Por Regina Salcedo
«La decisión más importante que
debemos tomar
es si creemos que vivimos en un Universo amigable u hostil»
Albert
Einstein
Hay tres clases de personas en el
mundo:
1.
Las que creen.
2.
Las que no creen.
3.
Las que quieren creer que creen.
Si perteneces a uno de los dos
primeros grupos: felicidades. Te envidio sinceramente. Puedes dejar de leer
aquí; este texto probablemente no te interese. La siguiente reflexión está
dirigida a quienes formamos parte de la tercera categoría.
Las personas que queremos creer
que creemos somos, a mi parecer, las más desafortunadas, pues nos vemos
obligadas a esforzarnos continuamente: tanto para creer en algo como para no
creer en nada. Es un desgaste permanente, ya que nunca estamos del todo seguras.
Eso es, paradójicamente, lo único que tenemos claro (y ni siquiera solemos ser
conscientes de tal certeza). Mantener a raya la duda —como si fuera un zorro
que viene a robar nuestras gallinas cada noche— también acaba siendo agotador.
Porque la duda es nuestra esencia —por llamarlo de alguna manera,
tampoco sé si creo en tal concepto—. Así que nuestra vida suele ser un incesante
y laborioso vaivén. Oscilamos entre temporadas en las que nos agarramos al
ateísmo y al materialismo más férreo («la vida es lo que tenemos delante, y
punto»), y otras en las que nos dejamos llevar por el mundo espiritual, la
trascendencia, el alma y cualquier lenitivo Más Allá. Podemos vestir este
impulso con las ropas que queramos: budismo, cristianismo, astrología, numerología…
Incluso diseñar nuestro propio credo a medida.
Pero lo cierto es que, incluso en épocas
de firmeza —sea del lado que sea—, siempre atisbamos en el fondo de nosotros un
resquicio de resquemor y sospecha. El síndrome del impostor nos llama tras la
puerta. Y basta con que la realidad —ese completo sinsentido que es la
existencia— se filtre por la rendija, ya sea gota a gota o como una tromba,
para que todo el montaje se venga abajo.
Entonces ocurre un seísmo interno que, a veces, nos arrastra hasta la otra
punta del barco, y otras, nos recoloca en un punto intermedio de desafección (y
descanso), en el que simplemente nos olvidamos del tema y nos concentramos en
otros asuntos.
Por un tiempo.
Porque el anhelo de querer creer
firmemente en algo que nos sostenga —como a esos privilegiados tocados por la
Fe— sigue tejiendo en silencio, igual que una araña en un rincón oscuro.
Nos mueve esa necesidad.
El problema es que estos terremotos
pasan factura. Nos hacen sufrir, nos enfadan, nos humillan, nos defraudan, nos
envenenan, nos deprimen, nos desbordan, nos frustran… Son momentos de crisis
que se repiten una y otra vez, sin propiciar ningún avance o florecimiento.
Hasta que hoy, por fin, he descubierto
algo que me había pasado siempre desapercibido. Una palabra clave que había
omitido, y cuya ausencia me mantenía atrapada en la rueda.
Esa palabra es: montaje.
Y no la veía porque la había dejado fuera del marco —del trillado circuito.
Toda la vida he estado enfocándome
en los términos que nombran los edificios y sus materiales: espíritu, razón,
ciencia, hechos, alma, mente, materia, lógica, esencia, conciencia, sentido, intuición…
Y ahí estaba el error.
Porque quienes queremos creer que creemos —ya sea en algo o en nada— no podemos
desmontar la forma de ser que nos ha tocado en suerte buscando grietas en las
creencias que abrazamos o desabrazamos
cíclicamente. Es absurdo. Tenemos recursos para armar y justificar tanto una
postura como la contraria. No hemos sido bendecidos con ese azaroso don de la
Fe del que gozan las personas de la primera y la segunda categoría.
La verdadera Fe es un cemento indestructible cuya fórmula jamás caerá en
nuestras manos. (Ojo, esto no quiere decir que ellos no enfrenten contratiempos.
