Pueblo pequeño, infierno grande
(Aviso: no es un comentario literario)
Se anda escribiendo mucho últimamente sobre el tema del regreso al
ámbito rural, idealizado como la vuelta a un refugio donde se hallará la paz,
lo auténtico, el contacto con la tierra, la redención del ser humano..., y que,
sin embargo, la mayoría de las veces, acaba muy malamente. Lo pensaba el otro
día en la presentación de Las efímeras, de Pilar Adón.
La pequeña
comunidad, aislada, obligada a convivir a diario, parece ser un proyecto
condenado al fracaso. Hay mil ejemplos en la literatura y yo tengo un ejemplo real
delante de mis narices; en el pueblo de unos veinte habitantes donde hemos
alquilado una casa para el fin de semana, hay al menos tres bandos que, no sólo
no se dirigen la palabra, sino que se hacen la vida imposible en cuanto tienen
ocasión. Me costaba entenderlo al principio porque, conociendo a sus habitantes
uno a uno, todos resultan ser personas majas, generosas (¡incluso, oh, cielos:
lectores de poesía!), que enseguida te invitan a cenar a su casa o te regalan
nueces, acelgas, leche... Y todavía se me hacía más difícil comprenderlo
teniendo en cuenta que, prácticamente, todos son familia.
Pensé que
era cosa de la gente de allí, de su carácter fuerte y orgulloso. Pero luego, me
acordé de aquel refrán que me comentó un amigo nada más coger la casa allí, y
que desprecié de inmediato: “Pueblo pequeño, infierno grande”. Lo cierto es
que, si existe un dicho popular respecto a algo, es porque, cuando menos, no se
trata de un hecho aislado. Hablando con otra gente de pueblo, compruebo que,
efectivamente, estas sociedades pequeñas, enfrentadas, son de lo más habituales
y se dan en todas partes. Vamos, que no se trata de una cuestión de un carácter
particular vinculado a una determinada geografía.
¿Cuál es
el problema entonces? Muchas veces, como digo, la cuestión se ventila con una
frase tipo: “Es que la gente de pueblo es así”. Es decir, la gente de pueblo es
distinta a nosotros, los de ciudad. Tienen unas características diferentes, son
más brutos o más primarios... En definitiva, lo que pensé yo al principio; que
la gente de Tierra Estella (en este caso) tenía muy mal genio, que eran muy
“rabudos” como decía mi abuela, que también era de esa zona. Pero esto no se
sostiene a nada que lo tratas de defender mínimamente, claro.
Entonces
empecé a pensar cómo nos relacionamos nosotros en la ciudad, cómo convivimos
con nuestros vecinos más próximos, cómo reaccionamos cuando surge un conflicto
con una persona, bien sea un familiar, un amigo, o un desconocido. Y pensé en
gente que considero cívica, tranquila, educada y, como dicen los ingleses, easy going; de trato fácil. Bien,
incluso esas personas, entre las que me incluyo (más que nada porque soy de las
que huyen de los conflictos, sin que esto me parezca de por sí una virtud),
tienen encontronazos de vez en cuando, y por lo general, la cosa se soluciona
con dos herramientas aparentemente muy sencillas: tiempo y espacio.
Por
ejemplo, a veces me asombro cuando algunas de mis amigas más “pacíficas” me
dicen: “No, a ese café no, que no entro desde que...”. Y entonces nos vamos a
otro bar, a otra librería o a otra tienda de ropa. A veces ese veto dura unos
meses, otras unos años, y a veces es para siempre. Yo también tengo alguno de
esos lugares prohibidos porque la dependienta, por ejemplo, me trató con una
bordería impresionante. Pero la solución, como vemos, es muy sencilla y nos
exige bien poco: no tenemos más que ir a la tienda de al lado: dejar espacio
primero y que pase el tiempo (él solito), después. Podemos evitar el
enfrentamiento (el volver a tenerlo, quiero decir). No requiere de una
inteligencia emocional o altura moral que digamos, extraordinarias. Lo mismo si
tienes un problema con el vecino del 6ºC: basta con evitarlo en el ascensor.
Hay que andar con un poco más de ojo, pero bueno, se puede manejar, (otra cosa
son ya las reuniones vecinales). O incluso si tienes una discusión con un
familiar puedes dejar de llamarle durante un tiempo hasta que las aguas vuelven
a su cauce por sí solas.
Total que,
muchos de los roces habituales no los solucionamos nosotros, sino que se los
encasquetamos a nuestro particular Señor Lobo para que se ocupe del marrón. Se
trata, en este caso, del señor Espacio-Tiempo. Agente que nos parece tan
gratuito y normal como el aire que respiramos. Pero resulta que también es un
lujo. No todo el mundo lo tiene, no todo el mundo goza de la oportunidad de
contratar sus servicios.
