevos, el aire fresco -e imparcial-, que llega de fuera, sin contaminar. Todo el mundo nos trata bien. Somos ese espacio en blanco, sin memoria, que no tienen con el resto. Contrariamente a lo que suele pensarse, los de fuera suelen ser muy bien recibidos (aunque sea con mucha cautela) en un pueblo realmente pequeño. Hablo de cuando saben que vas a formar parte de la comunidad (no estás de visita un fin de semana), y cuando saben también, y esto es importante, que acabarás marchándote porque aquél no es tu verdadero hogar. Entonces tu casa, tu espacio, tú mismo te presentas como una oportunidad para salir, por un rato al menos, del círculo asfixiante y enrarecido.


Eso podría ser parte de la explicación en estos casos excepcionales, pero, ¿no tendrá que ver también el hecho de que ambas historias están contadas desde una distancia considerable? ¿No habrá cierta idealización? Creo que incluso en ambos cuentos se comenta esta posibilidad. ¿Serían los relatos diferentes si hubieran sido contados desde el presente o si la convivencia se hubiera perpetuado de por vida? Es muy probable que sí, por tanto, no sé ya qué pensar... ¿No hay salvación posible para estas pequeñas sociedades humanas?

Estoy de nuevo a punto de confirmarlo, cuando de pronto mi pensamiento da un salto y me trae esta idea. ¿Y entonces qué ocurre en esas pequeñas tribus amazónicas o africanas, por ejemplo, donde casi todos están emparentados y que viven toda su vida aislados de otros grupos? Se les suele ver bastante felices en los documentales de la 2..., al menos, no han terminado matándose los unos a los otros tras cientos de generaciones soportándose... ¿O sí? ¿tal vez también existan sus particulares Puerto Hurraco y las tribus que hoy sobreviven son el resultado de un proceso evolutivo donde han sobrevivido sólo las que han sabido encontrar el secreto de la convivencia en armonía?
¡Un antropólogo, por favor!
En fin, creo que es mejor dejar esa vía, pues creo que estos grupos tan culturalmente alejados no son equiparables y no me van a servir para aportar respuestas (quizá sí estaría bien estudiarlo en otro momento para buscar soluciones).

A raíz de mi interés en este tema, me comentan la existencia de gente que se dedica profesionalmente a resolver conflictos de esta índole. Son mediadores que acuden a estos lugares para hacer un poco de rey Salomón. Me cuentan el caso de un pueblo de Vizcaya donde la población estaba muy dividida por motivo de unas fiestas algo polémicas por el contenido de una de sus tradiciones. El mediador fue, se entrevistó con unos y con otros, y finalmente logró un acuerdo común.

Me pregunto qué haría este pobre mediador en mi pueblo. Porque como digo, en estos microcosmos la cosa está ya muy envenenada y es muy profunda, es como una Hidra a la que crecen cabezas cada día. No es lo mismo que resolver un problema puntual. Me temo que el tipo tendría que quedarse a vivir allí, quizá acabaría apedreado, o desquiciado...

Pienso muchas veces, mientras paseo por los alrededores del pueblo, en qué solución podría tener este conflicto, y nunca llego a nada que vaya más allá del parche temporal. Que entre gente nueva es desde luego algo positivo porque aportan nuevos espacios, nuevas burbujas de oxígeno (lo de regenerar el mundo rural también podría entenderse desde esa perspectiva), pero no son la solución definitiva. La solución definitiva sería tener otra panadería, otro bar, otra plaza, más calles por las que pasear, más gente con la que hablar... Vaya… acabo de convertir mi  pueblo en una ciudad.

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