La diferencia es que su fondo no lo constituye la duda, sino la convicción.
Cuando algo los extravía, solo deben buscar el camino de regreso a casa. Para ellos, las crisis son desvíos, no abismos. Llevan
una brújula en el pecho, aunque a veces esté nublada).
Así que la clave no está en analizar la
torre que erigimos ni los componentes que utilizamos. La clave está en reconocer
que somos constructores: vivimos montando y desmontando. No somos habitantes
sedentarios de fortalezas: somos nómadas que levantan yurtas y las pliegan para
seguir.
Somos montadores de montajes.
Y ser conscientes de ello es algo
profundamente liberador.
No se trata de reducirlo todo a la sentencia
«la
vida es un montaje» —porque eso nos lleva enseguida al «en
consecuencia, no me creo nada». Y ya sabemos que esa no es una
opción válida ni duradera para nosotros.
Lo importante aquí es comprender
que nuestro verdadero poder como montadores está en la conciencia de serlo. En la
perspectiva. En salir de la rueda y observarla.
Reparar en que somos, por encima
de todo, espectadores, como los que
abren un libro o compran su entrada para el cine.
Tal vez la palabra no suene atractiva —por su connotación pasiva—, pero si lo pensamos
bien, constatamos que no es así. Todo depende del espectáculo y de la relación
que entablamos con él.
¿Acaso no hemos llorado, reído o vibrado intensamente con una buena película o
una gran novela? ¿No hemos llegado a experimentarlas con todo nuestro ser? En
esos momentos nunca nos percibimos como meros asistentes apáticos y sumisos.
Del mismo modo, creo que las
personas del tercer grupo necesitamos reconocer que, como espectadores que se
entregan a las historias que eligen, también tenemos un don: somos capaces de suspender temporalmente nuestra
incertidumbre.
Como quien pacta entrar en una ficción, aceptamos por un tiempo las reglas de
ese mundo —aunque sepamos que es pasajero—. Y nos dejamos afectar por él.
Eso no es engañarse. No es ser
falsos ni ingenuos. Es jugar con la
seriedad con que juegan los niños. Sentarse en el sofá, tomar las palomitas
y entrar de lleno en el montaje que se desarrolla ante nosotros (y con
nosotros).
Y tampoco se trata de mirar desde
arriba a quienes creen sinceramente. Debemos evitar el peligro de convertirnos en
rematados cínicos o nihilistas. No juzgamos a los personajes de la historia. Al
contrario: cuando nos zambullimos en ese estado de creer que creemos—desde el respeto y el amor—, lo hacemos con plena
entrega, sin imposturas.
La empatía que sentimos y nos envuelve es absoluta.
Esto también nos incluye a nosotros. Conviene tener muy presente que no
debemos menospreciar nuestras etapas de credulidad una vez concluyen. No hay
peor sensación que traicionarse a uno mismo y burlarse de lo experimentado en
esos momentos. Por mal que te sientas al dejarlos atrás, no es buena idea
trivializar ni arrojar al barro dichas vivencias, ya sea por despecho,
vergüenza o enfado. Recuerda que tienes que seguir conviviendo con esa parte
espiritual —a la que ahora quizá llames supersticiosa— que también te
constituye. Y es preferible, como decía Mario Levrero, no tener a nadie
cabreado ahí adentro, al menos si lo que buscas es una relación apacible y sana
contigo mismo.
Quizás lo más valioso de este modo
de estar en el mundo es que, cuando la historia termina, ya no llega el tsunami.
No nos sentimos devastados por la contradicción o el desencanto.
Porque sabemos que era solo una
ficción efímera. Una obra de la que podemos salir transformados, sí, pero no
destruidos.
Sabemos, además, que pronto habrá más películas. Que elegiremos otro montaje,
del género que sea. Y que no pasa nada. Cuando se encienden las luces de la
sala, la suspensión de la credulidad —o de la incredulidad— termina. Pero no
nuestra identidad, no nuestra razón de existir.