Volvamos
al pueblo de veinte habitantes donde no hay más que una tienda, una sociedad y
una plaza. ¿Qué pasa si tienes una enganchada tremenda con el dependiente del
ultramarinos? ¿Dejas de comprar pan, leche, huevos, durante una semana?
¿Conduces todos los días 30 km de ida y 30 de vuelta para ir al supermercado
más cercano? ¿Y qué pasa si discutes con el vecino de la casa de enfrente?
¿Dónde te escondes? ¿Dejas de ir el domingo a la sociedad a ver el fútbol y
tomarte un vinito con los parroquianos para no coincidir con él? En definitiva,
¿qué te queda, terminar recluido en tu casa?
Cuando nos
enfadamos, necesitamos un tiempo y un espacio para que esos nubarrones se
disuelvan. Hasta que la sangre no se enfría, es difícil razonar, calmarse,
echar marcha atrás, pedir perdón o hablar sobre el asunto con tranquilidad.
Pero en este entorno, te vas enfadado a tu casa por la mañana porque has
discutido con Fulanito, y esa misma tarde, coincides con Fulanito en la plaza,
y le echas una mirada asesina, y él te la devuelve, y camino a casa, la bici de
uno de sus hijos está tirada delante de tu puerta, y tú, refunfuñando un “lo
que faltaba”, la tiras a un lado del camino y la bici cae en la acequia y se
mancha de barro, y Fulanito que vuelve detrás de ti, ve lo que acabas de hacer
y dice que le has torcido el manillar, y tú dices que no se pase, que eso ya
estaba así... Y comienza a generarse una bola de estiércol que crece a toda
prisa porque aquí la línea que forman los ejes tiempo y espacio no generan una
cuesta arriba, no; componen una pendiente inclinada por la que la bola se
precipita a toda velocidad haciéndose imparable.
Y luego
vendrán los partidarios (porque a ver de qué vas a hablar si no). La familia de
Fulanito, sus amigos se indignarán cuando éste les cuente lo sucedido, y lo
mismo harán los tuyos ante tu versión de los hechos. Y probablemente será el
momento en que afloren todas las rencillas guardadas: “Sí -dirá uno-, es que
los críos del Fulanito van dejando sus trastos por ahí tirados como si el
pueblo fuera suyo. Estoy harto de bajarme del tractor a quitar del medio sus
patinetes”.
En fin,
etc, etc. Y esto si hablamos de un roce pequeño. Pensemos en la magnitud de la
tragedia cuando el conflicto es más serio, cuando se trata de un enfrentamiento
por lindes, terrenos...; por todas esas cuestiones legales típicas del mundo
rural. Os asombraría saber la de denuncias que puede acumular cada uno de los inocentes
habitantes...
Llega un
momento en que la mierda acumulada es tanta que el pueblo se sustenta ya sobre
una auténtica fosa séptica. Si tratas de arrancar una de esas raíces
ponzoñosas, el problema es que no emerge ella sola: arrastra metros y metros de
la maraña podrida, y es posible que los cimientos se desestabilicen y se
produzca un hundimiento irreversible.
Y esto, me
pregunto, ¿es siempre así? Cuando estoy a punto de afirmarlo, viene la puñetera
literatura a echar por tierra mis conclusiones facilonas. Recuerdo, por
ejemplo, el cuento basado en hechos reales, Proyectos del pasado, de Ana
Blandiana, que relata la convivencia de unas cuantas personas (familiares y
amigos íntimos) que son desterradas a un lugar en medio de la nada por motivos
políticos. Esta gente, en unas condiciones extremas (son deportadas durante la
celebración de una boda pudiéndose llevar justo lo puesto), consiguen formar
una comunidad sólida, solidaria. Tanto es así que, muchos años después, alguno
de los supervivientes casi se avergüenza de recordar aquella época con un deje
de nostalgia.
También me
vino a la cabeza el relato autobiográfico de Natalia Ginzburg, Invierno en
los Abruzos, que guarda algunas similitudes con el de Blandiana: la autora
y sus hijos, también por cuestiones políticas, son obligados a abandonar Roma
para refugiarse en un pequeño pueblo de esta región. También allí las
condiciones serán muy difíciles, física y psicológicamente, pero, al igual que
en el cuento de la rumana, esta etapa será recordada con cariño pasado el
tiempo.
Esta
convivencia armónica del grupo aislado ¿es debida en el caso de Blandiana a que
se trata de una imposición externa? ¿Somos más solidarios cuando estamos unidos
frente a un enemigo común? ¿Son más fácilmente perdonables nuestras afrentas?
Podríamos pensar también en la unión frente a unas condiciones de vida
extremas, pero creo que, sin ese enemigo común, éstas (como en el caso de Las
efímeras, donde la Naturaleza es una fuerza brutal y destructiva), no
serían concluyentes (no mientras no fueran definitivamente apocalípticas).
El caso de
Ginzburg es diferente, esa comunidad no es homogénea, ella es la intrusa, la
que llega de fuera para implantarse en un grupo ya formado: allí su lucha, el
enemigo, no es el de todos (aunque puedan simpatizar), es una lucha individual.
En este caso son las duras condiciones de vida las que la equiparan con el
resto de habitantes. Pero decíamos que esto no era suficiente para conseguir
armar una convivencia feliz. Entonces, lo diferente aquí es precisamente esa
procedencia, y resulta que eso sí me es fácil entenderlo. Salvando las
distancias, a la autora italiana le ocurre como a nosotros en nuestro pequeño
pueblo de “acogida”. Nosotros somos los nuevos, el aire fresco -e imparcial-,
que llega de fuera, sin contaminar. Todo el mundo nos trata bien. Somos ese
espacio en blanco, sin memoria, que no tienen con el resto. Contrariamente a lo
que suele pensarse, los de fuera suelen ser muy bien recibidos (aunque sea con
mucha cautela) en un pueblo realmente pequeño. Hablo de cuando saben que vas a
formar parte de la comunidad (no estás de visita un fin de semana), y cuando
saben también, y esto es importante, que acabarás marchándote porque aquél no
es tu verdadero hogar. Entonces tu casa, tu espacio, tú mismo te presentas como
una oportunidad para salir, por un rato al menos, del círculo asfixiante y enrarecido.
Eso podría
ser parte de la explicación en estos casos excepcionales, pero, ¿no tendrá que
ver también el hecho de que ambas historias están contadas desde una distancia
considerable? ¿No habrá cierta idealización? Creo que incluso en ambos cuentos
se comenta esta posibilidad. ¿Serían los relatos diferentes si hubieran sido
contados desde el presente o si la convivencia se hubiera perpetuado de por
vida? Es muy probable que sí, por tanto, no sé ya qué pensar... ¿No hay
salvación posible para estas pequeñas sociedades humanas?
Estoy de
nuevo a punto de confirmarlo, cuando de pronto mi pensamiento da un salto y me
trae esta idea. ¿Y entonces qué ocurre en esas pequeñas tribus amazónicas o
africanas, por ejemplo, donde casi todos están emparentados y que viven toda su
vida aislados de otros grupos? Se les suele ver bastante felices en los
documentales de la 2..., al menos, no han terminado matándose los unos a los
otros tras cientos de generaciones soportándose... ¿O sí? ¿tal vez también
existan sus particulares Puerto Hurraco y las tribus que hoy sobreviven son el
resultado de un proceso evolutivo donde han sobrevivido sólo las que han sabido
encontrar el secreto de la convivencia en armonía?
¡Un
antropólogo, por favor!
En fin,
creo que es mejor dejar esa vía, pues creo que estos grupos tan culturalmente
alejados no son equiparables y no me van a servir para aportar respuestas
(quizá sí estaría bien estudiarlo en otro momento para buscar soluciones).
A raíz de
mi interés en este tema, me comentan la existencia de gente que se dedica
profesionalmente a resolver conflictos de esta índole. Son mediadores que
acuden a estos lugares para hacer un poco de rey Salomón. Me cuentan el caso de
un pueblo de Vizcaya donde la población estaba muy dividida por motivo de unas
fiestas algo polémicas por el contenido de una de sus tradiciones. El mediador
fue, se entrevistó con unos y con otros, y finalmente logró un acuerdo común.
Me
pregunto qué haría este pobre mediador en mi pueblo. Porque como digo, en estos
microcosmos la cosa está ya muy envenenada y es muy profunda, es como una Hidra
a la que crecen cabezas cada día. No es lo mismo que resolver un problema
puntual. Me temo que el tipo tendría que quedarse a vivir allí, quizá acabaría
apedreado, o desquiciado...
Pienso
muchas veces, mientras paseo por los alrededores del pueblo, en qué solución
podría tener este conflicto, y nunca llego a nada que vaya más allá del parche
temporal. Que entre gente nueva es desde luego algo positivo porque aportan
nuevos espacios, nuevas burbujas de oxígeno (lo de regenerar el mundo rural
también podría entenderse desde esa perspectiva), pero no son la solución
definitiva. La solución definitiva sería tener otra panadería, otro bar, otra
plaza, más calles por las que pasear, más gente con la que hablar... Vaya…
acabo de convertir mi pueblo en una
ciudad.
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